La Walrus

—Cada cosa a su tiempo —dijo riéndose el doctor—, cada cosa a su tiempo. Habéis oído hablar de ese Flint, ¿no es así?

—¡Hablar! —exclamó el squire—. ¡Hablar, decís! Flint ha sido el más sanguinario pirata que ha cruzado los mares.

La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.

Debo admitir, Jim, que a veces Flint me ha dado lástima, igual que yo te di lástima a ti.

Long John Silver. Björn Larsson.

Tras aquel suceso tan inusual, la demoledora rutina volvió a imponerse. Los días volvieron a pasar lentamente, de forma insulsa y aplastante, como si nada hubiera sucedido. Las pesadillas amainaron; no obstante, yo seguía atormentada por los recuerdos que me producía el fallecimiento de la pirata. Por un tiempo pensé que también enloquecería. Las ideas de suicidio retornaron a mi mente afligida. Volvió la tristeza, es decir, la normalidad, la rutina.

Sin embargo, muchas cosas habían cambiado, aunque yo todavía no lo sospechaba. Pudieron haber pasado un par de semanas cuando la puerta de mi celda volvió a abrirse. El corpulento carcelero apareció nuevamente, pero esta vez se le veía distinto. Parecía casi un ser humano, de hecho me dirigió la palabra, incluso de forma educada:

—Presa número 34, ¿podría acompañarme, por favor?

Mi guardián hizo el ademán de dejarme salir primero.

Esta situación era muy extraña. Me puse en pie con dificultad, tambaleante, pues la gravedad de Titán era demasiado intensa para mi cuerpo debilitado. Mis rodillas flaqueaban a cada paso por la falta de ejercicio. Al llegar a su altura, me sujetó por uno de los brazos. No era solo para controlarme, parecía que quería ayudarme en mi difícil caminar: un rasgo de amabilidad insospechado. Incluso me dejó apoyarme en él casi con cortesía.

Andamos mucho, demasiado quizás para mis sufridas piernas. Tras recorrer una larga galería con numerosas puertas que daban a otras celdas, superamos un sólido portón de seguridad para salir del área de la prisión y entrar en una gran zona diáfana. Descansé allí un par de minutos contemplando el lugar. Era la plaza central de la base científica de Nuevo Chile, por la que la gente iba y venía. No se veían presos ni guardianes, sino científicos e ingenieros: los estudiosos de los misterios del mar del Kraken. No me lo podía creer. Todo me parecía sumamente extraño e irreal, como si lo estuviera soñando, como si aquello fuera un producto de mi fantasía.

Luego, salimos de la plaza para acceder a un largo pasillo y, al fondo, paramos frente a una puerta cerrada. El carcelero tocó con los nudillos en la puerta y esta quedó entreabrierta. Al adelantarse el guardián, escuché una voz que sonaba dentro de la sala:

—Germán, no es necesario que nos acompañe. Puede usted dejarnos solos. No se preocupe.

—¿Está usted seguro? —respondió con sorpresa.

Sin embargo, la voz parecía tener muy claro lo que quería.

—Totalmente. No hay peligro alguno.

Al acceder a la habitación, vi una amplia sala convencional. Cuatro por diez metros, calculé. El espacio estaba dominado por una mesa alargada con numerosos asientos. Una típica sala de reuniones, pero allí solo había una persona sentada.

Era un hombre joven, enjuto y moreno, estatura media, bien rasurado y con la cabeza afeitada. En su mirada se adivinaba a una persona tranquila y serena, ya sabéis, de esas en las que parece que se puede confiar; aunque a estas alturas de mi existencia yo ya no me fiaba de nadie. A pesar de vestir el tosco mono de trabajo propio de los ingenieros de la base, por sus ademanes parecía una persona sofisticada, alguien importante, de esos que están acostumbrados a mandar, de los que toman las decisiones.

Germán me ayudó a llegar hasta el asiento más cercano, que era el que presidía la mesa. Me sentía agotada. Después de acomodarme en la plácida butaca, se marchó sin más ceremonias ni despedirse.

—Permítame presentarme —dijo el extraño—. Mi nombre es Ernesto Sandoval. Soy un ingeniero de Nuevo Chile, más concretamente, el responsable del Área de proyectos avanzados. Usted es, según creo, Rebeca Vargas.

—Sí —dije escuetamente, mientras intentaba adivinar qué quería ese tipo. No era un nauta, desde luego.

—¿Cómo se siente? —preguntó amablemente.

—¿Cómo quiere que me sienta? Soy una presidiaria. Estoy hecha una mierda —dije, sin disimular mi enojo.

—Entiendo. ¿Es usted una nauta?

