Capítulo IV: El Verdadero Enemigo
Todos se miraron sin haberse dado cuenta de lo que todo esté tiempo habían ignorado. Se sentían torpes al no recordarlo. Se sentían perdidos entre tantas cosas. La noche los abrumaba con cientos de sucesos, como una serie de cuentos sin fin, y ya no soportaban la angustia que les provocaba el no saber que sucedería ahora. Sin embargo, a pesar de no poder sobrellevar sus miedos en ese momento, solo importaba una cosa: Raymond.
Hans no pensó ni un segundo en someter nuevamente a la azafata, tomándola bruscamente por los brazos.
–¿Donde está?— Exigió saber durante el forcejeó.— ¿Donde está Raymond?
Había estado bajo mucha presión, ya no soportaba seguir siendo interrogada tan bruscamente por Hans, por lo que en pocos segundos colapso.
–¡No lo sé!— Exclamó, mientras intentaba zafarse.
–¿Como no podrías saberlo? Tu estabas con él, fuiste la última persona que estuvo con ellos.
–¡Yo solo intenté escapar!
–¡Y tu escape los ha condenado; tu asqueroso egoísmo a condenados a dos hombres inocentes!
Hans comprendió, después de que la discusión fuera avivada por su latente ira, que no tendría sentido continuar. Se dio cuenta que lo más sensato sería ir hacia la cueva, y de ese modo poder aclarar sus interrogantes.
Corrieron por la jungla hasta llegar a la cueva, iluminada a duras penas por lámparas pequeñas y teléfonos golpeados, revelando un interior rocoso y húmedo.
Adentro, el ambiente se tornaba extrañamente cálido, lo cual era reconfortable para quienes no podían lidiar con el frío implacable de la noche. La oscuridad vestía una bienvenida recta en el suelo cavernoso, la luz ni siquiera llegaba a ciertas partes, como brazos que se rendían. Las esquinas tenían una profundidad absoluta, y la visibilidad se perdía por completo a llegar a ellas. Parecían los restos de un castillo capaz de rememorar las cicatrices de miles de batallas en su interior. Y, aunque la luz les brindaba la comodidad de poder ver a través de las tinieblas de la cueva, no había nada. No había rastro de Raymond, ni del otro compañero de Hans, y, por unos instantes, mientras miraban el vacío de la cueva, y mientras la oscuridad parecía burlarse de ellos una vez más, se vieron nuevamente timados. Sentían que está noche los presionaba, a tal punto de desesperarlos, y que no avanzaban en lo absoluto, dejándolos cada vez más exhaustos y frustrados.
La azafata no tuvo palabras para explicar el por qué de la ausencia del compañero de Hans y de Raymond. Sus palabras salían torpemente de su garganta y sus ojos miraban hacia todos los lados posibles para evitar la mirada penetrante y lunática de Hans, quién, finalmente, estaba perdiendo la estabilidad que lo caracterizaba. Era evidente que ella no sabía que había pasado y que no serviría de nada exigirle respuestas que desconoce, así que, en un intento de comprender lo sucedido, Hans respiro profundamente, aclaro su mente y le pregunto por qué había dejado solo a Raymond. La azafata entendió que no tendría más opciones que hablar y, omitiendo cualquier excusa que pudiera empeorar el momento, tomo la decisión de cooperar.
–No soportaba la idea de que la última vez que viera a mi amiga fuera a través de estos recuerdos que van y vienen en mi mente. Son solo destellos y no lograba ver nada. Me sentía inútil.— Levanto la mirada hacia todos, buscando entendimiento, pero solo vio un grupo de personas que la escuchaban simplemente por qué tenía el deber de hablar. Le había llegado aquella momentánea sensación que nos invade al encontrarnos cara a cara con extraños.— Así que, cuando ustedes no estaban, le dije a su amigo que cuidara de Raymond mientras yo salía a acomodar mis ideas, y, una vez afuera, no contuve mis ansias de verla. Corrí hacia el avión siguiendo la orilla, sin importar que uno de ustedes me pudiera haber visto; en ese momento no pensaba en nada, más que en ella. Pero...— Sus palabras frenaron repentinamente y sus manos empezaron a temblar. Apretó su puño, cerró sus ojos, y su cuerpo entero se estremeció por un momento.— Escuché un sonido espantoso. Era similar a un perro masticando una globo. Y supe que provenía del avión. No dudé en determe y esperar. Cuando lo hice, el sonido también se detuvo. Lentamente fue desapareciendo hasta que todo se quedó en silencio. Yo solo quería verla a ella...— Dijo en un tono leve, meciendo de lado a lado la cabeza, como si negara su propia explicación, como si no quisiera creerla.— Pero no la vi a ella.
