El Castigo al Pirata


Esta es una historia verídica, sobre la forma en que los piratas son castigados, no por los hombres, por Dios, ni por la ley, sino por ellos mismos. Todos sabemos que la piratería es un delito, algo malo, pero... ¿A quién le importa eso?, esta es la historia de Eduardo, un pirata como todos nosotros hemos sido alguna vez.

Eduardo empezó sus travesuras informáticas como la mayoría de nosotros (con nosotros me refiero a quienes nacieron en la década del setenta; el resto de ustedes habrán tenido sus propias primeras experiencias, diferentes pero de todos modos similares), siendo un chiquilín se compró un ordenador de ocho bits (Commodore 64, Spectrum, Amstrad, MSX, da lo mismo), al que amaba y admiraba con locura. Un amigo le pasó algunos juegos, los cuales él copió y usó por largo tiempo. Con el escaso dinero semanal que recibía de sus padres, no podía comprar juegos originales, sino apenas diskettes en blanco, por lo que siguió copiando juegos que sus amigos le proveían (en realidad en ese tiempo no era consciente de que grabar juegos era algo malo, ni lo veía como un delito, de hecho, desconocía el significado de la palabra piratería, la cual llegó a sus oídos cuando su capital en juegos y programas "no originales" se podía evaluar en miles y miles de dólares, y ya no se atrevía a destruirlos, romperlos o regalarlos a pesar de saber que nunca los volvería a utilizar).

Paulatinamente su programoteca se fue extendiendo, abarcando miles de títulos, y Eduardo se convirtió en un jugador experto. Pero también poco a poco los juegos de su pequeña máquina lo fueron aburriendo. Estaba cansado ya de los miles de juegos de plataformas y de lucha que pululaban por el ambiente, y necesitaba algo nuevo. Descubrió un mundo desconocido de juegos de estrategia, rol o aventuras gráficas, pero debido a que poseía una computadora de ocho bits (lenta, con pocos recursos y escaso nivel de detalle), los juegos de este tipo eran pocos y difíciles de conseguir. Como por aquellos tiempos su única actividad era el colegio, y Eduardo era aún pequeño para tener novia, no se daba cuenta de la gran cantidad de tiempo que pasaba frente a esa computadora que su madre sabiamente llamaba "La máquina que te devora el alma". Obviamente que cuestionar la forma en la que un niño utiliza su tiempo no tiene sentido: él vivía en mundos virtuales, conquistando planetas imaginarios y derrotando adversarios extraterrestres mientras sus amiguitos pasaban horas y horas con sus Rastis, PlayMobiles, muñequitos de G.I. Joe, o matando pajaritos con hondas o rifles de aire comprimido ¿Acaso tenemos altura moral para decir cuál de esas diversiones es "mejor"?

Sus pocos amigos en aquella época eran los que compartían la misma afición con él, tanto o más enfermizamente, y permanecían horas y horas juntos, embelesados frente a la pantalla del ordenador, con los ojos colorados y saturados de rayos catódicos. Sus únicos diálogos al encontrarse eran: ¿Ya pudiste pasar el nivel ese?, ¿Sabés cómo se mata al monstruo de final de fase de tal juego?, ¿Te enteraste que ya salió la expansión de aquél otro? o ¡Qué buenos gráficos tiene el nuevo juego que conseguí!.. Nunca se preguntaban cosas tan simples e importantes tipo ¿Cómo estás hoy?, ¿Te pasa algo?, ¿Te puedo ayudar?... Nunca. En el fondo tal vez ni siquiera eran amigos, sino simples compañeros de aventuras imaginarias.

Eduardo seguía desesperadamente en la búsqueda de esos juegos que a él tanto le gustaban, pero cada día eran menos los que caían en sus manos. Fue por entonces que, en una revista de informática importada, vio la luz. Las compañías de software que a él más deslumbraban se estaban pasando a un nuevo campo: El de las computadoras 16 bits. La baba le escurría como arroyo que fluye hacia la fuente mientras leía extasiado las características de la nueva generación de computadoras:

SU Máquina / LA Máquina

8 bits / 16 bits

3 canales de sonido Mono / 16 canales de sonido Estéreo Surround

16 Colores / Millones de colores

Pixelotes / Alta Resolución

64 KB de memoria RAM / Megas de Memoria RAM

Cassette o Diskette de 5¼ / CDs y Disco Duro

Teclado y Basic / Mouse y nuevo Sistema Operativo

Juegos aburridos / ¡Juegos increíbles!

En la revista que mencionamos antes había algunas fotos del juego Monkey Island ¡Lo que él siempre había soñado! Por meses no pudo dormir pensando en la forma de obtener semejante máquina, hasta que por fin logró vender su (ya no tan querida) antigua computadora, con los miles de diskettes que tenía, y con ese dinero comprar un flamante nuevo ordenador (Eduardo se compró un Amiga 500, otros se compraron PCs, eso dependía del gusto de cada uno). Lo importante es que en sus manos tenía un poderoso ordenador de 16 bits (las tecnologías siguieron su rápido avance, evidentemente, y aparecieron los DVDs, los motores en tres dimensiones, mayores fuentes de memoria, juegos en redes de área local o Internet, etc. De aquí al fin del mundo irán apareciendo cosas nuevas, y, por supuesto, Eduardo se mantuvo siempre a la altura de las circunstancias, pero hablar de tecnologías de hardware aquí ya no tiene sentido, porque este relato es de índole espiritual y moral, no técnico, por más que lo parezca).

