La tumba del muerto


MIRANDA: ¡Oh, cómo he sufrido con los que he visto sufrir!

La tempestad. William Shakespeare.

El día del estallido...

Cuando el agujero negro murió, lo hizo con inusitada violencia. «La tumba del muerto» quiso despedirse de nosotros con el mayor estallido que nunca ha habido en la historia del sistema solar.

Gracias a Argento, al producirse la brutal explosión de rayos gamma, nosotros estábamos al otro lado de Urano, protegidos parcialmente por su imponente masa. Orbitábamos a 185.832 km sobre su superficie, en una órbita similar, pero opuesta a la del agujero cósmico, que en ese momento se encontraba acercándose a Miranda.

Por fortuna, también Titania, con Nueva Manila, y gran parte del resto del sistema solar quedaron al otro lado del estallido, protegidos por Urano.

Argento fue el primero en detectar en los sensores del puente lo que se nos venía encima. Lo anunció a gritos por megafonía:

¡Alerta! ¡Gente a proa! Atención: ¡Gente a proa!

Nosotros ya sabíamos qué significaba eso. Todos abandonamos nuestros puestos en la nave y salimos corriendo hacia la proa para buscar la protección que proporcionaba el casco de metal del santuario. No había tiempo que perder.

Corríamos —si es que se puede correr en la ingravidez de una nave espacial—; realmente, nos íbamos impulsando con los pies y las manos apoyándonos en todo lo que encontrábamos a nuestro paso. A veces, tropezábamos con algún fardo que alguien había dejado mal ubicado. Daba igual. Había que llegar a la proa cuanto antes.

El aviso de Argento nos pilló a Ben y a mí en el Módulo de Recicladores. Salimos hacia la proa impulsándonos con todo lo que teníamos a nuestro alcance. A la altura de las escaleras que conducían al Anillo Centrífugo, vimos a Sandoval, que bajaba desde el anillo a toda velocidad con tal torpeza que se trastabilló y se golpeó contra un mamparo, pero sin consecuencias.

Cruzamos el Puente de Mando, el Módulo de Atraque y entramos en el Santuario, donde nos esperaban César y Argento.

—¿Estamos todos? —preguntó Sandoval.

Para mi sorpresa y preocupación, descubrí que no estaba Ben. Por algún motivo, no me había seguido en la alocada carrera por toda la nave.

—Falta Ben —dije—. ¿Dónde se ha metido?

César comenzó a gritar por la escotilla aún abierta del santuario:

—¡Ben, Ben!, ¡Maldita sea, Ben! ¡Corre!

Se escucharon unos ruidos al fondo. Era él, sin duda.

—¡Ya llegar! ¡Ya llegar!

Lo vimos acercándose rápidamente. Entró arrastrando un saco de grandes dimensiones. Con él, ya estábamos todos en el lugar más seguro de la nave. Cerramos la escotilla del santuario.

—¿Cómo has podido tardar tanto? —le pregunté.

Ben llegaba con un saco lleno de manzanas. Tenía sentido, si la situación se prolongaba durante unas horas, era mejor tener algo que comer. En verdad, ya habíamos almacenado algunas provisiones en la sala del santuario que a Ben le parecían insuficientes.

—Si hay que morir, pues morir, pero mejor... —dijo con afectada solemnidad.

—... con el estómago lleno —le interrumpí—. Ya te conocemos, Ben.

En la cara de Urano expuesta a «La tumba del muerto», las capas más exteriores de su atmósfera fueron arrancadas por la violencia de la explosión, vertiéndose hacia el Espacio. Fue lo primero que detectamos. Cuando vimos a este plasma supercaliente pasar a muchísima velocidad, por un momento pensamos que el planeta no aguantaría. Sin embargo, este plasma ionizado escapó rápidamente a enormes velocidades de la zona de Urano y pudimos olvidarnos de él. Por supuesto, no nos alcanzó porque nosotros estábamos al otro lado del planeta.

Mucho más peligrosos fueron los gases de las capas más intermedias de Urano, porque escaparon de la gravedad del planeta a una velocidad y una temperatura más moderadas. Estas masas quedaron merodeando alrededor del planeta, formando una enorme esfera que lo rodeaba. Durante un tiempo nos temimos lo peor. Estas nubes de gases se movían por la órbita con gran velocidad y no presagiaban nada bueno.

—Gerardo —dijo Sandoval—, quedas al gobierno de la nave. Desde el santuario te iremos dando algunas indicaciones, pero debes funcionar de forma autónoma. Consúltanos las decisiones importantes.

¿Quieren decir que para mí no hay santuario?

—Gerardo, compórtate —dije.

Ya estamos como siempre. En fin, se activa el modo seguro en la nave: desconexión de los sistemas no esenciales, reducción del consumo de los esenciales, se activa el ahorro de energía...

La luz normal del santuario fue sustituida por una tenue luz rojiza. El resto de la nave quedó a oscuras.

... se apagan los motores iónicos y el reactor nuclear queda a la mínima potencia.

Nuestra órbita estaba llena de basura —básicamente gases, por suerte nada de cascotes— y la nave comenzó a vibrar de forma cada vez más violenta.

—Argento, ¿cree que resistirá? —preguntó Sandoval.

—No lo sé, pero en esta órbita no podemos permanecer por más tiempo. Gerardo —dijo Argento—, aumenta la altura a medio millón de kilómetros sobre Urano. Permanecer aquí por más tiempo es peligroso.

A sus órdenes, navegante Argento. Activando reactor, encendido de motores iónicos al 95%.

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