N° 910 "La Advertencia"
Era demasiado parecido a morir. Primero, creías despertar; puesto que al abrir tus ojos sólo veías oscuridad, y tampoco podías distinguir muy bien si estaban cerrados o te faltaban los párpados y realmente habías dormido con ellos abiertos. Además, de ser así la muerte, existía un infierno más claro que el cielo. No sólo no había parado de sudar desde que la encerraron allí; también le ardían las muñecas, de tanto moverlas al intentar liberarse de los grilletes.
No tardó en darse cuenta de que ya no tenía ninguna posibilidad de escapar. Apenas podía correr después de lo que él había hecho entre sus piernas. No le quedaban fuerzas en los brazos. Aunque, mirando el lado positivo, no moriría de sed. Aquella brecha en su cabeza la mantenía bien abastecida de sangre. Pero ya apenas podía sentirla, resbalando por su frente.
Hace tiempo que dejó de oír los gritos. Al principio, creyó que se los había imaginado, pero con la primera aparición de la luz, proveniente de una maltrecha bombilla colgando del techo del sótano, pudo ver claramente que no era la única chica atrapada en aquel infierno. Nunca se había preguntado cómo sería el demonio; ¿por qué a ella le habían revelado la respuesta?
Era un buen actor. Tímido, para ocultar su lado salvaje; y propenso a escuchar y acariciar las yemas de sus dedos. Hacerla reír era uno de sus múltiples trucos. Pero en verdad era un farsante; un embaucador. Te decía lo que querías oír. Te llevaba lentamente hacia su mundo, y una vez dentro, te hundías para siempre en su pozo de amargura.
Ese pozo en el que llevaba presa 6 meses.
«La última de la colección» dijo, al instante en que Sasha no volvió a dar señales de vida. Yació allí, desnuda, un cuerpo sangrante y lleno de pus. Agradeció que se lo llevara. Aún recuerda sus ojos vidriosos clavados en ella, en ese mismo momento en que la partió el corazón. Con un cuchillo.
Y sangró, ¡vaya si sangró! Todavía tenía su sangre en los pechos, seca como su garganta. Y ahora, al borde de la muerte, no pudo evitar pensar en todo aquello que hubiera querido hacer en un futuro. Sin embargo, de haber tenido la oportunidad de pedir un último deseo, habría sido totalmente improvisado, algo tan opuesto a lo que ella pensó alguna vez en su vida que incluso le asustaba.
De haber tenido un último deseo, habría pedido que, por favor, advirtiera a aquella pobre chica del destino que ella misma había sufrido en sus propias carnes.
Y, puede que así, le hubiera dado tiempo a correr.
Para nunca mirar atrás.
Al principio se mostró reticente, como quien prueba un plato por primera vez. Sentía su respiración, lenta y pausada; estaba ya a punto de dormirse, en una noche en que las estrellas desvelaban, y la luna se reía de su insomnio. No lo pensó más. Primero apoyó los dedos en su barriga, reconociendo un terreno tantas veces explorado. Ya conocía su cuerpo.
Con disimulo, deslizó su mano bajo la cinturilla de los calzoncillos. No percibió ningún cambio en su postura; seguía en estado de duermevela, dulce y paciente cual niño bueno. A tientas, buscó su pene, y lo acarició con dedos vacilantes, cubriéndolo con la mano. No pensaba en sexo. Sólo buscaba consuelo; un estado de calma que le ayudara a dormir.
Y a él le gustaría.
Quería ponérsela dura, hacerle una paja, y sentir cómo se corría arqueando su cuerpo. Sí, eso la reconfortaría. Ya podía sentir su pene endureciéndose gradualmente entre sus dedos. Comenzó a agitarlo con fuerza, cada vez más rápido, profiriendo algún que otro gemido por el esfuerzo. La respiración se tornó rápida, ronca, y justo cuando a Sandra comenzó a dolerle el brazo por el agotamiento, se convirtió en un gemido de placer.
Escuchó el primer chorretón de semen sobre las sábanas. Su cuerpo relajándose, sus músculos mientras, se aflojaban; e incluso adivinó el momento preciso en el que se quedó dormido. Y así, con su pene pegajoso y menguante entre los dedos, cerró los ojos. La sensación de alivio, de calma repentina, le resultó contagiosa. Fue como si la inundara un vacío de perpetua serenidad.
Hasta que, apenas cuando sus párpados se rendían al sueño, llegaron a ella unas irrefrenables ganas de orinar.
