Perro Negro


Black Dog acechaba a los jóvenes recién llegados a la tripulación. Al primero que cayera borracho se lo llevaría con él a los matorrales. Sabe Dios qué placer sacaba con aquello.

Long John Silver. Björn Larsson.

El otro de los amigos de Argento era un marinero apodado Perro Negro. No sé por qué lo llamaban así, pero os puedo decir que solo tenerlo delante me producía una intensa inquietud.

Aquel nauta norteño, canoso y pálido como los espectrales hielos de Europa, era una persona siniestra. Aunque podría rondar los cuarenta, estaba tan desgastado por la vida que producía la impresión de ser un anciano.

Permití incluirlo en la tripulación solo cuando Argento insistió, también después de darme cuenta de que no había más nautas disponibles. Era eso o nada. Claro, lo incorporé como marinero, la categoría más baja posible. Por desgracia, mi amigo César, el otro marinero de la expedición, tuvo que soportar el suplicio que suponía trabajar con él durante todo el viaje.

A Perro Negro le faltaban dos dedos en la mano izquierda. Rara vez iba aseado y sus ojos grises te observaban con una mirada turbia y lasciva, diré incluso que perturbada. En su rostro se adivinaba a una persona capaz de cualquier cosa, un animal depravado sin escrúpulos ni moral que en cualquier momento podía tener una reacción inesperada y desagradable.

Yo entonces no entendía cómo una persona tan capaz y extraordinaria como Argento podía tener como amigo a alguien así; luego, cuando descubrí la verdad, llegué a comprenderlo perfectamente.

Era muy holgazán y resultaba fácil encontrarlo eludiendo sus deberes en la nave, escondido en algún sitio donde poder estar solo. Y, por eso, César no se llevaba bien con él, y es que a mi pobre camarada siempre terminaba tocándole hacer el trabajo de los dos. Perro Negro era muy hábil en deshacerse de sus responsabilidades y colocarselas a César, quien siempre cargaba con todo.

A menudo discutían, incluso llegaban a las manos. De hecho, una vez tuve que separarlos y ponerme en medio de los dos para que no se golpeasen. Estas situaciones a Sandoval le disgustaban muchísimo, pues él quería que en su nave reinase el compañerismo y la concordia. Por desgracia, el capitán culpaba siempre a mi pobre amigo. Le había cogido manía, quizá le confundía que César hubiera sido un presidiario en el pasado.

Pero el colmo llegó el día en el que, subiendo al Anillo Centrífugo, me lo encontré dormitando en la escalera. Apestaba a alcohol. Estaba tan borracho como una cuba llena de ron barato. Cuando le amonesté por su actitud fue incapaz de articular nada coherente. Luego, comenzó a cantar la extraña canción:

Siete nautas bailaron sobre la tumba del muerto,
¡jo, jo, jo!... con una botella de ron.
Siete nautas bebieron en el mismo infierno,
¡jo, jo, jo!... con una botella de ron.

Inmediatamente, di parte al capitán de esa situación. Lo llamó al puente. Allí se presentó ante él, tambaleándose:

—Marinero, está usted borracho en horas de servicio. Sepa que eso es una falta intolerable.

—No, señor capitán, yo estoy bien, solo un poco entonado. Nada más.

—Marinero, ¿de dónde ha sacado el ron?

—Me lo dio ella —dijo, girando la barbilla para señalarme a mí.

—Eso no es verdad, señor capitán —protesté—. No creerá lo que dice este indeseable...

—Rebeca, en esta nave solo hay dos personas con acceso al ron y yo no he sido quien le ha proporcionado el alcohol a este nauta. Solo queda usted.

Parecía un argumento sólido y no supe qué responder. Poco sospechábamos entonces que Argento había introducido en la nave algunas botellas de contrabando.

—Yo no he sido, señor capitán —protesté nuevamente.

—Perro Negro, perderá usted la paga de un mes si vuelvo a encontrarlo en esta situación lamentable, ¿lo ha entendido?

—Sí, señor capitán.

—En cuanto a ti, Rebeca, te ruego que revises la seguridad de tu camarote por si alguien estuviera sustrayendo el ron.

Borracho y de servicio. Esto era un hecho gravísimo, absolutamente inaceptable. Yo no lo habría dudado. Si de mí hubiera dependido, Perro Negro se habría arrepentido de esto durante el resto de su vida, pero Sandoval era mucho más comprensivo que yo. Me quedé estupefacta ante su blanda benevolencia.

Pero más allá de la falta de dureza de Sandoval y de su relajada idea de la disciplina, me inquietaban las palabras de Perro Negro. Algunas de sus expresiones eran similares a las que yo misma había escuchado de Sara Huesos, la pirata que murió en la prisión de Nuevo Brasil. Huesos era la primer oficial de Flint, el pirata más temible y buscado del sistema solar y también el canalla que había muerto en la Walrus al acercarse demasiado al agujero negro.

Es posible que debiera considerar seriamente la posibilidad de que Perro Negro tuviera algún tipo de vinculación con Sara Huesos.

Siete nautas bailaron...

¿Era también el indeseable Perro Negro uno de esos siete nautas? ¿Y si fuera un pirata, un sucio tripulante de la Walrus? Desde luego, ese repugnante personaje encajaba perfectamente.

En el viaje anterior, la Stella Maris había sido atacada por la Walrus con resultados desastrosos. En lo que de mí dependía, no habría paz para la tripulación de aquella terrible nave pirata. Me sentía satisfecha de haber visto morir a Sara Huesos, pero no era suficiente. Yo los quería muertos a todos. Si, de alguna manera, podía confirmar que ese Perro Negro era un pirata de la Walrus... sin duda el canalla iba a sufrir un accidente. No me importaba el agujero negro, ni mi libertad condicional ni nada. Los nautas solemos tomarnos la venganza por nuestra mano y este caso no iba a ser una excepción.

Desde aquel momento empecé a escuchar con más atención las habituales quejas de César, pensando que había algo de razón en él. Por supuesto, solo con conjeturas e indicios circunstanciales no podía concluir nada, ni hacer justicia. Necesitaba algo de paciencia. Y es que concluir cosas tan graves requería algo mucho más sólido.

En cierta ocasión le pregunté. Solo lo hice una vez, solo una vez, pues no quería que César se sintiera aún más enfadado con Perro Negro. Yo no quería provocarle porque la cosa podía terminar violentamente, pero, aun así, quise tantearle para saber su opinión:

—César, ¿tú crees que Perro Negro podría ser un pirata?

Él se sintió muy sorprendido. Sin duda, no se esperaba esa pregunta de mí, que siempre estaba intentando templar sus ánimos y calmar su enojo para reconducirle hacia la convivencia pacífica...

—Es un canalla el perro ése, es una rata espacial, es el peor nauta que nunca he conocido, pero un pirata... Eso es mucho, Rebeca.

—¿Alguna vez le has escuchado hablar de la Walrus?

—No, pero siempre está con esas cancioncillas... Si alguna vez tengo la más mínima sospecha, lo despedazaré con mis propias manos. No exagero, Rebeca.

—No, si alguna vez tenemos sospechas fundadas sobre él, lo quiero para mí, César. Será mío. Promételo.

—No puedo prometer lo que no puedo cumplir.

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