1. La princesa prometida

Los gritos que provenían de los pasillos envolvían cada recóndito lugar del castillo, destrozando las pocas esperanzas que aún reinaban en sus corazones.

Encerrada en sus aposentos, Eyra podía ver y oír la carnicería que se estaba produciendo en el patio delantero desde una posición ventajosa, la cual se caracterizaba por no tener que ver a la muerte cara a cara. Aunque si bien podía contemplar la batalla, no se atrevía por el miedo que la envolvía. Sin embargo, no solo el miedo ejercía en ella un poderoso papel. La curiosidad no se quedaba atrás a pesar de las advertencias de la comadrona porque no se asomase a la ventana. Pero los gritos no provenían precisamente del patio...

Tras las puertas de su cuarto, en los pasillos se estaba produciendo un ajetreo más mortífero que cuando la peste invadió los alrededores. Las voces de los soldados resonaban como ecos por las paredes al igual que los gritos de la gente que intentaba huir de la lucha, de la muerte, antes de ser alcanzados, despidiéndose así de la vida bajo el control total del miedo y la desesperación. Ese mismo sentimiento que ahora recorría cada una de sus venas. Desesperación, miedo... ¿Qué podía hacer ella allí? En cuanto llegasen a esa parte del castillo y abriesen las puertas, la muerte la abrazaría con sus putrefactos brazos. Acabando con su existencia en ese mundo para siempre, y enviándola, si tenía suerte, al cielo donde sería recibida por Dios.

Encogida en una esquina, callada y temblorosa, Eyra observaba con los ojos bien abiertos las grietas que empezaban a abrirse entre las piedras por los continuos golpes de las catapultas del bando enemigo. Polvillo arenoso caía a su frondosa melena en cada oleada, y la primera había sido alrededor del mediodía. Ahora, por el contrario, la luna junto a su corte gobernaba el cielo mientras contemplaban la masacre.

Eyra se acercó a las ventanas con la incertidumbre a flor de piel.

Su padre y su primo habían ido a defender las puertas horas atrás y desconocía su posición actual. Podrían estar vivos, podrían estar muertos... O incluso... No quería pensar en ello, pero debía hacerlo.

Estarán bien, se dijo. Estarán bien.

Era la única familia que tenía y quería preservarla por todo el tiempo que Dios le permitiese. Esperó ver a su padre defendiendo el hogar en el que había vivido su familia por cientos de años con la cabeza alta, mostrando lo fuerte que podía llegar a ser. Lamentablemente, lo que vio no se respondió con lo que imaginaba su mente.

Fue mucho más aterrador, más real.

Su padre, el rey McRae, se encontraba tirado en el suelo sobre un charco de sangre que debía de ser suya a juzgar por las heridas que presentaba y la ausencia de una de sus extremidades. A su alrededor, un hombre no paraba de golpearle entre risas que consiguieron petrificar a Eyra a pesar de la distancia.

Imposible...

Su atacante, el hombre con el hacha en su mano, no era otro que el que hacía las entregas de suministros al castillo cada semana y, según sabía de oídas, era muy querido en esos lares de la montaña. Entonces, ¿por qué estaba ahí? ¿Cómo todo se había tornado de esa manera?

Eyra salió de su escondite e, inclinándose sobre el borde, intentó ver con más detalle al sujeto. Había advertido algo inusual en sus ojos. Eran blancos, totalmente blancos. ¿Cómo...? Al mirar de nuevo, y con mucho más hincapié, encontró otra serie de cosas extrañas que llamaron su atención. Y no solo en sus ojos.

Bajo las ropas que llevaba, rasgadas y cubiertas de sangre, la princesa llegó a distinguir bastantes marcas que se movían por su piel. Y detrás del hombre, como una presencia invasora, advirtió de un aura que lo envolvía. Estaba siendo controlado por una fuerza maligna, fue su suposición en medio de la confusión.

Quiso seguir detallándolo desde la distancia, pero cuando la mirada del hombre dio con ella se ocultó lo más rápido que pudo.

Me ha visto, pensó.

Volvió a la esquina.

No debía asomarse más. Nada la aseguraba que no interrumpirían en su habitación una vez que se supiese de su existencia. Si habían matado al rey, el siguiente objetivo eran los herederos. Y ella era la única.

La hija de McRae.

La princesa del reino.

Tarde o temprano seguiría el mismo camino que su padre.

Caída la base, solo quedaba que la construcción cediese al peso y se derrumbase. Y eso era lo que iba a pasar. Con el rey muerto, la familia real acabaría cediendo al peso de una hoja.

Eyra formuló múltiples preguntas en un intento por comprender cómo había llegado a producirse un caos semejante, pero las respuestas no llegaron a ella. Sus hipótesis no fueron confirmadas ni resultas, se quedaron suspendidas a su alrededor, flotando como el resto de almas que debían haber sido expedidas de sus cuerpos al ser cruelmente asesinadas.

