N° 738 "Máscaras"

Al otro lado de la mesa, resplandecían dos ojos infinitos; sus pupilas dilatadas y sus cuencas, antes vacías, se llenaban ahora con una bolita del tamaño de un pulgar. Alexis levantó el pincel, decidida, y trazó una fina línea carmesí bajo los agujeros de su nariz. La boca se presentaba alegre, llena de vitalidad. Entonces la curvó un poco más, formando una extraña expresión.

El resultado no fue el esperado. Parecía una mueca de disgusto, de repulsión incluso, como si aquella máscara le estuviera diciendo: «¡Hey, Alexis! Ya se te ha ido la mano otra vez...» La chica cogió un paño húmedo y retiró el exceso de pintura, devolviendo a los labios una expresión natural, alegre. El resultado tampoco le gustó.

A su lado, otra máscara yacía esperando para poder ser otorgada con un poco de vida, de esa que rociaban los pinceles de Alexis. Sus pómulos blancos clamaban por color; sus ojos por maquillaje; su cerosa piel por un poco de pasión. Del cajón de su escritorio sacó una bolsa de la que tomó de un par de ojos, uno verde y otro azul.

«Como un gato cálico» pensó. Ahora se asemejaba algo más a una persona. Su piel seguía muerta; sus labios, inexistentes. Alexis levantó de nuevo el pincel. La boca formó una burda expresión de desagrado. Detalló los dientes, el brillo, y las arrugas alrededor de sus mejillas, ascendiendo hasta la nariz. Alexis sonrió, satisfecha. Eso era otra cosa. Mojó el pincel en un pequeño vaso de agua, viendo como aquel color apagado se fundía al contacto con el agua.

Acto seguido, secó el pincel y miró su paleta de colores. Todos tan resplandecientes; tan vivos. ¿Qué pedía aquella máscara? ¿Qué rogaban sus labios marchitos? ¿Qué exigía su lengua perdida? Alexis sonrió al comprenderlo. El pincel se coloreó de un suave color celeste, casi blanco, como una mañana otoñal plagada de nubes a punto de llorar. Apoyó el pincel en la máscara.

Las lágrimas no tardarían en llegar.

Lo primero que vio al salir por la puerta principal del Instituto Montgomery fueron unos breves copos de nieve, tan dispersos y pequeños que se confundían con el brillo en los ojos de los alumnos. Navidad. Una época de regalos, risas y felicidad. Para unos. Para otros, se avecinaban dos semanas de nostalgia, melancolía y sollozos a medianoche; de pesadillas de amantes y sueños sin amor. Sobre todo para la familia De Niro. Un buen regalo navideño sería la aparición de su única hija. Viva.

Alexis apretó sus labios, formando una fina línea. No le gustaba la nieve. Siempre había preferido la lluvia. Un cielo apagado, nubes negras, agua resbalando por su rostro, como una leve caricia. Ese amor incondicional. Esa pasión. Tal era su amor por la lluvia que a veces no podía dejar de mirarla, a través de su ventana. Veía mucha gente, pero nadie se alegraba por el clima ni la mitad de lo que ella siempre lo haría.

Aquel día, la nieve anunciaba un mal augurio.

Al llegar a casa, apenas tuvo tiempo de tirar la mochila en su cama antes de que su madre se apresurara a llamarla para comer. La niña resopló, cansada. Al otro lado del dormitorio, dos ojos la observaban, expectantes. Querían su color. Querían tener voz.

De haberla poseído, quizá la hubieran advertido de las sombras que le acechaban a su alrededor.

Supo que algo iba mal mientras bajaba por las escaleras, con la mirada de su madre posada directamente en ella. Había algo inusual en la forma en que la esperaba; en que la acechaba con las manos tras la espalda. Escondía algo. Alexis llegó abajo sin apartar la vista de su madre. Hasta ahora, no se había fijado en que su padre, junto a ella, mostraba una leve sonrisa de satisfacción.

—¿Qué ocurre? —preguntó sin tapujos. Alexis apoyó la mano en la barandilla. Quizá necesitara sujetarse a ella tras el duro golpe que iba a recibir. Sus padres se miraron entre ellos. Asustaba.