—Me cago en Dios —exclamó por lo bajo.
Miró a su novio, inquieta. El despertador marcaba las 5:00 de la noche. Un poco más y se dormiría al amanecer, pensó. Sandra, todavía con los pechos al descubierto, se deslizó fuera de la cama sigilosa como un gato, con cuidado de no despertar a Zack, cuya sonrisa bobalicona se había quedado plasmada en su rostro antes de sucumbir al sueño.
A tientas, buscó el pequeño cuarto de baño. A esas horas no recordaba cuántos días llevaban viviendo juntos. Menos de dos semanas, se dijo, al apoyar sus nalgas en la taza. Se miró al espejo. Tenía ojeras. Profundas, marcadas; iguales a las de su madre antes de aquel duro divorcio. Necesitaba dormir de un tirón, y no resultaría nada fácil.
Sandra cogió sus bragas y dudó en si tirar de la cadena o no, antes de escuchar unos silenciosos pasos en el pasillo. Pensando que era Zack, no se preocupó demasiado. Tiró de la cadena (pues él ya estaba despierto, ¿no?) y se dio la vuelta a tiempo de ver cómo el picaporte bajaba. La puerta se abrió, sumida en una extraña penumbra. Vio a alguien al otro lado.
Alguien que no era Zack.
Zack no tenía el pelo largo, hasta los pechos; sucio y enmarañado como el de un muerto. No vestía camisones rosados. Su piel no era tan lechosa, verde en partes, olorosa y pestilente. Zack no tenía los dientes rotos, ni la sonrisa de ese cadáver. Esa chica, si es que así podía llamársele, no era ni de lejos una de las conocidas de Zack. No era real. No podía ser real.
Y allí, en el baño, quieta y callada como una puta, Sandra se debatía entre gritar, desmayarse o salir corriendo. Pero no fue ella quien decidió. La joven de ultratumba se acercó unos pasos, tambaleante. Quiso ver sus ojos, un brillo de vida, un halo de esperanza. Se tropezó con su cabello. Y esa mortuoria sonrisa. Sandra cerró los ojos.
Quería hablar, mas sólo ronquidos salieron de su desfigurada mandíbula. Pudo oler su aliento putrefacto, posándose en ella. Sintió en su oreja unos labios demasiado blandos, muertos. Y le dijeron:
—Huye de aquí. Vete... ¡Lejos!
Y con la primera advertencia restallando en sus oídos, pudo ver la silueta de la joven diluyéndose en la oscuridad, con un dedo en sus labios, lista para marchar. Y Sandra, confusa y desorientada, no fue capaz de mantenerse en pie antes de resbalarse y, con un golpe en el lavabo, cerrar sus ojos para por fin dormir de un tirón, del que no despertó hasta mucho después de un nuevo amanecer...
La cena resultó siendo más tensa de lo que Sandra jamás se hubiera esperado, y era todo por su culpa. No estaba acostumbrada a esconder secretos a Zack. Habían pasado por momentos muy íntimos, varios de ellos vergonzosos, y callarle una estúpida pesadilla le parecía algo tan infantil que apenas podía tragarse el estofado que tenía frente a sus narices.
Por eso, no hacía más que rodearlo con el tenedor, pinchar algún trozo ocasional y, vacilando, llevárselo a la boca y tragar como si le doliera. Al hacer esto, no podía mirar a la cara a Zack. Sabía que la estaba mirando. Sabía que algo iba mal.
—¿Te ocurre algo, Sis? —que la llamara por su apelativo cariñoso no mejoraba las cosas—. ¿No te gusta mi estofado de carne especial? Es una receta familiar...
Sandra negó con su cabeza. El estofado era el último de sus problemas. De hecho, estaba riquísimo. Zack insistía en que el secreto estaba en la salsa (alguna vez se le escapó que la carne también aportaba su jugosidad), pero nunca le reveló la receta. Eso sí era un buen secreto. Y no una estúpida pesadilla.
—Creo que estoy cansada —replicó, llevándose las manos a la cabeza. De repente, no podía dejar de oír un pitido, agudo y sempiterno, que parecía perforarle el cráneo—. Si no te importa, hoy me meteré antes a la cama.
Zack asintió levemente. En su rostro, se veía que estaba preocupado por ella, pero era un chico de pocas palabras que rara vez insistía. Ese no era su estilo.