—¿Que vio?— Pregunto Gissom, quién estaba atrás de Hans, escuchándola narrar lo sucedido.
–Solo escuché la puerta abrirse muy fuerte. Rechino de una manera horrible y luego, cuando deje de ver la puerta, vi a una cosa gigantesca, con brazos muy largos, incluso más que sus estiradas y delgadas piernas. No pude distinguirla perfectamente, pero note que cargaba tres cuerpos con ella. Parecían bolsas en su hombro, bolsas diminutas ante su gran tamaño. Cuando me vio, solo grito. Pareció haberse asustado y entró con rapidez a la jungla. Y yo la seguí, no se por que. Es tan ridículo ahora que lo pienso. Pero, vi lo que cargaba, tenía cuerpos, y tenía que saber si uno de ellos era ella. No quería perderla de nuevo, así que la seguí.
Los demás, a pesar de escucharla aún, tenían cierta expresión incrédula, lo que le dejaba ver a la Renata que no creían completamente en su palabra. Ella lo noto inmediatamente y entro en desesperación.
—¡No sabía que hacer! Tenía que hacer algo, y seguirla era lo único que podía hacer...— Su exaltación no cambio los rostros de sus oyentes, pero cambio drásticamente sus esperanzas de conseguir convencerlos.— Al final, no la encontré. Me perdí en la jungla después de correr por unos minutos. Intenté salir, pero cuando creí haberlo hecho, me topé con ellos dos.— Señaló a Joáo y a Gissom. Ellos recordaban aquella carrera a través de la jungla.— No quería que me descubrieran.
–¿Por qué no esperaste a que volviéramos?— Pregunto Hans.
–Era mi amiga, yo era la única responsable. Tenía que hacerlo por mi cuenta.
–¿Por tu cuenta?— Hans lanzó una carcajada trillada y nuevamente su mirada volvió hacia ella.— Y ahora, a causa de tu pequeño acto de orgullo, hemos perdido a dos hombres. Ahora tenemos que buscarlos. Y esta vez...— La tomo por su brazo con fuerza y la acerco hacia el.— No harás nada. ¡Ninguno hará nada!— Miro al resto para asegurarse de que lo escucharán. Estos se sobresaltaron al oírlo gritar.— ¡Somos un equipo y trabajaremos como un equipo! Y juntos encontraremos a los demás. Podemos hacerlo.
Hans ya había impulsado a sus compañeros anteriores veces, pero esta vez escaseaba la esperanza que en aquel momento brillaba con él y los contagiaba; ahora solo había desesperación y miedo; estaba tan desesperado como ellos. La ausencia de valentía solo había dejado cabida para el miedo.
–Tenemos que actuar ahora.— Dijo Joáo, dirigiéndose a Hans.
–No.— Se escuchó a sus espaldas.— No podemos.— Reiteró nuevamente. Era Lorenzo quién intervenía ahora.— No podemos vagar a oscuras por aquí. La idea de encontrarlos es muy remota, y no hay nada que nos aseguré que no terminaremos tan perdidos como ellos.
Joáo lo miro confuso, frunciendo el ceño, como si no entendiera el por qué de su llegada a la conversación.
–¿Estas con nosotros realmente?— Pregunto Joáo con escepticismo.— ¿Realmente estás con nosotros, o solo aprovechas cualquier momento de miedo para hacer que tu liderazgo brille?
–Ya escuchaste a la azafata. Hay algo aquí, algo que ella vio, algo que podría estar detrás de nosotros ahora mismo.
