N° 211 "Trofeo de Caza"

Las brasas candentes del fuego crepitaban, descansando en el fondo de la chimenea. Daban un cálido y acogedor ambiente a la simpleza de aquella cabaña rústica. Observé la hora en el reloj empotrado contra la pared: las 23:30. El Ermitaño no tardaría mucho en acabar de servir el té que, como el crepitar del fuego, dejaba ulular finas columnas de humo ascendentes hasta morir en el techo.

Me fijé en su figura: era un hombre bajito, de no más de metro sesenta de altura. Resaltaba a la vista su pronunciada barriga cervecera y una larga y cuidada barba marrón que contrastaba con algunas de las canas que asomaban débilmente de su cráneo. Llevaba puesta la vestimenta típica de un cazador o leñador, sucia, con algunas partes rotas; como si la usara más para limpiarse el culo que para trabajar. Sólo le faltaban unas gafas enormes para parecerse a un hipster.

—Gracias —respondí al ver el líquido humeante en mi taza—. Creo que no nos hemos presentado formalmente. Mi nombre es Nick Riviera.

Le estreché la mano al Ermitaño. El tacto de sus manos era, como mínimo, rugoso; curtido por las labores de campo y recubierto por más de una ampolla. El hombre sonrió con amabilidad, soltando mi mano de su fuerte apretón. Me dejó con la sensación de haberme roto todas y cada una de mis falanges.

—Friederich Von Claire, aunque puede llamarme Fred, para abreviar.

Sonreí brevemente. Hechas las presentaciones, tomamos al unísono un sorbo de nuestra taza de té. Casi me abrasé la lengua, pero pude controlarme lo suficiente como para no tornar mi expresión en una extraña mueca. Apenas le dirigí una pequeña mirada con la que contrarrestarla al sentir aquel fuego deslizándose por mi garganta. Le elogié por su buen gusto a la hora de preparar infusiones como aquella (puro teatro) y me acomodé en el asiento. Al fin y al cabo, él ya sabía que iba a venir. Creo.

No sé cómo el periódico pudo ponerse en contacto con una persona que ni siquiera debía saber sobre la existencia de los teléfonos inteligentes.

Ante mí tenía la imagen más singular de todo Watershallow; nada más y nada menos que la figura del Ermitaño en todo su esplendor. En ese pequeño pueblo, cualquier extrañeza suponía una novedad. Cualquier oportunidad de conseguir un buen artículo (o al menos, uno ligeramente aceptable) era vital para el pequeño noticiero local, por mínima que fuera. Llevaba trabajando con ellos por lo menos un año, en el que el artículo de mayor relevancia resultó ser el de la feria de ganado de agosto.

«Necesitamos algo impactante, nuevo y original para nuestra edición número 10.000. En todos los años que llevo dirigiendo este apestoso lugar jamás había visto tal falta de noticias que llevarse a la boca. O hacemos algo, o todos vosotros acabaréis en la puta calle» el jefe señaló con su índice a toda la oficina. Un par de trabajadores palidecieron; el resto, quedaron en silencio.

No sé quién sugirió entrevistar al Ermitaño, y mucho menos cuándo me tocó a mí hacer ese trabajo. El caso es que hoy, una semana después, me encuentro relativamente aislado frente a quién era considerado como la persona más misteriosa y extravagante del pueblo desde hacía más de media década. Y, lejos de sentirme desafortunado, me encontré realmente cómodo frente a la presencia de un hombre cuyos modales sobrepasaban con creces al de la mayoría de la población rural; algo singular de tener en cuenta su largo periodo de aislamiento con el mundo a su alrededor.

Qué pena que su gusto a la hora de vestir no fuera ni de lejos similar.

Saqué mi libreta y boli del bolsillo y me dispuse a tomar apuntes, como un escolar en plena fase de estudios. Sin embargo, llevaba trabajo hecho de casa:

¿Por qué decidió evitar cualquier contacto con Watershallow desde 1970? ¿Qué le llevó a aislarse tanto tiempo en esta cabaña?

Estará al corriente de que sólo se conoce su existencia por las hogueras que realiza cada viernes a medianoche, ¿verdad? ¿Cuál es el objetivo de las mismas?