El sonido de unas cadenas siendo removidas y los pasos de una armadura la alertaron de que alguien estaba al otro lado de la puerta. Ya estaban aquí. Habían llegado hasta ella. No tenía escapatoria.

Eyra se congeló en el sitio, temerosa de que fuese el enemigo.

Estoy atrapada...

Por suerte, la persona que interrumpió en su habitación, ahora convertida en un escondite, no buscaba su muerte, sino comprobar que siguiera viva dentro de aquel desastre.

―Eyra ―susurró Einar al verla―. Gracias a Dios.

Su primo se acercó a ella tras bloquear la entrada y la abrazó.

Olía mal y sangraba por varias heridas. Eyra sabía a qué había ido allí. No necesitó preguntárselo en un papel para que él respondiera. Einar comprendió rápidamente qué habían visto sus inocentes ojos al contemplar su rostro, y distinguir en él, todavía el rastro de las lágrimas que lo habían surcado hacía poco.

―Lo has visto.

Eyra asintió con la cabeza.

―Lo lamento, prima.

Correspondió al abrazo con otro abrazó y así permanecieron un buen rato hasta que Einar se apartó y fue a por un papel y tinta. Preparadas las herramientas, le extendió la mano con una fingida sonrisa que fue suficiente prueba para que Eyra supiese lo que planeaba. No pretendía escapar con ella, sino llevarla a un lugar seguro para luego seguir luchando en su nombre. Era un loco, un guerrero que se dejaba llevar por el honor. Un completo temerario que seguiría luchando por una causa perdida.

De poder gritarle lo haría...

De poder detenerle lo haría...

Pero sabía qué batalla estaba perdida antes de iniciarla. Esa era una.

―Debo sacarte de aquí ―dijo Einar―. Este ya no es un lugar seguro.

Eyra se acercó al escritorio y plasmó en papel lo que tanto deseaba decirle.

―No vas a volver a la batalla, Einar. No debes.

―Más quisiera mi honor servir a tus dulces palabras, prima, pero la protección del linaje está por encima de todo. La corona...

Eyra escribió rápidamente.

―La corona ya no existe.

―Tú eres la reina ahora, Eyra.

―La oscuridad se tragó la luz por la que mi padre luchó por tantos años. Solo quedamos nosotros, y si mueres en batalla, tu sangre también lo hará.

―Dios me recibirá entre los suyos cuando muera, si es que lo hago. ―Ya lo daba por seguro aunque dijera eso. No sabía mentir, ni de niño ni ahora―. Lo importante es que sigas viva. Tu padre me pidió que...

―Irás a una muerte segura, Einar. ¡Morirás!

―¿Qué muerte se le espera a un guerrero sino es en el campo de batalla?

Eyra tomó aire, tranquilizándose.

Sus manos temblaban y al escribir casi no se la entendía. Las letras parecían dibujos de un niño de cinco años. El papel estaba mojado por sus lágrimas, por lo que al entrar en contacto con la tinta... Un completo desastre, en otras palabras. Buscó otra hoja con la que proseguir escribiendo y así poder comunicarse con su testarudo familiar al cual quería con locura.

―¡Tú no eres un guerrero! ¡Eres el rey! ―Einar empezó a decir todo tipo de cosas sobre el honor de un guerrero, que de haberlas escuchado su padre se habría echado a reír con grandes carcajadas que hubieran vivado la vida del castillo―. Te cedo la corona si con eso te mantienes a mi lado.

―Eyra, no.

―Por favor, no hagas una tontería de la que luego te puedas arrepentir.

―Igual de testaruda que tu madre ―dijo, cruzándose de brazos e inclinándose hacia ella―. Razona, Eyra.

―Lo estoy haciendo por mucho que no lo quieras ver. Ya no soy una niña.

Eyra dibujó un círculo en torno a la última palabra.

―Siempre lo serás para mí, prima.

Esa mentira, lo sabía.

De ser otras las circunstancias, habrían sido unidos en matrimonio en cuanto hubiera cumplido la mayoría de edad. Einar era su primo tercero, hijo del sobrino del rey. Si la situación no hubiese llegado a este punto sin retorno, en algún punto de sus futuros más cercanos, ambos habrían cumplido sus sueños al convertirse en marido y mujer. En pareja.

Eyra intentó escribir con mucha más velocidad a la que estaba acostumbrada con el fin de detener a Einar y evitar una muerte más. Sin embargo, un fuerte temblor sacudió todo el castillo acompañado de un sonido que ambos reconocieron casi al instante de escucharlo. Bueno, no solo ellos. Cualquiera que siguiese de su bando y quisiese mantenerse con vida... Las puertas del castillo habían cedido, desplomándose al fin.

Los asaltantes tardarían unos minutos en alcanzarlos, si es que encontraban resistencia a su paso.