–Y es por eso que debemos actuar ahora. No podemos quedarnos aquí. Eincluso si hay algo aquí, además de nosotros, no podemos esperar a que aparezca para tomar la decisión de huir. ¿O es que planeas enfrentarlo?
–Solo quiero vivir.
–Entonces, toma coraje de tu pusilánime corazón, ignora tus miedos y sigue adelante.
–No estamos arriesgando demasiado. En algún momento nuestra suerte nos abandonará.
–¿Nuestra suerte?— Joáo río con sarcásticamente al escucharlo.— ¿A que llamas "suerte", Lorenzo? ¿Crees que solo estamos vivos por qué la suerte nos sonríe? No te atrevas a atribuirle nuestro continuo respirar a algo tan ridículo como la suerte.
–¿Y que quieres que piense, que alguien nos lanzó aquí apropósito? ¡No seas tan absurdo, Joáo!
Ambos se acercaron imponiendosé, alzando sus palabras como espadas relucientes en el filo más fundamental de esta batalla.
–¿Acaso no entiendes que no hay nada que perder ya?
–¡Si tenemos algo que perder aún: nuestras vidas! El que no valores la tuya no significa que nosotros no valoremos la nuestra.
–Nuestras vidas cayeron con este avión. Entiéndelo de una vez por todas. Ya no queda nada de lo que éramos. Ahora somos supervivientes y nuestro objetivo es sobrevivir.
–¡Ya deja de actuar como si no te importará nada!— Exclamó Lorenzo.—Tienes miedo, como todos. Estás aterrado, como cada uno de nosotros. La muerte esta gritandote en tu oído y no volteas solo por qué no dice tu nombre. No puedes ignorarla para siempre; ninguno de nosotros puede ignorarla para siempre.
El resto del grupo se veía cada vez más temeroso, más inseguro y menos esperanzado. Sus corazón no querían arriesgarse a parar de latir, y era evidente que, a pesar de haber mostrado una gran lealtad antes, en ese momento, ocultándose detrás de la espalda de Lorenzo, se aferraban a la vida más que antes.
–Ellos quieren vivir.— Continuo Lorenzo.— Déjalos vivir.
Joáo miro a cada uno de los que antes estaban junto a él. No sintió nada por ellos, y tampoco los compadeció. Solo los observó detenidamente, para luego mirar a Lorenzo.
–Muy bien. Vive con ellos.— Extendió su mano a medida que se acercaba, entregándole una linterna negra y pequeña que tenía en su bolsillo.— Espero que Dios se comparezca de ti y te permita morir primero, para que no tengas que ver cómo mueren ellos.— Apretó su mano, observó nuevamente al grupo de observación y se retiró hacia donde estaba Hans, la azafata y Gissom, ahora solo ellos tres lo esperaban, y solo ellos tres lo acompañarían.
La seguridad del hogar que habían construido se derrumbó y en sus restos solo quedaban Lorenzo y los demás, mientras que Joáo, Gissom, Hans y Renata partían hacia el avión, en busca de algo que los llevará a determinar si la palabra de Renata era cierta o no.
No tardaron en llegar. Ninguno de ellos menciono los problemas que habían tenido, lo cansado que estaban o las preguntas que los rodeaban, continuaron en silencio hasta llegar a la puerta del avión. Joáo asomo su cuerpo a medida que se abría la puerta y, antes de pasar por completo, se quedó paralizado, sin mostrar señales de querer salir o entrar. Los demás no entendían que le sucedía. Hans tocó su espalda, haciéndolo reaccionar y, al momento de darse cuenta de que obstaculizaba la entrada a sus compañeros, se movió a un lado. Hans entro después de él y noto enseguida que el hedor putrefacto de los cuerpos había desaparecido. Y más se marcó el horror en sus ojos al ver que su olfato no le mentía. Los cuerpos ya no estaban, y ni Gissom, ni la azafata, quienes entraron después de ellos, podían creerlo.
Y a pesar de estar impactados, sus ojos se vieron obligados a voltear al escuchar un alarido agudo, similar al que antes habían oído, el cual habían confudido con el grito de una mujer. Se agacharon instintivamente y guardaron silencio mientras intentaban oír algo. El avión crujía como si sus suspiros bastarán para estremecerlo. Aquel sonido metálico los mantenía alertas y no les permitía bajar la guardia.
