N° 716 "Tinta"
¿Os habéis dado cuenta de que la moda de los zombies comenzó poco después de aplicar la nueva ley educativa? Podéis distinguir a los "muertos vivientes" por las bolsas purpúreas bajo sus ojos, por ese tono pálido en su piel y ese aspecto demacrado que lucen al "infectarse". Y yo, señores, estaba contagiado. El virus de Lengua & Literatura se extendió rápidamente hasta mi cerebro, ayudado por mil y una ecuaciones que corrían revoltosas entre mis venas.
A pesar de todo dicen que existe una cura, hasta donde se conoce, infalible: el descanso. Pero, ¡hay, bonito! ¿Quién duerme en condiciones durante la época de exámenes finales? Ten cuidado. Las bibliotecas están llenas de personas que, como yo, vinieron buscando un sitio tranquilo donde rendirse a la "infección". Y ahora, mientras algunos babeaban en sus sillas y otros dormían sobre ellas, las estanterías no eran más que las paredes que aprisionaban a los nuevos zombies del momento:
Los estudiantes.
Casi choco con una chica que, más que andar, se arrastraba junto a mí hacia la sala de estudio. Ya desde lejos podías reconocer ese olor a planes de fines de semana asesinados a manos de los futuros exámenes. Yo ya había llegado hecho un guiñapo. Me dejé caer sobre la primera silla libre que encontré y extendí todos los libros de mi mochila sobre la mesa. Al principio pensé en ordenarles de menor a mayor temario, hasta que comprendí que eso tampoco serviría para aprendérmelos.
Si había gente sentada a mi lado, no lo sabía.
Si había escogido el tema adecuado para estudiar, tampoco.
Simplemente me sumergí en un océano de letras y colores fluorescentes, mientras mis pensamientos iban y venían entre mundos imaginarios y teorías inconclusas. Banalidades de adolescente. Como cuando escuchas una voz hipnótica flotando en la melodía de una canción extraña, me quedé atrapado entre la pila de libros que yo mismo iba colocando sobre la mesa, uno tras uno, como ladrillos de mi propia prisión creativa.
Poco a poco, comencé a desfallecer.
Logré alcanzar el tema 7 de Ciencias Naturales antes de rendirme al "contagio" del momento.
Si el virus no acababa conmigo, lo harían mis padres en cuanto se dieran cuenta de que, una vez más, otra asignatura había caído junto a las demás, rodando colina abajo con el 0 que firmaba mi nota.
Me dormí pensando en la Sra. Wells disfrutando ante mi fracaso escolar.
Soñaba con suspensos cuando desperté abruptamente a causa del codazo de la chica de al lado. Al parecer, llevaba un cuarto de hora dormido, y tres de ellos medio roncando. Elisa (que era así cómo se llamaba) me dijo que para dormir era mucho más cómoda una cama que la mesa de una biblioteca. Qué vergüenza. Me disculpé lo más rápido que pude, procurando no mirar atrás mientras me dirigía a un sitio libre fuera de su campo de visión.
Ocupé un puesto al lado de un chaval adormilado e intenté, fracasando estrepitosamente, retomar el ritmo de estudio. Pasaron varios minutos hasta que sólo quedé yo sentado a la mesa. Ni todos los cafés del mundo hubieran podido retenerme más tiempo en aquel lugar. De todos modos, la biblioteca ya estaba a punto de cerrar. Tenía el tiempo justo para echar una meadita y salir pitando de allí.
O al menos, eso creía.
Los baños estaban a un palmo de distancia de la Sala de Estudio. Ya en los pasillos de la biblioteca se respiraba ese hedor que dejaban los estudiantes a su marcha. Podía escuchar los ecos de mis zapatillas, a falta de poder prestar atención a algo mejor. Me metí en el cubículo más cercano a la puerta del baño de hombres y descargué. Joder que si descargué.
No había meado tanto en mi vida.
¿Sabéis? Nunca me había interesado especialmente por sacar buenas notas, pero de ahí a repetir todo un año escolar había un gran paso... Y no tardaría en darlo si continuaba suspendiendo hasta religión. Debía centrarme al máximo en esta evaluación, o si no, no habría manera de salir de la tumba que yo mismo me habría cavado. Sería como Connor Wales, ese pringado de 4º que llevaba dos años en el mismo curso.