Casi tambaleándose, Sandra consiguió llegar hasta el baño, lugar en el que se lavó la cara con agua bien fría. Al echar la pasta de dientes, pudo escuchar un programa de televisión en la tele del salón. Ignorándolo, la joven comenzó a lavarse los dientes con su mirada clavada en el espejo. En ese momento, su reflejo le pareció un extraño. Nunca había estado tan cansada.
Ya de por sí odiaba su piel, propensa al acné y el enrojecimiento; y ahora tenía que soportar esas jodidas ojeras. Con el cepillo al vuelo, Sandra escupió la pasta y, justo antes de que el agua se la llevara por el desagüe, comprobó que, efectivamente, aquello no era simple saliva. Era sangre.
Temió mirarse al espejo.
Se pasó la lengua por los dientes; todos bien alineados, sin agujeros, ni fisuras. Poco a poco, levantó la cabeza. En el espejo, su imagen sonreía, mostrando unos dientes tan amarillos y débiles que parecían a punto de caerse. La sangre resbalaba por su barbilla; caía al suelo sin siquiera importarle. Pero, al fijarse un poco más, al percatarse de aquellas arrugas y esa nariz achatada, supo que no era su reflejo quién estaba viéndola.
Era su pesadilla, hecha realidad.
Le agarró de la muñeca. No tuvo valor para darse la vuelta. ¿Para qué? Sandra ya sabía que estaba detrás. Sentía su aliento en la nuca, caliente y rancio; y la imagen en el espejo no la engañaba. Volvió a sentirse entre la espada y la pared. Los labios de aquella chica muerta, marchitos, besaron su cuello. Subieron a su oído; sintió su lengua aferrarse a él como una enredadera. Sandra cerró los ojos. Las lágrimas caían por sus mejillas, pero a ella no le importaba.
—¿Es que no te das cuenta? —le susurró. Por dentro, Sandra quería gritar; mas sólo un sonido ronco salió de su garganta. El joven espectro retiró el cabello de su cara. Su uña putrefacta limpió las lágrimas de su rostro. ¿A quién quería engañar? Jamás confiaría en un muerto.
—¿Q-Qué qué Q-Q-Quieres...? —profirió con un llanto lastimero.
En un segundo, se cruzaron sus miradas. No vio brillo en la suya; tan sólo un agujero negro en el que no debía perderse. Y de nuevo, sonrió. Su dentadura descuidada, su aliento de óxido y carbón. Apoyó una mano en su hombro.
—Esta es tu última oportunidad, Sis. No ignores mi advertencia y vete. ¡LEJOS!
Sandra no pudo escuchar nada más. La siguiente persona que vio fue Zack, quien, inútilmente, intentaba tranquilizar a su novia mientras ésta no paraba de chillar.
En la noche, aún escuchaba su advertencia, como una letanía de muerte que no la dejaría descansar hasta que aquel alma maldita estuviera, finalmente, en paz.
Tardó días en volver a dormir. Su médico le recetó varias pastillas, cada una más fuerte que la anterior, y ni con Zack abrazándola y diciéndole al oído que todo iría bien, pudo descansar hasta que pasaron dos semanas desde aquel horrible suceso.
Nunca se lo contó a nadie.
La tomarían por una loca. Ella misma pensaba que no eran más que delirios causados por la falta de sueño. El insomnio podía producir alucinaciones, ¿verdad? Siniestras, macabras; y tan reales que podían erizarte el vello de la piel. O, al menos, eso leyó en Internet, una de las muchas tardes que se quedó sola en casa para "recuperarse".
—Sólo necesito tiempo —le dijo. Sandra estaba dolida, y enfadada consigo misma. Zack era su novio, no su niñera. Quería que lo tuviera bien claro, por muchos mimos que le diera. Por eso, esa tarde dejó que disfrutara un poco de su libertad; demostrarle que estaba mejorando, y que ya no precisaba de sus cuidados.
Aún somnolienta, Sandra se levantó de la mesa dispuesta a colaborar en las tareas del hogar, antes de darse cuenta de que sus piernas sucumbían por momentos, y que apenas podía mantenerse en pie sin apoyar sus manos en la repisa de la cocina.
La TV la deslumbró. No prestó atención a las imágenes, los sonidos ni las voces que salían de aquel dichoso aparato; sino que cerró los ojos y, con los actores de fondo, y el telón frente a sus ojos, dio comienzo a un show para el que nunca se había preparado. Todavía no sabe si fue un sueño o realidad, puesto que aunque lo vio nítido, y tan claro que hasta reconoció los olores del lugar; la escena le resultaba tan inverosímil que a duras penas pudo tragársela.
