Sangre y violencia
Fácil es imaginar lo que sentí al oír esas palabras...
La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.
Pasé un rato charlando con Ben para evaluar nuestras posibilidades. Una idea era intentar cargar el generador de radioisótopos de la base en la lanzadera para disponer de energía adicional. Quizás, así podríamos intentar llegar a la base científica de Nueva Manila en Titania. Sin embargo, todo eran problemas. No teníamos mucho propelente, de hecho, era insuficiente: estábamos demasiado lejos. Luego, aunque consiguiéramos llegar, no podríamos desembarcar porque allí no disponían de hábitats para humanos, solo hábitats llenos de agua presurizada diseñados para cefalópodos.
Otra posibilidad más prudente era aguantar en la base pirata. Había víveres y oxígeno de sobra para continuar durante algunos años más. Si racionábamos los consumibles, podíamos sobrevivir durante mucho tiempo. Luego, habría que preparar algún sistema de telecomunicaciones para contactar o bien con la base de Titania, o bien con alguna de las pocas naves que rara vez cruzan esta parte tan despoblada del Espacio. No había otra opción con sentido común.
Pero Ben insistía en que no estaba de acuerdo. Él no soportaba seguir recluido en esta estación pirata por más tiempo. Así que, su planteamiento era mucho más directo:
—Si quedar aquí, yo morir. Nosotros salir con lanzadera y abordar Stella Maris. Nosotros dos, ellos tres; pero nosotros pillar por sorpresa. Nosotros más listos.
—No parece fácil, pero dispongo de un arma de energía que le sustraje a Israel Hands. La dejé en la lanzadera.
—Sí, atacar por sorpresa. Ellos piratas indisciplinados. Ellos borrachos. Fácil.
—Puedo entender que Israel Hands y sobre todo Perro Negro se hayan dedicado a emborracharse, especialmente ahora que no hay disciplina en la nave. Pero no esperes que Argento haga lo mismo. En cuanto nos acercásemos un poco, el radar de la nave nos detectaría...
—Quizá no atentos al radar. Ellos despistados y borrachos.
—Nunca he conocido un nauta más capaz que Argento. ¿Quieres que me crea que se va a despistar? Pues no. Él es muy eficaz. De hecho, es más que probable que desde la órbita baja el radar de la Stella Maris tenga ubicada la lanzadera aquí. Es posible que él ya nos tenga perfectamente localizados...
Y diciendo esto, comenzaron a escucharse ruidos en la esclusa. Alguien entraba en la base, y eso no podían ser buenas noticias.
Al abrirse la escotilla interior de la esclusa pude ver la imagen de Israel Hands, que ya se había desembarazado del casco espacial. Su nariz estaba hinchada y muy colorada. El puñetazo había tenido que dolerle. Aun así, sonreía, mientras portaba un arma de energía en la mano. Comprendí que otra vez no tendría la suerte de pillarle desprevenido. No tendría tanta fortuna en una segunda oportunidad.
—Hola, amigos, ¿cómo están ustedes? —preguntó con ironía.
Detrás de él apareció el despreciable Argento, quien también iba armado. Su rostro era mucho más serio. Yo había llegado a apreciar a ese pirata y verle ahora con un arma, preparado para dispararnos si llegaba el caso, era algo que me sacaba de quicio. La sangre me hervía en las venas viendo a ese magnífico nauta convertido en un sucio criminal, un vulgar pirata.
Recordé que antes yo le había robado un arma a Israel, pero me la había dejado en la lanzadera. Mi actitud era sumamente estúpida. Después de todo, aunque yo no sabía usarla, quizá Ben sí habría sabido sacarle provecho. Pero ya era tarde para lamentaciones.
—Vais a venir con nosotros a la Stella Maris —dijo Argento, con una frialdad que me helaba el corazón.
—No pienso moverme de aquí —le dije, retándole. Su sola presencia me irritaba hasta el punto de actuar con mucha imprudencia.
Impulsivamente, el pirata levantó el arma y la puso a escasos centímetros de mi frente.
—Adelante, malnacido, dispara —dije, con desprecio infinito—. Dispara, monstruoso pirata. Vuélame la cabeza y mancha con la sangre de mis sesos las paredes de esta sala... ya que es eso lo que al parecer deseas.
—Rebeca, por favor. Sé inteligente. No querría tener que...
¿Cómo que «no querría tener que»? Cuánto desprecio llegué a sentir por él. Argento era un mentiroso y un manipulador que jugaba con los sentimientos de las personas.
—Pero no es aquí donde debes apuntar —dije, desafiante..
Agarré con ambas manos el cañón de su arma de energía que apuntaba mi frente y lo dirigí directamente hacia mi pecho.
—Es al corazón adonde debes apuntar, y no podrás dañarlo más, pues ya lo mataste, canalla.
—Rebeca...
—Dime, pirata miserable, ¿qué les dirás a mis padres cuando te pregunten por mí? ¿Mentirás con tus embustes y les dirás que estoy bien? ¿Lo harás con tus manos aún manchadas con mi sangre? ¿Harás eso, escoria del Espacio? ¡Menudo nauta! ¡Qué decepción, amigo!