¿Cómo consigue sobrevivir día a día? En el pueblo no se relaciona su nombre con rostro alguno. ¿Acaso caza para alimentarse?

Podría seguir leyendo las preguntas listas para formular durante al menos cuarto de hora, pero debía hacerlo en voz alta. Así es cómo le entrevistaría.

—Espero que no le haya supuesto una molestia acudir a tales horas de la noche.

El Ermitaño consiguió despertarme de mis pensamientos con aquella pregunta. Cuándo levanté la vista, vi que observaba su viejo reloj de reojo. Yo, en cambio, situé mis ojos en la espesura de la noche. Tan frondoso era el bosque que ni siquiera vislumbraba la pálida luz de la luna, ni de sus pequeñas compañeras. Esa oscuridad, rodeada de sombras, era mejor reloj que el colgado en la pared.

Aunque quizá sólo estaba tan oscuro por la cantidad de manchas que había en cada ventana, tan sucias que parecían no haber sido limpiadas desde hace... ¿47 años? Es igual. Afuera, se vislumbraba distorsionada la figura de aquel claustrofóbico cobertizo, cerrado a cal y canto por una oxidada cadena de metal sellada por un candado. Podría preguntarle luego que es lo que Fred escondía allí...

¡Fred!

Percatándome de que no le había respondido, fingí de nuevo una amplia sonrisa y le objeté que no había problema alguno, algo no demasiado lejos de la verdad. De haberme quedado en mi casa, probablemente me habría atiborrado a patatas fritas viendo la cuarta temporada de American Horror Story hasta que me hubiera quedado dormido en el sofá. No era mucho, pero prefería el descanso al trabajo un viernes noche.

—En absoluto —comencé, intentando subir los ánimos con un tono empático y amigable—. Me ha salvado usted de una aburrida noche de viernes. Ya sólo con ver su sala de estar me creo que estoy de visita en un inigualable museo.

No sé si Fred se lo creyó del todo, aunque hizo una especie de amago de sonrisa para mostrarme que le parecía una contestación correcta. Puede que no me haya salvado de ver una de mis series favoritas, pero el comentario sobre el museo era cierto en toda regla. Todo el mobiliario parecía sacado de un anticuario, como si no le hubiera dado tiempo a colocar las vitrinas frente a la chimenea rústica de piedra o el viejo reloj del abuelo; aunque hubiera sido difícil encender la chimenea si la hubiera cubierto con una gruesa capa de cristal.

Podía sentir desde aquí el aroma cálido y acogedor que penetra en tu piel cuando regresas a tu hogar tras un largo periodo de vacaciones. ¡Y todo eso en la casa de un completo desconocido! Si además mi anfitrión poseía los modales de un caballero, en cierto modo, no tenía por qué quejarme. Sin embargo, algo destacaba por encima de todo lo demás. Algo que rompía por completo esos esquemas tan idílicos.

No parecía haber un trozo de pared que no estuviera cubierto por la cabeza de un animal.

Desde el sillón, parecían observarme con aquellos profundos ojos disecados. Sus fauces dejaban entrever hileras de largos colmillos; sus lenguas, cubiertas con un químico que provocaba que resplandecieran como si siguieran salivando tras las puertas de la muerte, daban la sensación de estar relamiéndose ante tu presencia. Eso era lo incómodo. ¿Qué habría hecho con el resto del cuerpo? ¿Comérselo? Por lo que sabíamos del Ermitaño, parecía la opción más probable.

Si tan sólo algunos de esos animales no estuvieran en peligro de extinción.

—Veo que le interesa mi extensa colección de animales disecados, señor Riviera —me sobresaltó. Al otro lado, Fred me observaba con cautela, vigilando cada uno de mis movimientos. Debía ser cuidadoso. Al fin y al cabo, todavía no sabía con qué clase de persona estaba tratando. Por eso, simplemente me limité a asentir con la cabeza e inundar mis pensamientos en otro sorbito de té. Ya no quemaba tanto.

—Me halaga que le guste. Mi infancia en Estonia fue un tanto... ¿Cómo dicen por aquí? ¡Peculiar! ¡E inusual! Verá, mi padre fue un respetado cazador, de gran renombre, y como todo buen padre, no tardó en trasmitirme sus conocimientos... Ya sabe, trucos y técnicas de caza. Me sirvió de mucho en un futuro que lejos estaba yo de saber que no se antojaría tan lejano como yo mismo esperaba...

