La extraña mujer


«Quince hombres en el cofre del muerto...
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.

Encerrada en esta terrible celda yo pensaba que las cosas no podían empeorar. Me equivocaba: hay una vieja ley cósmica no escrita en ninguna parte que asegura que, por mal que algo esté, siempre puede ir a peor.

Cuando la puerta de mi celda se abrió y vi a mi carcelero por segunda vez, no me interesé por él ni lo más mínimo, y es que lo que realmente me llamó la atención era el preso que arrastraba.

Lo llevaba por el suelo, tirando con firmeza del cuello de su mono naranja de presidiario. Era un mono similar al mío, con la diferencia de que en su espalda aparecía el número 27. El mío era el 34. Parecía inerte, hubiera dicho que estaba muerto hasta que vi que movía levemente un brazo.

—¡Pirata!, púdrete en la cárcel —dijo riéndose.

Dejó caer a «Número 27» pesadamente sobre el suelo de mi celda y allí se quedó tirado. No puedo decir que el guardián fuera delicado en su forma de tratarlo. Él era así, tampoco lo había sido conmigo. Enseguida, cerró la puerta con un gran estruendo.

Por supuesto, no ayudé a ese maldito pirata a incorporarse. Era una asesina. Los piratas solían abordar a las naves espaciales decentes para matar a sus nautas y hacer botín. Saturno estaba infestado de esta gentuza que estaba mucho mejor muerta.

Antes de todo esto, cuando yo era una nauta libre, mi nave Stella Maris había sido atacada por piratas al arribar a Saturno y los recuerdos de aquel desagradable enfrentamiento aún permanecían frescos en mi deteriorada memoria. Los impactos de las carronadas no eran cosa fácil de olvidar.

«Número 27» se levantó con gran esfuerzo para ponerse de rodillas y vi su rostro. Era una mujer, llevaba la cabeza afeitada, una horrible cicatriz blanquecina cruzaba su mejilla derecha. Tenía unos sesenta años.

No dijo nada, se acercó a gatas a un rincón para acurrucarse donde había un camastro y se echó a dormir en postura fetal, dándome la espalda. Parecía agotada. Respiraba trabajosamente: el polvo de Titán también había afectado a sus pulmones.

Me quedé sentada sobre mi camastro en el rincón opuesto de la estrecha celda, mirándola mientras cruzaba mis brazos sobre las piernas. Esto era una tragedia. Yo quería mantener algún diálogo ocasional con alguien para dejar de sentirme sola, pero esa mujer era una terrible compañía. Nada menos que una asesina sin escrúpulos. Yo estaba por amotinamiento, ella por piratería. Y yo odiaba a los piratas con toda mi alma, pues me las había tenido con ellos.

Hay que reconocer que mi compañera era un entretenimiento, algo en lo que pensar. Dejé de tener ideas de suicidio para empezar a tener ideas asesinas. Sin duda, suponía un cambio. Me quedé pensando en cómo matar a esa criminal. Podía hacerlo. Aprovecharía que estaba durmiendo indefensa. No tenía mi navaja eléctrica, pero tampoco parecía necesaria. Tomaría su cuello entre mis manos y apretaría con todas mis fuerzas durante unos minutos. Sencillo. Bastaría con eso, a pesar de mis escasas energías. La muerte lenta de mi cadena perpetua no podía ir a peor, la ejecución de la pena de muerte a la que me condenarían sería mucho más rápida, y un alivio en el fondo.

Mis pensamientos se interrumpieron abruptamente cuando comenzó a sollozar. Hablaba en sueños diciendo cosas extrañas:

—¡Walrus! ¡Cuidado, Walrus! ¡Vira a estribor! ¡No! Así no. ¡No!

Sufría una pesadilla terrible.

—¡Capitán Flint, mantente firme al mando de la nave! ¡No, no!

Se agitaba con violencia en su camastro:

—¡Maldita sea, capitán Flint! ¡Esto es la tumba del muerto!

Pasó así un buen rato —no sabría decir cuánto—, diciendo las tonterías más absurdas que puedan imaginarse, hasta que se levantó súbitamente, con los ojos desorbitados, asustada, estremecida y bañada en un sudor frío. Se acercó para sentarse frente a mí:

—Siete nautas bailaron sobre la tumba del muerto... —dijo.

No creo que estuviera despierta del todo, tal era su nivel de desorden mental. Entonces se quedó mirándome fijamente sin entender nada. Frunció el ceño. Estaba desorientada y confundida. Miró a un lado y a otro. Creo que no sabía dónde estaba.

—Los siete nautas de la tripulación de la Walrus —continuó.

Al escucharla, lo comprendí. En este sitio horrible todos terminábamos perdiendo la cabeza. Quizá no merecía la muerte. Su vida, como la mía, era una angustiosa tortura. Si la matase le haría un favor. Era preferible verla morir en vida a esa asesina, lentamente, en su insoportable agonía. Desconcertada, volvió a su rincón para seguir dormitando.

La imité. Me tumbé en mi camastro, en el lado opuesto de la estrecha celda e intenté conciliar el sueño mientras pensaba que estar sola es malo, pero que estar mal acompañada es muchísimo peor.

Mis sueños no fueron placenteros. Me encontraba en la Stella Maris mientras sufría el ataque de una nave pirata. Las carronadas llegaban una y otra vez. Maniobrábamos como podíamos para evitar un impacto directo de las andanadas: «¡Todo a babor. Avante toda! Ese reactor, maquinista... ¿qué pasa con ese reactor nuclear?».

Desperté súbitamente, agitada por la angustiosa pesadilla. Me sorprendió ver a la asesina permaneciendo arrodillada frente a mí, observando con viva curiosidad. Demasiado cerca. Salté para ponerme en cuclillas, con la espalda contra la pared de la celda. Me sonreía.

—Dicen que en la Tierra las flores crecen silvestres sin necesidad de invernaderos y que, cuando llega la primavera, cubren todos los campos del planeta madre de forma natural, sin ayuda humana —dijo con una mueca—. ¿Crees que eso es verdad, «Número 34»?

—Tú estás mal de la sesera...

—¿Alguna vez viste un árbol? ¿Cómo son?

—Déjame en paz.

—También aseguran que las azules puestas de sol en los cañones de Nili Fossae en Marte son las más adecuadas para superar los ataques de melancolía. ¿Qué opinas, «Número 34»?

—Muy conmovedor. Olvídate de mí, loca.

—Y que el cuarto creciente de la Tierra visto desde La Ciudad de la Luna es la visión más romántica de todo el sistema solar. Allí es tan fácil enamorarse...

—¡Aléjate, pirata!

En qué mala hora deseé tener compañía...

—Estos son hermosos espectáculos que nunca he visto y que nunca veré. Muchos dirían que son admirables, pero yo te digo que no son nada comparados con lo que sí vi.

—¿De qué me hablas? —Por fin decía algo interesante.

Me miró fijamente. Empezó a sonreír con más intensidad, su rostro de mujer sesentona se contrajo entonces cubriéndose de profundas arrugas atravesadas por la espantosa cicatriz blanquecina de su mejilla. Parecía una bruja surgida de una historia de terror.

—Yo bailé sobre la tumba del muerto —confesó.

—El qué.

Frunció el ceño decepcionada.

—Sobre el agujero negro, idiota.

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