N° 489 "La Risa del Bosque"

Bajo la lóbrega luna de plata, brillaba la luz por su ausencia, consumida por el abismo de las sombras que poblaban cada rincón del frondoso bosque. A ella se sumaba el negro de sus ojos, de su cabello; el castaño de las pupilas de Trevor que, contrayéndose, intentaban adaptarse a semejante horizonte nocturno. Sin apenas notarlo, Claudia apoyó su mano en uno de sus hombros. Al girarse, su sonrisa pareció iluminar todo el lugar. Su melena pelirroja fue la más grande de las fogatas.

—No te atreves, ¿verdad? —inquirió en tono de burla.

Claudia siempre había sido una chica de armas tomar. Divertida y juguetona, también yacía en ella el deseo de la crueldad y humillación hacia sus semejantes. Nada la hacía reír más que una buena broma, y para ella, esas eran las de mal gusto. No obstante, no se labró una reputación causándolas. De hecho, no logró reputación alguna. No una buena, al menos. Y eso le encantaba.

—En realidad calculaba los segundos en los que tú saldrías disparada de este lugar.

A su lado, Trevor contrastaba de forma tan inequívoca con su personalidad que nadie afirmaría que aquellos dos extraños en realidad fueran los más grandes amigos. Cauteloso y reservado eran los adjetivos que más honor hacían a su nombre. Tal vez por eso su amiga lo apreciara tanto: necesitaba una pequeña cajita donde guardar sus más oscuros secretos. Luego él se encargaba de cubrirlos con sus propios misterios.

Ante sus ojos, Deepforest no era más que otro de los bosques que poblaban la región. Cierto era que parecía el perfecto escenario de terror cuándo ni una luz se colaba entre las copas de sus árboles. Su mismo nombre causaba pavor a quiénes lo pronunciaban, como si el mero hecho de conjurar aquella palabra despertara sus mil y una leyendas, cada una más perturbadora que la anterior.

Deepforest hacía honor a su nombre, y, al igual que Claudia, su reputación era de las peores. Muchos afirmaban que entre los troncos de los árboles se ocultaban los niños que el bosque tragaba. Otros, que durante la noche sacrificaba a sus propios elementos para alarmar a la gente del pueblo sobre su vasto poder, provocando fogatas que ascendían hasta burlar a la luna y ocultarla en el grueso manto de sus llamas.

Pero sólo eran leyendas.

La realidad eran los asesinatos.

Desde aquellos fatídicos meses de 1995 a nadie se le permitía cruzar su frontera más tarde de las 00:00 de la noche. Y todo tras aquel trágico incendio. Las llamas amenazaron con extenderse hasta el pequeño pueblo hasta que, por fortuna, los bomberos y varios equipos de salvamento de los alrededores consiguieron salvar aunque sólo fue una mínima parte del antiguo Deepforest.

La vegetación comenzó a crecer de nuevo de forma pasmosa; casi antinatural. Lo que pareció una bendición se tornó en una maldición. Se murmuraba entre los ancianos que el bosque reclamaba la vida que ellos le quitaron. Fueron decenas de horrendos asesinatos sin sentido a cualquiera que buscara el cariño y contacto con la madre naturaleza. Excursionistas y adolescentes de botellón fueron las principales víctimas.

Los primeros en desaparecer.

Y en ser encontrados... Muertos.

A esta noticia acudieron aficionados y curiosos que, adentrándose en la noche de Deepforest, no volvían a salir con vida. Nada se pudo hacer por los difuntos, aunque hubieran sido ellos quienes advirtieron a los vivos. La policía cerró el caso. La población comenzó a propagar rumores. Nadie pagó por los crímenes cometidos en aquel bosque porque. No hacía falta decir que, dentro en sus corazones, sabían que el único causante no era ni un loco sanguinario ni un preso fugado.

Era el propio Deepforest.

—¿Entonces qué? —Claudia le pegó un puñetazo en el hombro—. ¿Te atreves a entrar?

A Trevor le consumió el sonido de las hojas al viento.

Se hizo una sombra más en la espesura de la noche.

Aquella escena le persiguió toda su vida.