—Antes de decirte nada, quiero que nos prometas que sabrás cuidar de tus ahorros.

—Y de tus amigas —agregó su padre—. No queremos que te pases las Navidades encerrada en tu habitación.

—¿Encerrada en mi habitación? –Alexis hizo una mueca—. ¿Por qué? ¿Qué ocurre? Me estáis poniendo nerviosa...

Su madre deslizó la mano hasta el bolsillo de su pantalón. Ya tenía el móvil encendido cuando lo sacó, con una foto panorámica ocupando toda la pantalla. Se lo tendió a su hija. En ella, el escaparate de una tienda lucía con orgullo sus variadas posesiones, anunciando al establecimiento como "The En-Mask Ed". Al menos una decena de máscaras se exhibían cual modelos, una tras otra, siniestras, expectantes.

En la parte superior, un cartel móvil anunciaba de nuevo el nombre del establecimiento. Alexis frunció el entrecejo. Era una tienda de máscaras, de una forma tan lejos de lo inusual que no sospechaba de dónde podría ser. De sus viajes a Francia e Italia aprendió que reliquias así se vendían en lugares discretos: escondidos en un callejón o un pequeño local a pie de calle.

Su único nombre, el precio. Su único producto, las máscaras.

—No se parece a una tienda ordinaria como la de Florencia. Un establecimiento así no se exhibe como una prostituta.

—¡Alexis! —exclamó su madre. La niña profirió una pequeña risita.

–Perdón —agachó la cabeza—...pero, ¿por qué me enseñas esta foto?

Su padre rodeó con el brazo a su madre, antes de que esta última le respondiera con una amplia sonrisa.

—La he sacado al venir de la compra. Está a dos manzanas de distancia.

Alexis rió. Luego, empezó a gritar.

No era lo que esperaba. Tal vez era culpa del clima, de esas nubes grises que apagaban el color de aquellos rostros; o quizá era que en su desenfrenada búsqueda de "The En-Mask Ed" se había hecho ilusiones, creado expectativas, que como siempre nunca cumplía la realidad. No obstante, no dejó que una nimiedad como esa turbara su expresión. Apoyó el rostro en el gélido cristal del escaparate.

Siempre se preguntó qué era lo que tanto encandilaba, porque nunca se decidía entre la inexpresividad de su rostro o lo turbio de su pasado. Fuera como fuese, una máscara era, para ella, mucho más que un simple decorativo. Era su manera de sentirse lejos de un mundo que le resultaba más aterrador que las propias historias que escuchó de los tenderos de Venecia y Nápoles.

Caras de piel humana, de picos arrancados de cuervos, o de materiales inusuales que, según afirmaban, rejuvenecían la piel. De todos modos, siempre dudó de dichas leyendas. Sea de paso, se encontraba muy lejos de su origen, y "The En-Mask Ed" ofrecía, dentro de su originalidad, un toque agridulce de vulgaridad. Porque aquellas no eran proezas. Eran rostros ansiando un dueño que les dotase de vida.

«Y esa seré yo», se dijo Alexis, cruzando el umbral de la puerta.

Sobre su cabeza, tintinearon las campanillas de viento. Oteó con la mirada el establecimiento, un sitio tan pulcro como anodino, de mírame y no me toques. En otras palabras: tenía pinta de museo. Muebles refinados, con bordes tallados; vitrinas relucientes repletas de materia prima, obras terminadas y a medio completar. Ni rastro de etiquetas. No existía precio, pero supuso que tampoco dejarían que lo pusieras tú.

La joven dio un paso al frente. Allí, el calor asfixiaba. Sin corriente de aire, ni un espacio muy agradable, se hizo paso entre las estanterías que pretendían llamar su atención. Eran válidas para turistas, pero no para sus manos expertas. El dueño parecía querer colar gato por liebre. Vender bisutería a precio de oro. Y hablando de dueños...

¿Sería ese aquel hombre que, tan silencioso y callado, le susurró extrañas palabras al oído?

