~Prólogo~

Aprendió a robar desde muy pequeño.

Monedas, figuritas... tonterías propias de un crío. Luego obtuvo fijación por los vehículos: bicis, motos, e incluso un coche junto a su amigo Óliver que acabó estampado contra un árbol de una de las carreteras de la Comarcal 13. Delitos tontos de un chaval de 17 años. Y claro, como no podía ser de otra manera, llegaron las drogas. Justo el empujoncito que necesitaba para ejercer la violencia.

Todavía recuerda el día en el que pegó a su madre. ¿Qué iba a hacer si no soltaba su bolso? Casi la tiró al suelo al arrebatarle la cartera. Pero eso no ocurrió, sino que se tiró ella. Llevó ambas manos hacia su rostro para tapar las lágrimas que lo consumían, como si aquello pudiera evitar que su propio hijo viera el dolor por el que estaba pasando. Pero eso tampoco ocurrió.

Se lo agradeció, sí, aunque sólo fue un sarcasmo.

50€ euros no le llegaban para mucho. 1 o 2 días; 3 si lo racionaba bien. Pensó que Óliver le debía una, y se la cobraría en porros. Eso lo sabía muy bien. Eran inseparables. De esos chicos que hasta compartían la misma jeringuilla. A ninguno le importaba contagiarse del mismo modo en que no les importaba su vida. La gente les despreciaba. Se mantenían alejados, rehuyendo a esos "parásitos de la sociedad".

Syd quería venganza.

Y luego llegaron los asesinatos.

Comenzaba a impacientarse cuando el destartalado Cadillac del 69 comenzó a aparecer entre los troncos de los árboles. A Syd no le gustaba esperar, del mismo modo en que no le gustaba que Óliver apareciera con esa sonrisilla de capullo que tanto detestaba. El veinteañero tiró la colilla al suelo y la apagó con la punta del zapato, viendo como el humo se perdía una vez más entre las sombras del bosque.

—¿Qué horas son estas, hijo de puta? —Syd abrió los brazos y enterró en ellos a su amigo. Dos palmaditas en la espalda de propina—. O te quitas esa sonrisilla o te la quito yo de una hostia.

—Deja de hablar como mi viejo, cabrón.

Óliver se acercó al coche y pasó los dedos por la ventanilla, con afecto. Si ese coche hubiera podido hablar sería un estupendo director de películas porno; además de una estrella mediática, claro está.

—No me fío del Trancas. ¿Seguro que es un trabajo fácil?

—Facilísimo —Óliver le sonrió sólo para calentarle las pelotas—. Más fácil que quitarle un caramelo a un niño.

—Tío, si a mí me quitaran mi caramelo más le valdría al gilipollas correr —advirtió sentándose en el asiento del copiloto. Su amigo ya se había puesto manos al volante cuando rebuscó entre los bolsillos de sus vaqueros. La música amansa a las fieras, pero podían darle por culo a la radio si Syd tenía en los pulmones aquella gloriosa bolsa de maría. Por momentos como ese recordaba por qué no se había liado ya a hostias con su mejor amigo.

—Explícame el plan —apuntó, liándose un buen porro. No tardó mucho en encenderlo y fumárselo con ansias. Es lo que tiene la práctica.

—No hay plan. Es una cabaña de mierda en el culo del mundo habitada por un viejo chocho. Es sordo. El muy cabrito ni se enterará de que le hemos robado —Óliver aceleró, consciente de que cuanto antes llegaran, antes podría sacar su otra sorpresa del bolsillo—. Es el trabajo más sencillo de toda mi puta vida.

—¿Y qué hay que hacer, exactamente? ¿Asfixiarlo? ¿Apuñalarlo? ¿O será un simple robo de guante blanco? —Syd expulsó el humo por la ventanilla.

—El Trancas asegura que tiene un cliente interesadísimo en uno de los VHS de la colección de ese mamonazo. ¡Un VHS! ¿Cómo hay gente que todavía tiene esas mierdas?

Syd apretó el porro entre sus manos. Otro éxtasis que se acababa.

–Esto a mí me huele a perro mojado, Oli. Ni me fío del Trancas ni de nada de lo que te ha dicho.

—Estaremos bien, tío —le calmó. Tomó una curva pronunciada, adentrándose una vez más en los espesos bosques de Havenbrook—. Siempre lo estamos.

El buzón se coló bajo el Cadillac de Óliver tan pronto como éste le pasó por encima entre sonoras carcajadas. A veces podía ser un gilipollas, y otras simplemente era un cabrón. Syd se encargaba de recordárselo constantemente.

—¿Qué cojones te he dicho, tío? ¡Que no me fío del Trancas! ¿Y si no está sordo y ya le has avisado tú de que estamos aquí? ¿Y si no vive solo?