Y así comenzó la velada. Desde su infancia en Estonia hasta su mudanza a U.S.A. a la tierna edad de 7 años, estuvo relatándome sus aventuras y sus desventuras; sus amores y sus desamores. ¡Deberíais haberme visto! Tomaba notas como un universitario mediocre ante el profesor de su asignatura más difícil. Relaté su primer amor, en la adolescencia, un historia dramática y trágica que tuvo que abandonar a los 20 años para alistarse en el ejército.

En sus ojos podía ver el reflejo de su ya fallecida esposa. Le brillaban a la luz de las llamas. Casi podía sentir el cariño que tenía hacia ella, emanando por toda la habitación; impregnándola con su olor. Incluso me pidió un descanso varias veces, para recomponerse de la emoción. Yo se lo permitía como nieto al abuelo. Sus historias eran fascinantes, como si estuviera de lleno leyendo una novela histórica de aventuras ficticias.

Él me relató la mayor parte de su vida entre risas y lágrimas. Fue un torbellino de emociones: me arrastraba con él, me elevaba a los cielos, y cuándo creías que ibas a acariciar las nubes te soltaba ante un abismal precipicio, del que te salvaba antes de caer en sus fauces de roca. ¡Qué demonios! Estaba disfrutando la velada incluso más que al ver los capítulos de mi serie favorita.

—Durante mucho tiempo me gané la vida cazando diversas especies y vendiendo su carne en el mercado negro, ¡y a un muy buen precio, si me lo pregunta! —continuaba, relatándome sus desgarradoras aventuras de tráfico con animales junto a la extraña mafia de Kenia. Ahí fue cuando el amor, la amistad y la familia se perdieron en un océano de sombras, enterrados en sus vivencias más macabras. Siempre odié a la gente que maltrataba a los animales.

Lo de Fred iba más allá.

—Podía —apretó sus nudillos con fuerza—...sentir la tierna mirada de aquellos animales suplicando por su vida, con esos ojos relucientes y, que a la hora de morir, parecían llenarse de vida. Pero yo disfrutaba viendo cómo se apagaba esa llama. Su propia sangre la consumía, resbalando por mis brazos. Pagaban muy bien por ciertas partes de un animal en concreto. En su muerte me cegaba el oro. ¡Eso sí que relucía más que sus ojos!

Friederich pegó una sonora carcajada que me heló la sangre en las venas. Hasta entonces no me había fijado en sus dientes: amarillos, llenos de restos de comida, tan podridos que llegaban a estar negros, alojándose durante años en su boca. Apenas pude disimular una risa que no llegó más que a un murmullo. Esa visión me trastornó por completo.

¿Qué ocurrió con el Fred que narraba sus juegos de la infancia y su primer beso con una hermosa dama?

Hasta ahora, jamás había visto relucir sus ojos con tanta pasión. Gesticulaba exageradamente cada vez que me explicaba el asesinato de un pobre animal. Yo seguía tomando notas, por supuesto. Le caerían varios años de prisión si un agente estatal veía las cabezas cortadas que adornaban los muros de aquella cabaña de madera. Y mientras, su presencia seguía perturbándome más y más con cada palabra que despedían sus rugosos labios.

Quería salir de allí. Quería dar la entrevista por finalizada y entregar aquellos apuntes al periódico; un sitio dónde darían buena rienda de ellos. Pero si fuera tan fácil, me habría escabullido minutos antes de que empezara lo que recuerdo como la peor experiencia de mi vida. Sus relatos no dejaban cabida para la imaginación. La expresión de mi rostro, tampoco.

¿Sabría Fred que estaba causándome pavor? ¿Tramaba algo en su mente con la intención de no dejarme escapar? Probé a descifrar algo en su mirada, pero seguía dando fuertes golpes a la mesa, del mismo modo en que...

—...apuñalé a ese pequeño conejo. Gracias a él tuve cena aquel día en el que me encontraba perdido en mitad de un parque natural —Fred volvió a mostrarme su sonrisa desdentada—. ¡Qué osos ni osas! ¡El ser humano siempre ha sido, es y será el mejor cazador! ¡La especie dominante!

