El abismo del tiempo
PRÓSPERO: ¿Qué más ves en el oscuro fondo y abismo del tiempo?
La tempestad. William Shakespeare.
Cuatro semanas tras el estallido...
Cuando una relativa estabilidad retornó a la zona, pudimos comprobar que Urano había resistido, tal como Emma Valdemar había previsto en sus estimaciones. Claro, el planeta se vio muy afectado y perdió parte de su masa, ahora era más pequeño. El disco de acreción había reducido su tamaño, convertido ahora en un precioso vórtice en el que el gas recorría una espiral para derramarse sobre el planeta.
Urano siempre había sido un poco raro, con el eje de rotación inclinado casi 90º sobre el plano del sistema solar. No dejaba de ser curioso comprobar que, a consecuencia de la tremenda explosión, todo el enorme planeta había girado y el eje se había enderezado. Ahora parecía con una inclinación más normal, similar a la de la Tierra. Supongo que la explosión, la alteración del eje de rotación y la sustancial pérdida de masa habían alterado el clima de Urano, pues durante un tiempo sus nubes adquirieron una tonalidad muy rara, pero eso era algo que solo a los planetólogos pareció importarles.
Titania y Nueva Manila resistieron, protegidas detrás de Urano. No así Miranda y su base pirata, que desaparecieron del mapa del sistema solar para siempre. Júpiter y Saturno se vieron muy afectados, sufriendo diversas consecuencias. Es curioso, pero Júpiter perdió su Gran Mancha Roja y Saturno parte de sus anillos, desapareciendo la división de Cassini. Lo cierto es que, durante años, los dos gigantes gaseosos tuvieron unas auroras boreales de lo más extraño.
En el sistema solar interno las consecuencias no fueron menores, porque, aunque la Luna y Ceres aguantaron bien, la Tierra perdió su capa de ozono y Marte quedó casi sin atmósfera. No fue algo bueno, pero en unos pocos años los dos planetas recuperaron su estado previo.
Cuatro semanas tardamos en abandonar el santuario definitivamente, aunque durante aquel período Ben —el más resistente a la radiación de nosotros, por ser norteño—, de vez en cuando salía hacia la zona de los recicladores, donde estaban los hidropónicos, en busca de provisiones.
Argento gobernó la nave durante este tiempo con mano firme, y en algunas semanas más conseguimos alcanzar el sitio exacto donde se había producido la brutal explosión, lo que denominábamos «la zona cero», para allí navegar en busca del remanente: buscando el éberon.
Cuando lo encontramos, Ben fue el elegido.
Salió de la nave con su traje espacial provisto de unos pequeños retrocohetes en la espalda. Llevaba también una cajita negra muy curiosa, no más grande que una caja de zapatos:
—Ben —dije—, la «luciérnaga» está a diez metros, a tu derecha.
—Yo no ver —comentó, girándose hacia la izquierda.
—No, no, Ben. Esa derecha no, me refiero a la otra derecha...
—¿Dónde estar? —Ben parecía desconcertado.
—¡A estribor! —gritamos al unísono toda la tripulación desde el puente de la Stella Maris.
Solo entonces Ben miró a su derecha:
—¡Ah, sí! ¡Ser muy hermosa! —exclamó con una voz emocionada.
Maniobrando con los retrocohetes se acercó a ella a menos de veinte centímetros. La «luciérnaga» lucía con una luz azulada que te hipnotizaba. Como la mayoría de los remanentes cuando nacen, estaba cargado eléctricamente, y eso hacía posible tenerlo controlado dentro de un recipiente especial como el que Ben portaba. Me refiero a la cajita negra.
—Fijaos en él, amigos —dijo Sandoval visiblemente conmovido—. Fijaos. Es la reliquia de un agujero cósmico, es... el éberon. ¡Quién pudiera saber lo que hay ahí dentro! ¡Quién lo supiera! Quizás la entrada a todo un universo separado del nuestro conteniendo toda la información, con toda la historia del pasado del insondable abismo.
La tripulación permanecía en el puente, expectante ante la maniobra que Ben realizaba. Al guardar la «luciérnaga» estallamos de júbilo. Gritamos y gritamos. Lo habíamos logrado.
—En este viaje alucinante —continuó Sandoval—, hemos sido capaces de resistir el estallido final de un agujero cósmico para burlar su horizonte de sucesos aprovechando los efectos cuánticos que sobre él se producían. Así, hemos recuperado lo que durante eones ha sobrevivido dentro de él, sí, dentro del horizonte de sucesos, dentro de las entrañas mismas de esa bestia infernal.
Se interrumpió brevemente al oirnos aplaudirle de emoción. Gritamos dominados por la euforia. Lo habíamos conseguido. No había mayor tesoro que la «luciérnaga», es decir, el éberon. En la cajita en la que Ben lo recogía se mantendría conservado por tiempo indefinido para poder realizar los estudios necesarios en los laboratorios de los científicos. Era apasionante, realmente no había palabras para describir las emociones que nos sugería ese minúsculo y extrañísimo objeto que había permanecido durante eones gestándose en el vientre maternal del agujero negro.
—Estimados amigos —anunció Sandoval gritando, dominado por una intensa emoción—, ¡volvemos a Saturno! ¡A Saturno, navegante, rumbo al hogar, adonde nunca volverán nautas más felices!
¡Lo habíamos logrado! Estábamos eufóricos. Saltamos y gritamos. Bailamos. Nos servimos todo el ron disponible. Y brindamos por Sandoval, por Argento y por todos los nautas buenos del sistema solar. De hecho, brindamos mucho y bebimos demasiado. En medio de la euforia, en un descuido, Argento me cogió por la cintura y, sin que yo lo evitase, me besó.
Quizá aquel beso fue el error más grande de mi vida, quizá el mayor acierto. No lo sé. Lo cierto es que, entre sus brazos, sonreí feliz al comprender que la vida comenzaba ahora.
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