Einar no tardó en reaccionar a los nuevos acontecimientos. La agarró de la muñeca y la guio hasta el pasillo, fuera de sus aposentos, dejando atrás todo lo que para ella en algún momento de su corta vida había sido importante. Su desempeño por salir de ahí rápido no evitó que Eyra volviese a su habitación a por algo en especial. No tardó mucho, pero era un tiempo que habían perdido.

―¿A por qué fuiste? ―preguntó.

Eyra se lo enseñó mientras caminaban por el pasillo.

Se trataba del brazalete de su difunta madre. Un obsequio que el recién asesinado McRae había cedido a su hija para que tuviese un recuerdo de su progenitora, quien se había despedido de la vida con el mayor regalo que se le podía hacer a un rey. Un descendiente. En este caso, una niña.

―Aférrate a él con fuerza y no lo pierdas.

Eyra asintió con la cabeza mientras se escondía tras su primo al advertir de un movimiento a pocos metros de ellos. Eran soldados del castillo, de los pocos que quedaban. Conducían a un grupo de mujeres y niños a algún lugar seguro, pero Eyra dudaba de que existiese un sitio así entre tanto caos. Las sirvientas se unieron al grupo. Ninguna de ellas reparó en los dos McRae. Estaban más atentas de salvar sus vidas que las de los últimos miembros de la familia real. Y era comprensible.

Todos buscaban lo mismo; salvarse. Bueno, todos menos Einar.

―¡Eyra! ¡Einar! ―gritó alguien tras ellos―. ¡Esperadme!

Al oír su nombre en los labios de la comadrona, Eyra se giró con la esperanza de que no hubiese sido una ilusión.

Desde el comienzo del ataque había pedido a Dios que protegiese a sus seres más queridos entre los que se encontraba, no solo su padre y su primo, sino también Hada. Ella había sido la figura materna que faltaba en su infancia después de la muerte de su madre. No había linaje de sangre que la uniesen con los dos jóvenes, pero Hada se había encargado de criarlos y acompañarlos en sus buenas y en sus malas, ganándose así su tan merecido puesto en los corazones de ambos.

―¡Gracias a Dios! ―exclamó Einar nada más verla, abrazándola con fuerza―. Menos mal que sigues con vida.

Sí, Hada era de las personas que más querían.

Daba igual la sangre, solo los hechos.

―Debéis iros cuanto antes ―dijo la anciana con la voz acelerada por la maratón. Las puertas habían caído cuando ella se disponía a ir a la biblioteca donde se encontraban los registros para esconderlos. Pero le había sido imposible lograr tal hazaña al oír de cerca los pasos de los enemigos. Si ella había llegado allí, no quería imaginarse por dónde andaban los asaltantes―. Ya todo está perdido. Debéis iros ―repitió, ya más tranquila.

Hada era de las pocas personas que tenían todas y cada una de las llaves del castillo. Era la única en la que McRae confiaba totalmente, la única persona que controlaba cada recóndito lugar de la gran fortaleza. Además del rey, claro. Durante sus años de servicio había velado por la salud de la familia real, encariñándose de los pequeños niños que años atrás deambulaban por los largos pasillos intentando escapar de sus quehaceres.

No por nada, cuando el ataque estalló, lo primero en lo que pensó fue en su bienestar. Incluso cuando intentó tranquilizar al resto de habitantes del castillo, entre ellos una gran parte de los sirvientes, su mente solo pensaba en ellos. Mientras había quienes se pisaban unos a otros para escapar, la anciana mujer corrió con todas sus fuerzas para alcanzar a sus chiquillos. Que de no haber sucedido todo aquello, no habrían conocido la muerte hasta mucho tiempo después. En especial, la joven princesa.

―Las catacumbas es vuestro pase de salida ―susurró Hada, rebuscando entre sus arrapos.

―¿Las catacumbas? ―preguntó Einar.

―Sí, es la única salida.

Solo ellos tres, y antes también el padre de Eyra, conocían la existencia de unas catacumbas bajo el terreno y del pasadizo que conducía a ellas.

―Ven con nosotros ―pidió Eyra a la mujer.

A modo de respuesta, Hada se inclinó hacia delante.

―Démonos prisa, mis chicos. Será lo mejor si queremos salir con vida de aquí, y con suerte, de una pieza ―dijo ella, comenzando a caminar tras hacer aquella reverencia que afectó gravemente a Eyra, consciente de sus planes.

Hada acababa de reconocerla como sucesora, pues no había apartado los ojos de ella mientras se inclinaba. ¡Ella no quería la corona, solo que sobrevivieran! Seguir con vida era lo que más deseaba en ese momento. La corona había perdido su poder con el ataque.

Al ver que no había iniciado el paso, Einar se giró hacia ella y la extendió la mano.

―Prima, es hora.

Eyra asintió con la cabeza.

Está bien...

Y mientras las palabras quedaban atrapadas en su mente, se aferró a la joya que una vez había pertenecido a su madre y aceptó la mano de Einar.

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