Los Aventureros

El caballero y su fiel escudero desmontaron, pisando con sus botas metálicas el suelo arenoso, y levantando un poco de polvo. Marcelino; noble, fuerte y de mayor estatura que el sirviente, era un Paladín de la "Orden Secular", y estaba ataviado con una armadura de metal que le cubría todo el cuerpo y con un gran escudo plateado de forma triangular, mientras que el escudero poseía únicamente una armadura de cadenas en el torso. Ambos arneses tenían claramente dibujados en relieve la iconografía heráldica de la orden, así como las empuñaduras de sus espadas. El caballero desenvainó la suya lentamente, intentando escuchar cualquier sonido sospechoso a su alrededor. La hoja estaba finamente decorada con motivos abstractos, y medía más de un metro de longitud, mientras que la del acompañante era sensiblemente más pequeña.

El leal sirviente se llamaba Otto, y provenía de tierras nórdicas, lejanas a la campiña que los albergaba. Los dos ahora se hallaban frente a las puertas de un antiguo castillo de piedra completamente cubierto por hiedras y musgos, el cual tenía varias plantas de altura. Desde la entrada se podía observar la alta torre donde se encontraba la princesa que debían rescatar... Una dama hermosa, inteligente, sensible y, sobre todo, hija de un rey que prometía su mano a cambio del rescate.

La misión estuvo plagada de riesgos, puesto que la zona era peligrosa, abundando los asaltantes de caminos, militares de señores feudales que estaban en guerra, animales feroces, ogros, bárbaros y los nada simpáticos señores elfos de los bosques. Otto llevaba la cuenta de los enemigos con los que habían batallado hasta el momento: 123 habían caído bajo la espada de su maestro, y veinte bajo la suya, contando al gnomo que mató por error creyendo que era un enano disfrazado... Pero por fin, ahora, se enfrentaban a la etapa final de su viaje y de su tarea. Según tenían entendido, adentro del castillo semi-abandonado se refugiaban unos maleantes muy peligrosos, que lo utilizaban como albergue nocturno, y que a su vez se habían asociado con el dragón que raptó a la damisela, a cambio de proveerle comida fresca, en especial humana...

El hidalgo avanzó con prontitud, rechinando su coraza metálica. Otto dudó por un instante, pero habiendo superado tantos peligros ya no se podía echar atrás. Ató los caballos a un árbol, tomó su escudo de madera, y caminó detrás de Marcelino.

-¿Usted cree que realmente viva un dragón aquí? -preguntó el sirviente al maestro.

-¡Shhh! -Lo calló el otro-. Nos están observando... Están esperando que entremos para atacarnos cobardemente en la penumbra...

-¿Y qué haremos entonces, señor?

-¡Los desafiaremos como caballeros que somos! -exclamó Marcelino-. ¡Cobardes! ¡Lacras de la sociedad! ¡Inmundicia de caballo! ¡Exijo que salgan a pelear como hombres! -gritó con firmeza hacia el edificio.

Por un momento todo fue silencio, pero enseguida varios arqueros se asomaron desde altos torreones y ventanas, y empezaron a disparar a los brillantes blancos. Ante la imperdonable cobardía de los enemigos, ambos tuvieron que correr hacia la puerta principal, e internarse en el oscuro lugar. El repentino cambio del iluminado día a la penumbrosa antesala era un punto en su contra. Adentro se hallaban varios bandidos esperándolos, que para ellos no eran más que sombras borrosas, por lo que debieron pelear guiados por otros sentidos diferentes a la vista. Marcelino, caballero experimentado y bien entrenado, sabía luchar perfectamente en todo tipo de circunstancias, incluyendo a la oscuridad. Blandió la espada de izquierda a derecha con gran certeza, y en menos de un minuto, el ruido de los sables y metales chocándose había terminado. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la penumbra, así que pudieron observar a su alrededor. Cuatro hombres se hallaban muertos sobre el piso de piedra, bañados en sangre.

-¿Estás bien? -preguntó el caballero al escudero.

-Sí -afirmó éste-. Tengo un pequeño corte en el brazo, pero no es importante.

-Bueno, continuemos entonces.

Varios combates semejantes al primero se dieron en diferentes habitaciones, mientras que el dúo se internaba en las profundidades de la fortaleza.

Al cabo de media hora, ya no encontraron más hombres que se les enfrentaran, puesto que habían huido asustados o muerto bajo sus espadas. A medida que avanzaban el ambiente fue tornándose cálido, sobrenatural.

