Preparativos
La Hispaniola fondeaba en la zona más apartada de los muelles...
La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.
Con el paso de los días, mi vida mejoró ostensiblemente. Mis pulmones dolían menos, casi no tosía y mi salud mejoraba. Dormía en una habitación individual en el ala donde viven los ingenieros, a los que por cierto no solía gustarles mezclarse con los científicos.
De vez en cuando asistía a alguna reunión de trabajo con Sandoval para ver cómo iban las cosas en las que se quejaba mucho de que los días pasaban y yo no conseguía reunir una tripulación.
Y tenía razón. El asunto no iba muy bien, la verdad sea dicha. Después de las reuniones tenía la costumbre de visitar el comedor a tomarme un neurocafé, pensar en las cosas y de paso otear el horizonte para buscar nautas, como era tradición en Bengaluru. Sin embargo, no estábamos en Bengaluru. En aquel comedor solo había científicos e ingenieros. Era eso: un sitio para comer por el que pasaba todo el personal de la base científica.
Lo comprendí tarde, pero lo comprendí. El comedor de Nuevo Chile, lo más parecido a una taberna que había en la base científica, distaba mucho de ser un sitio ideal para captar tripulación; no tenía el encanto de los garitos de nautas de Ceres, ni siquiera de los de Europa. Durante todo ese tiempo no vi ni un solo nauta.
Después de mucho pensar sobre cómo reunir una buena tripulación para la expedición, se me ocurrió una idea de lo más dudoso. La verdad es que, aunque tenía su lógica, a Sandoval no le hizo ni pizca de gracia:
—¿Presos? —preguntó escéptico.
Si buscar nautas en el comedor de la base científica no parecía ser una buena idea —pues allí solo había sabiondos y otras especies de esa calaña—, quizá podía encontrarlos en la prisión. Después de todo, era de donde yo había salido, yo misma era una ex convicta. Los nautas no somos gente fácil, solemos ser problemáticos y pendencieros, así que era seguro que allí había más de uno...
Y, efectivamente, en las celdas había una buena colección de nautas. Sin embargo, mi idea resultó ser decepcionante: la mayoría eran piratas y sanguinarios asesinos, personas de la peor catadura moral que yo no podía meter en mi nave. Solo pude encontrar uno que mereciera la pena: una persona de confianza, tambien un amigo mío, aunque tengo que reconocer que al entrar en su celda, la número 53, no me recibió de forma demasiado amistosa:
—¡Carcelero, no me importa usted ni me importa nada en la vida! ¡Váyase al guano! —gritó, al ver la puerta abrirse—. ¡Ya le he dicho que quiero que me dejen en paz! ¿No fui suficientemente claro?
Al pasar dentro de su celda, él pensaba que yo era su carcelero, con quien al parecer mantenía una relación un poco tensa. Sin embargo, cuando me reconoció quedó atónito:
—Soy yo, César —le dije—. Prepara tus cosas que nos vamos. Eres libre.
Solo entonces pude contemplarlo, y tuve que reconocer que hay osos pardos salvajes cavernarios viviendo en su oscura osera con mucho mejor aspecto que el que tenía César en ese momento: barba de varios años; la ropa hecha jirones; el pelo greñudo y rizado le había crecido muchísimo; su tez morena estaba pálida y mortecina; ojeras y ojos irritados; una tos muy fea... En resumen: estaba hecho un desastre.
—¿Eres real? O quizás solo mi imaginación... ¿Eres tú realmente, Rebeca, amiga mía? ¿Eres tú? ¡Ah! ¿No es acaso la falta de sueño, el estrés y la propia demencia que me acecha la que me hace verte y creerte real? ¿No serás otra de mis alucinaciones, otro producto de mi mente febril y trastornada?
—Soy yo, César.
—¡Ajá! ¡Eso dicen todas mis alucinaciones! ¿Cómo distinguir la realidad de las engañosas fantasías y fabulaciones que construye el alma atormentada de un preso que lleva tanto tiempo sin salir de su celda?
—Muy fácil —le dije.
Me acerqué a él y, sin más miramientos, le solté un buen tortazo con toda la mano abierta.
—Sí, esto es real —dijo, llevándose la palma de la mano a su carrillo enrojecido.
Entonces sus ojos se llenaron de unas lágrimas que enseguida comenzaron a resbalar por sus mejillas; y no sé si la causa fue el tortazo, la libertad o las dos cosas.
—¡Venga, vámonos! —le dije—. Déjate de tonterías que tengo muchas cosas que hacer...
