N° 567 "Lazos"

Un nacimiento era algo prodigioso; hermoso a su manera. Parecía increíble con él se crearan tres nuevas vidas: una persona convertida en hijo; una mujer convertida en madre y un hombre convertido en padre. Asombroso, ¿no creen? Como el papel en nuestras vidas cambia en un instante, tan pronto como los alaridos de una mujer se mezclan con los de su bebé.

El destino nos pone a prueba incontables veces, y nosotros sólo podemos tratar de cumplir bien nuestro papel; aquel que se nos ha otorgado. Hay personas que se pierden por el camino. Es mucha la presión a la que han sido sometidos. Un ser humano es vulnerable e inestable, y tal como nos demuestra el efecto mariposa, hasta la más mínima acción tiene sus consecuencias.

No todo se puede explicar, pero podemos tratar de comprenderlo.

Por eso es por lo que, a veces, perdemos nuestro rumbo. Sopla el viento en dirección contraria. Tomamos el camino equivocado... Una persona puede cambiar al tratar de comprender lo inexplicable, pues tan pronto viene el milagro como se desvanece con él. No se puede dar sentido a lo inexplicable.

Kate no lo entendió.

Y pagó las consecuencias.

—Tú no te levantas por la mañana y escuchas en tu interior una vocecita que te dice: «Algo malo va a pasar hoy». Es técnicamente imposible predecir tantos sucesos que la mayoría los damos por hechos. Nos conformamos con la rutina; con ver que el sol salga cada mañana y se esconda al caer la noche. Por eso, a veces no tomamos precauciones. ¿Para qué? Es lo mismo de siempre.

Kate se recostó sobre el diván y ladeó la cabeza, observando al Dr. Riverton con fingida indiferencia. Aparentemente estaba tomando notas en su libreta, pero Kate había aprendido por la fuerza que, en la gran mayoría de los casos, ese acto no tenía ningún fin más que el de calmar al espectador y darle una falsa sensación de que se le está prestando atención.

Su psicólogo pasó varias páginas hasta detenerse en una en concreto. Llevaba acudiendo a él desde hace dos años, por recomendación de una amiga. No era todo lo profesional que se podía ser, pero al menos cada sesión no le costaba un ojo de la cara. De hecho, su marido se las pagaba todas. Él ya había tenido suficiente terapia.

—¿Todavía lo ve? En sueños, quiero decir.

Kate carraspeó.

Hace unos meses comenzó a ver a Noah por todas partes: sentado a la mesa para comer, tirado en la alfombra del salón, viendo la televisión... Su doctor la recetó unas pastillas durante un mes, hasta que los encuentros se redujeron a varias apariciones en sus sueños. Nada reconfortante teniendo en cuenta que su estado del sueño había variado mucho desde aquel día.

—No... Es decir, sí; pero más esporádicamente. El simple hecho de ver una foto suya todavía me causa pavor —El Dr. Riverton continuó tomando apuntes a diestro y siniestro.

—¿Algún efecto secundario de los calmantes? —Kate negó con la cabeza.

—Pasaron hace tiempo... —respondió.

La muchacha se quedó observándole, tumbada, mientras se dirigía hacia su escritorio y sacaba del cajón una pila de carpetas vagamente clasificadas. Tardó unos minutos en encontrar lo que buscaba. El Dr. Riverton le tendió a Kate un folio en blanco, y él se quedó con un documento del Hospital Central de la ciudad.

—Quiero que me dibuje cómo se siente ahora respecto a su relación con Noah.

Kate le dirigió una mirada fugaz, distante. ¿Cómo podía pedirle eso? Cada vez que le preguntaba sobre su hijo se le revolvía el estómago. Sentía como si su garganta se cerrara y la impidiera respirar. Había pasado tanto tiempo... ¿Cuánto más tendría que pasar para... recuperarse?

—Haga lo que haga usted lo interpretará como un atraso, ¿verdad?

El Dr. Riverton profirió una sonora carcajada.

—Kate, llevamos dos años juntos, ¿y todavía no sabe que estoy aquí para ayudarla? —«Y para sacarme la máxima cantidad de dinero posible» pensó Kate—. Yo jamás la juzgo. Simplemente analizo todo aquello que debemos solucionar.

—No estoy tan segura...

—Bueno. Entonces, si no confía en mí, ahí está la puerta. Puede irse cuando quiera.

