Despertar
Era una fría mañana, algo poco común en el pequeño país de clima subtropical donde Juan vivía. El despertador había sonado hacía unos minutos, pero él aún no se levantaba. No era un clima al que estuviera acostumbrado. La temperatura probablemente estaba cercana a los cinco grados afuera, y las frazadas apiladas lo mantenían a una temperatura irreal.
El despertador volvió a sonar, con más fuerza. Juan estiró la mano a través del aire helado, y lo apagó nuevamente. Decidió tomar coraje y levantarse de una vez por todas. Debía ir a trabajar. Saltó de la cálida cama y se arropó rápidamente. Su vestimenta estaba congelada y le ponía la piel de gallina. Tiritando fue hasta el baño. El agua fría de la canilla parecía clavarle miles de astillas en las manos y luego en la cara. Apenas aguantó unos segundos y se secó rápidamente con una toalla.
Desayunó frugalmente, puesto que desde que vivía solo en la heladera apenas si había leche y un pan duro. Salió a la calle. Eran casi las siete. Debía apurarse, puesto que en media hora tenía que marcar en el trabajo. La mañana estaba nublada, obscura. Su respirar se dispersaba en bocanadas vaporosas a medida que cruzaba la calle. Hacía frío, el día no era normal, no lo era.
Esperó en la intemperie varios minutos por el bus que lo llevaría hasta la oficina donde trabajaba. La calle estaba extrañamente vacía. Finalmente el transporte público apareció en la distancia. Juan lo hizo detenerse, y se aferró a la baranda de metal para trepar por los incómodos escalones. Estaba helada. Y él no llevaba guantes ¿Para qué comprar guantes en un país donde la temperatura media era de treinta y cinco grados todo el año? El clima estaba loco, el mundo también.
Pagó su pasaje al chofer y se sentó en uno de los pocos asientos disponibles, bastante adelante, junto a una gorda que ocupaba casi completamente el par de lugares. El muchacho tuvo que conformarse con poner media nalga en la silla y la otra media dejarla colgando fuera. Sobre el gran espejo que permitía al conductor visualizar todo lo que ocurría dentro del micro había pegada una calcomanía de Jesucristo, mostrando su sagrado corazón, y, justamente a su lado, otra calcomanía que decía "Chofer casado no existe", con la imagen de un groncho al volante y una señorita de poca ropa cebándole tereré.
-La Biblia y el calefón -pensó Juan.
El chofer del colectivo estaba escuchando a todo volumen una música de ritmo tropical que a Juan le pareció desagradable. Miró a su alrededor, y le sorprendió que nadie mostrara síntomas de molestia, sino todo lo contrario, ya que varios pasajeros tarareaban la canción. En realidad no debía sorprenderse, puesto que era algo totalmente normal. Para peor, había gente que llamaba a la emisora (¡a esas horas!) y cantaba en karaoke las horribles melodías que una tras otra fueron poniendo. Nuestro héroe no daba más, y dio gracias a Dios que su viaje no fuera de más de veinte minutos.
Bajó del colectivo. Un automóvil pasó cerca suyo, y una mano anónima arrojó una latita de cerveza por la ventanilla, que rebotó ruidosamente en el pavimento varios metros hacia adelante. Siempre igual, gente sucia y borracha, a toda hora y en todo lugar.
Corriendo y sin aire llegó justo a tiempo para marcar su entrada en el reloj de la oficina. Pensó sacarse el pulóver que llevaba puesto, pero se dio cuenta de que no era buena idea, puesto que el calor que sentía era debido a la agitación, y su oficina estaba casi tan fría como el exterior. Los dedos le dolían al teclear en su computadora, entumecidos y lentos como nunca antes.
-Estaba pensando... -dijo repentinamente, dirigiéndose a su amigo Félix, que trabajaba con él hacía varios años en el mismo lugar-. ¿No existe otro tipo de música?