Apenas tuve tiempo de percibir el pánico en sus ojos. Al otro lado de la estancia, el viejo reloj marcaba las 00:20. Fred profirió un leve grito de terror.

—¡Mi aperitivo! ¡Llevo 20 minutos de retraso! —Fred me echó un último vistazo antes de salir pitando a la cocina.

En cuánto le perdí de vista tras la pared de la sala de estar, me levanté del asiento y técnicamente fui corriendo hacia la puerta de salida. A lo lejos, todavía escuchaba cómo revolvía entre los cajones y abría el refrigerador para prepararse lo que sea que llamara el "aperitivo". Hasta donde yo sé, ningún aperitivo se debe tomar a una hora exacta. Hasta donde yo sé, jamás experimenté tal sensación de terror como en aquel momento, en el que estando yo luchando con el pomo cerrado de la puerta, Fred me dirigió unas palabras:

—¿Le apetece a usted algo, señor Riviera?

Por suerte para mí, lo preguntó desde la cocina. No se había dado cuenta de que intentaba escapar por una puerta que yo nunca cerré.

—No será necesario, gracias. Ya he cenado en mi casa —traté de rechazar lo más amablemente posible. Resultó ser la mejor decisión de mi vida.

Tan pronto como escuché venir los pasos de Friederich de nuevo hacia el salón, me abalancé sobre el sillón en el momento justo en que el entraba por la puerta cargando consigo una bandeja de plata. Afuera se desató la tormenta. Un impactante relámpago dio el pistoletazo de salida a aquella segunda parte de la velada. Tras las ventanas, las gotas de lluvia resbalaban por las mismas, limpiando toda su roña. Creí ver que la maleza alrededor de la casa adquiría un tono escarlata.

Entonces me di cuenta de que no era más que el reflejo de lo que Fred llevaba en su bandeja. Tranquilamente, el viejo Ermitaño ocupó su antiguo sitio en el sofá y dejó la bandeja frente a la mesilla. No me preguntéis si él se percató de mi expresión perpleja: fingía estar interesado en las cabezas disecadas de su colección. Mientras, Fred cogió un pedazo de carne de ciervo y se lo llevó a la boca.

No me malinterpretéis.

Las moscas todavía revoloteaban alrededor de la carne en descomposición. Algunas quedaban atrapadas en la sangre y, ante mi sorpresa, vi que Fred las devoraba con la misma avidez que el resto del "manjar", como si fueran diminutas perlas de pimienta. Por su boca todavía sobresalía algún pelo del pobre animal, que no tardaba en perderse en su garganta como un espagueti.

Nada quedó del ambiente idílico de la cabaña. Pronto el suelo se llenó de sangre, asemejándose más al escenario de La matanza de Texas que a una casa habitada por un ser racional. El fluido corría por su lengua, se mezclaba su saliva y se hundía en los pegajosos trozos de carne de ciervo. Con cada mordisco, sus pupilas centelleaban un poco. Entre medias soltaba ligeras exclamaciones de placer.

Hasta cierto punto, la situación resultaba cómica: yo retenía el vómito en mi interior mientras él se empapaba la camisa con la sangre de animales muertos y triturados, hechos cachitos para deslizarse mejor por su vieja garganta. En un vano intento de evadirme de la cruel realidad, fingí dibujar algo en mi libreta, el tiempo justo para que Fred dejara de lado aquella porquería.

Era terrible.

Todavía escuchaba sus mordiscos desgarrando con fiereza la carne, y percibía el sonido de la sangre en movimiento como si de un riachuelo se tratase. Estaba haciendo una entrevista a un caníbal dándose un manjar después de largo tiempo sin haber probado bocado. En mi interior ya no había sitio para la calma y la tranquilidad. Quería irme. Y quería hacerlo ya.

—Señor Von Claire, agradezco muchísimo su tiempo, pero creo que con lo que usted me ha relatado ya tengo más que suficiente para escribir un buen artí...

—¿Podría darme un momento su libreta, por favor?

Me quedé congelado en el sitio. Había hecho trizas mi alma con unas pocas palabras. Ni siquiera sé de dónde saqué la fuerza para extenderle la libreta. Mi rostro palidecía frente al suyo. Sus dedos manchados de sangre la recogieron tras apoyar la bandeja vacía (a excepción de varios pelos y huesecillos) en la mesita del salón. Se limpió los morros con la camisa y pasó varias hojas, como si estuviera burlándose de mí.

