XI: La última víctima; ¡un hallazgo saboteado!
El día siguiente, el resto de la población que no había visto la noticia mediante la televisión —la minoría realmente, esa es la maravilla de este medio en cuanto a difusión, además de las ventajas de vivir en un pequeño pueblo, pues las noticias y rumores, vuelan a toda velocidad hacia todas las direcciones por más insospechadas que estas sean—, se enteró de la misma leyendo los diarios de la mañana y, quizá, un par de decenas de personas, algunos que tal vez trabajaran por la noche, leyéndolo durante la tarde y ya, hacia las seis o siete, justo antes de que el ocaso volviese a llegar a su punto culmine, todo el pueblo ya se encontraba hablando de esto. Quizá, solo quedara algún rezagado que hubiese viajado, pero serían ya la minoría de la gente. El tema de conversación no podía ser otro más que ese; a cualquier lado que uno fuera, sea un bar, un club o en el propio trabajo, no se hablaba de otra cosa que no fueran las víctimas y el asesino.
Yo había estuve presente en la escena del crimen, junto con el resto del departamento policial de las divisiones de los detectives y de los forenses: sin duda alguna, se trataba de nuestro muchacho que había vuelto a atacar. Ni siquiera tuvimos que analizar eso, solo nos bastó con observar la crueldad y las desprolijidades.
Aunque no hubiera habido tanta agresión en aquella oportunidad, sabía que era todo producto de su obra. Con todo lo que había vivido durante los últimos cuatro meses —o algo así—, ya podía asegurarlo sin siquiera titubear y, es por eso, que lo afirmé de inmediato ante mis colegas —la mayoría de asintieron con un leve gesto, en tanto que otros, lo hicieron al quedarse sumidos en un completo silencio. Sé, con toda certeza, que sentían un gran escalofrío y hubiera sido capaz de apostar los ahorros de toda mi vida sin siquiera dudarlo.
El joven José tenía trece años, los había cumplido el primero de febrero, tal y como habían dicho los periodistas en todos los medios, incluso, vía radio; esta, a pesar de que no era la mejor del planeta, ni mucho menos, era bastante oída por la gente que estaba en los campos dentro y en las afueras del pueblo. Vivía en la calle; siempre podía verlo uno acostado frente al bar y restaurant de Marcela Suarez; era principalmente esa razón la que terminó por movilizar a todo el pueblo. Es decir, ¿podría haber alguien tan desalmado como para hacerle eso a un pobre muchacho sin hogar propio ni el techo de algún conocido que pudiera acogerlo?
Según contaba Marcela, el chico le daba mucha lástima, del mismo modo que le pasaba a todos los que lo conocían.
—Era un pibe bueno —me confesó, cuando me llamó la atención.
Yo sabía que siempre se las rebuscaba para darle algo para que comiera, cuando no algo de ropa para que no llevara siempre lo mismo puesto. La verdad es que me atrevo a decir que, al verla de aquella manera, me dio la sensación de que lo quería como si fuera un hijo propio; se me llegó a ocurrir la idea de que había estado a punto de proponerle que se quedara con ella. A lo mejor, tenía ciertos temores de dar aquel paso y por ello se la veía tan triste, pero, en fin, por lo menos nunca se lo llegaba a ver desnutrido. ¿Se lo veía sucio?, desde luego, sin embargo, yo nunca lo llegué a ver desnutrido.
No muchos sabían la razón de eso, me imagino. Ese gesto de amabilidad me dibujó una sonrisa, débil, pero sincera, luego de aquello tan desagradable que había tenido que presenciar, luego de lo que parecía haber hallado, fuera lo que fuera.
Era un chico morocho. Obviamente, no presentaba —con exactitud— un buen aspecto de por sí. Se trataba, sí, de un chico bueno, probablemente, si alguien no lo conociera, lo observaría con cuidado para determinar si realmente era muchacho del que pudiera uno fiarse, pero la verdad es que se trataba de una persona sencilla y humilde, a quien siempre se la podía ver haciendo mandados a la gente; no se podía decir que el espíritu trabajador le faltara en ese sentido y esa era otra razón por la cual era tan querido. Sus ojos eran marrones y sus cabellos presentaban una tonalidad bastante similar, siendo que estos eran apenas, un poco más claros y, por lo general, quitando las ocasiones en que le regalaban algo nuevo para vestir o calzar, su ropa solía estar rasgada y sus zapatillas algo desgastadas, aunque resistían mucho más que las otras.