-¿Qué? -le preguntó su compañero, elevando la vista pero sin prestarle demasiada atención.
-Si existe otro tipo de música. Desde niño hemos escuchado siempre lo mismo, en todos lados: radios, televisión, fiestas. Les dan nombres diferentes, como para que creamos que existe algún tipo de cambio, pero son todos lo mismo. Cumbia, Vallenato, Cachaca, Cuarteto, Ritmo Tropical, Bailanta, Lambada, Reggaetón, esto, aquello... Pero para mí son la misma porquería.
-Para mí no -le respondió su amigo-. Yo creo que la música ha ido evolucionando con el paso de los años.
-¿Pero es que no hay nada diferente? ¿Algún ritmo radical que no se les parezca en nada?
-No que yo haya escuchado, por lo menos. Bueno, está el dance, rave, trance, etcétera...
-¡Eso no es música!, sólo sirve para estar drogado y bailar sobre parlantes de antros nocturnos. Sin alucinógenos no soportarías diez segundos en un lugar así con ese ruido... Tiene que haber algo más ¿Y la música clásica? Nombres como Mozart o Bach... Esa música no se parece en nada a la actual, ¿Por qué no las pasan por la radio?
-Esa es música vieja, rancia. ¿Quién, en su sano juicio, podría escucharla?
-Yo, tal vez, con tal de no tener que oír otra nueva canción de "Bronto", ¿Por qué a la gente le gusta tanto?
-Porque su música habla de amores perdidos, de amores nuevos, de fiestas donde se baila borracho hasta el amanecer, de sexo con mujeres hermosas, no hay problemas de dinero, hijos, suegras...
-¿Pero es que no hay nada más en la vida de la gente que esas estupideces?
Félix se mostró fastidiado. Juan no le permitía concentrarse en su trabajo con semejantes preguntas necias.
-¿Y acaso hay algo más en tu vida que eso? -exclamó.
Juan recordó rostros. Amantes. Festicholas descontroladas ahogadas en cerveza y whisky. Su ex novia... Por la que aún sufría...
-No -dijo-, creo que no... Salvo el trabajo...
-Nadie quiere escuchar músicas que hablen del trabajo -bufó su compañero-, Es patético. Estamos demasiadas horas haciendo nada importante aquí como para querer salir y seguir pensando en ello. Lo único que queremos es olvidar...
Juan escuchó con asombro las palabras de su amigo: ciertas, verdaderas. Y empezó a despertar. Un silencio tenso (para él), y tranquilo (para Félix) reinó por cerca de una hora en la habitación...
-¿Y en otros países? -preguntó el muchacho repentinamente al otro, quien se asustó por la frase súbita que rompió el calmo balance del lugar.
-¿En otros países qué? -inquirió el compañero.
-Sí, en otros países. Otras culturas. ¿No existirá otro tipo de música?
-No que yo sepa. En la cadena internacional eMeTiVi hace poco estaba un grupo de chinos cantando una cumbia muy buena. Y de hecho, los grandes de la música son yanquis, colombianos, jamaiquinos o europeos. Todo el mundo está globalizado y disfruta de las mismas cosas, ya no hay culturas diferentes.
-Me gustaría poder investigar... Saber un poco más -pensó el inquieto personaje.
-Internet.
-¿Qué pasa con Internet? -preguntó Juan.
-Todo está en Internet. Todos los locos ponen lo que se les antoja. Seguro que hay algo allí que responda a tus inquietudes -supuso Félix.
-Tal vez... -pensó el muchacho.
Al mediodía, Juan, en vez de ir a almorzar el súper pancho de todos los días con la gaseosa negruzca y burbujeante de contenido jamás conocido, prefirió ir a un cybercafé y navegar (en su oficina la navegación estaba bloqueada, y su plan de datos no daba abasto, además de ser terriblemente lento). Estuvo mucho tiempo buscando, pero nada útil salió a la luz. Nada.