Tan pronto como se dio la vuelta comprobó que, efectivamente, no se encontraba tan sola como creía.

—Perdone, ¿qué ha dicho?

El hombre no respondió. No al instante, al menos. Primero, tuvo que aclararse la garganta, y arreglar el estropicio que tenía por corbata. Alexis empezó a mostrarse inquieta. Sus ojos diminutos se clavaron en ella como agujas, de hecho, le ardía la piel. De vergüenza. El dependiente se pasó la mano por su cabello cano.

—Eres muy joven para estar aquí —sentenció, con una voz profunda como una tumba. Antes de permitirla replicar, se dirigió con paso firme al mostrador. Por única palabra: Sígueme.

Y Alexis le siguió, obediente. Ed, que aquel resultó ser el nombre del extraño personaje, se agachó un momento encorvando la espalda para dejar encima una caja de cartón. La chica le observó curiosa; sus manos parecían flotar sobre el instrumental hasta que sacó, finalmente, una máscara del color de la porcelana, blanca como el granizo, que ahora golpeaba con fuerza las ventanas.

Dejó que Alexis la sostuviera con sus propias manos. Comprobó que resultaba muy suave al tacto, casi como si sus dedos resbalaran por los pómulos de su nueva amiga. La palpaba con mano experta, firme, pero con caricias, lentas y ceremoniosas. No había mucho que decir. Había algo en el dueño que tranquilizaba a la joven. Al fin y al cabo, no necesitó palabra para saber qué era lo que buscaba.

Rápido y en silencio, se lo puso al alcance de sus ojos. Y con ello, volvió a casa, sonriente ella, sonriente él. Ambos habían conseguido lo que querían, pero no al mismo precio.

Su madre se quejó varias veces de que, más que comer, su hija parecía atragantarse con los trozos de carne. Se replanteó seriamente volverle a contar una noticia similar cuando respondió con un bufido a: ¿Qué tal te ha ido en "The En-Mask Ed"?. Pensó que le gustaría, más aún cuando la vio llegar con una bolsa a casa. Nunca había sido muy abierta en lo que a su hobbie se refería. Y eso la preocupaba.

—No ha estado mal —respondió, tras la insistencia de su madre—. Pero podría haber estado mejor.

La charla no duró mucho más. No era la primera vez que renunciaba al postre por ponerse a trabajar en su nueva adquisición. Lo primero era disponer del material adecuado al alcance de su mano, es decir, justo encima del escritorio. El ritual proseguía con la luz de su flexo enfocada de lleno en la máscara. Los pinceles a un lado; la pintura, al otro. Y el vaso, lleno de agua, frente a sus ojos. En ella se reflejaban.

Primero, estudió la compra cuidadosamente. Desde luego, nunca había tenido en su colección algo tan raro como aquello. Se trataba de una máscara única, casi moldeable. No era cerámica, porcelana ni nada similar, era un material maleable que parecía arcilla antes de secar. Y es que, con el índice, levantaba la mejilla de la máscara, y se elevaba también el labio superior.

Por otra parte, estaba el color. La gran mayoría resultaban ser incoloras, para poder trabajar mejor los colores en ellas, pero esta, dispuesta a diferenciarse lo máximo posible, poseía ahora una tonalidad rosácea, que recordaba a la piel pálida de un bebé. Todo esto le hizo pensar que, quizá, se trataba de una rareza hecha con algún tipo de tela, cuero o similar, que curiosamente variaba de color dependiendo del foco de luz que le enfocara. No obstante, no encontró bordado, ni marca alguna de su origen. Era pulcra como un huevo de fabergé. Exótica e inimitable como ella sola podía serlo.

Y eso la confundía.

Tuvo la sensación de que la llamaba. En ella se encendió una llama; un irremediable deseo por saber qué se sentía al llevarla sobre su rostro. Las máscaras, al contrario que otros elementos del carnaval, no tenían por qué llevarse puestas como una simple prenda. Ese uso quedó relegado al pasado, o a las festividades anuales venecianas. Pero ahora, en el presente, Alexis quiso volver hacia atrás. ¿Y si veía a través de ella un baile de época? ¿Y si en verdad rejuvenecía su rostro?

