Parte única
Verónica pudo sentir que su vestido y su largo cabello se arremolinaban al compás del agua y esto le trasmitía una serenidad que nunca antes había experimentado. Agradeció con todo su ser, la ausencia total y repentina de sonidos. Una vida entera destinada a escuchar lo que nadie debería oír, la llevó a valorar el silencio como un privilegio que sólo poseen los afortunados.
Su cuerpo herido flotaba a la deriva río abajo y su mente estaba inmersa en una especie de ensoñación, mezcla de sentimientos encontrados y una reflexión final. Sólo su rostro quedaba por sobre la superficie y le permitía respirar, aún.
El fin estaba cerca y ella lo sabía.
El verdadero problema era justamente ese, Verónica sabía más de lo que hubiera deseado. Sabía por ejemplo, que era muy distinta al resto, después de todo, tenía la extraña capacidad de oir los pensamientos de otras personas. No entendía bien cómo ni por qué, ni qué maldición se había apoderado de ella, pero cargaba con esta realidad desde que tenía memoria.
A veces llegaban a sus oídos palabras claras e ideas definidas. Otras veces sólo podía escuchar vocablos sueltos y sin sentido, porque el pensamiento no siempre es lineal y concreto, aunque su don, sin duda, le hacía saber cosas que el resto desconocía.
Descubrió sonrisas luminosas que ocultaban secretos inconfesables, también supo de pasiones insanas y odios escondidos. La verdadera esencia de las personas se revelaba ante ella sin mayores dificultades, sin máscaras, sin disimulo.
Durante mucho tiempo hizo cuanto pudo por parecer igual al resto, pero un día se cansó de ser una máscara más en este extraño carnaval perpetuo y cuando su secreto fue revelado, el pánico se apoderó de la gente que la rodeaba. Lo cierto es que lo distinto no siempre es tolerado con resignación. El miedo se transformó entonces en argumentos inventados, inverosímiles, argumentos implacables. La acusaron de hechicera, de bruja, de satánica.
Cuando menos se lo esperaba, un ser ignorante con delirios de justiciero decidió clavarle un puñal y arrojarla al río. Él creía que le hacía un favor a este mundo liberándolo de una mujer peligrosa y malvada. La necedad propia de la incomprensión se hacía presente en este acto.
Lo que no sabía este verdugo ocasional, es que si Verónica hubiese podido elegir, jamás habría pedido esta forma de vivir, ella sólo quería paz y tranquilidad, una vida serena.
Ahí estaba la verdadera confusión. Tal vez su mayor error residía en pensar que la vida puede ser serenidad. Nada más lejos de la realidad, querida Verónica, la vida es infierno y paraíso, es veneno y antídoto, es abismo, es pasión, es dolor, es amor.
Sin embargo, de alguna manera retorcida y tergiversada sus plegarias habían sido oídas y su sueño se estaba cumpliendo, porque no hay nada más tranquilo que la muerte, y Verónica se estaba muriendo.
Y aunque parezca difícil de entender, no había tristeza alguna en su sentir, ella creía que así era mejor. Prefería pagar el precio de una verdad incómoda para todos, a vivir en una mentira. El dolor ya no era tan intenso y después de todo hubiera sido peor morir quemada en la hoguera. Una muerte digna y la paz repentina eran un regalo inesperado y estaba agradecida.
En medio de sus cavilaciones, de nuevo pudo sentir su largo cabello ondeando en aguas mansas, que se mezclaba dulcemente con su sangre. Ambos elementos jugaban a coreografiar una danza extraña sin reglas definidas. Una danza libre que no dependía de ningún sonido. Como el humo que se dispersa a su antojo haciendo formas caprichosas en el aire, como el polvo que se deja llevar por el viento.
El tiempo trascurría y ella iba cayendo en picada en un abismo profundo de inconsciencia. Los pensamientos se tornaban confusos, pero comprendió que la muerte ya llegaba, lenta pero implacable, y con ella vendría el tan ansiado silencio definitivo. Verónica, por fin por primera vez en su vida, se sentía libre.
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