Regresó al trabajo una hora más tarde de lo normal. Seguro le descontarían eso del sueldo. Se sentó en su silla, observando el techo, con los brazos cruzados.
-¿No tenés informes que preparar? -le preguntó Félix, molesto al verlo sin hacer nada.
-No hay nada.
-¿Qué?
-Nada, en Internet, nada. Me pasé dos horas y no encontré ningún lugar con información musical que no sea de ritmos tropicales.
-Será porque no hay otra cosa -supuso Félix-. Dejá de pensar estupideces y trabajá de una vez por todas, que hoy no hiciste nada.
Trabajar... Lo que la música te hacía olvidar. Juan trabajaba desde los dieciocho años en una filial de una empresa petrolera extranjera. Esta empresa ganaba millones de dólares al año y los enviaba a su país de origen, dejando al de Juan empobrecido. Todas y cada una de las compañías existentes hacían lo mismo. Todas las inversiones venían de afuera, y toda la población era de simples funcionarios. Antiguamente había existido el desempleo, las huelgas, el hambre... Pero desde mucho tiempo atrás, esa situación se había revertido, y toda persona tenía algún oficio que le permitiera subsistir. Los turnos normales eran de diez a quince horas, incluyendo sábados. El domingo era un día muerto, hecho únicamente para dormir...
-¿Y si hay otra cosa, sólo que no nos la muestran? -preguntó Juan.
-Si hubiera, la encontrarías.
-¿Y si nos están mintiendo? -insistió el muchacho.
-¿Quiénes? ¿Para qué?
-Los extranjeros, para que seamos sus burros de carga, mientras ellos sí tienen arte, música y actividades recreativas de verdad...
-No digas tonterías. No pueden engañar a todo el mundo. Internet es libre, la información se filtraría hasta nosotros.
Filtrar... A nosotros... ¿Y si fuera un filtro a nosotros? -pensó Juan-. ¡Puede ser eso! -se sobresaltó.
-Claro, no hay forma de que se oculte información con los avances de la tecnología, todo se sabe, de manera inmediata -sonrió Félix.
-¡No!, todo lo contrario ¿Y si nos están filtrando la información antes de que llegue aquí, para que no la veamos, o si Internet fue creada con la única misión de implantarnos más aún sus mentiras?
-Juancho, la paranoia al límite -se burló su amigo.
-No. No es paranoia. Existe un único proveedor del servicio de Internet en nuestro país, que es el mismo de todos los países poco importantes de Sudamérica, y no me sorprendería que también fuera el de los demás países esclavos de África, Oceanía, Asia, y quién sabe dónde más. Mi padre me contó que antes había varios proveedores del servicio, como ocurre con la electricidad o la televisión. Pero luego vino uno grande de los Estados Unidos, con el nombre de su propio país, y se comió al resto. Toda la información se trafica a través de él. Si ponen un filtro jamás nos enteraríamos de lo que ocurre, no podría entrar ni salir nada que ellos no desearan. Y casualmente también compraron a las empresas telefónicas y demás que pudieran servir para intercambiar información.
-Es mucho... -dijo Félix con el rostro cambiado-. Tengo demasiado que hacer y no puedo seguir con esta charla sin sentido. Voy a trabajar a la oficina de Rosa, que está de vacaciones, mientras se te pasa el descalabro mental. Te dije que los sedantes en exceso no eran buenos...
-Hace mucho que no uso sedantes... -murmuró Juan, en el espacio vacío-. Ya no me hacen efecto...
El muchacho salió de su oficina, cruzó la puerta y se alejó. No le importó la hora (puesto que le quedaban cinco horas aún de trabajo), ya que de todos modos le habrían de descontar un buen dinero por haber llegado tarde del almuerzo.