No lo dudó un instante más.

Al primer contacto con su piel sintió un escalofrío.

Apenas pudo creer que existiera un material tan maleable que se ajustara a su propia piel. Apartó las manos con cuidado, temerosa de que la máscara, al no estar firmemente sujeta a su cabeza por medio de algún cordel o similar, cayera directamente al suelo, manchándose o incluso algo peor. Sin embargo, observó perpleja que su nueva adquisición parecía hecha a medida, como una segunda piel.

La rozó levemente con las yemas de los dedos. Sus detalles eran sutiles, como grabados de cerámica o pinturas de tinta en porcelana. Al tacto, los párpados, pómulos e incluso el hoyuelo de su barbilla no podían ser más realistas. La única diferencia con respecto a su propio rostro eran los ojos: parecían diminutos enterrados bajo la capa extra de piel. Si es que en verdad era piel.

Se quedó un rato más contemplándose en el espejo, como si necesitara más tiempo para asimilar que aquella máscara era totalmente distinta al resto de sus adquisiciones. Fue sólo cuando comenzó a sudar de verdad que se dispuso a quitársela. La máscara daba un calor sofocante, hasta el punto de que Alexis apenas tuvo cuidado de retirársela con suavidad, evitando rasguñarla.

Dejó de mirarse al espejo para ver la máscara llena de sudor. No existía señal alguna de que hubiera sido utilizada para su cometido original; ningún pliegue o fisura que indicara que había formado parte de un rostro humano. Tan sólo quedó la huella en la cara de Alexis. Parpadeó varias veces, incrédula, ante su reflejo. Un extraño tinte carmesí cubría sus facciones, resaltando las mejillas y la frente.

Rápidamente, la chica llegó hasta el cuarto de baño y se lavó con agua fría, hasta asegurarse de que no quedaba ni una sola gota de tinte en su rostro. Tan sólo quedó el rastro de sus pómulos sonrojados por el calor. Y entonces, confusa y a la vez asustada, regresó a su habitación y dejó la máscara sobre el escritorio, sin apenas mirarla. Ya trabajaría en ella después.

Primero, debía averiguar con qué material la habían fabricado, y por qué sólo destiñó en la piel de su rostro y no en la de sus manos. Había algo raro en todo aquello: la tienda, la máscara, Ed... Se encogió de hombros.

Creía que tenía tiempo de sobra para averiguarlo.

No conseguía acostumbrarse al sonido de las campanillas de viento; siempre la sobresaltaban. Tras la impresión inicial, Alexis entró con paso firme en "The En-Mask Ed". Aquel día iba en busca de respuestas, y tenía claro que para conseguirlas tenía que dejar de lado sus modales y educación de la vieja escuela. En su primer encuentro, comprobó que Ed no era hombre de muchas palabras; sabía que no llegaría a nada comportándose como una niña buena.

A pasos agigantados, consiguió llegar hasta el mostrador de la tienda. Le pareció increíble que contara con una de esas típicas campanillas que ponen en las recepciones del hotel para llamar al empleado de turno. No se molestó en usarla. Pondría a prueba al dependiente directamente.

¡Pantalone¹! Ho bisogno di un nuovo genere —Alexis le esperó unos segundos, antes de perder la paciencia y exclamar esta vez con más fuerza—. ¡So che mi hai sentito! ¡Sono di fretta, Pantalone!

Sólo cuando Ed se presentó ante ella se planteó que quizá no había sido tan buena idea como pensaba. El hecho de que la tienda y sus productos difirieran tanto con los antiguos locales de Italia planteó a Alexis una serie de sospechas que, supuso, podría resolver poniendo a prueba los conocimientos específicos del tendero.

Quizá Ed no supiera italiano, pero habría de conocer, en caso de que estuviera realmente familiarizado con el amplio mundo de las máscaras de carnaval venecianas, que el nombre de Pantalone estaba directamente relacionado con él. De todos modos, quizá sí tuviera conocimientos de italiano. Y quizá ella se había pasado de la raya y hubiera adoptado un tono más coloquial del que la situación requería.