—Lo fui, pero eso es el pasado. Ahora soy una presa condenada a cadena perpetua.

—Ya veo. Se lo preguntaré sin rodeos. ¿Qué sabe usted sobre Sara Huesos?

—¿Qué? —pregunté desconcertada. No sabía de quién me hablaba.

—Me refiero a la persona que falleció en su celda hace unos días.

—Sé algunas cosas... que puedo contarle o no. —Comprendí que tenía que hacerme un poco «la interesante». Mi información tendría un precio. Eso podría ayudarme a mejorar mi estancia en la prisión.

—¿Me lo contaría?

—Usted primero. ¿Qué sabe de Sara Huesos?

Me sorprendió que el ingeniero Sandoval me hiciera caso tan fácilmente y comenzara a relatarme la historia de Huesos sin esconder nada, aparentemente. Este tipo era curioso, me desconcertaba su confianza.

—Hace unos meses interceptamos a la deriva una nave iónica pirata. Estaba muy dañada y había sido abandonada, salvo por una mujer que allí sobrevivía en condiciones límite. Además de esa pirata, encontramos el cadáver de un norteño con gorra de capitán.

—Entiendo. Encontraron la Walrus.

—Eso es. Veo que está informada. Tras un persuasivo interrogatorio confesó llamarse Sara Huesos y nos dio detalles de sus terribles correrías con Flint, su capitán, el que era el pirata más buscado de todo el sistema solar.

—Qué detalles.

—Esta nave últimamente había estado muy activa, persiguiendo a distintos navíos comerciales a los que abordó a sangre y fuego. Mataron a muchas personas inocentes. De hecho, era la nave más buscada del sistema solar.

—Asquerosos piratas... —dije.

—Sin duda, usted los conoce. La Walrus atacó la Stella Maris, la nave con la que usted llegó a la órbita de Saturno. Lo recordará.

Por supuesto que lo recordaba. A pesar de que mi memoria se había debilitado en la prisión, no podía olvidar el horror del ataque de los piratas a la Stella Maris y el impacto terrible de la carronada que casi nos mata a todos. Sentí muchísima rabia. Había tenido la oportunidad de vengarme rompiéndole el cuello a Huesos, esa malnacida. No la había visto morir por mis propias manos; pero, al menos, tenía la satisfacción que me producía pensar en su terrible agonía. Ella había sufrido mucho y eso me consolaba en mi tristeza. Articulé unas pocas palabras llenas de resentimiento:

—Maldita sea la Walrus. Malditos canallas...

—Pero lo sorprendente viene ahora —me interrumpió Sandoval antes de que comenzase a soltar juramentos.

—Cuénteme.

—El estudio de la nave reveló algo extraordinario. Créame, es algo nunca visto, una situación sumamente inusual

—¡Qué!

—Los análisis revelaron que aquella nave, la Walrus, había estado sometida a una intensísima radiación de rayos gamma. Es un milagro que Huesos sobreviviese. Debió protegerle el casco exterior de metal del santuario de la nave. Luego, seguro que tomó abundantes antitumorales.

—¿Rayos gamma?

—Sorprendente, ¿verdad?

—¿Y qué me quiere decir con eso?

—Como sabe, los rayos gamma son los más intensos del espectro electromagnético, más que los rayos X y mucho más que los ultravioleta. Pocos son los fenómenos en el Espacio que pueden producirlos en esa enorme cantidad. Una radiación tan intensa en el sistema solar solo podemos explicarla de una manera...

—Una explosión nuclear, quizá.

—No, si hubiera sido una bomba atómica, lo sabríamos. Fue algo mucho peor, de hecho algo infinitamente peor.

—¿Antimateria?

—No, no. Los modelos matemáticos solo son coherentes con un tipo de escenario. Agárrese a la butaca, Rebeca: La Walrus debió pasar cerca de un agujero negro muy inestable. Un agujero negro en pleno sistema solar. ¿Lo entiende? ¿puede usted imaginarlo? Esto es de locos...

—La tumba del muerto, supongo.

Sandoval quedó desconcertado cuando «enseñé la patita» con la intención de despertar su interés. Le miré fijamente con los ojos entrecerrados. Era mi oportunidad.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó muerto de curiosidad.

Puse cara de hacerme la interesante. Había picado el anzuelo. Era mi momento.

—Huesos lo llamaba así —me limité a decir.

—¡Fascinante! ¿Ella le habló del agujero negro? Ahora le toca a usted. Cuénteme todo lo que sabe, se lo ruego, por favor.

Lo tenía en el bote. Ahora le tocaba a él comprender que vivir en un presidio no era algo agradable.

—No hay problema, le contaré todo lo que sé. Por cierto, ¿a cambio de qué?

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