El embarque
¡A la mar! ¡Y en busca de una isla desconocida para descubrir tesoros enterrados!
La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.
Los dirigibles son el medio de transporte más utilizado en Titán. Comparado con la Tierra, su gravedad es moderada y su presión atmosférica un poco mayor. Cualquier medio terrestre necesita una fuerte inversión en instalaciones de superficie como carreteras, vías férreas y similares; no así un dirigible, pues basta con ganar altura y dejarse arrastrar por los fuertes y constantes vientos del planeta. Si son aprovechados de forma conveniente, hacen casi innecesarias las hélices y permiten viajar largas distancias por la luna con relativa comodidad y economía.
En nuestro último día en Titán, toda la tripulación de la Stella Maris tuvo que montar en un dirigible, y es que alcanzar la órbita baja era un tema complicado. El problema es la densa atmósfera que hace inservibles los lanzadores electromagnéticos y las lanzaderas convencionales. De esta manera, se emplean los siempre fiables dirigibles orbitales, es decir, unos dirigibles extremadamente ligeros que pueden alcanzar muchos kilómetros de altura. Luego, un motor iónico alimentado por generadores de radioisótopos se encarga de alcanzar la velocidad orbital necesaria de algo menos de 2 km/s.
Como la visibilidad era buena, pude admirar durante unos minutos las extraordinarias panorámicas que se podían contemplar desde la nave: mares, lagos, ríos, desfiladeros, lluvias torrenciales en alguna llanura... por supuesto, no era agua, sino metano. Allí, en el gélido Titán el agua estaba congelada en la superficie, cuyo hielo formaba la mayoría de los pedruscos y los guijarros. Por supuesto, en algunas zonas se adivinaban las temibles tormentas de polvo de hidrocarburos. Pensé que quizá algún día los científicos comprenderían los procesos químicos de este planeta tan complejo y enigmático.
Mirando por uno de los ventanales del dirigible orbital moví levemente una mano: «Adiós Titán», pensé. Había tenido momentos buenos y malos en esta luna. Es posible que la echase de menos, ya que partíamos hacia la búsqueda del agujero negro, la bestia cósmica; pero yo soy una nauta y los nautas viajan, no permanecen atados a un lugar, por interesante que éste sea. «Adiós», pensé otra vez.
Apenas tuve tiempo de admirar el paisaje. Y es que como contramaestre de la nave tenía que estar pendiente de la tripulación. Era la primera vez que estábamos todos juntos. Toda la dotación al completo: Sandoval y su amiga Emma, César, Argento y dos norteños recomendados por él. Uno de ellos era Israel Hands, un nauta muy experimentado, nervioso pero competente; el otro respondía al curioso apodo de «Perro Negro» y no me gustaba: solo lo contraté cuando Argento insistió, pero la realidad es que tampoco pude elegir, porque era lo único que habíamos podido encontrar. Entonces yo todavía me sentía afortunada de haber contado con la ayuda de Argento para completar la tripulación, todavía no conocía sus pequeños secretos.
Sandoval había incluido una científica, una sabionda de esas de bata blanca llamada Emma Valdemar, a quien apenas conocía, pero que me habían dicho que era una experta en agujeros negros, una mujer de edad mediana, morena y de cara dulce. Yo no sabía si esa persona tan delicada iba a encajar bien, siendo aparentemente muy sensible y tan distinta a los nautas del resto de la ruda tripulación.
El trasbordo desde el dirigible orbital hasta nuestra nave se realizó sin mayores problemas y tan solo unas horas después estábamos atracados en la Stella Maris.
La Stella Maris, la vieja Stella Maris. La habían dejado como nueva en el astillero espacial. Los ingenieros de Sandoval habían hecho un buen trabajo. Me ilusionaba muchísimo volver a visitarla, porque, si todo salía bien y encontrábamos el maldito abismo del Espacio, yo obtendría la libertad y la propiedad de esta nave. Ese era el acuerdo que había conseguido arrancarle al bueno de Sandoval.
La Stella Maris estaba más o menos como siempre, salvo en la zona de recicladores —la que más se había visto afectada por el impacto de la carronada durante el ataque pirata—, donde algunos componentes habían sido cambiados, en su mayoría obtenidos de la Walrus. También, al parecer los motores habían necesitado algunos recambios.
Convoqué una reunión de toda la tripulación para cumplir el trámite de pasar lista y asignar tareas de trabajo, no sin que antes tuvieran una hora para instalarse en sus sitios con tranquilidad, como debe ser.
Desde el principio, observé que César y Sandoval no congeniaban. Lo cierto es que a los dos los apreciaba sinceramente; pero, por algún motivo, no terminaban de caerse bien.
Cuando el capitán y yo estábamos comentando cuestiones técnicas, César se presentó en el puente de improviso. Llegaba inquieto y agitado:
—¡Rebeca, Rebeca! —nos dijo alarmado.
