El Soldado
El observador común a veces pasa delante (o al costado) de un evento interesante, o curioso, sin notarlo, muriendo a cada paso de vida, puesto que la vida es el descubrir la magia de cada momento, y la muerte es el paso dormido.
Si bien nuestra ciudad de Asunción, con sus lapachos florecidos y sus tórridas calles de asfalto hirvientes, pareciera carente del misticismo de las antiguas poblaciones europeas, mágicas y enigmáticas, de todos modos cuenta con sus propios elementos atractivos y casi fantásticos, tan sólo visibles para el espectador avispado.
El simple relato del "Chausero" que escribí hace unos meses atrás, causó un revuelo significativo en nuestra cómoda sociedad, al describir a un hombre que todos hemos visto, pero nunca observado. Y el Chausero no es más que uno de tantos símbolos vivientes de lo interesante que puede ser nuestra ciudad (y nuestra vida) si tan sólo aprendiéramos a mirar a nuestro alrededor, a hablar, y a comunicar lo que sentimos.
Y hoy, en unos escuetos párrafos, quiero hablar de otro personaje tanto o más extraño que el anteriormente citado, pero más fácil de encontrar si se lo busca, puesto que no tiene los poderes paranormales de teletransportarse a voluntad o de desaparecer frente a uno cuando se lo mira. Este personaje lo apodé simplemente "El Soldado" a falta de una explicación coherente sobre su vida y sus actos, más bien juzgando únicamente su apariencia física.
El Soldado es un hombre menudo, de unos cincuenta años, con bigotes, que siempre está vestido con viejas ropas verdes de militar y con un casco de metal o un sombrero rojo con algunos escritos encima. Vive en la esquina de las calles Perú y Mariscal Estigarribia (donde doblan todos los colectivos que viajan hacia el centro), en una casa fácilmente distinguible ya que tiene un cartel escrito a mano con la frase "Casa del colorado contribuyente", con una bandera roja colgada al lado de la puerta, y todo el frente de la construcción tapizado con recortes de periódicos, mapas y frases escritas en crayón por él mismo, con letra mayúscula casi tan fea como la mía.
Innumerables veces, mientras esperaba el ómnibus, me he quedado leyendo las paredes de su hogar, extasiado, intentando encontrar un enlace universal que diera significado a la tarea de un loco coherente, de un hombre misterioso con el cual no he intercambiado palabra, puesto que no sé si es peligroso o inocente. Pero las frases y recortes de diario que he visto allí, ordenadas de una manera ilógica para nuestra mente racional, parecen tener un significado profundo que no podemos revelar con el mero uso del intelecto. Parecieran esas paredes que vemos en las películas americanas, donde espías o investigadores tratan de descubrir algún crimen, o encontrar conexiones entre políticos y la mafia.
Él, mientras tanto, recorre las calles céntricas con su extraña vestimenta, o simplemente toma tereré escuchando una pequeña radio a baterías mientras cuida su preciado refugio que lo aparta del mundo y mantiene ocupado afanosamente en tener la información al día para poder ser leída por todo transeúnte que recorra el lugar.
Al fin y al cabo, lo que he llegado a dilucidar, es que él está intentando comunicar algo, con sus recortes, su letra, sus dibujos y su exposición al mundo, a la espera, tal vez, de un sagaz peregrino que entienda lo que está intentando decir, y con quien pueda hablar de elevados esoterismos inalcanzables para nosotros, simples mortales. Tal vez él mismo sea un chamán, un iniciado, que mediante este rito extraño está esperando a alguien merecedor de su conocimiento y de su ciencia, a quien pudiera enseñar antes que esa verdad se pierda irremediablemente en el mar del olvido y de su mente.
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