En fin...
Fui a salir del baño cuando las luces se apagaron, y tan sólo quedó la penumbra sumida en un intenso silencio que me cortó la respiración. Frente a mí, oscuridad. Tras de mí, una vaga presencia me heló de tal modo la sangre que creí desfallecer sin ella.
Qué idiota. La cantidad de chorradas que puedes pensar cuando te quedas a oscuras en los baños roñosos de la biblioteca pública de tu ciudad. Detrás de mí sólo había una fila de inodoros (en los que, desde luego, no me iba a parar a comprobar si había alguien ocupando alguno de ellos). En un visto y no visto, conseguí encontrar la puerta del baño y salir por fin de allí, sólo para descubrir que el resto del lugar también permanecía iluminado tan sólo por la luz de luna.
¿Pero qué cojones?
¿Cuánto tiempo había estado en el baño?
—Tranquilízate, Aaron —me dije a mi mismo. Podéis creer que hablar sólo es algo estúpido, pero te calma bastante cuando estás encerrado en un lugar público—. Seguramente haya un guardia de seguridad husmeando por aquí. Sólo tienes que encontrarlo.
«¿Y dónde?» pensé.
Bajé rápidamente las escaleras y llegué al piso de abajo. No había nadie en el mostrador, ni tras la puerta del cuarto de seguridad. Corrí hasta los enormes portones de madera de la biblioteca, con la vaga esperanza de que no estuvieran cerrados a cal y a canto, evitando que yo pudiera salir tranquilamente del edificio. Obviamente, ninguno de ellos cedió. Habían cerrado la biblioteca conmigo dentro.
—¿Hola? —grité. Ni mi eco tuvo los cojones de responderme—. ¡¿Hay alguien?!
«Esto no me puede estar pasando» me dije. Comenzaba a sentir el sudor rasgando mi piel. Volví a subir las escaleras y me precipité a la Sala de Estudio. Cerrada.
—¡Guardias! ¡Soy un ladrón, lo confieso! ¡Sáquenme de aquí!
Silencio.
Nadie respondería a mi llamada. Nadie vendría a rescatarme de las sombras. Sin embargo, creí escuchar algo en el piso inferior. Me asomé a la barandilla, a tiempo de ver cómo una luz azulada se extendía débilmente en el suelo adoquinado del hall principal. Allí había alguien. Me había escuchado.
Y no tardaría en descubrir quién era.
El día había reservado una decepción más para mí. La luz provenía de la Sala de Informática, concretamente de un ordenador que estaba reiniciándose, volviéndose a encender en el proceso. Tuve la tentación de pegarle un puñetazo, por pura rabia, pero eso no me serviría de nada.
«¿Qué hago ahora?»
Miré a mi alrededor. El vacío me asfixiaba. La angustia se apoderaba de mí como la cafeína del café de hace... ¿Cuánto tiempo había estado en ese jodido baño? Estaba a punto de abandonar la estancia cuándo lo vi. Unos metros más allá, alguien se había dejado su chaqueta en el respaldo de la silla, y un libro abierto sobre la mesa. Me acerqué con cautela hasta que pude distinguir que, más que una chaqueta, parecía una especie de chubasquero de tela.
Qué estupidez.
—¡¿Hola?! —De nuevo, volví a sentirme idiota. Nadie acudió en mi auxilio.
A falta de algo mejor que hacer, me puse a cotillear. Nada en los bolsillos. Nada en la mesa aparte del libro; al parecer, un ejemplar antiguo de un tomo de alquimia escrito en latín. Lo sabía por las clases del instituto, pero me era imposible descifrarlo. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron los extraños dibujos que aparecían entre sus hojas. Debía haberme cruzado con un artista.
Entre las páginas del libro aparecían sendos bocetos hechos con una pluma estilográfica. Lo supe por los finos trazos que presentaba, tan nítidos que casi podías ver en tu mente al dibujante creando su obra, sin titubear. Ese extraño tenía una debilidad, reflejada en sus dibujos. Todos ellos representaban a jóvenes, enredados entre gruesas raíces negras que emergían del suelo.
