N° 120 "Listen"
Puedo proclamar que la amo, o más bien, que la amaba. ¡Ay, iluso de mí, atrapado en sus redes desde ese efímero momento en que yo, cansado de la situación, sobre ella puse toda mi atención! ¿Y cómo no amarla, siendo esa mujer simplemente un torbellino de efectos y defectos? Pongo la mano en el fuego: la amaba, en la furia y en la paz; en la tormenta y la calma, desde mis huesos hasta lo más profundo de mi alma.
Entonces... ¿Qué hice mal? ¿Qué hice para merecer esto? ¿Dónde quedó la utopía soñada? ¿Se derrumbó al caer nuestros cimientos? Yo se lo hice pagar de una forma cruel y sanguinaria, y ahora no para de atormentarme: día tras día, noche tras noche...
Desde aquella mañana (ahora vagamente recordada) en que me atreví a decirle lo que sentía comenzó una historia con un trágico final, un único tomo de tapa dura que se firmó con la sangre de un inocente. Creí hallar el Valhalla en el momento en que vi (¡sí, con mis propios ojos!) que me correspondía.
Desde entonces, el tiempo y el espacio parecieron fundirse en uno, pues nuestras vidas yacían atadas por un cordel invisible que, lejos de ser tangible, nos ligaba por siempre a nuestra eterna devoción. Una devoción compartida, si me permitís el detalle. La gente decía que era como un ángel caído del cielo, aunque más bien se asemejaba a un Dios, de tanto que la adoraban.
Nadie puso jamás ni una sola pega a nuestra unión, pues este amor se consolidó tan rápido como vino, y nuestras alianzas sellaron el pacto eterno del compromiso. Entonces resultó ser cierto que la perseverancia y la dedicación suelen dar sus frutos, aunque en ese instante no supe que ambas virtudes me regalaron la manzana prohibida del Edén. Con un sólo mordisco, pasé de estar entre las redes de mi amada a estar preso en mi distopía personal.
¿Fue culpa de aquel día en que nos atrevimos a ir un paso más allá? Aún guardo en mi mente el recuerdo de su cuerpo encima del mío, moverse con la gracilidad de un cisne, creando su propio lago en el cuál nadar, deslizándose una y otra vez mientras sus gemidos invadían mis oídos, interpretándolos como la más dulce de las sinfonías.
La sintonía de sus movimientos, tan frágiles como un paño de seda, impregnaron mis sentidos hasta olvidar el último problema. Tarde descubrí que los sustituyó el que se movía por mis caderas, pero ni niego ni negaré que disfruté, sonreímos, disfrutamos y nos amamos...
...y el pacto quedó sellado.
Nada nos haría volver atrás, nunca. Jamás ¿Qué fue entonces lo que ocurrió? ¿Qué fue lo que hice mal, lo que hice para acabar de esa manera con el sueño tan glorioso del que nos apoderamos en su totalidad? De él yo no quería despertar, pero quizás la alarma ya estaba puesta antes de intentar soñar una vez más. ¿Había llegado la hora de romper el dulce eco del trance en que me hallaba? Yo era feliz, ¿pero ella? ¿Ella era feliz?
Mi mundo explotó, se rompió como un delicado espejo ante el fuerte impacto de un martillo. Muy pequeño para importar, pero suficientemente grande para destruirme en tantas pequeñas piezas. Me desmoroné, perdí el control. No quedaba sitio en mí para la cordura, yo estaba cabreado y ella asustada ¡Oh sí! Ella lloraba, decía que lo sentía pero la miraba a los ojos y sabía que no era verdad. Era otra cruel mentira.
No estaba arrepentida de nada. Podía verlo en su gesto, en su rostro, en la manera en la que fingía como si nunca hubiera pasado. Yo gritaba furioso mientras la locura se apoderaba de la última fibra de mi ser. ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? No pude comprenderla, sus palabras sonaban como un vocablo desconocido para mí, algo indescifrable. No pude entender, no pudo saber, y entonces, tan pronto como vino, se fue.
Nuestro amor.
Afilado y brillante, con delicadeza y sutileza comencé a usarlo contra ella. Imploraba clemencia, lloraba, no aguantaría más y, tras lo que pareció una eternidad, con un golpe sordo cayó al suelo. El color carmesí lo tiñó, y el pacto se rompió. Mentiras y más mentiras, ¿en eso consistía su vida? ¿En engañarme y pretender que nada había pasado, que todo seguía igual? No era un idiota... Simplemente, no pensé con claridad.
Tal vez no debería haberlo hecho, tal vez debí haberlo hablado, o tal vez hice lo correcto. Tal vez. Ella pagó por un acto mutuo, él salió con las manos en los bolsillos, se desentendió del asunto como un difícil problema matemático impuesto por eso a lo que llamamos vida. Nunca supo nada. Eso que yo le había arrebatado cual ser carroñero ¿Qué hice después? ¿Podría continuar mi vida sin el amor que me había proporcionado? Decían que había muchos peces en el mar dispuestos a caer en tus redes, y yo seguía siendo joven y guapo.
Nadie debía saber lo sucedido, nadie podía confirmar el pecado capital cometido. Pero no, no era tan fácil ocultar otra mentira, al igual que no era tan fácil ocultar un cadáver bajo la alfombra. Sería cuestión de tiempo que mi mundo se desplomara por segunda vez. Querrían saber de ella, qué había ocurrido en su vida, qué era de su dulce sonrisa...