Sei un po'sboccato, Colombina². ¿Non ti hanno insegnato le buone maniere in quell'assurda costruzione che hai per scuola?

Al escucharle hablar italiano de una manera tan concisa y fluida, Alexis se permitió sonreír un poco, sólo para relajar el ambiente.

—Discúlpeme, sólo estaba bromeando. Pero a diferencia de Colombina, yo no soy criada de nadie.

—Ni yo un mercader tacaño —replicó, frunciendo el ceño—. Aunque no me importaría llegar a noble ricachón con este negocio...

—Y a mí tampoco tener a alguien como Pierrot³ siguiéndome por ahí. Pero ese no es el tema por el que he venido a buscarle. Dígame —Alexis rebuscó en su bolso en busca de la máscara que se probó el otro día. Al tocarla, recordó el calor asfixiante; el tono carmesí esparcido por su rostro—. Necesito saber de qué material está hecha antes de ponerme a trabajar en ella. El otro día... Me la probé. Y destiñó. No hay costuras. No hay marcas. Nada.

Ed levantó la vista de la máscara para observarla directamente a ella, con una expresión a medio camino entre el asombro y la burla.

—¿Trabajar? ¿En ella? —la señaló—. No sé a qué te refieres.

–Ya sabe. Usted me vendió la materia prima, pero es mi responsabilidad dotarla de vida: decorarla, pintar...

—¡No, no, no! ¿Dotarla de vida? ¡Mírala! —Ed agarró bruscamente la máscara y casi se la estampó en la cara a Alexis. Estaba tan cerca que todavía podía ver unas pocas gotas del sudor de ayer, diseminadas por toda su piel—. No necesita que la dotes de vida. ¡Ya están vivas! Mucho más de lo que puedas imaginar. Y créeme, no les gusta que las pinten...

Ed dejó la máscara en el mostrador y se largó sin mediar palabra alguna con la joven, que se quedó paralizada en el sitio ante su inesperada y violenta reacción. Cuando pudo asimilar todo lo que había pasado, tuvo claro dos cosas:

Primero, que Ed sabía más del mundo de las máscaras de lo que quería admitir.

Y segundo, que si quería respuestas tendría que buscarlas por sí misma.

Las campanillas de viento tintinearon de nuevo, mas no salió de la tienda. Alexis dejó que la puerta se cerrase sola, confiando en que Ed no reparara en el engaño; mientras, con toda la valentía que fue capaz de reunir, se dirigió precipitadamente a la parte trasera del mostrador, justo frente a la puerta por la que el dependiente había desaparecido segundos antes de su violenta reacción.

Puede que estuviera precipitándose, y era totalmente consciente de que lo que estaba haciendo no estaba bien. Era, en parte, injustificado. ¿Por qué no presionarle sin más? ¿Por qué no dejarlo pasar?

No —se dijo a sí misma—. Ed esconde algo, ¡es evidente! Y no lo revelará así como así. Hay algo que pinta muy mal aquí, y no son los pinceles que ha puesto a la venta en sus estantes.

Encendió la linterna de su móvil, cubriendo su halo de luz con la palma de la mano, antes de pasar al almacén de la tienda. Cerró la puerta tras de sí dejando tan sólo, en la distancia, el molesto ruido de un taladro escapando por las rendijas de una habitación cerrada. Supuso que allí estaría Ed, trabajando (¿con un taladro?), por lo que siguió el camino contrario.

—¿Qué debo buscar?

Dejó que las sombras la guiaran. Recordó haber pensado mal de esa tienda desde que su madre le informó de su apertura. La gente parecía pasar por delante de ella sin ningún interés. No era complicado pensar que un negocio así no tendría futuro en un pueblucho como ese. Y, sin embargo, allí estaba el dueño, dando guerra cuando era evidente que ni siquiera era de descendencia europea.

En un principio creyó que se trataría de un espacio mucho más reducido, pero Ed había sabido aprovechar el local no sólo para poner a la venta sus productos, sino también para poder trabajar en ellos. Apenas encontró abiertos un par de talleres con utensilios desparramados por el suelo y mesas de trabajo llenas de cajas a rebosar de rostros iracundos; muecas desagradables.