Al cabo de unos segundos, sintieron que el peligro había pasado. Los hechos le habían caído sobre sus cabezas y ya no podrían negarlos, ya no podrían aferrarse a la soledad o usar la compañía de los otros para ignorar otra presencia desconocida aún para sus ojos, los cuales no descansarían más ahora que reconocen que la arena es pisada por otros pasos, ya que su naufragio, sin importar las expectativas que tuvieran, se había convertido en una trampa tan imprevista, como extraña, y tan tétrica, como escalofriante; una trampa que creían que sería el preámbulo de su final. Pero, no era el momento para rendirse, o al menos no en la mente de Joáo, quién recordaba que su objetivo no estaba cumplido aún. Todo su cuerpo fue impulsado por su voluntad y salió del avión mientras que el resto solo vio su espalda desaparecer detrás de la superficie metálica. Hans alcanzó a susurrarle que volviera, pero de nada sirvió. Sus palabras quedaron tan estancadas como el. Y, solo por el simple hecho de no querer permanecer atrás, siguió a Joáo a toda prisa, y con el, después de haber salido, fueron arrastrados Gissom y la azafata, quienes no estaban dispuestos a quedarse atrás.
Joáo estaba parado en la arena, a simple vista, y un par de pasos fueron suficientes para alcanzarlo.
–¿Acaso has perdido todo uso de razón?— Preguntó retóricamente Hans.
–Solo quería ver el origen de ese espantoso ruido. Es todo.
–Aún así actuaste como un completo estúpido. No debemos arriesgarnos así; utiliza la razón, Joáo.
–La razón en estos momentos no importa, pensé que ya lo habías entendido. Solo importan las acciones, las cuales no siempre son llevadas a cabo por el coraje o la valentía, y ni siquiera bajo el total y cuerdo uso de razón; en momentos así, no es necesario ser valiente cuando no hay tiempo para sentir cobardía.
-Insisto en que no debes arriesgarte así. No estás solo; estamos juntos en esto. Y tus imprudentes acciones podrían perjudicarnos a todos.
Joáo asintió y levantó su mirada con una impetud digna de describir: con sus pies firmes sobre la arena y una mirada decidida.
–Entonces juntos entraremos en la jungla.
La expresión de Hans, la de Gissom y la de Renata cambio drásticamente al pensar en lo que se avecinaria si entraban en la jungla. Las probabilidades jugaban en su contra y eran demasiado realistas para ignorarlas. Ya no se trataba de creer en presentimientos, si no en huir de ellos, como perros infernales que te persiguen sin razón.
–No podemos entrar.— Insistió Hans, casi bajo súplicas.— Las cosas han cambiado, y ya no es seguro ir a oscuras. Debemos pasar la noche aquí e ir cuando el día nos ofrezca una mejor visión.
–¿Prefieres arriesgarte a quedarte aquí y esperar a que esa cosa vuelva?
–No me estoy arriesgando aquí.
–Estamos caminando sobre riesgos, Hans. Si nos quedamos, o si nos vamos, ten por seguro que aquello que temes encontrar podrá vernos, y nosotros a el. De alguna u otra manera nos toparemos con esa cosa, por qué estamos en un ambiente dominado por ella.
–¡Deja de hablar de eso como si realmente existiera!
–¡Y ya deja de negar su existencia! Ya hemos visto suficiente, hemos escuchado suficiente; sería demasiado estúpido negar lo que es evidente. Ya no estamos solos aquí.
Hans no soportaba aquel peso invisible que caía sobre el. La culpa lo sofocaba, lo asfixiaba y lo sometía a tal punto de querer dejarlo todo por desaparecer ese sentimiento.
–Aún puedes volver con los demás.— Sugirió Joáo, antes de que el silencio se prolongará.— Yo no volveré.
Después de decir aquello, lanzó su mirada hacia su nuevo destino, siendo recibido una vez más por la jungla, quién esta noche se abastecía de invitados. Hans observó detenidamente a Gissom y a la azafata, y entendió que ellos solo esperaban su decisión; estaba harto de dar órdenes, pero no podía dejarlos a su propia suerte, incluso si esto significaba tomar el mando otra vez.
