•̛ ྀ N° 118 "Lilia Corvus" •̛ ྀ
—No críes cuervos si no quieres que te saquen los ojos.
Otro mechón de cabello al suelo. Lisa Marie se mantenía firme, rígida en su silla mientras su madre le cortaba su melena, larga y enmarañada. Más cabello castaño que se fundía con los azulejos negros de la habitación. Mantuvo su boca cerrada. Al acabar, su madre le puso un espejo frente a sus ojos. Podía ver el orgullo en su rostro. Lisa Marie sonreía.
Por dentro lloraba.
Su mano agarró firmemente el tallo del pequeño lirio blanco. Era tan hermoso, puro y resplandeciente como su sonrisa. Pero Lisa Marie nunca sonreía. Se dedicó a cortar la flor para juntarla con sus semejantes en el ramo cargado a sus brazos. Sintió que el lirio sangraba con ella. Apenas podía acariciar sus pétalos sin sentir su dolor.
—Ojalá un cuervo me sacara los ojos. Así no tendría que ver el mal de este mundo.
Otro lirio cayó tras las tijeras de Lisa Marie. Y otro, y otro... Nunca parecían suficientes. No para su madre.
Cuando atravesó el umbral de la puerta, ella ya estaba esperándola. Brazos cruzados sobre sus enormes pechos, sentados en su voluminosa barriga. Más ogro que mujer, su madre le arrebató los lirios de las manos. Observó con detenimiento cada uno de ellos. No esperaba encontrar un error en las flores, sino en su hija. Se rindió.
—Da gracias a Dios por el cacao con que tintó tu piel. Tal vez algún día no se convierta en poco más que barro.
Su madre ni se dignó a mirarla cuándo se retiró a sus aposentos.
Tras ella, Lisa Marie lloraba en silencio.
Podía gritar cuánto quisiera: nadie la oiría. Su voz se resquebrajaba al caer la noche. La luna se reía de ella. Su madre se burlaba de ella. Su padre abusaba de ella. Cerraba los ojos, con furia e impotencia. Quería desaparecer bajo la tierra y resurgir como uno de los tantos lirios blancos de su jardín. Entre ellos viviría hasta el fin de su eternidad.
Miró hacia la ventana.
—¿Dónde estás? —preguntó al cuervo—. Sólo tu hambre cegará mi vista, que se ceba en mi persona sangrando en mi propio rosal.
Su padre rió.
—¿Ahora eres poeta?
La penetró más fuerte. Una lágrima se escapó a su control. Intentaba retenerlas, porque sabía que a su padre le encantaban. A su hermano igual.
Tras la ventana, la luna lloraba en silencio.
Las semillas no tardarían en germinar. Hubiera deseado ser una de ellas, tantas veces que incluso creyó que su piel empalidecía por momentos para asemejarse a sus anheladas fantasías. Era más bonito que pensar en la desnutrición. Entre las grisáceas nubes del cielo apareció un vespertino halo de luz. Lisa Marie lo miró, consciente de que no clamaba su nombre.
Se dirigía al interior del bosque. En él querría perderse con tal de no seguir sufriendo esa vida. En un instante, dejó caer todos los lirios.
¿Y si escapaba?
No.
Al encontrarla la matarían.
Pretendió seguir con su tarea cuándo emergió de la maleza un ser tan oscuro como su frágil corazón. Posó en su hombro tras el vuelo, fijándose tan sólo en la sonrisa de la muchacha que, complacida, creyó que el cielo escuchó sus súplicas.
—Oh, cuervo. Líbrame de estas perlas en las cuencas de mis ojos que reflejan la lujuria del mundo a mi alrededor. Arrebátame del pecado de mi terco progenitor. Hazme una niña más fea para ser una niña mejor.
Lejos de cerrar los ojos, los abrió más que nunca. Lejos de acudir a ellos, el cuervo bajó por su brazo y picoteó su mano. Una cristalina gota de sangre cayó sobre un lirio igualmente transparente, dotándolo del carmesí que enloquecía a las doncellas. Lisa Marie, asombrada por la transformación de la antes vaga e inmunda flor, dejó sangrar la herida en su piel hasta que el ramo de lirios resplandeció rojo de belleza.
