Elsinor

PRÓSPERO: Hace doce años, Miranda, hace doce años,
tu padre era el Duque de Milán, y
un príncipe poderoso.

La tempestad. William Shakespeare.

Me hallaba orbitando a cincuenta kilómetros sobre la gélida Miranda, una luna helada sin atmósfera de algo menos de quinientos kilómetros de diámetro. El único oxígeno disponible era el que contenía la lanzadera y los trajes espaciales. Apenas duraría unos días, algo más de una semana si no consumía demasiado.

Todas las opciones conducían a que había que volver a la Stella Maris. Más tarde o más temprano, tendría que volver. Si acaso, la única ventaja residía en que yo decidiría el momento de hacerlo. Si era lista, podría pillarlos por sorpresa y dar un golpe de mano.

Contemplando la belleza salvaje de los hielos quebrados en la superficie de Miranda, comprendí que mi situación era desesperada. Y me sentí muy sola. El terreno escarpado y abrupto de la superficie de la luna era mi única compañía. Las fallas surcaban los terrenos de la luna sin orden ni coherencia, como las costuras mal cosidas de una camisa mil veces remendada.

Y fue meditando sobre este y otros temas relevantes, que la lanzadera detectó una señal de radiofrecuencia. No era muy intensa, pero me sorprendió encontrar algo donde se suponía que no había llegado aún la civilización. Eso era imposible. Allí, en Miranda, no debería haber nada, al menos en teoría.

Identifiqué su origen. Estaba en la superficie, en una zona llamada Elsinor, un terreno agreste y tortuoso plagado de numerosos escarpes de fallas que corrían en paralelo, formando ranuras concéntricas en torno a un centro que ya no existía, como queriendo recordar una actividad tectónica olvidada en el pasado.

Con el telescopio de la nave pude identificar lo que parecía una modesta construcción. Era claramente artificial. De allí tenían que venir las señales. Parecía interesante investigar. No tenía nada que perder, después de todo.

En ese momento eché de menos a César. Él sabía manejar muy bien estos aparatos. Yo, en cambio, nunca había aterrizado una lanzadera. Pero en teoría sabía hacerlo, así que desconecté el automático, fui variando la órbita hasta dejarla en doscientos metros sobre la superficie y entonces me dirigí con decisión hacia el terreno de Elsinor, activando el motor iónico para frenar todo lo posible.

Reconozco que el aterrizaje sobre los hielos de Elsinor no fue una maravilla, pero realmente tampoco estuvo tan mal. En mi defecto diré que quizá tomé contacto rasante con demasiado entusiasmo y demasiada velocidad. Lo cierto es que la nave salió rebotada, dando un gran salto de unos cien metros. A pesar de mis esfuerzos, en el segundo contacto volví a rebotar con un salto de veinte metros y en el tercero ya sí conseguí detener la lanzadera. No era fácil manejarla.

Había sobreestimado la gravedad de Miranda, me sorprendió que fuera tan reducida. Claro, con una gravedad tan débil, por suave que fuera el contacto, podías salir rebotado. Lo relevante es que no me había estrellado, la lanzadera no parecía dañada y —lo más importante— yo seguía todavía de una única pieza.

El área de aterrizaje era una zona nivelada de escasos trescientos metros rodeando la misteriosa edificación. Se diría que alguien había creado una gran superficie plana para facilitar la toma de contacto de las lanzaderas. Por suerte, no había dado los rebotes en una zona muy abrupta. El choque frontal contra alguno de esos bloques helados que se divisaban aflorando en el horizonte... Con seguridad habría sido catastrófico.

La lanzadera disponía de trajes espaciales de superficie. Estos trajes eran distintos del de la actividad extravehicular, es decir, no eran como el que yo había utilizado para llegar hasta la lanzadera. El tema estaba en que los trajes de superficie estaban diseñados para caminar sobre una corteza helada. Para ello, disponían de botas calefactadas con una gruesa suela para aislarlos del gélido suelo helado a temperaturas por debajo de los -200 ºC.

En la débil gravedad de Miranda, mientras me acercaba a grandes y parsimoniosos saltos al edificio, solo se escuchaba el murmullo de mi respiración. Pensé que esa extraña edificación no tenía sentido allí. ¿Qué podía ser aquello? Desde luego, obviamente aquello no era un puesto científico avanzado como la Nueva Manila de Titania. Cuestión de entrar y averiguarlo.

El misterioso edificio no parecía muy grande, su fachada principal de fibra de carbono no superaría los dos por dos metros, pero eso podía ser engañoso, siendo razonable que lo visible fuera únicamente la entrada y que la construcción continuase bajo los hielos.

La escotilla de entrada era de un diseño convencional —algo desfasado quizá—. No estaba atascada como suele ocurrir con las que llevan muchos años sin usarse y que se congelan convirtiéndose en un bloque de hielo inmovil y atascado. Al contrario, la accioné y con facilidad entré en el vestíbulo, que no era más que una esclusa. Cerré la escotilla exterior, llené de aire la esclusa y pude quitarme el casco del traje.

El aire renovado entró en mis pulmones. Olía extraño, pero parecía respirable. Entonces me di cuenta de que, si quería, tardaría mucho en volver a la Stella Maris. Abrí la escotilla interior para acceder a la instalación. Entré en una sala amplia en la semioscuridad, llena de objetos diversos, desde suministros varios a equipos neuroelectrónicos. Parecía un almacén de repuestos. También había holoconsolas de control, así que encendí una de ellas y operé sin dificultades.

La calidad del aire era notable, el suministro energético lo proporcionaba un generador de radioisótopos que estaba muy gastado, pero podía seguir prestando servicio durante más años. Tenía además el de la propia lanzadera, que también podría proporcionar energía si fuera necesario.

Me pareció fenomenal. No habría necesidad de volver por el momento. Yo sería la testigo de este amotinamiento y me aseguraría de que, algún día, Argento y sus secuaces comparecieran ante un tribunal del Espacio. Pagarían por lo que habían hecho. Con una punzada en el corazón comprendí que, a estas alturas, probablemente el resto de la tripulación no amotinada ya habría sido degollada sin ningún tipo de miramientos.

Era una cuestión de organizarse bien. Había víveres en abundancia que podría racionar. Tendría tiempo de revisar los sistemas de telecomunicaciones; quizás podría hacerle llegar alguna señal de auxilio a la base europana de Titania.

De pronto, sonó un ruido. Me quedé en silencio y a la escucha. Podía ser un crujido de dilatación debido al enorme gradiente de temperatura entre el cálido interior y el gélido exterior. ¿Ratones en una instalación espacial abandonada? No sería la primera vez. O quizá la deriva de los hielos, que se movían y colisionaban contra las paredes del recinto de fibra de carbono.

La iluminación de la sala era reducida. Muchas zonas estaban en sombras. Quedé parada y esperando. Escuché durante un buen rato bajo la tenue luz.

¡Otro crujido! Me dirigí al origen del ruido. En la semioscuridad pude adivinar una sombra moverse. Si era un ratón, tenía que ser un ratón bien grande. Salté sobre lo que fuera, pero se zafó con facilidad y salió corriendo con gran estruendo. Fuera lo que fuese aquel asustadizo ser, no parecía muy peligroso.

Lo perseguí. Corrí tras ese alguien o ese algo. Llegó un momento en el que entró en una zona iluminada. Pude ver su rostro entonces.

No daba crédito. No podía sentirme más sorprendida.

—Ben. Benjamin Conrad —dije asombrada—. ¿Qué haces tú aquí, amigo mío?

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