XIII: La verdad de la luz de luna
¿Cómo sabía yo que sucedió todo aquello? ¿Cómo es que sabía yo que despertó de aquella manera tan brusca? ¿Y cómo es que puedo dar fe de todo lo que dio a lugar después de eso?
Pues, la estaba observando desde la ventana que daba al patio de su casa. La estaba escrudiñando sobre un árbol en lo alto, desde fuera de su habitación, que se encontraba en el primer piso.
Como bien he dicho, se levantó de golpe y un gato salió disparado por la ventana, razón por la cual estuve a punto de perder el equilibrio y de golpearme con fuerza contra el pasto del jardín por eso, pero nada de aquello no sucedió, por fortuna.
Encendió la luz de la habitación y se posó frente al espejo que se alzaba frente a su cama. Su rostro parecía haber perdido un poco de su vivo color, aunque se encontraba bien en general. La muchacha era bonita, aunque presentaba unas pequeñas ojeras, supongo que debido a alguna ansiedad por algo; quizá porque el momento hubiera llegado, pero ¿qué momento?
Sus ojos negros, ¿qué decir de ellos? Aparte de encontrarse un poco pálidos, parecía ser que algo se ocultaba tras ellos. No sería capaz de decir con exactitud qué, aunque era algo. Eran las diez menos cinco y su cabello negro parecía estar un poco grasoso; quizá, era producto del sueño y del mismo sudor que este le provocó. Admiraba su rostro, supongo, de la misma forma en que había hecho aquello en muchas otras ocasiones de su vida, pero vi que sus ojos se ensancharon un poco, pareció haberse sorprendido por algo. Me imagino que habría visto algún cambio en su cara o algo por el estilo, debido a que se frotó la mejilla con un gesto de desagradable sorpresa.
—Mi rostro parece tan áspero al tacto, parece... —Dejó la frase en suspenso y luego, casi susurrando para sus adentros, continuó, creo que cambiando en parte lo que iba a decir—: ¡Dios mío!, parece diez años más viejo.
La verdad fue que, oírla decir aquello, me logró dar un terrible escalofrío. La razón era que fue justo lo que había pensado yo; no parecía ser una chica de quince años, parecía tener, por lo menos, veintiocho y la voz parecía mucho más grave que la de una muchacha de su edad.
De repente, noté que un haz de la luz de la luna entraba en la habitación y que se posó sobre su rostro como si fuera una máscara descomunal, como si estuviera allí presente y fuera una terrible maldición de mil y un demonios infernales. Era como si se hubiera tratado de uno de los tantos demonios que conforman a aquel que se hace llamar Legión. Una sensación horripilante había accedido en todo mi cuerpo y no me gustaba para nada. Me di cuenta de que todo estaba marchando mal.
Además, comenzó a temblar de una forma extraña. Era cierto que hacía mucho frío, pero llevaba puesto un pijama rosa y se había calzado unos zapatitos de una tonalidad algo más oscura, que parecían bastante cálidos de por sí. Además, parecía que temblaba como si estuviera intentando luchar contra algo, como si tratara de impedir que algo sucediera. Era como si estuviese luchando consigo mismo, para impedir algo.
Noté, de inmediato, dos cosas: una era que la luna llena había subido ya y que parecía alzarse sobre mi cabeza; la otra era que Eliana empalideció como nunca, parecía una hoja de papel en blanco, un verdadero, y único, ejemplo de Nosferatu femenino.
La chica comenzó a cambiar de repente. ¡Sí!, ¡a cambiar! y mis ojos no lograban dar crédito a nada de lo que estaban observando paralizados; no era capaz de quitarle los ojos de encima y era como si estuviera completamente hipnotizado. Para que mi imaginación no me engañara, me los froté una y otra vez, pero el efecto parecía ser cada vez peor y tuve que dejar de hacerlo. A fin de cuentas, me percaté de que no había sido nada más que la suma de todos mis nervios que se mezclaron con la insensata imaginación que, en más de una ocasión, llegué a odiar en mí. Volví a recordar la ocasión en que vi el rostro de Zaira en el accidente de la familia Zurlo y, junto con ello, logré recordar lo mal que la había pasado. Empezaba a sucederme lo mismo, no podía haber otra explicación; todo eso no era más que un disparate como el que tuve que vivir antes, en la escena del accidente...