—César, ¿qué pasa? —pregunté.
—La gente está diciendo que nos dirigimos a un agujero negro. ¿Es eso verdad?
Enojado, el capitán Sandoval no pudo evitar intervenir:
—¿Cómo se ha enterado usted de eso?
—Es lo que dice la gente, señor capitán. El ambiente en la nave es muy raro.
—Tenga usted cuidado, César —le advirtió Sandoval—. No toleraré esas afirmaciones y cuchicheos en mi nave. Usted es un ex convicto y ha sido puesto en libertad sólo para realizar esta travesía. Bien sé que fue condenado por amotinamiento. Así que aprenda a comportarse, especialmente con los oficiales de la nave.
—César —intervine yo—. Nadie debería conocer el destino de nuestra misión. ¿Cómo te has enterado?
—Lo comenta todo el mundo. ¿Es verdad eso?
En teoría, solo Sandoval, Emma y yo lo sabíamos. Por supuesto, eran Argento y sus amigos de la tripulación de la Walrus quienes lo estaban difundiendo, pero entonces nosotros eso lo desconocíamos. Las sospechas de Sandoval fueron por otro lado: él pensaba que yo se lo había contado a César.
A la hora convenida, toda la tripulación permanecía reunida en el puente para pasar lista:
—Capitán Ernesto Sandoval, presente. Primer oficial y contramaestre Rebeca Vargas, presente. Segundo oficial y navegante Juan Argento.
—Presente —levantó la mano con una educada sonrisa.
—Jefe de Máquinas Israel Hands.
—Sí —dijo.
—Ingeniera de Hábitat Emma Valdemar.
—Presente.
—Marineros César Mas y... «Perro Negro»
—Presente —dijo César.
—Aquí —contestó Perro Negro con un gruñido. Parecía enfadado.
—Hum, ¿cuál es su nombre, marinero? —preguntó Sandoval a Perro Negro.
—Da lo mismo, señor capitán. Prefiero ser llamado así.
—Bien, si usted está cómodo con su apodo, así le llamaremos.
Sandoval comenzaba su arenga de inicio de la travesía:
—Estimados amigos, llega el excitante momento de revelar el destino de nuestra expedición. No obstante, les adelanto que espero que este viaje les sea grato. Ya saben que si tienen algún problema de cualquier tipo o necesitan algo, siempre pueden consultarme y estaré encantado de atenderles.
Pensé que era fantástico estar a las órdenes de un capitán tan comprensivo.
—Nuestro destino no es otro que la búsqueda del objeto más peligroso de la galaxia. No exagero, amigos. Partimos a la caza de un agujero cósmico. Es el más enigmático, el más misterioso y el más terrible de los objetos del universo conocido, pero la Stella Maris será capaz de enfrentarse a un agujero cósmico y a lo que sea necesario. No lo duden.
Era extraño. Nadie mostró la más mínima sorpresa por las revelaciones de Sandoval, como si ya todos conocieran de antemano el secreto de nuestro destino. La actitud de la tripulación parecía sorprendente.
—Les aseguro, amigos, que si llegamos a detectarlo, habrá una generosa gratificación para toda la tripulación. Pero no esperemos más. ¡Ron para todos!
En medio de la ingravidez del puente, los nautas gritaron de júbilo. Nos las veríamos con un agujero negro o con lo que hiciera falta. ¡La Stella Maris podía con todo!
Comencé a repartir dosis de ron entre todos. Perro Negro e Israel Hands me las quitaban de las manos, ávidos por probar el licor. En cambio, Emma no lo cató porque no le gustaba. Yo tampoco bebí porque era la contramaestre. César y Argento también bebieron, pero moderadamente.
Las dosis de ron solían estar bajo llave en las naves espaciales. Solo el capitán y el primer oficial teníamos acceso a ellas, estando guardadas en nuestros camarotes. Era una tradición razonable. Conociendo a los nautas, si estas bebidas alcohólicas estuvieran de libre acceso, se pasarían todo el día borrachos y así no habría forma de tripular nada.
Estaban contentos. Cuando Sandoval se retiró a su cámara en el Anillo Centrífugo para que la tripulación se sintiera más libre, algunos de los nautas, los más ebrios, comenzaron a cantar:
Siete nautas bailan sobre la tumba del muerto...
¡jo, jo, jo!... con una botella de ron.
Yo permanecía sobria al gobierno de la nave y no pude dejar de sentir extrañeza por lo que cantaban. Algunas expresiones me recordaban a las de Sara Huesos, aquella pirata que vi morir en la celda de la prisión de Nuevo Chile.
Siete nautas bebieron en el mismo infierno...
¡jo, jo, jo!... con una botella de ron.
Comencé a pensar que algunas cosas aquí no terminaban de encajar bien.
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