Cogí uno al azar, que al tacto se sintió como si fuera a deshacerse entre mis manos. Deberíais haber visto la habilidad de este dibujante. Casi podía sentir en mí el terror que invadía el rostro de aquellos niños. Casi sin darme cuenta, pellizqué una de las raíces, como si pudiera arrancarla y liberar al chaval que mantenía cautivo. Llamadme loco, pero creo que vi una lágrima deslizarse por la mejilla del chico.
«Genial. El miedo está empezando a apoderarse de ti. Ahora ves cosas que no están ahí»
Tragué saliva. ¿De verdad quería encontrarme cara a cara con el pintor de aquellos... esperpentos? Sólo uno rompía totalmente los esquemas del anónimo maestro. Al final del libro, casi oculto al ojo humano, había un dibujo sutilmente singular. En él se deslizaba con cautela un gato. Un felino negro como una noche fría, con unas patas firmes y una cabeza altiva que vigilaba más allá del Inframundo.
Aquel minino representaba la dignidad. Su porte era grácil, y refleja todo el sentido de la fragilidad en un menudo cuerpo altivo y proporcionado. Era un gato que definía la belleza en sí misma, única en su especie. Jamás había visto algo como aquello. Lo único en lo que pensaba era en guardármelo y salir de allí, corriendo; huyendo de la escena del delito.
Podría observar ese dibujo durante horas. Podría ser un tesoro, más valioso que una joya.
Contra más lo observaba, más percibía la presencia del felino en aquella habitación. Sus ojos clavados en mí, recorriendo mi figura; juzgándome, evaluándome. Se movía ante mi, dejando tras de sí un rastro de tinta. El papel era su mundo. Su única frontera, la imaginación. Era tan consciente de sus movimientos que me perdí en ellos, sumido en un sueño irrisorio de danzas y pasos.
Sólo un sonido me sacó de aquel trance.
Un gemido largo y lastimero, tan agudo que comenzaron a dolerme los oídos. Era constante, pero fue perdiendo potencia hasta convertirse en poco más que un ronroneo. Era tan consciente de sus movimientos que me sorprendió no haberme dado cuenta antes de que me estaba maullando. El gato realmente se movía en papel. Había girado su cuello, y me llamaba. Me cantaba.
Sphynx.
Esa palabra se repetía como un eco en mi cabeza. Al agachar la mirada pude comprobar que, efectivamente, el dibujo había cobrado vida.
Pude ver sus garras extendiéndose hacia mí.
Parpadeé, asombrado. Esto no podía estar pasando. Una cosa era ser un maestro del dibujo, y otra cosa era hacer que cobraran vida. Y aquel gato, aquel dibujo que parecía hablarme, realmente se estaba dirigiendo hacia mí. Oía sus maullidos claramente; el sonido de su zarpa arañando el suelo del papel. Lentamente, acerqué mi dedo hasta él. Fue una sensación extraña.
Es como si tocara el vacío. No sentí el papel, ni la tinta; pero el gato reaccionó con la velocidad de un rayo y saltó. Literalmente, saltó a otro boceto. Se quedó mirando a aquel niño, cuya expresión de terror seguía imperturbable, fija en el horizonte de su cárcel de papel. Las raíces no le soltaron, pero el gato se aproximó a ellas y trepó. Subió a la cima, justo encima de la cabeza del niño, y su figura se traspasó a la mesa.
Abrí los ojos de par en par.
Sphynx se estiraba, destensando sus articulaciones, como un bebé recién nacido. Comenzó a menear su cola con modestia, y a lamer su pata como cualquier otro felino. No lo podía creer. Traté de tocarlo otra vez. Intenté sentir ese vacío en mis manos aunque sólo fuera por un instante, y repitiéndose el suceso anterior, Sphynx cogió velocidad y saltó a la estantería.
Más que correr, galopaba por las tapas de los libros. Su sombra, oscura hasta el infinito, se veía más clara que nunca. Casi deslumbraba la habitación y, sin darme cuenta, corrí detrás de él; intentando desesperadamente atraparlo entre mis manos. ¿Tenía pelaje siquiera? ¿Era capaz de verme como yo lo veía a él? Creo que eso es algo que nunca supe con certeza.