Las medias agujereadas de sus pies —en las que podía uno apreciar sus largas y amarillentas uñas, tan amarillentas como se encontraban sus dientes— asomaban por los agujeros de las zapatillas que llevaba puestas en aquel momento y salían de estas... esas zapatillas en sí no le calzaban del todo, pero siempre supuse que eso era mejor que nada. El chico vivía a la miseria, pero, al menos, estaba bien alimentado gracias a la amabilidad de Marcela y me alegraba mucho eso, me emocionaba ser consciente de que no todo era tan negro a final de cuentas.
José fue golpeado en el estómago y la violencia del ataque lo hizo vomitar sangre. Como de costumbre muchos se apartaron de la escena para hacer lo propio y yo, a duras penas, me logré contenerme. También tenía las marcas inconfundibles de aquellos arañazos, aunque, ahora, los notaba algo torcidos —quizá por cómo estaba observando el cuerpo sin vida— y me pareció, más bien, que hubieran sido causados por garras, pero eso no era nada lógico ¿verdad? El cuerpo se encontraba recostado contra el paredón de piedra maciza de la casa fúnebre «¡Vaya ironía!», casi exclamo en voz alta. No podía dejar de pensar aquella frase una y otra vez, como si el atacante hubiera cometido esa acción a propósito.
Presentaba algunos moretones bastante marcados en su nuca y parte de su espalda, lo que nos hizo suponer que el atacante lo empujó con ferocidad contra la pared para asestarle el golpe final. Supuse que lo habría embestido de una forma más que violenta y que eso fue lo que logró que José tropezara y fuera a dar contra la pared; se me ocurrió la horripilante idea —hasta lo imaginé como si se tratara de una terrible película dirigida por el director del exorcista— que de haber golpeado con un poco más de fuerza, le hubiera quebrado la cabeza como si fuera un pequeño y débil escarbadientes. En efecto, estuvo a punto de producirse aquello y eso, quizá, hubiera sido un alivio si consideráramos el terrible sufrimiento por el que tuvo que pasar luego de ello.
Sacando esos golpes, no había tenido nada tan grave. Una herida a medias comenzaba a notarse en su pierna izquierda, una que parecía crecer cada vez más pero que no había seguido por alguna extraña razón. Tuve, entonces, una terrible corazonada: el atacante estuvo a punto de arrancarle la pierna de una feroz manera, pero algo, fuera lo que fuera, fue capaz de detenerlo se lo impidió por completo. Si lo hubiera hecho, hubiese tenido que utilizar una muleta por el resto de su pobre, miserable y desgraciada existencia si hubiera tenido la fortuna de haber sobrevivido a aquello; con toda seguridad, no lo hubiera matado, aunque no podía decir lo mismo de la herida que presentaba su cuello... eso era una cosa muy diferente. Lo degolló de alguna manera y parecía que lo hizo antes de empujarlo, si quiera.
Luego de admirar este detalle, no nos costó ningún trabajo determinar que la razón de la muerte había sido esta, que murió desangrado por esa profunda herida que presentaba a la altura de la garganta. Yo ya estaba resignándome, de hecho, ya lo había hecho; no habíamos sido capaces de encontrar una sola maldita huella, ni seríamos capaces de hacerlo.
En tres asesinatos de ese estilo, vi de todo. Vi incoherencias de todo tipo, observé muchas actitudes lunáticas, pero ninguna evidencia clara, ninguna prueba contundente, que nos pudiera indicar quién era el asesino, como así tampoco podíamos asegurar quién no lo era. En realidad, podía tratarse de cualquier habitante del pueblo o, incluso, alguien de afuera, ¿por qué no? Y, si ese fuera el caso, ya todo se nos iba de las manos. Era como una especie de profesional desprolijo, algo nunca antes visto ni acá ni en ninguna parte del mundo y eso me estaba empezando a sulfurar como nunca; de hecho, quería gritar de furia e impotencia, estuve a punto de golpear el suelo con toda mi fuerza. Asegurándome que nadie me viera, alcé mi vista hasta el cielo junto con mi puño derecho y estuve a punto de descargarlo en el suelo húmedo y mojado. La noche anterior había llovido a cántaros, pero...
