El Paseo

Carlitos tomó un micro de la línea 12 en la esquina de su casa. Como era costumbre, tuvo que correr unos metros detrás del colectivo en marcha que no aceptaba detenerse completamente tan sólo para levantar a un pasajero. Debido a que iba rumbo a su universidad, tenía ocupadas las manos con varios libros, dos CDs, una regla y algunos bolígrafos. Saltó dentro del ómnibus en movimiento y logró asirse de una baranda con tres dedos, haciendo equilibrio con sus útiles, y malabares para no caer hacia atrás, mientras el colectivo aceleraba nuevamente con brusquedad. Con artimañas ya conocidas logró extraer de su bolsillo dos billetes para pagar el pasaje, pero tuvo que esperar un rato en esa pose circense porque al chofer le estaba cebando tereré una señorita de ropas livianas en el asiento contiguo. Éste era un tipo por demás feo, gordo, que transpiraba de manera desagradable y al que le faltaban dos dientes, sin contar la barba mal afeitada... Y a pesar de todo no tenía nada que pudiera resultar extraño, aunque su rostro se le quedó bastante marcado al protagonista de esta historia. Cuando le pareció que iba a caer, finalmente el conductor le recibió el dinero y le dio el vuelto, aún más complicado de agarrar, puesto que en vez de una moneda de quinientos guaraníes, prefirió darle un montón de monedas de 50, que ya casi no se usaban en esa época. ¡Y encima tenía varias monedas de 500 para darle, seguro que lo hacía a propósito!

Finalizada la primera etapa de la aventura, vino la segunda, superar con todas la manos ocupadas, sosteniendo sus cosas, el molinete del terror, de casi un metro de alto y durísimo, con el cual tuvo que forcejear un buen rato para poder pasar. Con el esfuerzo, al superarlo, dos libros y un CD se le cayeron al piso repasado con kerosén, ensuciándose los primeros y rompiéndose la caja del segundo. Despotricando en sus pensamientos, Carlitos levantó las cosas, nuevamente con todo tipo de malabares entre los arranques y frenadas abruptas del ómnibus, y al no encontrar asiento, tuvo que viajar parado por un buen tiempo, por lo menos hasta pasar el centro, supuso, donde la mayoría de la gente se bajaba. Como observación al margen cabe acotar que el trayecto del ómnibus desde la zona de Villa Morra hasta Lambaré, donde quedaba su universidad, pasaba por el centro de la ciudad y luego por el mercado municipal número cuatro, tardando cerca de una hora en dar vueltas cuando un camino directo no tardaría más de quince minutos, pero pareciera que quienes establecen los viajes de los ómnibus nunca tienen que viajar en ellos, lo cual les vendría bien para notar las vueltas insólitas que se dan para ir de un lugar a otro.

Pero continuemos centrándonos en las experiencias de nuestro héroe. Como dijimos antes, se hallaba de pie, y, por ser bastante alto, además de la postura incómoda que ya llevaba por tener las manos ocupadas con sus bártulos, y colgándose con una mano más o menos de una barra horizontal, sumado a que el techo del ómnibus era muy bajo, el muchacho tenía que mantener una postura encorvada porque no cabía parado. Mucho no podía hacer, más que sufrir el intenso calor húmedo de la siesta Asuncena en diciembre, y, a pesar de que las ventanas se hallaban abiertas, de todos modos no le llegaba un ápice de aire para refrescarlo, y empezaba a transpirar, mojándose la remera y los libros.

Para cualquier avezado transeúnte, conocedor de la realidad del transporte público paraguayo, todo lo relatado previamente no tiene nada de particular ni de extraño, incluyendo a la señora gorda que ocupaba dos asientos adelante, a la churera del fondo con su canasta destapada y llena de olorosas menudencias, al menonita que iba parado al lado suyo con sus quesos, también con los brazos elevados para colgarse de la barra, a la cachaca al volumen de una discoteca haciendo temblar al transporte, o al niño que se subió a cantar una pésima canción a capella para pedir dinero, además del hombre que sacó del bolso una oferta de tres destornilladores, dos cintas aisladoras, un pela-cable, un reloj de pulsera de la afamada marca "Yorky" de Corea, un juego de agujas de todos los tamaños con hilos de colores, una piedra de afilar, una tijera y un paquete de bombitas para explotar en navidad, todos en un mismo paquete y por un precio tan irrisorio que era imposible no comprarlo. Probablemente eran cosas robadas de la aduana, pensó Carlitos. Varios escritos relatan peripecias semejantes en el transporte urbano de nuestro país, y no son una novedad, por lo que no vale la pena centrarse más en eso.