10 años. Su cumpleaños. Su tarta. Un payaso. Un buen susto. Trevor llorando, rodeado de sus sonrientes compañeros, señalando con sus dedos el principio de su fracaso. Entre ellos, Claudia se hacía oír entre sonoras carcajadas. Nunca supo si fue culpa suya, pero esa noche dejaría bien claro que la cobardía era cualidad del pasado. Observó su reloj. Las 23:35.

Trevor encendió la linterna. Con un gesto tan simple pareció despertar al bosque, que lo saludó con un gélido abrazo de parte de la brisa más extraña que jamás pudo sentir. A sus espaldas, Claudia se acomodó la chaqueta, siguiendo con sus ojos el halo de la linterna de su compañero.

—Recuérdame por qué estoy aquí con el frío que hace y no durmiendo a pierna suelta en mi cama —Trevor enfocó a Claudia en la cara.

—Porque simplemente eres incapaz de dormir a pierna suelta... Y para demostrarme que ya no eres la nenaza de la que me hice amiga.

Trevor le dio un codazo en el hombro, a lo que la chica respondió con una de sus sonoras carcajadas. Él se llevó un dedo a los labios.

—¡Lo que estamos haciendo es ilegal! ¿Acaso quieres que nos oigan?

—¡Por favor, Trevor! ¡La casa más cercana está a varios kilómetros! —le reprendió Claudia, molesta.

—No sabemos si alguien vive en un cabaña por aquí cerca...

Mierda. Había despertado de nuevo a la fiera. Su compañera le observó con picardía. Antes de la tormenta, veía que sus cabellos pelirrojos resplandecían de placer, antes de descargar contra él toda su ira. Su ira en forma de bromas.

—¿Tienes miedo de llamar al asesino de la motosierra? ¡Miradme, nunca duermo porque estoy debajo de la cama de Trevor esperando que apoye un pie en el sueloooooo!

Las 00:00. Oficialmente, habían incumplido las normas. Oficialmente, había comenzado la apuesta.

—Hasta la 1:00. Ni un minuto más.

—¿Por qué no admites que tienes miedo y ya está? —Claudia causó un sonido extraño al pisar una rama. Al menos, pensó que era una rama.

—Porque de lo único que tengo miedo es de que no mantengas tu boca cerrada.

Trevor apartó a Claudia de un empujón mientras siguió combatiendo sus innumerables formas de calentarle las pelotas. En el transcurso, ninguno de los dos jóvenes fueron inmunes al increíble cambio de temperatura que se producía conforme se adentraban más y más en Deepforest. Trevor envidió a Claudia y su recién comprada chaqueta de cuero. Hasta ese momento no se fijó en lo duros que tenía los pezones...

—¿Miras algo? —algo en su interior le dijo que no se dio cuenta de su "fechoría". Trevor levantó el haz de la linterna al cielo.

—Hay luna llena. Quizá te conviertas en una mujer-lobo y me gustaría ver cómo te sale pelo por las orejas antes de noquearte con mis nudillos.

Acto seguido, Trevor apretó los puños y se los besó, mientras Claudia le reía la ocurrencia. Esos eran los momentos por los que ella seguía siendo su amiga. Siempre sintió que Claudia era la única persona con la que no tenía que fingir. Simplemente, no era capaz de adaptarse muy bien a los cambios, y menos a los suyos. De no ser por el sexo, odiaría ser adolescente.

—Creo que deberías te... –un fuerte relámpago interrumpió el comentario de Trevor, seguido de una intensa e inesperada lluvia. El imprevisto chaparrón comenzó a calarles hasta los huesos. Por lo que Claudia consideró un golpe de suerte, logró divisar entre la maleza una pequeña cueva. Inmediatamente agarró a Trevor del brazo y lo empujó para allá.

Sus pisadas chapoteaban en el barro. Su linterna se movía incesante de un lado al otro del bosque, sin detenerse en un punto claro. Cuando lograron entrar en la cueva, frenaron bruscamente antes de resbalarse con las numerosas piedras que cubrían su arenoso suelo. Esta vez, la chaqueta de Claudia pasó inadvertida debido a su tamaño. Ahora Trevor envidiaba el metro sesenta de altura que le permitía estar en la cueva sin tener que agachar la cabeza.