Pero del rostro de Ely surgieron unos finos cabellos marrones y la muchacha gimió de miedo; no fue un grito fuerte ni nada así, por eso, nadie acudió a la habitación. Si alguien lo hubiera hecho, supongo que aquella persona se hubiera caído muerta de la impresión y no hubiera vivido para poder contarlo. Los ojos de la chica se volvieron amarillos de repente y, a través de estos, vio, primero, el rostro podrido del muchacho De Bellis, lleno de gusanos y de heridas con sangre fresca. Recordó la manera en la que lo había asesinado y en la forma desesperada en la que devoró aquella mano y ese ojo. Había sido una verdadera carnicería.
Luego, se vio recordando a esa chica. ¿Cómo se llamaba? Viviana, sí. La chica Valenziano. Recordaba que la golpeó, que la sujetó con fuerza por el cuello y que a continuación la llevó hacia el agua estancada de esa zanja. Lo siguiente que acudió a su memoria fue el hecho de que comenzó a saltar sobre ella una y otra vez para que muriera más rápido; lo siguió haciendo hasta hacerse un gran daño en los tobillos. No sería capaz de contener la respiración por más de un minuto si se encontraba bajo desesperación, quizá solo duraría un par de decenas de segundos. El recuerdo del jugoso bistec, del exquisito manjar que se dio con ella, regresó a sus memorias como hiciera lo propio un amante arrepentido que busca que su novia le perdonara una infidelidad. Se relamió de manera cruel.
El pijama rosa que llevaba puesto, se ensanchó de golpe y se desgarró sin más. Cayó al suelo y pude comprobar que estaba llena de pelos marrones; su rostro aún se negaba a transformarse, ya que faltaban cosas por recordar.
Luego, recordó aquella vez en fue a la salida del pueblo a cazar animales salvajes y a devorarlos. Recordó, además, a esa mujer que la había visto... tenía que matarla, no podía quedar viva. La iba a perseguir hasta la muerte, si era necesario. Sus instintos salvajes le decían que sí lo sería, que ya era necesario hacerlo pues, de otro modo, significaría un gran peligro si llegara a salvarse. Pero, para aquel entonces, la mujer empalideció por completo, aceleró de golpe, dio un terrible volantazo y no fue capaz de aquel enorme pino que tenía en frente, salvo cuando lo tuvo encima, medio segundo antes de chocar contra él. De alguna manera, se libró de ella y del pobre chico que viajaba a su lado. No los había matado, sin embargo, de alguna que otra manera, fue culpable de la muerte de ambos; ella los había llevado directo a la muerte cuando dio un gran brinco delante del coche.
De la punta de sus zapatitos, aparecieron uñas largas, afiladas y amarillentas. Su nariz se alargó y tomó una forma redonda de color negro; el hocico se terminó de formar. Sus orejas fueron tomando una forma puntiaguda y se alinearon en dirección hacia arriba en cuestión de instantes. El brillo de sus ojos amarillos se volvió intenso, fulguroso; se encontraban rebosantes de una furia brillante y rojiza.
Pero aún se vio recordando... sí, recordando. Recordaba al pobre indigente morocho, la paliza que le dio y cómo degolló al pobre. Este la miraba cara de cachorro asustado; recordó que el sujeto el chico fue capaz de sujetarla por la cabeza y que logró arañarla y producirle alguna clase de daño, razón por la cual ella intentó comerle la pierna y que había querido devorarlo por completo, pero algo sucedió que la llevó a actuar de otra manera.
La luna se había ocultado tras alguna nube, de repente y, con toda seguridad, su transformación comenzó a perderse poco a poco, de alguna manera y se vio obligada, en cierto modo, a regresar a su morada. Creo que, si nada de aquello hubiera sucedido, jamás hubiera descubierto quién estuvo tras todas aquellas muertes. Todas ellas fueron una especie de pistas, esas por las que estuve esperando todo aquel tiempo; la única manera en la que podría haber resuelto aquel caso infernal.
