Los Superiores

Todos recordaban perfectamente el día en que los extraterrestres llegaron. Varias naves gigantescas traían los restos de su civilización, escapando en un exilio interminable de un pasado escondido. Las naves se mantuvieron sobre la tierra siempre flotando a gran altura, y los emisarios incorpóreos bajaban volando desde ellas sin equipos o aparatos, deslizándose en el aire como pájaros.

Los visitantes estaban miles de años adelantados a la humanidad, y su tecnología, sus sabios, su arte, también. Con su asistencia, en pocos años, la tierra avanzó milenios. Se encontró la cura de las enfermedades más peligrosas e intratables, se desarrollaron técnicas que permitieron aumentar la producción en un quinientos por ciento, se acabó con la pobreza y la injusticia gracias a la adopción de los métodos políticos y de control expuestos por los extraterrestres. Las guerras terminaron, así como la necesidad de las armas y de la milicia, entidad superflua que se deshizo en todos los países del mundo. En definitiva, se mejoró al planeta de manera impresionante.

Los extraños seres de luz, etéreos por naturaleza, se comunicaban mediante la telepatía, inclusive con los humanos, y fundaron universidades de nuevas ciencias, con conocimientos esotéricos, filosóficos e intelectuales jamás pensados ni descubiertos por nuestra ignorante raza.

En poco tiempo destronaron y lanzaron al olvido a todas las religiones, puesto que ellos, tan elevados, conocían los verdaderos caminos de Dios y se hallaban cerca de él. Fundaron una iglesia universal, con sus propios rituales y creencias, y casi todo el planeta decidió adherirse a ella, puesto que ellos eran los sabios, cosa grandemente demostrada.

Y la creencia propuesta por los superiores estaba minada de oscuros rituales e iniciaciones, así como doctrinas dogmáticas indiscutibles. Prometían lograr que los hombres llegaran a un nivel vibratorio tan alto que los convertiría en seres de luz también, iguales a los visitantes, puesto que en algún momento histórico ellos habían sido seres de carne y hueso, hasta convertirse en lo que ahora eran. Tenían su propia versión del Apocalipsis, y del final de los tiempos, menos enigmática que la de San Juan. En ella los hechos se describían bien y claramente: El día que se viera un eclipse total de sol en todo el planeta al mismo tiempo, y que lloviera fuego, y que los ángeles caminaran por las calles, sería el día del juicio final. Pero, según ellos, sólo los muertos serían juzgados y resucitados como formas de luz, porque los vivos eran indignos, e irían a parar directamente a un infierno eterno, un limbo oscuro e impenetrable donde sufrirían perpetuamente, ya que el cuerpo material, origen de todos los pecados, no estaba preparado para la transmutación.

¿Quién dudaría de su verdad, de su sabiduría, siendo éstos seres de luz, genios avanzados, conocedores del cosmos y de Dios, casi ángeles? Nadie, o mejor dicho, casi nadie lo hizo, salvo algunos inconformistas o locos olvidados por el resto del planeta. En un principio se discutió el por qué los seres de luz necesitaban naves para viajar por el cosmos, o por qué solicitaban provisiones a cambio de sus servicios, pero fue tal la ayuda y los avances que brindaron, que las suspicacias prontamente fueron desechadas.

Y así, apenas cinco años después de la llegada de los Superiores, el día menos esperado, llegó el final de los tiempos. Del mismo modo que las nuevas escrituras lo describían, la oscuridad reinó en todo el globo, y se produjo una lluvia infernal que arrasó al mundo, y los ángeles caminaron entre la gente blandiendo espadas llameantes. Y todos los vivos, cegados por la verdad, e instados por los seres de luz, decidieron suicidarse en masa, para estar en el reino de los muertos el día del juicio final. Así, miles de millones de vidas se apagaron en pocos días, y la tierra volvió a su génesis, donde el hombre aún no ponía sus pies sobre ella.

Ese día, el del final de los tiempos, una de las grandes naves finalmente se posó en la tierra, y abrió la gran compuerta de la cual descendía una rampa que llegaba hasta el suelo. Y de ella no salió un ser de luz, un ángel, sino todo lo contrario, una criatura grande y desagradable, mezcla de ogro con reptil, que caminó en el yermo suelo segado por la muerte, entre cadáveres y humo. Otros seres semejantes caminaron cerca detrás de él.

-No puedo creerlo, Zorosto -dijo el primero, que, debido al respeto que mostraban los demás, no podía ser menos que un emperador o un gran sabio-. eres el estratega más grande de todos los tiempos. Ganamos una guerra contra un planeta entero habitado por miles de millones de seres temibles, sin haber efectuado un disparo, sin una sola baja, y en menos de cinco años. Otras campañas semejantes nos tomaron como mínimo diez veces ese tiempo, y ni hablar del costo de las mismas.

-Se lo dije, señor, sabía que el plan iba a funcionar -detrás de él habló un ser similar, caminando a su derecha, ataviado con suntuosos ropajes-. No podíamos luchar frente a frente contra ellos, puesto que éramos apenas quinientos de nosotros, sin armamento ni provisiones, los únicos que pudimos sobrevivir en la huída con las pocas y dañadas naves que logramos rescatar. Estos seres eran tan crédulos que verían con buenos ojos cualquier cosa que les dijeran nuestros hologramas, más al haber aprendido y confiado tanto en ellos. Supongo que quedará alguno que otro vivo por ahí, pero nos encargaremos con facilidad de exterminarlos.

-Fundaremos aquí nuestra base a partir de ahora, y el imperio renacerá desde este pequeño planeta -dijo el emperador, con orgullo-. Ordena que revelen el sol, apaguen los hologramas y la lluvia flamígera, que ya me está cegando.

-Así se hará -respondió el súbdito, regresando a la nave.

Los demás permanecieron observando el crepúsculo de su nuevo planeta, sonrientes, y disfrutando de su gran victoria.



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