Pesadilla

...y esa idea paseó por mis pesadillas junto con las imágenes del marino con una sola pierna.

La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.

Mi acompañante de celda no estaba bien de la sesera. No quiero decir con eso que yo sí estuviera bien. Quiero decir que, en comparación, ella estaba mucho peor. Divagaba incoherentemente, hablaba sin sentido y su sueño se veía visitado por las más atroces pesadillas.

A veces se relajaba un poco, mejoraba su humor y se animaba. Era aun peor. Se ponía entonces de pie y comenzaba a danzar algo parecido a un extraño baile ritual. Su cuerpo giraba acompañándolo de movimientos de sus manos que podían decirse armoniosos. Enseguida se cansaba jadeando por la falta de aire y pasaba a tumbarse en su camastro para proferir entrecortadamente los comentarios más estúpidos que nunca escuché en ninguna otra persona..

Tuve la sensación de que era como si —inmersa en sus fantasías— ella sintiera que tuviera delante a otras personas que yo no veía, como si estuviera navegando en una nave inexistente:

«¡Flint! ¡Flint! Ahora qué hacemos, ¡eh!», «Inutil, métele potencia a ese motor...», «Cuidado con el timón, ¡menudo navegante de pacotilla estás hecho! ¡Todo lo que tienes de largo lo tienes de torpe!», «Sacristán, pon un ojo en esa cena. ¿Cuándo vas a tenerla preparada?».

Otras veces, cantaba, y lo hacía muy mal, porque su voz quebrada, áspera y cansada no le permitía entonar bien, aunque ella lo intentara con entusiasmo. Para mí eran canciones sumamente extrañas y ni en las peores tabernas de Ceres o Europa había escuchado nunca nada similar. Esas tonadillas tenían algo misterioso, tenebroso incluso, con letras entrecortadas, apenas entendibles, pues muchas de las palabras parecían norteñas, aunque ella no pertenecía a esa raza humana:

«There is a house
in New Orleans»

Como era previsible, no duró mucho. Aquella vieja pirata enloquecida de cabeza afeitada y cuerpo tatuado, agonizaba. Y no era la causa la enorme costura blanca que cruzaba su mejilla derecha, pues esa cicatriz era antigua. El problema era su respiración, cada vez más trabajosa, cada vez más pesada; la tolina de Titán, el maldito polvo criogénico se colaba en sus pulmones y los sofocaba sin dejarlos respirar.

No me producía ninguna pena contemplar la agonía de esa infame pirata. ¡A saber cuántas naves espaciales habría abordado!, ¡quién sabe cuántos asesinatos habría cometido! Es seguro que las manos de esa experimentada pirata habían acabado con la vida de numerosos nautas decentes.

Sin embargo, en contraste con mi falta de piedad, quedaba el interés. Sentía curiosidad, porque en unos pocos meses más yo podría tener un fin similar al suyo. Mi tos seguía empeorando y no tardaría demasiado en finalizar como ella. Viéndola morir, yo quería adivinar cómo iba a ser mi propia muerte.

Su declinar final fue estremecedor. Hablaba como en sueños, en un delirio sin sentido que nadie habría sabido comprender:

—¡Luz! ¡Hay luz, capitán Flint!

Yo no conseguía entender nada. Aquello parecía absurdo lo vieras como lo vieras.

—Luz en la tumba del muerto. ¡Es la mayor de las contradicciones!

Sus incoherencias eran absurdas, un montón de tonterías:

—¡El agujero negro no es negro! ¡Hay luz!

Frases sin cordura. Las abundantes gotas de sudor que perlaban su frente me sugerían que sufría fiebre alta. En su deterioro final, sin duda, la veterana pirata deliraba.

—Es un agujero negro o es un agujero blanco. ¡Cuidado con la luz!

A los dos días de su llegada, parecía claro que no superaría una noche más. El estruendo del bramido de su respiración me producía un estremecimiento insoportable. En su última noche en la celda, jadeaba y se revolvía en el camastro, desvariando entre sollozos y gemidos aterradores. Su última pesadilla fue la más pavorosa, la más intensa que recuerdo:

—¡No me dejéis sola! ¡Canallas, no me abandonéis! Soy parte de la tripulación, así que hacedme un sitio en la lanzadera... Fui autoritaria, sí. Fui inflexible, sí. Fui dura con vosotros, sí. Pero todas esas cosas me vi obligada a hacerlas porque eran necesarias. Después de todo, alguien debía mandar cuando Flint ya no estaba al frente de la Walrus. Soy vuestra primera oficial y me debéis obediencia. No me dejéis sola con el cadáver de Flint, por favor.

Me sentí conmovida por sus palabras.

—No me dejéis sola. ¡No!

Esa noche apenas dormí. La pared sur de la celda se vio golpeada una y otra vez por el viento infernal de una tormenta de arena especialmente intensa. Parecía como si todo fuera a derrumbarse de un momento a otro. Pude ver el cielo cubierto de nubes de tolina sobre el mar del Kraken hasta que el ventanuco se cubrió de polvo y no pude continuar mirando. El sonido del viento ululando retumbaba en mis oídos de forma aterradora. Parecía imposible ignorarlo.

Al final, cuando cesó el bramido de la respiración entrecortada de la pirata, me acerqué a ella para contemplarla, creyendo que ya había fallecido. Registré sus pertenencias y los bolsillos de sus mono naranja, esperando encontrar algo que me fuera de utilidad.

Fue entonces cuando abrió los ojos de manera súbita y, con una fuerza inaudita en una moribunda, me agarró del cuello con las dos manos. El rostro crispado de la asesina se contrajo lleno de maldad. Pensaba que iba a estrangularme e intenté zafarme sin éxito. Entonces, acercó mi rostro al suyo a tan solo unos pocos centímetros. Intenté nuevamente zafarme sin suerte. A continuación dijo unas palabras que no he conseguido olvidar. Le costaba pronunciar cada sílaba. Su voz era apenas un susurro casi inaudible:

—¡En Miranda! ¡Busca en Miranda!

Entonces cesó la descomunal fuerza de sus manos, y murió mirándome con ojos inexpresivos. Ya no pestañeaba.

Tras quitar sus manos de mi cuello, quedé un rato parada hasta rehacerme de la intensa impresión que me había producido su muerte. Después, bajé sus párpados para no sentir por más tiempo esa mirada.

Luego, me incorporé y aporreé la puerta de mi celda pidiendo ayuda. No quería tener el cuerpo ahí por más tiempo. Me sorprendió comprobar que abrieron en solo unos minutos, como si estuvieran esperando este momento al otro lado.

El corpulento carcelero entró. Parecía enfadado. No dijo ni una palabra. Agarró el cadáver por uno de los brazos y se lo llevó arrastrando, sin ceremonias ni rituales, como el que mueve un saco de patatas. Al salir, cerró ruidosamente la puerta tras él. No sé qué haría con el cuerpo, tampoco me importaba.

Cuando me vi sola otra vez en mi celda, suspiré aliviada comprendiendo que la pesadilla finalizaba.

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