En su huida, el cuervo lloró en silencio.
Morían los días; en las noches, más de un hombre en aquella casa parecía renacer. Lisa Marie se volvió inmune al dolor. De esto se dio cuenta su padre que, impaciente por ver sus lágrimas, o sus gritos, o sus frenéticos gestos de dolor, contemplaba a una muñeca en su más puro resplandor. Hecha de porcelana, pues su tono de piel así lo sugería, Lisa Marie yacía en la cama como muerta.
Seguía poseyendo sus ojos, pero ya no era capaz de ver la maldad, pues su corazón no podía sentirla.
A la mañana siguiente, siguió sangrando en cada lirio. Pronto su piel plateada fue cubierta de cortes y arañazos, de cicatrices que jamás sanarían, pues al pronto de hacerlas las volvía a reabrir con sus tijeras. Con cada gota de sangre, los lirios parecían abandonar su lucha del mismo modo en que abandonaban el suelo ante las manos de la joven Lisa Marie.
—¡Esta niña nos está haciendo ricos! —gritaba su madre—. ¡Todos quieren aunque sea una de estas espectaculares flores!
«En el pueblo las han bautizado como rosas»
Rosas.
Lisa Marie siempre las había llamado rojas.
Ese era el color de su sangre cuándo lloraba sobre los lirios en silencio.
Murieron las noches poco a poco con cada decepción que sumaba el padre de Lisa Marie. ¿Qué quedó de aquella niña asustadiza que se debatía entre la vida y la muerte con cada uno de sus empujones? Frente a él tenía un cadáver rodeado de lirios rojos. Lisa Marie, al contrario que su creación, empalidecía con el tiempo, hasta que un día la gente comenzó a llamarla La niña de plata.
Lisa Marie lloraba, recogía una lágrima entre sus dedos y contemplaba a través de ella su piel, tan transparente como el pequeño agua salada que brotaba cada minuto de sus ojos. Después, se producía otro corte y volvía a llorar sangre sobre los lirios.
Entonces se dio cuenta de que ya no le quedaba más.
Por dentro, en su corazón, se hallaba un vacío. Ya no quedaba sangre que derramar. Pronto se quedó sin lágrimas.
—¡Ésta niña nos llevará a la ruina! —gritaba su madre—. Todo el pueblo enloquece en la ausencia de estas flores.
Un día, el cuervo volvió a aparecer de la nada. Tan poco quedaba dentro de Lisa Marie que ni la luz acompañaba a la criatura. El ave se apoyó en su dedo, extendido hacia él, y lo arañó con la pata. Nada salió de la herida. Ni siquiera dolor.
—Oh, cuervo. Ya has robado toda mi esencia. Deja que sea mi muerte quién me libre de esta vaga presencia.
Entonces el cuervo se acercó a su rostro y le sacó los ojos. Dos perlas que resplandecieron bajo el calor incesante del sol que, indiferente, reflejaba su luz en las lágrimas de sangre que derramaba Lisa Marie. La muchacha cayó al suelo. Por primera sonrió de verdad. Lloraba, pero ya no era en silencio.
En su pequeño jardín, las semillas se alimentaban de su dolor. Pronto, todos los lirios dejaron atrás su pureza, convirtiéndose así en las sombras de Lisa Marie. A los ojos de la gente, esas flores eran maravillas de la naturaleza. A los ojos de la gente, la muerte de Lisa Marie no causó ninguna diferencia.
Si tan sólo supieran que todas las flores se tornaron rojas por ella...
«Oh, cuervo. Cumple tu promesa y entiérrame profundo bajo tus sucias palabras.
Acaba tu trabajo y dame una muerte lejos de las lágrimas de mi propio jardín»
Pero Lisa Marie estaba vacía, y sus palabras, carentes de sonido, jamás alertaron al cuervo, que se alejó llorando en silencio.
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