A lo lejos, un relámpago iluminó toda la estancia. El viento comenzó a gemir entre las rocosas paredes de la estancia, susurrando palabras imposibles. A Trevor le recorrió un escalofrío la espalda. No sabía por qué, pero intuía que entre los fantasmagóricos susurros del viento se ocultaba una clara advertencia. Se lo corroboraba la oscuridad de la cueva. Intentó encender la linterna.

No funcionaba.

—¿Claudia? —esa vez ni siquiera le importó el quiebro de su voz. Se sentía observado. Claudia le apuntó con la linterna de su teléfono móvil—. Menos mal. La linterna no funciona y...

Paró. Algo turbaba la expresión de Claudia. Algo mantenía su vista al frente; sus ojos abiertos de par en par. Le temblaban los párpados. Esta vez no le quedó duda: su amiga quería chillar con todas sus fuerzas.

Cuándo algo le rozó la espalda, él también quiso hacerlo.

Acudió a su despertar un intenso dolor de cabeza. Abrió los ojos, muy despacio, más por miedo que por cansancio. Todavía no lograba enfocar su vista, entreviendo vagamente unos borrones de colores a su alrededor. En su rostro sentía una ligera brisa impropia en una cueva. Pero es que ya no estaba en la cueva.

Sus oídos también tardaron en acostumbrarse tras el golpe que recibió su cráneo. Su sentido más agudizado: el tacto. No sólo la brisa, sino el reguero de sangre que manaba de su cabeza y el escozor de las heridas en sus muñecas atadas. Todo lo percibía con pasmosa claridad, cómo si en realidad el mundo fuera mudo y ciego durante un instante para que Trevor lograra percatarse de su tacto y calor.

Conforme se aclaraba su visión, lograba distinguir formas menos difusas, hasta que lo que vio fue motivo de múltiples pesadillas. Tragó saliva. A su lado, Claudia yacía amordazada en las alturas de un delgado tronco, tan fino que parecía una inclemencia que no partiera debido a su peso. Gemía, pues no podía gritar debido al trapo sucio que tenía encajado en su boca.

Tan sólo verla allí atada le produjo un vértigo indeseable, hasta que se dio cuenta de que él no estaba en una situación mejor. Sus pies colgaban como si estuviera a punto de caer por un profundo barranco. Sin embargo, de ser así, la paja unos metros bajo ellos detendría la caída. Aunque algo en su mente le dijo que no se librarían de las ataduras tan fácilmente.

Al principio quiso preguntarle a Claudia cuánto tiempo llevaba despierta (pues él, a diferencia de su amiga, no tenía nada que le impidiera gritar) y si había visto algo o alguien durante ese tiempo; pero lejos de ser el trapo en su boca el motivo de su mudez, le temblarían las palabras con sus lágrimas a flor de piel. Entonces, aquella chica extrovertida que a algunos causaba pavor se presentó frente a él como lo que realmente era: una mujer frágil y vulnerable.

Una cobarde.

Él, al menos, todavía era consciente de su situación. Lloriquear no arreglaría las cosas. Como mucho, las empeoraría. Sin embargo, la actitud de su amiga dio bandera blanca a su cerebro, que comenzó a trazar un plan de huida. Un plan de huida que no llegó ni a resolverse ni a efectuarse. Con una calma casi burlona, sendas figuras se aproximaron hasta ellos.

Creyó que las sombras de la noche le estaban jugando una mala pasada, pero su vista ya se había acostumbrado a la oscuridad y, lejos de ser una broma, aquellos extraños seres que acudían a su rapto eran algo de lo más real. En sus rasgos, su figura y sus gestos se distinguían personas humanas. En su anatomía, su piel ennegrecida y sus cabellos de hojas de laurel se distinguía una raza de vegetación más viva que cualquier otra.

Sus brazos, como ramas de un árbol joven, se elevaron al cielo en señal de saludo. Abajo, sus pies se deformaban para establecerse como raíces en el suelo encharcado. En su torso se distinguía el grueso tronco de un árbol cualquiera que, como si estuviera tallado, lucía con orgullo pechos firmes y esbeltos. Tal como Trevor les escrutaba, sus pequeños ojitos negros le analizaban a él.