La idea se le cruzó fugaz por su mente, pero prefirió descartarla y sentarse sobre el diván. Apoyó el folio en sus piernas y dibujó vagamente a un niño, sonriente, al que enmarcó en un marco de plata. Debajo, una mujer esquivaba su mirada. Le pintó una expresión de disgusto lo mejor que pudo. A un lado, la figura de un hombre intentaba acercarla hacia él; en el otro, dibujó a su psicólogo con una libreta entre sus manos, en la que representó una balanza.

Al acabar el boceto, Kate se le entregó al doctor. Evitó mirarle a los ojos mientras él lo analizaba como buenamente pudo. A su criterio, era fácilmente interpretable: ella intentaba evitar el recuerdo de su hijo, pero al mismo tiempo no quería olvidarlo. En medio de ese dilema, su marido la consolaba sin llegar a causar en ella grandes efectos, mientras que su psicólogo (o sea, él) la agobiaba con sus criterios.

El Dr. Riverton guardó el dibujo bajo la pila de folios encima de su escritorio y volvió a tomar asiento frente a ella. Le seguía una expresión de disgusto.

—Creo que es suficiente por hoy.

—¿Cómo que es suficiente por hoy? ¡No hemos avanzado nada!

—Kate, no se altere. Tengo información de sobra sobre su estado actual como para preparar algo... diferente para la próxima sesión —En su interior, Kate sabía que llevaba un tiempo en el que no escuchaba nada más que mentiras—. Además, hoy no la encuentro especialmente colaborativa.

Aquella fue la gota que colmó el vaso.

Como buenamente pudo, Kate recogió su bolso, se puso su chaqueta e intentó despedirse de una manera que no resultara muy fría para el Dr. Riverton, no vaya a ser que se lo dejara caer en su próxima visita. Estaba a punto de irse cuando se acordó de una cita muy especial.

—A propósito, este viernes no podré venir a la consulta —El Dr. Riverton le interrogó con la mirada—. Tengo cita en el hospital. Deben revisar que todo va bien con Tabitha.

Creyó escuchar al Dr. Riverton felicitándole por su embarazo (de nuevo) justo antes de cerrar la puerta. No se paró a comprobarlo. Kate salió del edificio con la misma rapidez con la que había entrado, pasando desapercibida en el gentío como una sombra más en la espesura de la tarde.

En la consulta, su psicólogo terminó de volver a guardar los ficheros de su paciente. Se quedó observando los análisis de Kate (y los de Tabitha) esperando que aquella niña que no tardaría en venir al mundo no fuera otro accidente.

O que al menos, no sufriera otro como su difunto hermano Noah.

Ha nacido ayer.

Lágrimas y piel; y un dedito regordete que acariciaba los labios de su madre. Ella ya había llorado bastante. En la mañana, la dulce carita del bebé se iluminaba como una lámpara de noche, que libra de sombras, clara en la oscuridad. Tenía unas pestañas diminutas, y su piel de porcelana nada tenía que ver con la de Kate. Sin motivo aparente, soltó una sonora carcajada. Hacía años que no escuchaba aquel sonido, puro y limpio como un cristal.

Reprimió tanto dolor...

Pero ese dedito, vacilante ante sus ojos, lo cambiaría todo. Kate sabía que, aunque no puedes cambiar tu destino, siempre existe la posibilidad de buscar otro camino para llegar hasta él; que aunque sólo hay uno esperándote, existen millones de maneras de alcanzarlo. Al otro lado de la habitación, su marido la observaba con dulzura.

Fue un parto tedioso; complicado para doctores y enfermeras, pero mucho más para Kate. No podía permitirse perder a otro hijo. Tenía suficientes desgarros en el alma para toda su vida. Así pues, acordaron llamarla Tabitha.

«Mi pequeña tirita...» bromeaba Kate, cuando la niña agarraba su nariz y sonreía. Sus primeros pasos, una palabra y un beso de buenas noches. Algo cambió ese día que el crepúsculo se tornó el alba; una efímera sensación de ataraxia que relajaba su cuerpo, como un éxtasis de libertad. De una manera vulgar, se diría que Kate se cambió el chip.

A través de su hija, vio el mundo de una manera diferente. Tan lleno de oportunidades e ilusiones; demasiado grande para encerrarse a uno mismo en una pequeña habitación. Conforme Tabitha crecía, Kate se maravillaba ante el parecido con su padre. Tenía los mismos ojos (o al menos, eso decían, porque los de Tabitha eran mucho más grandes que los de su marido) y el cabello le caía en abundancia por sus hombros infantiles.