Pero nadie puede hablar con la boca llena de sangre.
El sótano, esa habitación perdida que nunca fue usada, excepto para ese único cometido. Fue el lugar idóneo para esconder las pruebas del dolor, de la infidelidad y de la amargura. Sus ojos seguían mirando los míos, seguían siendo los suyos, pero éstos ya no tenían vida. No reflejaban la pasión que hace tiempo reflejaban. Su sonrisa perfectamente blanca fue cambiada por una expresión macabra y desdentada, que se iba desfigurando más y más con cada escalón que bajábamos.
Su cuerpo quedó inmóvil, en una esquina, representando lo que para mí había sido hace unos pocos minutos. Estaba esperando, expectante, necesitaba huir de su prisión y llegar al otro lado del camino. Yo cerré la puerta con un candado y me desentendí de la agonía. Sus compañeros de trabajo se preocupaban, sus familiares, sus conocidos...
Yo simplemente les decía que estaba enferma, durmiendo en cama, recibiendo los mimos que ciertamente una vez le proporcioné. Lo que no les conté fue que nunca más despertaría de ese sueño. Creí que se olvidarían de ella, todo pasa, pero también queda, y las llamadas y los mensajes cada vez eran más frecuentes. Querían verla, querían volver a contemplar sus perfectas facciones, su hermosa sonrisa y su cuerpo lleno de energía y vitalidad. Algo que tornó ser imposible.
Mi corazón dio un vuelco tras aquella llamada. Sus padres vendrían, estaban preocupados, pues no confiaban en mí. ¿Qué harían cuando vieran el cuerpo de su hija mancillado de aquella manera? Mi vida caería en un profundo abismo, uno del que no podría escapar jamás. Pensé y pensé, pero ninguna solución acudió a mi mente, nada que pudiera resolver el conflicto entre la vida y la muerte.
Intenté dormir, intenté, no dormí. Mis ojos bien abiertos, el sudor corriendo en mí. No podía bajar los párpados, no podía desconectar de mi trance nocturno. Empecé a oír. Primero las gotas de lluvia resbalando sobre la ventana de mi habitación, la tormenta acompañaba con sus ruidos y sus luces al espectáculo que estaba viviendo en carne propia. Poco a poco comencé a entender, a descifrar, no sólo las gotas de lluvia intentaban decirme algo.
Entre sus finos riachuelos pude oír los gritos de mi amada, su agonía, su dolor, el sufrimiento por el que pasó para acabar escondida en un rincón de la habitación. Gritaba, chillaba, tapaba mis oídos pero aun así yo la escuchaba. Sus lloros, sus lamentos, todo era perceptible para mi oído. ¿Había perdido ya la cordura? ¿Había superado ya el límite de mi propio cerebro?
—¡Cállate! ¡Te ruego que cierres las fauces que una vez devoraron mis labios! ¡Tus lamentos sólo conseguirán que me enfurezca más contigo! ¡Déjame! ¡Vete al otro lado! ¡No merecías vivir!
Más y más de aquellos chillidos impregnaron mis canales auditivos; sólo sus lamentos acaloraban mis sentidos. Entre ella y yo sólo había una fina y pequeña pared que se empeñaba en atravesar, pero yo sólo la quería de mis brazos alejar. Sabía que era la hora de hacerme pagar, por esa acción que, en su momento, tan poco me costó tomar.
—¡Por favor, déjame sólo! ¡No pensé con claridad! ¡Me arrepiento de lo que hice, ya, déjame en paz!
Otra vez sus lamentos como única respuesta, ahora eran sus padres los que me iban a matar. Y ahora, lo tenía claro, casi sin dudar, asumí rápidamente el destino que me tocaba jugar. Me levanté de la cama, rápidamente, sin más, me dirigí a la cocina y empecé mis venas a cortar. Sangraba, dolía, no paraba de llorar. Mis gritos y agonía provocaron su despertar. Los vecinos se asomaron, sus luces encendieron, sus teléfonos llamaron, los policías vinieron.
Pero ya era tarde, no había nada que hacer. Mi cuerpo tendido en el suelo encontraron al amanecer. Tras un último aliento de vida, un resplandor apareció, fui con él toda mi vida y fue el que me la arrebató. Mi esposa se acalló, sus gritos se apagaron, sus lamentos y quejidos no fueron para nada en vano. Me llevó con ella hacia su mismo final, pero entre todas las almas no la pude vislumbrar.
Y es que, tras días en coma, mi mujer logró despertar. Manchada y llena de sangre por la noche empezó a gritar. Lo que yo pensaba que eran delirios, eran una llamada, un aviso de vida, que me lanzaba mi amada. Y los vecinos lo oyeron, y por eso llamaron, pues a nadie le importaba este hombre desalmado. Y viví toda mi vida, y disfruté cada noche, y viví cada momento hasta el último reproche.
Ella fue rescatada, y sin siquiera saberlo, cobró su gran venganza. Podría ser libre, podría ser feliz, podría acostarse con otros sin que lo pudiera impedir. Y es que amigos míos, ésta es una valiosa lección, de cómo la vida y la muerte, mal hacen su aparición. Yo no supe interpretarlo, y sin siquiera quererlo, comí mis propias sobras para luego desecharlo.
Podría haberlo sabido,
podría haberlo interpretado,
mi vida hubiera mantenido,
si tan sólo hubiera escuchado.
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