Carlitos, rodeado de ese enjambre de gente común, estuvo a punto de caer al suelo varias veces, puesto que colgado de la manera precaria en que se hallaba, no podía mantener el equilibrio ante las frenadas y aceleradas abruptas del chofer, siempre acompañadas de algunas expresiones en guaraní referentes a la hermana del conductor del auto de adelante o del taxista del costado.

Así de pie, nuestro amigo no pudo tomar mucha conciencia del viaje que estaba realizando, más allá de las frenadas bruscas y la cara de susto de una señora sentada cerca suyo. Pero cuando finalmente consiguió un asiento, a mitad del viaje, pudo también copiar la cara de espanto semejante a la de la doña. El chofer estaba loco, descontrolado. Pasaba todos los semáforos en el momento que cambiaban de amarillo a rojo (o directamente en rojo sin la excusa del amarillo), sin dudar ni detenerse, por más que había gente esperando en las paradas. Cambiaba de carril para sobrepasar a otros vehículos sin siquiera verificar si había alguien al lado, y atravesaba los baches (o cráteres, como prefieran llamarles) sin piedad ni remordimiento. Ni qué decir cuando llegó a la zona de las calles empedradas (de esos empedrados informes que parecen restos de una hecatombe atómica), donde, en vez de reducir la velocidad aunque fuera un poco, aceleraba aún más, haciendo temblar a la carrocería de madera y chapa, y pasando a escasos centímetros de los vehículos estacionados, puesto que había muy poco espacio. Maniobras peligrosas hubo varias más, como el doblar en una esquina a toda velocidad, por donde venían vehículos en ambas direcciones, que tuvieron que hacerse a un lado o frenar para cederle el paso, o la ambulancia que casi se incrustó en el ómnibus porque éste no le dio paso en una esquina a pesar de tener la sirena y las luces encendidas...

Y mientras tanto el chofer conducía de forma apacible, como si todo estuviera bien, o fuera normal, y tomaba su tereré sin preocupaciones. Carlitos pensó bajarse y esperar otro autobús, para tener la certeza de llegar vivo a la universidad, pero, debido a que el profesor de la materia a la que estaba yendo no lo dejaría entrar a la clase si se retrasaba, tuvo que hacer de tripas corazón y aguantar. Por lo menos ya estaba sentado, y había lugar para poner sus cosas en el asiento contiguo. Practicó posiciones de impacto como las que le habían enseñado en su último viaje en avión, reclinándose y cubriéndose la cabeza con las manos, pero los saltos que daba el colectivo por las dañadas calles y los golpes que se dio con la rodilla en la cara lo hicieron desistir.

Para ese momento, el ómnibus estaba casi vacío, y, probablemente debido a la pérdida de peso, parecía que directamente iba a despegar y cobrar vuelo, tal era la velocidad que llevaba. El ruido sordo del motor ya se había posesionado de la cabeza del muchacho (junto con la cachaca a todo volumen), y empezaba a sentirse mareado, más aún al ver al único pasajero delante suyo empezar a vomitar el guiso de arroz del mediodía, mezclado con mandioca y jugo de naranja. Del asco, y para evitar hacer lo mismo, cerró los ojos, pero el olor rancio y ácido del vómito de todas maneras lo perseguía.

Por suerte ya faltaban unas pocas cuadras para llegar a destino, por lo que se aprestó a ir a la puerta trasera y bajar. Vaya sorpresa, el botón del timbre no existía, y, al intentar estirar de la cuerdita (sistema harto conocido por nosotros, pero extraño para muchos extranjeros, en el cual hay un hilo de nylon que surca todo el techo colectivo y que está atado a un timbre que, al ser estirado, suena), no ocurría nada, ni sonaba el conocido ruido ni se encendía una luz en el panel del chofer. Intentó silbar, pero como no era bueno en eso, no lo hizo lo suficientemente fuerte para poder ser escuchado. Al final tuvo que gritar con fuerza:

- ¡Che, nde tavy, pará pue!