Al final, los zapatitos se desgarraron en dos y los cabellos marrones de su rostro surgieron triunfales. La luna brillaba con todo su esplendor y, todo lo que había estado recordando momentos antes de su transformación, habría de olvidarlo, como siempre habría de hacer. Era algo completamente natural, nunca lo podría recordar en uno de aquellos días en los que se volvía a la normalidad, ni siquiera, podría hacerse presente en un sueño. Si se atrevía a llegar a hacerlo, serían sombras del mismo modo en que lo fueron durante aquella noche, de la misma manera en la que lo estuvo haciendo durante todas las noches de luna llena.
Se encorvó de un momento a otro, se apoyó sobre las patas traseras mientras jugaba con las delanteras y las lamía como hiciera lo propio un animal salvaje de la jungla. Ella era una verdadera hija de la noche; era eso que tanto le había fascinado durante toda su vida, pero que, también, tanto desvelo y temor brindó a su manera.
Ahora, se volvió a erguir sobre sus fuertes piernas, sobre sus pies enormes y descalzos; su rostro ya no era el de una chica de quince años, ni de veintiocho, ni de los que fueran. Su semblante era el de una criatura infernal imposible que existiera en este mundo, pero ahí mismo me encontraba yo, admirándola. Estaba observando, aún sorprendido como no soy capaz ni de describir, a aquel hombre robusto de un metro con noventa de estatura y de ciento y pico de kilos que, de preferencia, debía ser boxeador.
Ahí estaba presente, viendo al sospechoso falso que he creído alguna vez. Veía a aquella criatura y no podía comprender cómo fue capaz de engañarme de esa manera una criatura estúpida sin inteligencia que solo era motivada por el instinto más básico de todo ser vivo, que es el de alimentarse y sobrevivir. No podía dejar de pensar en cómo algo tan primitivo como aquello fue capaz de engañar a todo el cuerpo policial y a toda la población. Pese a que no se trataba de un hombre, no podía decir que no se tratara de un licántropo; hay otra palabra que lo describe, pero no fui capaz de recordarla en ese momento.
Me sentía humillado por esa maldita.... Por esa mujer loba. Fui insultado por una estúpida, pero terrible criatura. Lo más gracioso de todo, es que ni siquiera me desafió en una idiota lucha de egos; esa estupidez solo estuve presente en mi cabeza.
Esa es la identidad de aquel despiadado asesino que asoló a mi amado pueblo. Esa es la realidad y yo era el único que sabía aquella terrible verdad y era consciente de que nadie me iba a creer. Era una suerte de terrible lupa —una diosa loba— según la mitología romana, fui capaz de recordarlo de repente. Era el único que sabía que aquellas criaturas sí existían. Si lo hubiera declarado, me hubieran detenido por loco sin duda alguna. Tenía que hacer algo en contra de esta criatura infernal, ya no por mi ego —este se había ido completamente por el inodoro— ni siquiera por mi orgullo, tenía que acabarla por el bien de todos, para que no hubiera más víctimas fatales.
Pero fue entonces que una rama del árbol en el que me estaba escondiendo crujió de repente, se quebró bajo mis pies, estos cedieron y caí al suelo con brusquedad, logrando hacerme algo de daño, pero esto último no era muy importante que digamos. La criatura —y su abominable presencia— observó de repente por la ventana qué diablos había ocurrido y me vio allí, en el patio. La furia se percibía, con suma claridad, en sus amarillos y encolerizados ojos. Para aquel entonces, de mis ojos brotaron algunas lágrimas amargas y maldije haber sido tan egoísta y haber intentado resolver aquello por mi cuenta, sin haberle confesado a nadie lo que hice. Fui un tonto, un verdadero idiota sin remedio, pero ya no había nada que pudiera hacer para deshacerlo, por más que lo deseara con todo mi ser.
Lo vio y lo supo todo. Esa cosa sabía que yo lo había comprendido, que lo había entendido todo. Aulló al cielo despejado, en dirección a la luna llena, como si me estuviera hablando. Sabía que comprendía todo acerca de la verdad de la luz de la luna y no descansaría por el resto de la noche, ni de su existencia, hasta darme caza, matarme y devorarme como lo ha hecho con todas sus demás presas.
FIN
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