Se detuvo en un quiosco, para comprar unos cigarrillos, importados, obviamente. Hasta el vicio se importaba en esos días. El país no podía producir ni siquiera su propio material, había que regalarles inclusive ese dinero a ellos. Miró las revistas. "Bomba Popular" mostraba en la tapa a una mujerzuela de poca ropa diciendo que otra le había robado a su hombre, junto a la foto de un señor descuartizado con un machete por su mejor amigo, con la sangre salpicando pisos y paredes. Vanidades enseñaba a cualquier mujer interesada como "atrapar sexualmente a su hombre", TerrequeteVeo mostraba fotos de otra "modelo" sin ropa con la frase "Yo no me acuesto con los hombres por dinero".
-Claro, lo hacés por joyas, tapados de piel, autos y casas en Punta del Este. -bromeó para sí el muchacho. El quiosquero lo miró extrañado. Juan borró enseguida la sonrisa de su rostro.
Siguió mirando revistas. Había un montón de pornografía, lesbianismo, gays... Periódicos sensacionalistas, historietas con grandes cuadros y pocas palabras, estupideces, todas estupideces. Revistas contando intimidades de actores famosos o de una realeza anticuada, como todo en ese mundo. Lo mismo pasaba con la televisión. Todas películas de tiros, violencia o sexo. Comedias románticas, series añejas, dibujos animados reciclados como los Pitufos. Todas vaciadoras de cerebros, cambiando materia gris por aserrín. No existía una sola obra que dejara algo al llegar a los títulos finales, salvo, tal vez, unos excelentes efectos especiales. Y la gente de todos modos atiborraba las salas de cine los miércoles y fines de semana.
Pero repentinamente algo le llamó la atención. Un libro. Había un libro en el quiosco, detrás de una de las tantas revistas de poca monta. Estiró la mano y encontró una edición barata y ajada de "La Divina Comedia", de Dante Alighieri. Un libro que le sonaba, de algún lado. Como las universidades y el bachillerato se habían ido transformando con el tiempo, y ahora eran inexistentes, la cultura general del pueblo era más bien baja. Sólo sabían lo mínimo que necesitaban para ser obreros. La familia de Juan era poco común en ese aspecto, ya que lo había obligado a estudiar en el único colegio con bachillerato de todo el país, junto a varios hijos de ricos que luego abandonaron la nación. Poca gente podía pagar semejantes estudios, pero su padre afirmaba que eso lo haría mejor persona.
-Es muy grueso -pensó, mirando el libro de costado, y luego hojeándolo desde el final. Eran 525 páginas en una letra bastante pequeña-, jamás tendré tiempo para leerlo.
En esa época todo era resumido, corto y rápido ¿Quién podría darse el lujo de leer horas y horas una novela? En todo caso era preferible ver la película en dos horas, y punto. De hecho, muchas bibliotecas se clausuraron, por falta de fondos y de gente que las apoye. Muchos libros se quemaron, guardando apenas algunas digitalizaciones de ellos, como patrimonio de la cultura universal.
Juan compró el libro, en un impulso repentino. Caminó unos metros hasta la plaza central y se sentó en un banco. Estaba oscureciendo, y el frío se empezaba a sentir nuevamente, implacable, pero de todos modos quiso leer un poco, saciar su curiosidad. La historia tomaba como protagonista al propio Dante, quien, ayudado por Virgilio, recorría el infierno y el purgatorio hasta llegar al Paraíso, donde su amada Beatriz, ya muerta, lo esperaba para darle a conocer todas las verdades que siempre había buscado. Narraba un viaje de crecimiento, de aprendizaje, de convertirse en mucho más de lo que era hasta ese momento. Juan se sintió identificado con Dante, con su búsqueda, con sus cuestionamientos. Leyó por más de una hora, hasta que la luz solar se evaporó en el firmamento, y tuvo que cerrar su libro.
Hacía tanto que no leía algo con contenido. Que no detenía su pensamiento en algo más sublime que artículos periodísticos vacíos, comerciales de televisión o fiestas con abundante alcohol.