Cuando estaba a punto de darle caza, se escabulló por última vez, debajo de la rendija de una puerta que yo nunca había traspasado. Siempre había estado ahí, cerrada bajo llave, ocultando lo que hasta ahora creía que era un simple cuarto de mantenimiento. ¡Cuánto me equivocaba!
Esta vez, la puerta se abrió con la ligereza de un suspiro.
Tras ella, una cúpula abovedada producía destellos en la habitación. Era una sala tan pequeña que costaba creer que estuviera rodeada de tantos lujos. El suelo de marfil parecía brillar con la luz de la luna. Las vidrieras dejaban pasar toda su energía, pintando los rayos con los colores de un hermoso arcoíris. La cúpula, recubierta de oro, no hacía más que acentuar la luminosidad de la habitación. Y, en el centro, frente al felino de sombras, había una pequeña hoja de papel.
Sphynx la había dejado ahí para mí.
Despacio, evitando asustar al minino, me deslicé adentro de la habitación hasta poder alcanzar el folio que me extendía con una de sus zarpas. Era negro como él. Era una noche sin estrellas, desde las cuencas vacías de los ojos de un muerto, pintadas indecentemente sobre una hoja de papel. Creía que era la fuente de la que nació Sphynx. ¡Imaginaos lo que podría hacer con ello!
Dar vida con un simple lápiz. Pintar lo que quisiera y verlo hecho realidad. Sería un Dios en la Tierra.
Pero antes, debía sentirlo una vez más.
El vacío.
Mis dedos rozaron la hoja. El éxtasis invadía mi cuerpo. Gemía y me doblaba mientras mis dedos acariciaban el papel, hundiéndose en él, con delicadeza. Cerré los ojos y me dejé llevar por una locura transitoria. Era un esperpento de luces macabras que se fundían en un espejo de cristal inverso. Era una manera de expresar lo inexpresable. Y lo tenía entre mis manos.
Rodeaba mi cintura; y me hundía lentamente...
Al abrir de nuevo los ojos, pude observar a Sphynx profiriendo una mínima sonrisa. Tras él, una figura mayor acariciaba su cabeza, y el felino, alegre a más no poder, ronroneaba a su Amo. Él también sonreía. Traidor. Pensando que obtendría ayuda por parte del misterioso hombre, éste sólo me señaló entre carcajadas, mientras desaparecía para siempre entre mil y un mares de tinta.
En ese momento supe que había caído en una trampa. Más que un ratón, fui una estúpida rata.
Una rata de biblioteca cazada hábilmente por el gato.
Un chico débil atrapado para siempre por su creador.
Quería morir.
Las raíces me estrujaban las rodillas. Sentía la sangre resbalándose por ellas, alimentándolas, nutridas junto a las lágrimas que reuní en todos mis años de cautividad. Era un dibujo perfecto. Representaba la ira y el dolor a partes iguales. Era la expresión del sufrimiento. Era desgarrador: verme allí con las muñecas chorreantes de sangre; mis labios clamando por un poco de agua.
Pasó tanto tiempo.
La oscuridad formó parte de mí. Se instaló en mi corazón, y poco a poco, me consumió por completo. Ya no tenía nada que enviar a Sphynx, excepto su movilidad. Pero él también era un prisionero; un esclavo al eterno servicio del hombre encapuchado. El día que abrió el libro y me sacó de entre cientos de cautivos supe que nada bueno iba a ocurrir. El minino me observó desde el otro lado de la mesa, con una expresión de tristeza que me heló el alma.
De haber podido, hubiera llorado.
Hubiera llorado ríos de tinta, con tal de apagar la cerilla que se acercaba lentamente hacia mí.
—Tierra fuiste, tinta eres, y en ceniza te convertirás.
El hombre cernió la capucha a su cabeza, ocultándose de ojos indiscretos; pasando desapercibido entre las sombras del mundo. No puedo revelaros nada más. Jamás descubrí qué le impulsaba a realizar esas torturas, a atrapar durante milenios a niñas y niños inocentes. Ese gato es un misterio más antiguo que el tiempo.
Y yo...
No tardé en sentir un calor que me asfixiaba.
Ennegrecía la hoja.
Y la tinta también.
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