Finalmente, se quedó hojeando la primera página, dónde había escrito las preguntas de la entrevista. Nunca creí que «traer los deberes hechos de casa» incluyera traerse consigo un arma para defenderse de un viejo ermitaño. Para mi sorpresa, Friederich comenzó a reírse, con tanta fuerza que parecía exagerado. Me quedé de piedra en el asiento, esperando...

Esperando el momento justo de atacar.

—¿Sabe, señor Riviera? Usted no es un buen periodista. Llevamos una hora aquí y todavía no me ha hecho ni una sola de sus preguntas —me enseñó la libreta dando unos toquecitos a la primera hoja—. Pero tranquilo, soy un hombre razonable.

Si vosotros os habíais olvidado del té, les diré que yo también, hasta que Fred tomó otro sorbo. Probablemente para bajar la carne alojada en sus entrañas.

—Mi hobbie me estaba matando. Yo nunca creía que esa gente tuviera razón, hasta que yo mismo lo probé. La carne cruda y reciente de un animal muerto agudiza los sentidos, Nick. Me volví adicto a ella. Me daba de comer y me permitía obtener beneficios.

Fred abarcó el salón con sus brazos.

—Además de una espectacular colección. Pero sabía que esta afición podía incomodar a los habitantes del pueblo. Los americanos podéis llegar a ser muy blandengues para ciertas cosas, ¿sabe? ¡Mucha superproducción de cine de terror pero luego se escandalizan al ver un pezón en un show en vivo! Seguro que es porque durante vuestra infancia no tuvisteis que alimentaros de cucarachas o de los restos de comida del basurero.

Fred pareció escupir aquellas palabras con toda su furia. No podía sostener su mirada. En mi interior, ese personaje se había ganado el primer puesto en mi lista de asesinos psicópatas más escalofriantes del cine. Por encima de Freddie. Pero él no se daba cuenta. Él jamás daría por finalizada la entrevista.

—En fin. Con el tiempo, el turismo afectó a la región. Ahora tenía que quemar los restos de los animales para no escandalizar a los turistas. ¡Imagínese! ¡Viejo loco mata y come animales crudos desde hace décadas! ¡Qué titular! —el Ermitaño ensombreció su mirada—. Uno que nunca llegará a publicarse...

Tragué saliva. Analizaba opciones. Calculaba probabilidades. Al final, todo se reducía a un callejón sin salida. ¿Con qué defenderme? ¿Por dónde escapar? Era inútil. La lluvia borraría cualquier rastro.

—No llegará a publicarse porque no es del todo cierto. Verá, señor Riviera. La razón principal por la que me aislé en el bosque sí es por mi afición a la carne.

—Pero a la carne humana...

No sé por qué dije eso. Es más, ni siquiera sé en qué estaba pensando. Fred sonrió ante mi razonamiento, como si me diera su aprobación. Y de hecho, me dio su visto bueno: para convertirme en su próxima cena. Aquellas palabras me sentaron como una puñalada directa al corazón. Mi pulso se empezó a acelerar, y Fred pareció darse cuenta. Mi temperatura corporal disminuyó, mi rostro comenzó a empalidecerse y una gota de sudor se resbaló y cayó por mi frente. Sólo quería salir de esa cabaña y dar por finalizada la entrevista. Fred se percató de mi repentino cambio de humor, y desde ese momento supe que algo malo iba a pasar.

—¿Sabe Sr.Riviera? Hay algunas ventajas en vivir aislado en el bosque —Dicho esto, Fred sacó un puñal de su bolsillo y se acercó lentamente hacia mí—. No se preocupe por la sangre, la hoguera eliminará cualquier rastro.

Me levanté rápidamente del sofá y corrí hasta la puerta de salida. Intenté hacer girar el pomo, pero no se movía ni un sólo milímetro. Con los ojos inyectados en sangre, sólo tuve tiempo suficiente para darme la vuelta y ver a Fred tras de mí empuñando su mortal puñal.

—¿Sabe que será lo más extraño? Que a mi entendimiento, nunca nadie llegó a mi casa a hacerme ninguna clase de entrevista...

Fue entonces cuando comencé a gritar.

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