Le cogí por el brazo pues andaba trastabillado y nos fuimos, abandonando ese horrible lugar, mientras le ayudaba a caminar.
—¿La libertad, Rebeca? ¿En serio?
—Sí, la condicional. Si haces alguna tontería volverás al presidio.
—¿Y no me pedirán algo a cambio?
—Tendremos que realizar un viaje, un viaje largo.
—¿Hacia dónde?
—El destino es secreto. El capitán Sandoval me ha prohibido revelarlo.
—Rebeca, soy un nauta y sabes que no soy un cobarde, he demostrado mil veces mi valentía; pero, ¿por qué no me desvelas el destino de nuestro viaje? ¿Sabes? Comienzo a pensar que en este asunto hay gato encerrado...
—¡Qué raro estás, César! ¡Cómo te ha cambiado la cárcel, amigo!
Después de una buena ducha, un corte de pelo, un rato en la enfermería para que le pusieran un par de tiritas y unas horas de sueño en su nueva habitación en el área de ingenieros, al día siguiente, el bueno de César estaba como nuevo y la cabeza ya le funcionaba bien.
Sandoval había conseguido autorización para concederle la condicional a él también. Aun así, cuando unos días antes, yo había intentado convencerle, tuvo sus reticencias:
—Me cuenta usted que este condenado por amotinamiento puede ser útil.
—Así es.
—¿Usted cree que podemos confiar en él?
—Plenamente.
—Me fío de usted, Rebeca. Espero no equivocarme llenando la nave de amotinados...
—Gracias, Sandoval.
Íbamos con mucho retraso con el tema de la tripulación, y yo seguía intentando reunirla a mi manera. Intenté identificar a mi viejo amigo el nauta Ben Conrad, pero su caso era más difícil que el de César. Seguirle la pista conducía a un callejón sin salida; la perdí en Nuevo Brasil, en Encélado, durante el juicio por el motín. A diferencia de César y yo —a quienes nos cayó la perpetua—, él salió absuelto. Inocente. Después de todo, cuando estalló aquella situación inaudita en la Stella Maris en viaje anterior, él no se vio involucrado.
Realicé averiguaciones en Encélado, intentando encontrar alguna pista de su paradero. Pregunté aquí y allá. Fue inútil. Imposible. Solo sabíamos que se había marchado de allí, aunque desconocíamos su destino.
Otro nauta que había sobrevivido al último viaje de la Stella Maris era el jefe de máquinas Manuel Maraña. Me llegaron noticias de que también había salido absuelto del juicio, pero su deterioro tanto mental como físico había llegado a tales niveles que había sido repatriado a la Tierra —donde él había nacido— para ingresar en un sanatorio de reposo.
Yo estaba un poco desesperada con la búsqueda de los nautas para la expedición. Hablé con César por si él podía ayudarme, pero estaba tan perdido como yo.
Finalmente, fue el ingenioso Sandoval quien propuso una medida tan rápida como efectiva:
—Vamos con muchísimo retraso en este asunto de la tripulación. Para ayudarle me he permitido poner un anuncio en las redes. Espero que eso sirva para encontrar rápidamente la dotación que requerimos:
Se buscan nautas experimentados para viaje largo e incierto por la zona más inexplorada del sistema solar.
Garantizadas las emociones, los riesgos y los peligros.
No garantizado el retorno.
Paga generosa. Interesados, contactar con...
—¿Puso usted este mensaje, Sandoval?
—Sí, ¿qué le parece?
—Espero que sirva —suspiré.
El tema de la tripulación era el único en el que íbamos con retraso. La puesta a punto de la nave espacial —el otro gran asunto— estaba muy avanzada. Los recursos en Nuevo Chile escaseaban, faltaba de todo, pero Sandoval tenía muchísimo ingenio, se desvivía sacando repuestos de aquí y de allá.
Me sorprendió mucho descubrir que había remolcado lo que quedaba de mi naufragada nave, la Stella Maris, desde Encélado hasta Titán y la estaba reparando tomando componentes de la Walrus y otras naves de desguace. Y es que no tenía otra cosa. En un mes podrían acabar las preparaciones.
Era excitante. Volvería a surcar el Espacio con la Stella Maris. Yo estaría al gobierno de la nave como primer oficial y contramaestre. Y el capitán esta vez sería un ser humano, un buen tipo como Sandoval. En Titán no había mares de agua internos, ni cefalópodos que pudieran amargarme la vida.
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