Decidido, caminó por el centro de la ciudad, ya oscuro, y se dirigió directamente a las oficinas del único proveedor de Internet de todo el país, ubicado en uno de los edificios más lujosos del radio urbano. Hacía frío, un frío sobrenatural, mortal... Evidentemente era un día especial.
-Y todo empezó por una maldita música en el colectivo... -se dijo. Algo tan simple puede ayudarnos a despertar.
Entró a la recepción del lugar, que estaba a punto de cerrar, pero logró escabullirse del guardia de seguridad y avanzó directamente hacia la secretaria. Pidió hablar con el gerente. Dijo que tenía preguntas que hacerle. Necesitaba respuestas. Al principio intentaron convencerlo de que estaba diciendo tonterías, pero luego de una acalorada discusión llamaron a alguien. Un hombre canoso, de unos cincuenta años, alto y delgado, apareció detrás de una puerta, y, tomando del hombro al muchacho, lo invitó a un despacho privado, cómodo y muy bien decorado. Charlaron un rato. Juan le explicó el porqué de su nerviosismo, de su inquietud.
-Muchacho -le dijo el hombre-. tu necesidad de crecimiento, de conocimiento, me sorprende. No es normal entre las personas de un país como el nuestro -El acento del hombre denotaba claramente que él no era de nuestro país, de todos modos.
-Sólo respóndame lo que le pregunté -lo presionó Juan-. ¿Hay información que no podemos ver? ¿Qué ocurre en el mundo, en los demás países? Dígame la verdad.
-¿Cómo podríamos ocultar cosas? -se defendió el hombre-. Internet es de todos. Y si no fuera por Internet, te enterarías de las cosas en la televisión, en los diarios y revistas...
-Las revistas... Las patéticas revistas... Y la televisión, con programas idiotizantes de Talk Shows, Reality Shows, concursos y telenovelas baratas... Allí no hay ninguna verdad -aseguró Juan. Con firmeza apoyó su libro sobre el escritorio del individuo-. Esto se escribió hace novecientos años. Y encierra verdades que actualmente no conocemos -se quejó-. Siento que estoy vendado, que todo el país tiene una venda gigantesca que nos impide ver más allá de nuestras narices. Ustedes ponen un filtro. La televisión siempre ha servido únicamente para estupidizar. Las publicaciones no hablan más que de cosas carentes de sentido, como nuestra propia vida, trabajando todo el día, y ahogándonos en vicios los fines de semana. Todos estamos vendados. No puede ser que todo el planeta viva igual ¡Que no escuchen otro tipo de música! No, no lo acepto.
El muchacho miró a la derecha, asustado. Música, eso era. Estaban en la pequeña sala escuchando música, con el volumen muy bajo, pero fuera de lo normal. Se puso de pie y se acercó al equipo de sonido. Extrajo el disco de su interior. Era una banda de la cual no había escuchado jamás. Miró por encima, y vio varios discos más. Todos desconocidos, salvo por uno de Mozart, música rancia...
Volvió a poner el disco en la radio. Y lo escuchó con detenimiento. Era mágico, sublime. Volteó lleno de ira.
-¿Hace cuánto que nos ocultan la verdad? -inquirió molesto-. Estoy seguro que si viajara al país de donde usted proviene, todo sería diferente a lo que nos muestran.