Creyó ver finos labios torciéndose en maléficas sonrisas.

—Los humanos nunca aprenderéis, ¿verdad?

La voz provino de lo que se asemejaba a una mujer. Juzgando su expresión y el cansancio notorio en su voz, no debía ser muy joven. Cuándo se acercó a ellos, casi contemplaron boquiabiertos que su cabeza yacía libre de pelo, pues, como las hojas en otoño, éste ya se había caído. No obstante, su porte esbelto denotaba un poder lejos de muchos jóvenes que la contemplaban con sumisión.

No sabían nada de aquellos seres, de su forma de vida o su forma de ser; pero aquella anciana debía ejercer un cargo importante en su comunidad. Con sólo oír sus palabras, el gentío se sumió en el más absoluto de los silencios. En el cielo, la luna se elevó lo suficiente como para que pudieran apreciar un profundo corte en su garganta, del que apenas resbalaban unas míseras gotas de savia.

A su lado, Claudia le transmitía el pavor que le producían aquellas gentes. Trevor sabía que debía responder algo a la anciana, ¿pero qué? Ellos no habían hecho nada malo. Aun así, su situación se asemejaba al castigo impuesto a las brujas siglos y siglos atrás. Al ver que el muchacho no contestaba, la anciana tomó la palabra con toda su ira.

—¡¿Cómo os habéis atrevido a profanar de nuevo nuestro bosque?! ¡¿Es que no habéis aprendido nada de los anteriores sacrificios!? ¡¿Acaso no sabéis reconocer una advertencia!?

La anciana gritaba furiosa mientras su miraba se clavaba fijamente en ambos adolescentes, haciendo que Claudia siguiera sollozando mientras un escalofrío recorría toscamente la espalda de Trevor. ¿Advertencia? Se refería a la prohibición de pasear por el bosque tras las 00:00 de la noche. Hubiera sido una buena pregunta para plantearle, pero si los demás seres allí presentes procuraban no turbar lo más mínimo el silencio, Trevor no sería tan incauto de hacer lo contrario.

—Vosotros, crueles y sádicos humanos, intentasteis en el pasado exterminar nuestra raza con la ayuda de las ardientes llamas del infierno —prosiguió, enfrascada en sus palabras—. Mi pueblo sufrió la pérdida de muchos de sus seres queridos ante vuestra atrocidad, y aun así decidimos daros una oportunidad que habéis desperdiciado. Las normas eran claras: Nadie debía estar aquí presente a estas horas. Pero vosotros dos, ilusos al igual que el resto, habéis quebrantado la ley, y pagaréis las consecuencias.

La anciana finalizó señalándolos vagamente, como si sus compatriotas aún dudaran de a quién estaban juzgando. Claudia no parecía tener intención alguna de hablar. Sin embargo, Trevor creyó que, ahora más que nunca, era necesario defenderse ante su acusación.

—Nosotros no hemos turbado en absoluto la armonía de este bosque. No tenemos la culpa de lo que hicieron unos energúmenos en el pasado —comenzó, antes de que la anciana levantara la palma de su mano en señal de silencio. Pero Trevor no podía seguir tragándose sus palabras—. ¿Quién eres? —cuestionó—. ¿Qué sois?

A aquellas preguntas respondieron un coro de risas y carcajadas que la anciana apagó con una mirada fulminante a sus compañeros arbóreos. Se giró de nuevo hacia él, fulminándole con la mirada.

—Nosotros somos el viento, el agua, la lluvia, la tierra, los animales, los ríos, las plantas, el aire... Somos los hijos de la naturaleza, y yo soy la creadora de estas bellas criaturas. Criaturas que vosotros arrebatasteis —elevó su tono de voz, helando el valor de los valientes—. Soy la Hija de la Vida, y ellos son las mis queridas Almas Perdidas.

Trevor se quedó contemplándoles fijamente, sin creer del todo sus palabras ni su extraña existencia. ¿Hija de la Vida? ¿Almas Perdidas? Nada de aquello tenía ningún sentido.

