Reformatorio

La historia que aquí se narra se sitúa en un futuro no muy lejano, donde el índice de criminalidad y de pobreza es tal que las cárceles ya no dan abasto. Las penas a los convictos se endurecieron, en un intento de crear un ambiente de miedo donde el ladrón o asesino supiera que corría un grave riesgo si era atrapado, y por lo tanto evitara lo máximo posible caer en el delito. Evidentemente, debido a las cada vez mayores desigualdades sociales, estas leyes en realidad servían únicamente para tener cada vez más presos y encerrarlos por más tiempo.

Al saturarse las cárceles, aplicar la pena capital más a menudo fue la única opción para disminuir el número de reclusos y mantenerlo manejable. Evidentemente, la sociedad no aceptaba tal matanza, por lo que se le buscó un giro que no hiciera sentir culpable al ciudadano normal: en vez de la silla eléctrica o la inyección letal, se abandonaba a los reos en una gigantesca isla desierta, sin agua ni comida, ni posibilidad de escapar. De esta manera, los más hábiles podían sobrevivir como aborígenes, y, los menos capaces terminaban muriendo al poco tiempo entre las garras de algún animal salvaje, peleando contra otros habitantes por comida, o debido a alguna enfermedad tropical. Pero nadie se sentía culpable por ello, puesto que el reo tenía una última oportunidad de vivir, si se esforzaba realmente.

La práctica arriba citada se realizó por más de trescientos años, en una isla en medio del Océano Pacífico accesible únicamente por helicóptero, ya que estaba rodeada de arrecifes y peligrosas corrientes, sin contar con los tifones que la azotaban periódicamente y un volcán en constante erupción. Nadie ejerció un gran control sobre lo que ocurría en la isla, salvo una vigilancia por satélites, que lo único que mostraba era selva virgen y playas abandonadas.

"Navaja" es el apodo de Enrique, nuestro héroe, o antihéroe en todo caso. El mote lo ganó cuando recibió un profundo corte con un cortaplumas en la cara durante una riña de pandillas. Ingresó al submundo del hampa desde joven, puesto que provenía de una familia pobre, con seis hermanos, un padre alcohólico y una madre que solía alquilar su cuerpo para comprar droga. Tal vez, si hubiera tenido la posibilidad, le hubiera gustado estudiar, y ser alguien útil en la sociedad, pero desde los tres años aprendió a pedir monedas en los semáforos, luego a subirse a los ómnibus a mendigar, y, finalmente, cuando eso dejó de dar resultado, a robar en compañía de algunos amigos. Pero el hurto nunca lo manejó muy bien, por lo que pronto cumplió su primera condena. Decidido a no caer de nuevo, inició una vida delictiva mucho más peligrosa, con asaltos a mano armada, robo de vehículos y raterismo. Formó parte de varias gavillas, hasta llegar inclusive a ser el líder de una de ellas, que se desbandó luego de una redada donde cayeron varios de sus amigos.

Poco tiempo después de eso, al entrar a un depósito de la aduana supuestamente desprotegido, se encontró con un guardia armado al que tuvo que asesinar cuando lo descubrió violentando unos contenedores. No supo como, pero varios policías rodearon el lugar casi inmediatamente, y tuvo que entregarse.

El juicio duró un día (la justicia era muy expeditiva en esa época, porque había demasiadas nuevas causas diariamente), y, como era previsible, Navaja fue lanzado a la isla maldita. Como siempre, se permitía al preso llevar consigo efectos personales y algún regalo que podía elegir. Esto era porque se suponía que si sobrevivía, debía tener algo en que invertir su tiempo.

El muchacho llevó consigo un machete, ropa, y un reproductor de música con fuente de energía solar. Pensó que por lo menos podría morir en una hermosa playa tomando sol y escuchando a alguno de sus grupos musicales preferidos.

Dos semanas después de haber sido apresado, ya estaba siendo lanzado del helicóptero a la arena. A los pocos minutos estuvo solo, y lo único que escuchaba eran sus pisadas, el mar rompiendo detrás suyo, y las gaviotas que pasaban volando sobre él. El lugar era hermoso, sería una buena tumba, pensó.

Ingresó lentamente a la selva oscura y tenebrosa, con el machete en la mano. Ideó cortar algunos troncos y ramas, y construir una choza en la playa, lejos de las alimañas, aunque le habían avisado que por las noches salían unos lagartos grandes y peligrosos a atacar a los inocentes que se quedaban en las dunas, por lo que aún no decidía que hacer.

Una voz susurrante que lo llamaba lo sacó de su ensimismamiento, y, al observar en la dirección de donde provino el llamado, pudo ver a varias personas armadas esperándolo. Él se acercó con un poco de temor.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —le preguntó un hombre moreno, alto y musculoso. Tenía rapada la cabeza, y sonreía despreocupadamente.