–Entraremos a la jungla.— Gissom y la azafata asintieron.— Quédense junto a mi. ¡Y Joáo...!— Exclamó Hans, antes de que Joáo se perdiera de su vista. Esté volteo y espero una repuesta.— Esta vez estaremos junto a ti.
Joáo solo asintió para no perder tiempo y se dirigió a la jungla, seguido de Hans, Gissom y la azafata, impulsados por su miedo a terminar a merced de algo que acechaba cada rincón de la isla, y que la hacía ver completamente insegura, haciendo que cada paso fuese arriesgado.
Una vez adentro, todo parecía irreconocible. A pesar de haber entrado antes, nada en la jungla les parecía familiar. La oscuridad transformaba cada sombra en figuras tenebrosas y que los rodeaban siniestramente. Cada paso alteraba sus nervios y hacían saltar sus ideas: su imaginación empezaba a obrar en su contra. Sin embargo, sus ojos no tardaron en adaptarse a las profundidades oscuras donde se adentraban y sus oídos se volvieron más sensibles al verse rodeados de un silencio capaz de quebrarse en cualquier momento con el más leve sonido.
–¿Hacia dónde iremos exactamente?— Preguntó Gissom.— No creo que haya sido muy prudente vagar por aquí sin un destino en mente.
–No tenemos muchas opciones.— Dijo Hans con un determinante tono.
–Y no tendremos que caminar más.— Añadió Joáo. Todos lo vieron detenerse y comprendieron que lo indicado era hacer lo mismo. Se posicionaron de manera que cada uno pudiera ver lo que el veía y esperaron que cualquier sonido les diera un objetivo en que enfocarse.
Y enseguida, lo vieron. Una persona atravesaba las ramas enfrente de ellos, haciendo crujir las hojas caídas con su andar, dejando escuchar, además de el sonido de sus pasos, un serpeteo en la tierra. Esperaron a que el hombre diera a conocer su rostro o su motivo para estar allí, pero no pudieron verlo correctamente: su figura era notablemente grotesca entre las sombras, pero se distinguían sus hombros anchos y su gran tamaño.
Al ver que seguía su camino sin notar la presencia de ninguno de ellos, optaron por seguirlo sigilosamente, adentrándose aún más en la jungla.
Su andar los inquietaba, y los llenaba de intriga. Sus ojos aún no alcanzaban a diferenciar sus rasgos, por lo que solo era una figura moviéndose de una manera siniestra en la oscuridad, y ellos, a pesar de llenarse de curiosidad, no podían hacer más que seguir sus pasos en silencio.
Y así continuaron hasta que se detuvo repentinamente, y, sin motivos claros aún, levanto con ambas manos lo que parecía ser un gran costal, arrastrándolo hacia un pequeño espacio donde la maleza no era tan alta, para luego posicionarse enfrente de el. Seguido a esto, dio dos pasos hacia atrás y se mantuvo inmóvil, mirando fijamente lo que había traído consigo. Los otros, detrás de un gran arbusto. Intentaban añadir detales a la figura que veían, que no fueran aquellos inventados por su impaciente mente. Y, siendo ayudados momentáneamente por la luz de la luna que se abría paso entre las ramas, notaron que ciertamente estaban ante una persona, y aunque ya estaban conscientes de que así era, entendieron que no solo seguían a una, si no a dos personas: tirado en el suelo, cubierto por tierra, hojas, arena y un haz de luz que permitió que se diera lugar su aparición, estaba el compañero de Hans, quién cuidaba de Raymond. Y como si se tratara de una obra incapaz de terminar, la luz reflejo el cabello repleto de arena de su siniestro acompañante, siguendo con sus hombros anchos, su piel pálida y su rostro estoico y sin emociones, el cual hacía difícil creer que, para los ojos del resto, aquella espalda, aquellos hombros y aquel rostro le pertenecía a Raymond.
La reveladora escena los impacto, pero aún así estuvieron atentos a la continuación de está, la cual parecía no acabar aún.