Desde ese momento no dio tregua al ratón ni al joystick por un segundo: Monkey Island, Shadow of the Beast, Turrican, Eye of the Beholder, Loom, Lemmings, todos fueron terminados victoriosamente. Las cosas volvieron a ser como antes: Eduardo empezó a coleccionar miles de discos con todos los juegos que caían en sus manos. Para ese entonces el ahora muchacho terminó el colegio y empezó la universidad, cursando (evidentemente) una carrera relacionada con la informática.

Poco a poco su afición se tornó fanatismo; consiguió datos de otros fanáticos del extranjero que le proveían de todo lo nuevo que salía al mercado y se lo enviaban por correo postal, y luego encontró (en su propia ciudad) tiendas de verdaderos piratas que vendían copias de los juegos a precios bastante bajos, los cuales se convirtieron en grandes proveedores.

Heimdall, Harlequinn, Dungeon Master, Lotus Turbo Spirit, Future Wars, Another World, en un principio; luego Doom, Fallout, Tomb Raider, Warcraft, Civilization, Baldur's Gate, Diablo, Quake, Deus Ex, Final Fantasy, éste, aquél... El joven seguía en las mismas, nadie podía con él, y mucho menos una máquina.

Llegado a este punto la situación se complicó: tenía más juegos de los que podía jugar. Ponía "cheats" (trucos, ayudas, vidas infinitas, etc.) a todo lo que podía, resolvía las aventuras gráficas con ayuda de revistas o FAQs, y pensando (y por lo tanto disfrutando) poco. Estaba perdiendo la esencia del juego: disfrutarlo y sacarle el máximo provecho, pensarlo y hacerlo durable ¿No es cierto acaso que nuestros primeros juegos nos parecieron asombrosos (como el simplísimo Mario Bros. o Ultima III), y que ahora juegos miles de veces superiores que aquellos no nos satisfacen en absoluto? El problema es que todo, por bueno que sea, en grandes dosis enferma.

Ya no había partidos de fútbol los fines de semana, ni descanso a la siesta, ni escuchar música, ni jugar barajas, ni reunirse con los amigos tan sólo para hablar, puesto que Eduardo cada vez tenía menos tiempo. Empezó a trabajar, tuvo novia, la facultad estaba cada día más difícil; pero él seguía amarrado a la máquina. El tiempo se volvió algo valioso, y trataba de ahorrarlo en todo momento: manejar rápido, dormir poco, comer aprisa, estudiar lo menos posible, hablar poco por teléfono, ¡Hasta su cuerpo aprendió a no estar sentado en el inodoro por más de un minuto! y... ¿Para qué?... Para desperdiciar todo ese tiempo frente a la "Máquina que te devora el alma". Ya no importaba más de qué se tratase el juego, si era bueno o malo, si era divertido o aburrido, si valía la pena jugarlo o no, puesto que nuestro héroe, enviciado, ya no se daba cuenta de nada; jugaba un nuevo juego, lo terminaba, y al cajón, de forma mecánica, triste, dramática. Los discos se apilaban en estantes o pasaban al olvido, para no volver a utilizarse otra vez. Su vida era oscura: horas quieto, como una estatua, en medio de la oscuridad y con el resplandor del tubo de rayos catódicos en la cara, el trasero acalambrado, con mucho sueño, parecía una maldición de cuento de hadas. Cada vez que la madre le pedía un favor, él refunfuñaba ¡Hasta había que pagarle para lograr que brindara alguna ayuda de mala gana! Cuando la novia quería hablar un poco más de cinco minutos por teléfono, él empezaba a sentir síndrome de abstinencia, miraba la máquina y, sin poder resistir la tentación, la encendía y jugaba con ella (con el volumen bajo, por supuesto) mientras su novia hablaba tonterías, prácticamente con ella misma, porque él sólo respondía con cadenciosos "Sí... No... Hm", etc. Si tenía que estudiar, la única forma de lograrlo era proponiéndose que "al terminar este capítulo jugaré un nivel más...". A veces las horas de las noche eran las únicas disponibles, y bueno... ¿Para qué dormir más de tres o cuatro cuando no podía destruir aún a la nave nodriza y salvar a la humanidad?

Así, los ejemplos podrían ser miles, pero es hora de redondear la idea: El castigo del pirata no es el peligro de que la policía aparezca y lo lleve preso o le decomise toda su colección, ni que un virus infecte su máquina borrando sus archivos, o que un ladrón se apodere de su colección de CDs, nada parecido. El castigo del pirata es que su afición se vuelve un vicio, peor que la droga, el alcohol, los juegos de azar, el trabajo en exceso, el sexo o el cigarrillo. Llega un momento en que todos los juegos aburren, se ganan fácilmente, no satisfacen, y uno quieres más, Más y MÁS, sin poder contener ese impulso interior que empuja a seguir jugando y malgastando el tiempo. Ya no puede estudiar, trabajar ni pensar en algo que no sea la maldita máquina. Así, el castigo es que el tiempo pierde su esencia, para cuando mire hacia atrás darse cuenta que todos sus logros han sido virtuales y sus batallas ganadas han sido imaginarias, pero en la vida, en el mundo real, no es más que un perdedor, o peor aún, no es nada.

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