Tabitha creció sola.

Kate juró protegerla, y eso incluía a los fantasmas del pasado.

Pasaron unos instantes hasta que el Dr. Riverton consiguió reconocerla. Kate entró en la consulta como un huracán, barriéndolo todo a su paso. Tiró su abrigo en el diván y se sentó sobre él, con las piernas entrecruzadas. Antes de que el humilde doctor hubiera podido proferir una exclamación de sorpresa, Kate le arrebató las palabras de su boca.

—Sé que no me esperaba por aquí, doctor. Si le soy sincera, yo tampoco esperaba tener que hacerlo nunca más.

Kate dejó que el psicólogo analizara esa breve información mientras dejaba sus gafas de sol a un lado. Llevaba un sombrero primaveral ceñido a su cabeza, una pieza de la que pocas veces había presumido. Tuvo que tumbarse en el diván para dejar de dar golpecitos con el pie, pero hasta que su antiguo psicólogo no le entregó un vaso de agua, sus manos no pudieron dejar de temblar.

Sudaba. Apenas tenía aliento para hablar.

—He venido lo más rápido que he podido —esclareció. El Dr. Riverton recogió el vaso de agua, ahora vacío, y le animó a calmarse. Sinceramente, se esperaba lo peor.

—Tengo media hora antes de que llegue mi siguiente paciente. Supongo que puedo hacer una excepción si consigo acabar de...

—¿Acaso esperaba que le concertara una cita previa? ¡Llevamos 7 años sin vernos! —le interrumpió. Por su voz, Kate estaba al borde del llanto—. Necesito... Necesito esas pastillas, ¿sabe? Las de los sueños. Las que tomaba cuando...

No pudo más. Cada vez que abría la boca, de ella sólo salía la angustia. La mano del doctor en su hombro; sus palabras suaves. El reloj corría, pero el llanto de Kate no cesaba. Tuvo a esa mujer como paciente tres duros años, pero nunca recordó haberla visto tan alterada. No le gustaba mostrar sus sentimientos a los demás, por lo que esa situación no tenía lugar en la cabeza del psicólogo.

No hacía falta ser un erudito para darse cuenta de que algo había despertado. Una fuerza de colisión hacia un abismo infinito. Con una pregunta, cesaron los quejidos de Kate.

—Es por Noah, ¿verdad?

Ella le miró asustada. Confusa y medio desesperada. Se sonó una última vez antes de narrarle el suceso que, tras tantos años, dejó sangrar su corazón.

»Tabitha es una niña muy inteligente, ¿sabe usted?

Supongo que su vida le resulta tan desconocida como la de mi primer hijo. Debe ser un nombre más en su cabeza, sin significado. Lo único que yo puedo hacer es crear otra imagen en su mente; ayudarle a que comprenda el amor que yo siento por lo que para mí representa esa mera palabra.

Tabitha.

Es probable que haya visto usted la tormenta a través de su ventana. Ha amainado, pero hace tan sólo unos minutos, poseía esa extraña fuerza que tiene el viento para ponerlo todo al revés. Supongo que por eso este tipo de cosas suceden los días de tormenta.

Al principio, sólo se me ocurrió ponerme a leer. En el salón, junto a mi hija, mientras ella jugaba con sus muñecas y esas piezas de construcción tan ruidosas. Merecía la pena aguantar ese molesto sonido por tenerla a mi lado. La valoro demasiado. Me preocupo por ella...

Kate hizo un inciso en su relato. Todavía lo veía claro, como las gotas en el cristal de ventana. Caían, junto a sus lágrimas, incapaces de borrar el recuerdo. Intentó sentirse segura. Al fin y al cabo, el Dr. Riverton estaba allí para ayudarla, ¿verdad?

»Tabitha lleva un tiempo hablando sola —explicó.

»Es de lo más perturbador. Tiene buenas amigas, y va bien en los estudios. Le damos todo lo que podemos y más, y aun así no es suficiente para que actúe de manera normal. La escuchamos, a través de las paredes. Grita, y luego se ríe. Corre por la casa, o se tira horas encerrada en su armario "jugando al escondite".

Siempre me hablaba de un niño. Un chico de su edad.