Un pie sucedió al otro. No estaba segura de cómo podía caminar, si segundos antes cayó rendida en el sofá. Tan sólo sabía que estaba allí, deslizándose descalza en el pasillo de aquel edificio residencial, entre esos apartamentos que se le antojaban celdas cuando sus vecinos discutían. Ya no se oían sus gritos, por mucho que viera la sangre.
Un reguero carmesí que corría libremente por las escaleras; se perdía en lo alto de los escalones, retorciéndose como una culebra. Y Sandra, guiándose quién sabe si por instinto o por una mano poco benevolente, seguía aquel macabro camino como si de ello dependiera su vida, acabando frente al trastero posesión de su novio. Un recinto cerrado, más bien pestilente, que sin ventanas dependía de una frágil bombilla para retar a la oscuridad que se instalaba en el lugar.
En un estado de semi-inconsciencia, Sandra definió aquel suceso como la entrada a la paranoia; una puerta bien cerrada que, por voluntad del destino, no requiso de llave para que la pudiera abrir. Y así, apenas consciente de sus actos, vestida con un camisón y unas tristes bragas de Hello Kitty, sintió que se enfrentaba a su pesadilla.
Allí, cubierta por un manto de sangre caliente y sudor, desfigurada, moribunda y aletargada; se encontraba la mujer que una vez atormentó sus sueños. Y, justo delante de ella, vio, a juzgar por la complexión de su cuerpo, a un hombre encapuchado que se empeñaba en acabar con su sufrimiento.
Fue así como Sandra, de pie frente al umbral, supo que ya no habría más advertencias.
Su interlocutora había muerto.
Y ahora el asesino iba por ella.
Le resultó extraño abandonar el apartamento de Zack. Sí, apenas llevaba allí un mes, pero se había encariñado de aquel nido de amor del mismo modo en que se encariñó de su novio cuando lo conoció en aquella famosa discoteca de la ciudad. Tampoco es que importase mucho. Los médicos insistían en que se recuperaría. Estaban estudiando su caso, pero probablemente no sería más que un episodio paranoide provocado por el estrés de una nueva vida a la que, siendo sinceros, nunca estuvo preparada.
Ella, siempre tan solitaria y dependiente, ¿cómo no iba a tener ningún problema con un padre como aquel? Ese hombre las destrozó a las dos. En su interior, todavía sentía las manos de su madre acariciándole el cabello y susurrándole al oído: «Todo irá bien», como en tantas películas de Hollywood.
—Lo siento —se disculpó, presa de un remordimiento que le carcomía las entrañas. No le gustaba ver a Zack sufriendo por ella. No le gustaba aquella habitación, ni esa pequeña ventana que le recordaba que afuera existía un mundo mejor. No le gustaban las pastillas, la terapia, ni las sesiones con el Dr. Riverton. Pero era necesario. En los ojos de Zack, veía que era así.
Él, en cambio, la sonrió. Cogió su mano con cautela; sin asustarla, sin presión. Aquella sonrisa era un motivo más por el que luchar.
—No te preocupes —imploró, destapando su regalo. El lazo, rojo, cayó al suelo—. Ten. Te lo mereces. Me han dicho que no hay ningún problema con ello.
Zack le hizo entrega del tupper. A Sandra casi le dieron ganas de llorar de risa. Hasta ese momento no se acordó de cuánto echaba de menos su estofado especial; ese receta familiar que se había traspasado de generación en generación. Aquella vez, le resultó incluso más delicioso que las últimas. Nunca mejor dicho, le había dejado un buen sabor de boca.
Y así, Zack se despidió de ella cuando apenas le quedaban un par de bocados. Dejó que Sandra comiese en paz, hasta que, sin esperarlo siquiera, mordió algo duro que hizo que le castañeasen los dientes. Inmediatamente escupió el trozo de carne al suelo. Vio sangre. Se pasó la lengua por los dientes; todos bien alineados, sin agujeros, ni fisuras. Esta vez, no podía mirarse al espejo.
Supo que la chica ya no vendría a advertirla.
En el suelo, escondido entre la carne, se encontraba una muela. Una muela que no era suya. Una muela que Zack, sonriente, había dejado para ella.
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