—Mis amigos me llaman Navaja —le respondió.

—Aquí no utilizamos ese tipo de marcantes —le explicó el hombre—. Dime tu nombre.

—Enrique —respondió el muchacho, sin dar más vueltas.

—Así está mejor. Yo soy Luis, y ellos son Helena y Tiburcio —presentó a sus acompañantes—. No importa el motivo por el cual estás aquí, ya que todos estamos purgando penas, salvo, obviamente los nacidos adentro. La regla número uno es nunca hablar del pasado, el cual ya no podemos cambiar, sino pensar únicamente en el futuro.

—¿Reglas? —preguntó Enrique, confundido.

—Sí, son pocas y simples, pero nos mantienen ordenados. Vamos, acompáñanos, y entenderás. Tienes dos opciones, vivir como un indígena, y morir pronto, o intentar reformarte ingresando a nuestra comunidad.

El joven siguió a los tres extraños por la selva hasta llegar a los pies de un monte volcánico. Ingresaron a una gruta natural bien custodiada, que poco a poco fue transformándose hasta convertirse en un búnker. Había iluminación eléctrica, cosa que sorprendió por demás a Enrique, y a lo lejos se escuchaban voces, risas y música... Finalmente llegaron a un gran salón con muchas personas, hombres, mujeres y algunos niños. Luis habló con voz potente:

—¡La marea hoy nos ha traído un nuevo habitante! —exclamó—. Esperemos que el agua lo haya lavado lo suficiente, y que el sol y el trabajo le permitan trasmutar.

—¡Que así sea! —gritaron los demás en coro.

Enrique, confundido, miró a Luis esperando explicaciones. Éste sonrió.

—Te aclararé lo que ocurre, muchacho —le dijo—. Acabas de llegar al reformatorio más grande del mundo. Las cárceles nunca sirvieron para nada que no fuera separar a los hombres peligrosos de los honestos, o, mejor dicho, a los hombres pobres y desesperados de los ladrones de guante blanco o de los honestos desconsiderados. El régimen en el cual vivimos es injusto, y muchos de nosotros hemos sido fruto de las circunstancias, no de nuestros deseos, mientras que la mayoría de los hombres decentes nunca van a mover un dedo por ayudar a que el mundo mejore. En los cientos de años que llevamos aquí, hemos construido una ciudad subterránea inmensa, que llega hasta el corazón de la tierra, y que alberga decenas de miles de personas. Hemos edificado un reformatorio que nos diera lo necesario para ser personas útiles y felices, a diferencia de las correccionales creadas por gente que nunca ha vivido nuestra realidad y no sabe lo que necesitamos. Cuanto más nos encierran y castigan, peor es, porque odiamos más y más al mundo y a la gente, y sólo queremos salir para vengarnos. En cambio, aquí somos libres, tenemos talleres, bibliotecas inmensas, conexión a Internet, colegios y universidades. Y sobre todo, gente que te tratará con amor, y que estará preocupada por ti. Tendrás tres padres adoptivos, convictos viejos ya reformados, que te cuidarán, te amarán, y se preocuparán por ayudarte a crecer. Al cabo de unos años, cuando ellos digan que estás preparado, te ayudaremos a reinsertarte al mundo o, si prefieres, podrás quedarte para ayudar a otros.

—No puedo creer lo que estoy viendo y oyendo —dijo Enrique.

—Pero presta atención, el quedarte aquí es una decisión —le explicó Luis—. Hay gente que ya está demasiado podrida, y que no tiene cura posible, o que simplemente ya no desea mejorar. A esos los enviamos a otra isla cercana, donde viven como animales, como debería haber sido aquí.

—¿Y cómo subsiste tanta gente en este lugar abandonado? —preguntó el muchacho.

—En la superficie tenemos cultivos y animales, en granjas disimuladas entre la selva, y recibimos ayuda de organizaciones internacionales que conocen nuestra realidad, y que nos envían todo lo que nos hace falta. Inclusive hay gobiernos que saben la verdad, pero que nos permiten seguir con el trabajo iniciado, porque lo hacemos mejor que cualquiera. Pero si el público en general se enterara, por un lado le tendrían menor miedo a la ley, y por otro seríamos blancos de aquellos que sólo saben opinar pero no actuar... Entonces, ¿Quieres intentarlo?

—Seguro, siempre quise ser abogado.

—¡Ah!, ¡Que bueno! Aquí tenemos a los mejores —se alegró el hombre—, y la universidad es fabulosa.

El muchacho sonrió, puesto que no se esperaba ese castigo. Había llegado a un momento en el cual creía que tan sólo la muerte podría cambiar algo en su triste vida. Pero ahora se daba cuenta que el cambio siempre es factible, y sentía que podía ser un hombre nuevo, útil, y que su vida recién empezaba.


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