-Debe ser un dragón rojo -pensó el paladín en voz alta-. Esos dragones escupen fuego por la boca... Dios quiera que no le demos la oportunidad de lanzar su llamarada... Tenemos que tomarlo por sorpresa.

-Señor... -habló Otto, tembloroso-. Yo no estoy seguro de todo esto... Tengo un fuerte déjà vu. A mí me parece haber vivido esta situación anteriormente, y estar repitiéndola una y otra vez.

-Me pasa lo mismo... -dijo el hombre-. Siento como si ya conociera estas paredes... Sé que en el recodo que viene me estará esperando un guardia agazapado... -el caballero corrió hacia a delante, viró en la esquina del pasillo y, con un movimiento osado y galante, atravesó el pecho de un forajido escondido en la oscuridad, que cayó muerto sin pronunciar palabra.

Otto se acercó y miró sorprendido la escena. No se atrevió a decir nada más.

-Tienes razón, yo también siento haber vivido ya este momento, como si fuera guiado por una mano invisible, ya sea Dios, una entidad superior o el propio destino. En el fondo siento que el rescate de la princesa poco o nada importa, y que una vez logremos este cometido, nuestra vida carecerá de sentido nuevamente, hasta iniciar una nueva aventura... Pero de todos modos ya hemos llegado hasta aquí, y debemos continuar.

-El fuego del dragón quema... -susurró Otto-. Yo no quiero morir carbonizado...

-Vamos, no es momento para dudas o cobardías.

Los dos ingresaron a una amplia sala iluminada a medias. En el centro de la misma se veía una montaña de joyas, monedas de oro y piedras preciosas, rodeada de huesos humanos, muebles desvencijados y tapices hechos jirones. Descansando, sobre la enorme pila, se hallaba un reptil de color rojo intenso, que elevó la cabeza y miró hacia la puerta sorprendido. Respiró con una especie de bufido, y una bocanada de humo salió por su gran nariz. Un fuerte olor a azufre saturaba el lugar.

-Suerte que no es uno de los grandes -pensó Marcelino, tomando coraje. Efectivamente, era un dragón joven, todavía no desarrollado del todo, lo cual no evitaba que fuera un adversario extremadamente poderoso y peligroso.

El dragón batió las alas y, elevando el cuello, emitió un rugido que hizo temblar los cimientos del lugar. Inmediatamente una enorme bola de fuego explotó cerca de los guerreros. Cada cual saltó hacia una dirección diferente, intentando ponerse a cubierto, pero de todos modos quedaron bastante chamuscados. Marcelino corrió directamente hacia el reptil, procurando clavar su espada en el cuello de la víctima. El dragón le dio un zarpazo que lo revolcó por el suelo. Otto, mientras tanto, queriendo desviar la atención del rojizo adversario, le clavó la espada en una pata trasera. El dragón aulló, y con la cola le dio tamaño azote que lo hizo volar por los aires, golpeándole cabeza contra una pared lejana, y quedando inconsciente en el suelo.

El Paladín, recuperado, se abalanzó nuevamente de forma temeraria contra el ser mitológico, haciéndole un profundo corte con la espada en el pecho. Lastimosamente no tuvo tiempo para cubrirse con el escudo del embate de la bestia, quien lo tomó con los dientes, lo sacudió como a un trozo de carne y lo lanzó al piso violentamente. Marcelino quiso levantarse, pero le fue imposible. El dragón volvió a expeler su llamarada, y el héroe se quemó en vida, gimiendo y maldiciendo de dolor...

-¡Julián, Paco! -gritó doña Berta entrando a la habitación oscura, iluminada únicamente por los rayos catódicos del monitor-. ¡Es la quinta vez que les digo que vengan a merendar!

La mujer encendió la luz de la habitación, y los dos niños quedaron cegados por un instante, con los ojos empequeñecidos y rojizos. Luego Julián presionó la tecla de pausa del aparato de videojuegos.

-¡Te dije que tu táctica no iba a funcionar! -lo recriminó Paco, dejando el gamepad sobre la mesa y poniéndose de pie-. ¡No podés entrar a matar así nomás al dragón! Va a ser mejor que yo me equipe con la ballesta y le dispare a distancia, y cuando él se acerque, vos tomás la poción de resistencia e intentás clavarle la espada directamente en la cabeza.

-No creo que eso funcione... -dijo su amigo, saliendo de la habitación-. Pero vamos a probar de todos modos... ¡Pucha! ya me cansé de este nivel...

En la pantalla del ordenador, por su parte, la figura vectorial de los dos hombrecillos y del dragón se mantenía estática, mientras que parpadeaba la frase "Juego Terminado, ¿Desea iniciar otra partida?"


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