  —Shh... —Óliver le puso el índice en los labios. Olía a ruina—. ¿Quién coño va a vivir aquí con un viejo? Piensa, por Dios. Si ocurre algo, le matamos y punto. A él y a quién esté, si es que hay alguien más.

Syd sacó la pistola del bolsillo trasero de sus jeans. Es raro. No sufre al ver la muerte, pero tampoco le gusta causarla. No sin necesidad.

—Está bien —la cargó. No tardó nada en quitar el seguro—. Entremos.

Ni siquiera tuvieron que usar la fuerza. Era verano, y aunque el dueño de la casa era sordo, pasaba calor como todo el mundo. Eso y las drogas, dejando escuálidos a ambos delincuentes, les ayudaron a colarse en la casa. Escucharon voces. Por suerte, no tardaron en darse cuenta de que provenían de un antiguo film mexicano.

—Putas telenovelas —masculló Syd—. ¿No estaba sordo el pibe este?

—Estará subtitulada —respondió, acercándose al marco de la puerta del salón. Desde allí vio al menos 3 o 4 estanterías llenas de cintas de VHS. El viejo dormía plácidamente en un sillón frente a la tele, que seguía retransmitiendo la telenovela a todo volumen. Óliver puso el cacharro en mute. Necesitaban la luz de sus coloridas escenas.

—Cojonudo, ¿cuál de todas es?

Óliver se rascó la barbilla, pensativo. Ojeó por encima todas las estanterías sin sacar nada en firme de aquello.

—El Trancas dijo que la reconocería en cuánto la viera —se encogió de hombros—. Pero a mí me parecen todas iguales.

—¡Jodeeeeeer, idiota! ¡Se refería al contenido de la película!

Syd pegó una patada al suelo, consciente de que el viejo a su lado no se daría cuenta. Quería estampar la cabeza de su amigo contra la tele, pero entonces no recibirían la recompensa. Y sin recompensa, no hay drogas.

—¿No te dijo nada más?

—Creo que era una staff movie, o algo así —el cabecilla se llevó las manos a la cabeza.

—Es snuff movie, inepto. Una de esas pelis gore de delitos que hacen con gente real, sin efectos especiales ni mierdas.

Óliver abrió los ojos, impresionado. Ni su mente ni las fronteras de su pequeño mundo de ghettos le habrían llevado a pensar nada parecido.

—¡Qué guay! ¡No sabía que existían!

—Ni guay ni hostias. Mira por la carcasa o el título algo que creas que pueda ser el VHS que estamos buscando.

Syd se acercó a la estantería más cercana y sacó una cinta. Repitió el proceso varias veces, cada una cabreándose más que la anterior. Todos los VHS tenían un título escrito en un papel a boli, pegado en medio de la cinta. Ni carcasas ni nada identificativo. Sólo 3 o 4 palabras que aquel vejestorio debía conocer muy bien de tanto verlas.

—Vaya, este tío estaba realmente enfermo.

Syd asintió con la cabeza, confirmando la suposición de su amigo. «Vivisección de un zombie», «Violación a escolares», «Ritual Mmambé con prostitutas», «Extraño animal del Inframundo»,... Todo la misma mierda. Todo la misma puta cinta que quería el Trancas.

—¿Qué hacemos ahora, Oli? No podemos llevárnoslas todas.

Syd le miró, atraído por su extraña postura. Estaba observando cautelosamente uno de los VHS, del mismo modo en que babeaba al ver los pechos de una stripper. Pero eso no era una stripper ni nada parecido.

—He oído hablar de esta cinta —comentó—. Es muy rara y casi única. Puede ser lo que el Trancas busca.

—¿Pues a qué estamos esperando?

Casi se abalanzó sobre Óliver para arrebatarle la cinta. No obstante, Syd no fue tan rápido como él, pues lo esquivó como tantas otras veces cuándo era poseedor del último porro del Cadillac.

—Debemos asegurarnos —sus ojos resplandecieron a la luz de la pantalla de televisión—. ¿Por qué no la vemos?

Así pasó la noche, una a una, de la curiosidad al asombro; del trabajo al... ¿placer? De lo que al principio parecían unas simples cintas de VHS a lo que resultaron ser mil y una historias perturbadoras. Pudo tratar de un romance, de un asesinato, de un nacimiento o de seres de cuento; pero cada rostro, cada lágrima, cada gota de sangre real les provocó un escalofrío que recorrió su espina dorsal.

Ascendía la luna en el cielo, y las estrellas fulguraban, conscientes de su presencia en la cabaña y de su estancia en aquella casa. Eran personas prohibidas, ladrones, que ignoraban en la pantalla al viento que, entre susurros, clamaba su nombre. Ahí se ignoró la advertencia, oculta en cada pulgada de aquella tele inanimada. Dos pares de ojos que consumían cada historia, escribiendo una.

Una y otra película más.

Sólo ellos fueron los protagonistas de su propio final, y de su propia cinta que coleccionar...

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