Alexis se acercó al único lugar iluminado entre las tinieblas de aquel pasillo: un escritorio que mantenía encendida la débil bombilla de un flexo obsoleto, escondido al fondo de una descuidada habitación. Esparcidos por la mesa se encontraban varios dibujos y bocetos de caras retorcidas por el dolor, de máscaras medidas al milímetro y anotaciones en los márgenes de los diseños más elaborados, todos ellos cubiertos por una fina capa de serrín.

En silencio, comprendió que Ed estaba "experimentando". Ningún material para la elaboración de máscaras permitía realizar expresiones tan maleables. Supuso que el anciano utilizaría alguna extraña mezcla con derivados extranjeros.

De todos modos, los patrones eran sumamente detallados, y los apuntes tan precisos, que Alexis no pudo más que leerlos con avidez, empapándose del conocimiento de alguien que, ahora sabía, tenía mucho más que ofrecer en el mundillo que ella con sus vagos conocimientos de decoración y estética. No pudo evitar la tentación.

¿Debería llevarme alguno para casa? —la joven titubeó. Aprisa, escondió ciertos dibujos junto con su nueva máscara, tratando de convencerse a sí misma de que alguien con una edad tan avanzada como Ed no lo notaría. Y si no era así, ¿qué importaba? Jamás volvería a pisar el suelo "The En-Mask Ed".

Mientras siguiera con vida.

No tenía pensado demorarse mucho más cuando el ensordecedor ruido del taladro cesó. Un fogonazo de luz blanca cubrió el pasillo en su totalidad, durante unos instantes que aprovechó Alexis para esconderse en la habitación más cercana, por puro instinto. Apagó la luz de su teléfono. Ni siquiera recordó haber cerrado la puerta. En la oscuridad, vislumbró a unos palmos de distancia una mesa de trabajo cubierta con un mantel barato de plástico.

Se escondió debajo y cubrió sus labios con la mano. El corazón galopaba con frenesí en su interior. Había robado propiedad intelectual. Se había colado sin permiso. Podía incluso denunciarla.

¿En qué estaría pensando? —reflexionó, arrinconada bajo la mesa. La sensación de seguridad que le había proporcionado su treta había desaparecido por completo, sustituida por el miedo y la angustia—. ¿Cómo salgo yo ahora de aquí?

Afuera, el pasillo quedó a oscuras de nuevo. Sentía los pasos de Ed de un lado a otro de la habitación; creyó incluso escucharle saliendo a recibir a algún cliente. Si intentaba escapar por la misma puerta por la que entró, las posibilidades de que la pillara eran muy altas. No había sitios donde esconderse, tan sólo paredes de cemento y dos pares de salas de trabajo en las que podía o no desaparecer.

No reparó en aquellos extraños sonidos que parecían provenir de apenas unos metros frente a ella hasta que todo se sumió en el más absoluto silencio.

Mmm, hmmm. Ahhh, Ggrrr.

¿Ratas? —fue lo primero que pensó. No iba a descubrirlo. Saldría corriendo y escaparía de la tienda sin darle tiempo siquiera a que Ed descubriera quién era. No tenía pruebas. No había cámaras, facturas, fotos ni nada que demostrara que había estado allí. Aunque le viera el rostro, aunque supiera que se había colado sin su permiso, ¿qué podía hacerle? Era un anciano que ni siquiera podría perseguirla corriendo hasta su casa.

Mientras pensaba en esto, Ed entró sudando en la habitación.

Era un cuarto oscuro. Una tenue luz roja iluminó la estancia al mismo tiempo que Alexis se pegó a la pared. Cerró los ojos.

Que no me pille, que no me pille... Oh, mierda, ¿por qué me he metido aquí dentro?

Por momentos creyó quedarse sin oxígeno. El calor en la habitación era sofocante; afuera, pudo vislumbrar rectángulos de cartulina colgados con pinzas y celofán de las paredes. Largos cordeles de hilo negro cruzaban la habitación desde todos sus extremos. La iluminación era demasiado tenue para ver qué retrataban aquellas fotografías. Alexis se inclinó ligeramente hacia delante. Cogió el extremo inferior del mantel y lo levantó un poquito, tan sólo lo suficiente como para poder ver qué estaba ocurriendo en la habitación.