-Muchacho, muchacho -le respondió el hombre con una sonrisa-. La verdad está oculta sólo para el que no la quiere ver. Y tú vives en un pueblo que no quiere ver, que no desea ser despertado. El despertar tan sólo trae a colación dolor y frustración, por lo que no se comprende o no se puede alcanzar. Nosotros tan sólo colaboramos lo mínimo necesario para que todos sigan dormidos, es cierto. Y sí, nos conviene que la masa trabajadora no piense en nada útil, y tan sólo trabaje al son de la cachaca, mientras que los países dueños de esta corporación, y de todas las demás, crecen culturalmente, y permiten que su gente se preocupe únicamente por cultivarse y vivir bien, a costa de la ignorancia de los demás... Es mejor que uno tenga en la mente canciones que digan "¿Dónde estás, mi cuchi cuchi?", en vez de estar preguntándose "¿Porqué estoy aquí? ¿Quién soy? ¿Adónde voy?", que de todos modos nunca podrán responder, ya que el intelecto no les alcanza para llegar a las respuestas. Y contamos con la ayuda de los políticos de estos países, que por un poco de dinero, votan cualquier ley y hacen cualquier cosa que nos plazca... Pero ahora que sabes como son las cosas, lamento informarte que tendré que matarte...
Juan se puso pálido. No atinó a moverse, a correr, a defenderse, tan sólo aferró fuertemente un disco en su mano.
El hombre sonrió.
-Era broma -dijo-. No es preciso llegar a tal extremo, no somos gángsteres ni demonios. ¿Quieres aprender? -continuó-. Tienes varias alternativas. Yo formo parte de una logia que preserva el conocimiento y las verdades absolutas. Puedo mover influencias para que te acepten en nuestras filas. O tal vez quieras viajar al extranjero. Eres muy inteligente, despierto y capaz. Ellos siempre están buscando gente así. Aquí no aprovechas tus capacidades. Deberías viajar ¿Qué te parece?
-Estoy seguro de que si me voy, nunca podré regresar. Y si me uno a ustedes, no podré hablar...
-Es muy probable -dijo el hombre, levantando los hombros en forma de disculpa-. Pero tu lugar no está allí afuera, evidentemente. Y la gente no está dispuesta a escuchar, o entender. O sino debería recibir más visitas como la tuya, cosa que no ocurre. A nadie le importa pensar en un mundo diferente, o buscar alguna razón a su existencia más allá de reproducirse, comer, trabajar, dormir, y perpetuar la raza humana.
-¿Y si quiero predicar? -preguntó Juan-. ¿Despertar al resto? Ninguna de las opciones que me das me permitirá mejorar la vida de los demás, aquí.
-¿Para qué? ¿Acaso no te das cuenta de que ellos son felices así? Quienes quieren estar despiertos y tienen la capacidad de hacerlo, lo están. El resto solo sufriría al conocer la verdad. Además, nadie es profeta en su propia tierra, ya lo dijo Jesucristo. No lograrás nada. No eres el único que ha sentido la inquietud, sin lograr nada. Vamos, yo puedo ayudarte.
-No sé, debo pensar -se disculpó Juan, abriendo la puerta del despacho, nervioso- Prometo volver.
-¡Hey! -exclamó el individuo-. No te olvides el libro -le recordó, acercándose y entregándole el volumen-, en el Paraíso, Beatriz responde muchas de las eternas preguntas del hombre, muchas de las que te estás haciendo en este momento... -sonrió-. Muchacho, no tienes mucho tiempo para decidirte. Vuelve pronto, yo te estaré esperando.
Juan abandonó las oficinas de la multinacional, caminando a gran velocidad. Sacó algo del bolsillo. Un disco, desconocido para todos... Pensó: "Nadie es profeta en su tierra", era cierto. Soñó con ir a otro país tan ignorante como el suyo, pero donde nadie lo conociera, y empezar a predicar. Cruzar la frontera a escondidas, en una balsa de noche, podía hacerlo. Conseguir discípulos, fundar una Iglesia, ser el nuevo Profeta... O simplemente dejar todo de lado y unirse a quienes dominaban al mundo, que de seguro lo aceptarían, como el hombre sin nombre le había prometido. En ese caso podría aprender, evolucionar, y codearse con otras personas despiertas como él.
Hacía frío, las piernas le temblaban. Evidentemente era un día especial, un día especial.
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