Cuando le pregunté por él, apenas necesité unos segundos para saber de quién se trataba. Sabía cómo se le sonrojaban las mejillas al sonreír. Sabía lo del hueco entre sus dientes, y esa manía que tenía de asustar a los demás chicos del barrio. Me describió su jersey azul, y esa camisa de cuadros que le regalamos en noche buena...

Al principio dudé si debía hacerlo. Llevaba demasiado tiempo sin verle, y el simple hecho de recordarle me hizo sentir como un barco a la deriva. Comencé a sentir náuseas, pero no me importó. Tenía que averiguarlo. Salí de mi dormitorio con la foto en mis manos, en el marco original. ¿Sabe de cuál le hablo? Se lo traje una vez. La foto se veía antigua, pero la plata relucía como el primer día.

Se lo entregué a Tabitha. Sus ojos observaron curiosos a su hermano, pero en realidad no sabía quién era. Nunca le hablé de Noah. Para ella era su amigo. Un compañero de juegos. Yacía al borde del llanto cuando le pregunté si aquel era el chico que me describía. Ella, en su tierna inocencia, me miró y me dijo:

—Creía que era la única que podía verle.

La última vez que fui a verte te dejé mi alma escrita en un papel, y no fue suficiente. Ya ha pasado una semana desde aquel encuentro, doctor. Si me preguntara, no sé si la ayuda fue suficiente. No consigo recordarlo. Ahora, todas esas imágenes se distorsionan en mi cabeza. Veo mis ojos una y otra vez, y a ellos no asoma ninguna sonrisa. Ya no.

La tormenta no previó esto.

Pensé que el sol anunciaba un nuevo día. Pensé que las promesas están para cumplirlas. Sí que recuerdo la mano de Tabitha agarrada a la mía, pero tampoco fue suficiente. No para protegerla. De nuevo, se repite la misma traición. ¿Te acuerdas del destino? ¿Inquebrantable, pero con mil y un caminos? El mío eran cauces de sombra, y ahora lo sé. La medicación no basta. La terapia, el estudio de la mente...

Tabitha era muy inteligente, pero no lo suficiente como para saber que cada vez que nombraba a su hermano, se llevaba consigo una parte de mí. Quizá el viento quiso devolvérmela en la tormenta, pero le recuerdo que el sol clamaba atención, y le presté más de la necesaria.

Aquel día, a mi lado paseaba un barullo de memorias. Si tan sólo hubiera podido escribirlas en un papel quizá hubieran ayudado a alguien, porque sé que no soy la única que reza por piedad en la horca. Tras horas despierta, el día me dio una excusa para salir de mi trance. Tabitha, mi tirita... ¿Quién me sanaría ahora? ¿Quién te sanaría a ti?

Al otro lado de la acera. Eso sí debí haberlo recordado. Sólo veía en mi mente aquel cuerpecillo inerte, y la sangre que fluía a su alrededor. Recuerdo las rosas negras, y las moscas revoloteando a mi alrededor. Pero eso, aquella calle semi vacía, no fue capaz de aparecer. Ni las tiendas, ni la gente. Estaba sola. Tabitha también.

¿Fue por eso por lo que corrió hasta él?

—¿Tú también lo ves, mamá? —me preguntó.

Al otro lado de la acera, Noah nos observaba con una amplia sonrisa. Le dije que amaba asustar a los chicos del barrio, ¿pero a mí? Casi se me para el corazón. ¿Dónde quedó el sol en ese instante tan oscuro? ¿Cegó mi visión? ¿Por qué no pude vislumbrar a Tabitha corriendo hasta él? ¿Tan espeso era el manto de sombras?

Fue el faro de un coche. Otra vez.

Y un grito me sacó de mi ensimismamiento. Pero yo seguía viéndolos. Tabitha y Noah, ambos hermanos, dados de la mano. Corrían sin saber a dónde. ¿Qué iba a hacer yo como madre?

Les seguí. Entre la luz; entre las sombras. Adonde hiciera falta.

Dígale a mi marido que le quiero.

Si le parece bien, puede visitar esa calle. Es probable que nos vea a los tres, al otro lado de la acera. No hay tanta sangre como parece. Es nuestro charco de lluvia, resplandeciente en el sofocante calor. No duele. Ya no. De hecho, y si él quiere, puede venir con nosotros.

Al fin y al cabo, somos una familia, ¿no?

Y las familias deben permanecer siempre unidas...

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