Tuvo que hacer grandes esfuerzos para contenerse y no gritar. Nada, en sus 16 años de vida, la había preparado para aquello.

Era una joven; lo pudo saber por los ínfimos mechones de pelo ensangrentado que caían pegados a sus hombros, y porque, a pesar de que hacía tiempo que a aquella muchacha le habían arrancado gran parte de su dermis, aún podían identificarse dos senos jóvenes que abultaban ligeramente por debajo de una sucia y rasgada camiseta de tirantes. También pudo identificarla.

Era una camiseta negra promocional del concierto de The Sabaths.

La misma que vio tantas veces en el telediario. La misma que llevaba su compañera de clase, Anika De Niro, el día de su desaparición.

En el fondo sabía que los numerosos psicothrillers que había devorado durante su preadolescencia no eran cien por cien veraces y, aunque lo fueran, tampoco podrían ayudarla a resolver una situación como aquella. Apartó a John Katzenbach y a Sebastian Fitzek a un lado de su mente y trató de concentrarse en lo que tenía ante sus ojos. Anika le daba igual. Era cruel, pero muy cierto.

Cuando Ed le quitó el paño grasiento de la boca y vio que de su garganta sólo escapó una tos ronca, supo que nada podría salvarla. Anika escupía sangre. Ed la abofeteó, probablemente para espabilarla, antes de dirigirse hasta la mesa donde se ocultaba Alexis. Se arrinconó aun más contra la pared. Quiso estar atenta, preparada por si tenía que atacar.

¿Con qué? —se dijo.

El anciano no reparó en su presencia. Escuchaba sobre su cabeza cómo revolvía las herramientas esparcidas en la mesa. Cuando algunas cayeron al suelo, tuvo el impulso de abalanzarse a por ellas. Se fijó mejor: la mayoría tenían restos de la piel de Anika. ¿Podría matarle siquiera con un destornillador?

—Ayu... da, mmhhh

Alexis se quedó paralizada. El mantel no la permitía ver más que sombras difuminadas en un contorno granate y siniestro, pero no le hacía falta asomarse para saber que Anika se lo estaba diciendo a ella. Quizá la vio al entrar corriendo en la habitación, demasiado preocupada por esconderse del que ahora supo, era un demente. Esa clase de gente no atiende al raciocinio. Cumple fantasías. Viven otra realidad.

Si algo aprendió de todos esos psicothrillers, es que nunca, jamás, ofrecían ayuda.

Su casa. El helado de chocolate que se comió el otro día. El gato naranja del vecino. Ese niño que se cayó de la bici al esquivar a un veinteañero con su moto. Ninguna de esas imágenes acalló los apabullantes gritos de Alexis. Tardó un rato en identificar qué era lo que Ed había cogido de la mesa para hacerla chillar de esa manera. Estaba aterrada. Pudo echar un par de breves vistazos al exterior.

Del rostro de Anika no quedaba nada.

Recordaba que tenía un piercing metálico muy mono en la oreja derecha. Ahora ni siquiera tenía orejas. También se fijó en que no había tocado sus piernas; seguía llevando los mismos vaqueros rasgados y el cinturón de cuero negro. En su segundo vistazo, comprobó que aquello que estaba haciendo tantísimo daño a Anika era...

...un limón.

¡UN LIMÓN! ¿Es que acaso Ed obtenía alguna especie de desahogo quemándole la piel a una adolescente hormonal? ¿Por qué los viejos pedófilos no podían aprender a manejarse dentro de la Deep Web y matarse a pajas con vídeos enfermizos como todos los psicópatas de ahí fuera?

Que Anika dejara de proferir alaridos fue un gran alivio para Alexis. Ed la palmeó con suavidad en las mejillas, comprobando que, efectivamente, se había desmayado por el dolor. Sabía que eran imaginaciones suyas, pero si se fijaba bien, parecía que incluso salían débiles columnas de humo de sus heridas quemadas. Estaba mareada y atemorizada, pero no quería morir.