—Los humanos, al morir, dejan que sus restos se marchiten en tumbas hechas con la carne de mis queridas creaciones. ¡Tal sacrilegio es una deshonra contra nuestro pueblo! —exclamó. Trevor dudó que la anciana pudiera dirigirse a ellos sin pegar alaridos—. De todos modos, ciertas personas deciden esparcir sus cenizas al viento. Con ellas, su vida acaba cerca de un árbol, que las protege y las cuida hasta que se hacen parte de él. Entonces nace uno de nosotros. Su perdón queda consumado...

—Debe de haber una forma de que nos dejéis ir —interrumpió, en parte por la negación de que seres así existieran de verdad. Debía ser una broma. Claudia. Si era una de sus jugadas, debía ser una estupenda actriz. No vio mentira en sus lágrimas. Vio dolor y sufrimiento, y unas ganas irremediables de escapar de allí.

—Lo siento, las normas son muy claras —chasqueó sus dedos—. ¡Traed las antorchas!

Sus súbditos obedecieron la orden sin rechistar. En mitad del espeso manto de la noche surgió una llama que se extendió resplandeciente hasta acariciar las estrellas. Frente a ellos, auguraba el futuro de su propia muerte. Dos hombres fornidos llevaron las antorchas a su ama, entregándoselas con una sutil reverencia, recibiendo a cambio un gesto burdo de impaciencia.

El fuego refulgió inquebrantable ante los ojos de Trevor. Esta vez, el humo en sus ojos no fue el causante de sus lágrimas. Aquello iba en serio. Iban a morir, y no podía hacer nada por evitarlo. Y todo por culpa de Claudia; de sus burlas y amenazas.

—Esto no te lo perdonaré jamás, Claudia —le susurró al viento. Éste se tragó sus palabras.

Unos metros más abajo, la anciana extendió las antorchas a los montones de paja, los cuáles ardieron con intensidad al primer contacto con el fuego. Poco a poco, las llamas escalaron el poste hasta rozar sus pies. Con este acto llegaron los primeros gritos de dolor. Las llamas devoraron su carne, que siguió despedazándose conforme las brasas crecían. Sus piernas, su cintura, su torso y sus brazos. De nada servía quedarse afónico, o agitar con fiereza las extremidades.

Sus lágrimas no apagarían la hoguera.

El fuego les consumiría irremediablemente, ante todos los presentes como únicos espectadores. El calor abrasador en su barbilla produjo en su garganta un chillido de tremenda agonía. Observó a Claudia, ya calcinada, colgando como un guiñapo del mástil de madera. Por un momento, creyó que lloraba al verla así, consumida, con sus manos inertes flotando sobre el fuego; sus cenizas esparciéndose por el viento.

Antes de morir, Trevor creyó ver su cuerpo calcinado, marchito y ennegrecido por las llamas antes de que las cuerdas se soltaran y su figura cayera directa al infierno. Al hacerlo, escuchó las risas de aquellos seres que disfrutaban con su eterno dolor. Entonces supo por qué decían que el infierno abrasaba. Incluso descubrió quién era verdaderamente el demonio.

Su demonio.

La anciana sonrió con complacencia. Sus pies se separaron del suelo para acercarse a la hoguera que se alimentaba con el cuerpo del ahora fallecido Trevor. Así, pasaron los minutos, las horas, hasta que del fuego no quedó nada más que el recuerdo en unos campesinos que aseguraron en el pueblo haber visto una inmensa fogata en pleno dentro de Deepforest.

—Tan alta que la luna se apartaba de sus llamas para no quemarse —aseguraban.

—¡Venga ya! —les reprochaban—. ¿Qué puede alimentar al fuego de esa forma?

La Hija de la Vida sabía la respuesta, e intuía que algunas personas del pueblo también. No obstante, jamás se asegurarían de ello. Su existencia y la de sus criaturas seguirían siendo secretas para todo aquel que respetara la norma. Con la luz del alba se extinguió la hoguera. Con el cráneo de Trevor en las manos, pronunció unas últimas palabras antes de desaparecer un día más.

—Nunca, nunca intentes destrozar el paisaje que te dio la vida. Podría arrebatártela sin siquiera darte una única oportunidad. Podría burlarse de tu sufrimiento con las más crueles sonrisas.

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