La maleza alta se meció y, aunque los demás reaccionaron instintivamente a esto, Raymond ni siquiera se inmutó. El viento demostraba su inocencia quedandose atrás, dando entender que no se trataba de su aparición esta vez, y en cuestión de segundos cualquier diminuta intención de culparlo a el desapareció. Una figura delgada y mucho más alta que Raymond se alzó de entre la maleza y se mostró ante ellos sin hacer sonido alguno. El compañero de Hans estaba inconsciente y no se percataba de lo que pasaba. Raymond dio un ligero paso hacia atrás, muy lentamente y de manera precavida, y los demás, como si imitarán sus pasos, o arrastrados por su incomprensible terror, también dieron un paso hacia atrás; pensaban en irse y huir discretamente, pero cualquier movimiento brusco podría dejarlos en una horrible situación, y aunque esto intentaban evitar, sus propios pasos temerosos los traicionaron; un crujir inoportuno y ambas figuras enfrente de ellos voltearon a verlos. La figura extraña y desconocida que se había presentado anteriormente, huyó de manera casi imperceptible, y, de no haber sido que el cuerpo del compañero de Hans ya no estaba, nadie hubiera notado su escalofriante escabullída, donde el sonido de ramas golpeadas, las pisadas y el cuerpo de su querido amigo se perdían en la lejanía, mientras que Raymond se mantuvo de pie, sin intenciones de huir.
Y al ver esto, Hans no dudo ni un segundo en ir por Raymond, acompañado de una respiración agitada, una mirada atiborrada de ira incontrable y sin razón, incapaz de frenar su puño, el cual cayó sobre el rostro de Raymond, derribandolo y dejándolo indefenso. Hans no soporto la idea de contenerse y asestó otro golpe sobre el, seguido de otro y otro, hasta que sus nudillos se pintaron de un rojo proveniente de una piedad que jamás tuvo lugar. La azafata intento frenarlo pero este no cedió.
–¿¡Ahora sí intentas cuidarlo!?— Exclamó, azotando el brazo de la azafata, la cual intentaba alejarlo de Raymond.
Su mirada llena de ira penetró la sensibilidad de Renata, quién quedó impactada al momento de verlo.
Sus puños insistieron en desahogarse completamente y continuaron golpeándolo con fuerza. El cuerpo de Raymond intentaba levantarse y caía nuevamente al sentir la fuerza abrumadora de otro golpe; su rostro se veía aún más morado que antes y la sangre corriendo por su nariz y la herida abierta a un lado de su mejilla le daba una imagen lastimosa; todo en el, incluso sin decir nada, le suplicaba a Hans que se detuviera, pero no fue así. Gissom retuvo a Rentata al reconocer que nada serviría para detener a Hans. La jungla gozaba de la salvaje golpiza, y ni siquiera los intentos por frenar a Hans eran suficientes.
Sin embargo, antes de que el éxtasis sangriento llevará a la jungla a vociferar de placer, los golpes de Hans cesaron, y sus brazos cayeron, al igual que su cuerpo, al sentir un impacto detrás de su cabeza, el cual, más que dejarlo aturdido, lo hizo caer directamente hacia el suelo.
Y otro golpe, después de la caída de Hans, dejo inconsciente a Raymond, sin poder ver a su salvador, o de haber sido testigo de una traición sin razón. La azafata fue incapaz de hacer algo al respecto y se quedó atrás de Joáo, quién sostenía una piedra enorme en su mano que dio por terminada la pelea entre ambos.
–No puedo seguir perdiendo mi tiempo.— Susurro Joáo en un tono siniestro, para luego mirar a la azafata y a Gissom, apretando la piedra en su mano, pero, antes de que sus pasos se dirigieran hacia ellos, estos huyeron despavoridos.
Joáo no mostró intenciones de perseguirlos, ni interés en saber a dónde irían; los gritos de la azafata se perdían entre las profundidades de la jungla y a los pocos segundos ya no alcanzaba a percibirse. Todo este tiempo había sido paciente y ahora, tanto la noche, como su exhaustiva espera, le permitían seguir orquestando su plan.
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