Tenía su móvil.

Ed ya no podía hacer nada allí dentro si su compañera de clases yacía inconsciente. En la lejanía, escuchó el débil sonido de una campanilla. La misma campanilla del mostrador de la que se había burlado la primera vez que entró allí. Casi estalló en carcajadas.

¡Salvada por la campana! —pensó. Ed dejó atrás la habitación—. Debo llamar a la poli.

Con el teléfono en la mano, las manos empapadas de sudor, y un pánico que atacaba sus nervios, procedió a marcar el 911.

Sin cobertura.

Debió haberlo previsto.

La puerta seguía abierta, Anika inconsciente y Ed fuera, atendiendo a un cliente. Era su oportunidad de salir de allí con vida. Tan fácil como correr unos pocos metros hasta salir al galope del almacén. Saltaría el mostrador. Gritaría en medio de la calle; todo el mundo la miraría, asustados por sus alaridos, y entrarían a ver qué estaba ocurriendo en "The En-Mask Ed". Con un poco de suerte, incluso el mismo cliente al que estaba ahora persuadiendo de comprar alguna baratija llamaría a la policía. Sí. Y detendrían a ese hijo de puta.

La familia De Niro superaría lo de su hija al ver a Ed siendo violado brutalmente en la cárcel.

Alexis, la heroína.

Inhaló aire. Haciendo acopio de todo su valor, levantó bruscamente el mantel y se abalanzó contra la puerta. En mitad de una oscuridad helada, chocó con algo. En ese momento, dejó de sentir. Ya no había latidos que la sostuvieran, la luz vendría de otra parte, y al final, acabaría salvándose. Tarde o temprano, todo se solucionaría.

Su madre siempre le advirtió de que las prisas no eran buenas para nada; su padre, que no debía tomar decisiones "en caliente". No pudo prever que la puerta del cuarto oscuro estuviera cerrada. Ni siquiera tenía lógica: Anika se había desmayado. Ed no la había visto, agazapada contra la pared bajo la mesa de trabajo, ¿o sí? ¿Lo sabía? ¿Le había tendido una trampa?

Ahora ya daba igual. En el suelo, Anika había dejado de respirar desde hacía un buen rato. Las botas de Ed hacían un sonido molesto tras haber pisado la sangre de su compañera. Las suelas estaban pegajosas. Chik chak, chik chak... Poco tardó en ocupar su puesto. Los rasguños de la cuerda en sus muñecas y tobillos dejaron de ser un problema en cuánto Ed comenzó su labor.

Supo enseguida para qué quería un taladro.

—Venías por respuestas, ¿no? —los ojos le lloraban. Alexis, atada, comenzó a reírse al ver cómo Ed, de su bolsillo, sacó una naranja a medio pelar—. Bueno, pues... Ahora las tienes.

Ed recogió su mochila del suelo. Sacó de ella los diseños robados, el móvil, el dinero... Dejó la máscara para el final, apoyada contra la caja de herramientas. De una patada, apartó el cuerpo sin vida de Anika. Era carne muerta; nada quedaba ya por aprovechar.

Por el contrario, tenía frente a él materia de primera. Sonrió.

—¿Sabes? Creo que me equivocaba contigo. Al fin y al cabo, hay máscaras a las que sí les gusta que las pinten...

Ed sacó un rotulador permanente negro del bolsillo de sus vaqueros. Se acercó tanto al rostro de Alexis que la chica pudo percibir su aliento en la piel; su pútrido hedor. No tardó en recorrer su mandíbula con el rotulador, trazando líneas intermitentes por toda su cara, marcando, una a una, por dónde debía cortar. Después de todo, Alexis tenía razón.

Ed sabía mucho más del mundo de las máscaras de lo que quería admitir. Ahora también sabía que, con su muerte, se llevaría a la tumba todos sus secretos.

Y a todas esas chicas también.

*¡No olvidéis leer "La Inspiración detrás de «Máscaras»" para saber más sobre este relato!

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