El chofer, escuchándolo, y habiendo superado la parada por unos metros, clavó los frenos de tal manera que nuevamente Carlitos casi terminó en el suelo, pero fue salvado por una baranda de hierro que lo detuvo clavándosele en un riñón. Renegando en diferentes idiomas, el joven tuvo que bajarse del ómnibus, que había detenido la marcha en medio de un arroyo putrefacto y maloliente que se había formado en la calle, aparentemente por la rotura de una cañería cloacal, y que iba directamente al vertedero municipal cercano. El muchacho dudó por un instante, pero ante el amague del conductor de retomar la marcha, acelerando ruidosamente, prefirió saltar y mojarse los pies en el infecto líquido, antes de soportar un segundo más de esa tortura física y psicológica. Era como si el chofer, en su triste y patética vida, se vengara de ella haciendo sufrir a sus pasajeros, alegrándose de esa manera el día.

Al terminar la travesía, y viendo al ómnibus alejarse levantando polvo por la espantosa calle del costado de la facultad, pensó llamar primero a la empresa de transporte para quejarse, pero, sabiendo que todos los choferes conducían de manera semejante (salvo excepciones puntuales, aunque éste era claramente el peor de todos, el diablo en persona), estaba seguro de que no lograría nada. Por lo que no le quedó otra opción que la de maldecir:

-¡Ojalá choques, te hagas mierda, y salga tu cara en Crónica, estampada en una columna! ¡Que mucho me voy a reír de vos! -Y, pensando en la ley de la vida, supuso que a toda persona le llega el momento de pagar por sus actos, como dicta la justicia divina, olvidándose en seguida del asunto porque tenía que correr para llegar en horario a su clase.

Al día siguiente, Carlitos se dispuso a esperar nuevamente el ómnibus para ir a la universidad, y, mientras esperaba (puesto que solía tardar un buen tiempo), miró de reojo el periódico de una señora que se encontraba a su lado. Sorpresa, susto y miedo fueron las cosas que sintió al identificar el rostro del chofer del día anterior, con su barba mal afeitada y los dos dientes faltantes en la boca, a todo color en las páginas centrales del pasquín amarillista y sangriento que leía la doña. Por un momento sintió una extraña felicidad, luego culpa, luego divagó sobre si realmente su maldición funcionó o fue una casualidad, si tenía que confesarse o empezar a estudiar brujería... Pero luego regresó la culpa, infernal. Sin aguantar más, le rogó a la señora que le prestara un momento el periódico para leer el artículo, y ver los detalles del hecho.

Una gran sorpresa y conmoción se adueñó de él, acompañada de una ira terrible y el desvanecimiento total del sentimiento de culpa, al ver que el chofer no estaba comprometido en un hecho de sangre, sino que simplemente había ganado unos pesos en el loto-bingo del citado diario, y salía en la foto con su señora (una mujer corpulenta, morochona y con cara de pocos amigos) y una hija (mezcla de ambos padres, así que ya pueden imaginarse lo que era) en la calle, junto a su ómnibus del terror. En el fondo, medio borroso, se veía a un hombre de barba y kepi colorado saludando con felicidad, colado totalmente en el retrato, que a Carlitos se le antojó extraño.

Ahora molesto, Carlitos paró al ómnibus que llegaba y se subió a él, para repetir la historia común de todos los días. Mientras pagaba el boleto (ahora con el cambio justo y devolviendo todas las monedas del día anterior), pensó que a veces los culpables no tienen sanción alguna, y que el olvidado pueblo debe seguir siendo castigado por todo... Bueno, por lo menos pronto (si sobrevivía a esas travesías diarias), él sería un profesional competente y exitoso, artífice del cambio, pero el chofer sería siempre chofer, y nada más...

Vislumbró un asiento libre en el fondo del ómnibus y se sentó en él, sonriente.


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