Argento liberó el cañón del arma atrapado entre mis manos con dificultad y lo bajó, pero no evitó que Israel Hands, que ya había terminado de maniatar a Ben, hiciera lo mismo conmigo.
Después, nos sacaron de la base pirata para llevarnos hacia las lanzaderas en la que habíamos venido y volvimos a la Stella Maris. Para recuperar las dos, Israel Hands pilotó la que me llevaba a mí, mientras Argento transportó al pobre Ben. Argento, el muy cobarde, no se atrevió a quedarse a solas conmigo. Fue Israel quien me llevó.
Tardamos un par de horas en volver a estacionarlas en la bodega de carga de la Stella Maris.
Cuando accedimos a la nave entramos por la esclusa, en la zona de popa, después de aparcar y asegurar las lanzaderas dentro de la bodega. Ben y yo íbamos maniatados —a pesar del traje espacial— y escoltados por Argento, quien nos llevó hacia proa. Israel se quedó con los recicladores pues necesitaban que alguien los atendiera.
Me fijé en la Stella Maris y no era la misma. No ya por el desorden que reinaba en cada módulo de la nave. Era peor. Ahora era una nave pirata. Había perdido la alegría, pues estaba mancillada, profanada por esos malnacidos.
Al llegar a la altura del puente, el asqueroso Perro Negro nos cerró el paso. Estaba muy borracho. Apestaba.
—La chica la quiero para mí —dijo con vehemencia.
Argento hizo como si no le oyera y seguimos adelante, como si nada. Entonces, Perro Negro me agarró por el brazo. Argento se volvió hacia él con enfado:
—Aparta, Perro Negro —se limitó a decir.
Agarrado con un mano en un asidero del mamparo, me sujetaba con fuerza con la otra:
—La chica es para mí, Argento. ¡Me lo prometiste!
Argento se enfadó muchísimo.
—¡Aparta, asquerosa rata del Espacio! —exclamó.
Y diciendo esto lo empujó con fuerza, estampándolo contra una holoconsola que se hizo añicos. Siguiendo adelante, nos llevó a Ben y a mí hasta el santuario. Abrió la escotilla.
Allí estaban Sandoval y César encerrados. Faltaba Emma. El capitán parecía tener buen aspecto; no así César, quien tenía una herida muy fea en el muslo. Habían contenido la hemorragia, pero su moreno rostro estaba muy pálido: tenía que haber perdido sangre. De hecho, había gotas del rojo líquido flotando ingrávidas en el módulo.
Sin embargo, lo peor era ver sus caras. Mostraban un profundo malestar, como si hubieran quedado conmocionados por alguna tragedia.
Al entrar Ben y yo en el módulo del santuario, Argento volvió a cerrarla, dejándonos presos. Sandoval recobró el ánimo por unos segundos.
—¡Gracias al Espacio que estás aquí, Rebeca! —exclamó Sandoval—. Nos temíamos lo peor.
—¿Dónde está Emma? —pregunté.
—No lo sé con seguridad, pero presiento malas noticias —respondió Sandoval profundamente apesadumbrado—. Perro Negro abrió la escotilla para llevársela...
En aquel preciso instante sentí toda la indignación que puede llegar a experimentar un ser humano.
—¿¡Qué?!
—Iba armado con un arma de energía y, aunque César lo intentó, no pudimos evitarlo. Por suerte, el disparo solo le rozó la pierna y ya está estable.
—No sabemos qué pudo pasar, pero... —Sandoval calló por un segundo— después te aseguro que escuchamos los gritos más horrendos que puedan imaginarse. Era una tortura horrible oír sus peticiones de ayuda sin esperanza. Ojalá hubiéramos podido auxiliar a nuestra Emma, esa pobrecilla. En ese momento nos sentimos muy impotentes, terriblemente incapaces...
—La ha matado —sentenció César, con un tono fúnebre—. Perro Negro la ha matado.
—Pareciera que aún escucho sus gritos de auxilio —se lamentó Sandoval—. Creo que no los olvidaré jamás mientras viva. La agonía insoportable duró algo más de media hora. Pasado ese tiempo, dejaron de escucharse sus lamentos y solo quedó un silencio sepulcral, no menos terrible, porque César y yo sabíamos el significado de ese silencio.
—Esto es espantoso —dije.
—Fui yo quien insistió en que realizase este viaje con nosotros —prosiguió—. En cierto modo, la culpa de su muerte es mía.
—De eso, nada, capitán —dijo César—. Perro Negro es el culpable. Él la mató a sangre fría. Pienso arrancarle la cabeza...
—Perro Negro ser muy malo —dijo Ben.
Estábamos encerrados los cuatro en el santuario con la Stella Maris tomada por unos piratas sin escrúpulos capaces de cualquier barbaridad... La situación era desesperada; las opciones escasas; las posibilidades impeorables. Ante esta situación tan poco halagüeña, nuestra única esperanza era que ocurriese un milagro. Necesitábamos un milagro, y lo necesitábamos pronto.
Lo tuvimos. El milagro se llamaba «La tumba del muerto».
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