Justo en ese momento fue que lo pude apreciar. Vi algo que no había visto en ninguna de las otras escenas. Admiré lo que parecía ser una huella digital asomándose en un lado de su torso, donde la remera estaba rasgada siempre. Me acerqué y, en efecto, vi que se trataba de una huella digital. Esta estaba determinada por una mancha de barro que se había secado con el paso de las horas.
Gracias al maldito tiempo que nos azotó la noche anterior —y el cual debo admitir que me llevó a proferir algún que otro insulto cuando salí a dar unas vueltas con unos amigos—, fui capaz de dar con algo de lo que, ningún otro, se había percatado. Me puse a analizar más en detalle el cuerpo hasta que vi una mínima señal de defensa que me dejó una grata sorpresa; podría decirse que me sentí aliviado de cierto modo.
No sabría decir si en otros casos había ocurrido algo similar; quizá sí y lo pasamos por alto por completo. Aunque, lo más probable era que esa hubiera sido la primera ocasión, ya que luego inspeccionábamos todo de manera más minuciosa; hay que tener en cuenta que éramos humanos y podíamos equivocarnos, podía darse la posibilidad que alguna prueba se perdiera en el proceso de investigación o que hubiera permanecido un buen tiempo hasta desaparecer antes del hallazgo de los cuerpos. No es por justificarme, pero el análisis forense nunca debe ser tomado tan a la ligera; hay ocasiones en que los casos no pueden resolverse hasta que transcurren varios años de los propios sucesos.
En fin, noté que en las uñas de la mano derecha de José había ADN y que, cerca de la otra, reposaban unos cabellos negros que parecían haber sido arrancados de raíz. Estos cayeron sobre suelo y la mano sobre estos. Una sonrisa se empezó a dibujar en mi rostro. «Al fin, con estas pruebas voy a poder evitar que esta locura siga y que haya más víctimas», pensé de manera esperanzada, pues en realidad, pese a que llegué a creer que esto se trataba de una lucha de egos, mi principal preocupación no era otra más que el bienestar de toda la comunidad, de mi preciado pueblo. Con esto me podría asegurar de que ya no habría más masacres.
Tomé esos cabellos con mis guantes y los guardé en una bolsita hermética de nylon; con un par de hisopos, hice lo mismo con el ADN que hallé en las uñas y los coloqué en otra bolsita hermética para que los elementos no se contaminaran entre sí. Usé talco en polvo para hacer una especie de calcomanía de la huella que había visto; esto, en realidad, tenía que descartarlo ya que el pueblo no contaba con aquella tecnología, sin embargo, me aseguré de conservarla por un tema de que, cuando atrapara a quien lo había hecho, no hubiera error alguno. Luego, la impregné en un papel negro adherente que, con mucho cuidado guardé dentro de una cajita y aseguré con unas pequeñas trabas para que no se moviera ni se echara a perder.
Todos mis colegas estaban asqueados, algunos se apartaron para tomar aire fresco. Otros tomaban café, sentados en el cordón que daba al bar de Marcela o lo hacían en el pequeño muro de la casa de los Rodríguez; se habían resignado como casi me sucedía a mí, podía verlo en cada uno de sus rostros.
Yo era el único que se había quedado observando el cuerpo. Quizá, si hubiera habido alguien más cerca de mí, sido tan egoísta. Pese a lo del bienestar, el ego me terminó ganando para mal.
Me apresuré a borrar la huella por completo antes de que nadie lo viera, así como a limpiar las uñas para que no se viera nada. A continuación, las rocié con amoníaco para que, si alguien encontrara algún rastro de sangre, no sirviera de nada un análisis del ADN y me aseguré que no hubiera más cabellos cerca. Limpié la escena del crimen, cuidando mucho que ningún otro me pillara haciéndolo y la dejé tal y como las otras escenas que habíamos tenido que presenciar: sin ninguna pista que pudiera llevarnos al asesino. Lo hice de manera tal como si yo hubiera sido un atacante que se da cuenta de que hizo un desastre total y trata de deshacerse de todo, lo hice como si, de hecho, yo hubiera sido el asesino.
¿Por qué hice eso? ¿Por qué cometí esa locura? pues, como dije, mi ego me superó por completo y, en esos momentos, solo podía pensar en descubrirlo por mi cuenta. Creía que solo yo me tomaba ese caso en serio, así que —del mismo modo— las pruebas me pertenecían a mí, que las había descubierto y nadie más los sabía. Tomé el caso como algo personal y eso es lo peor que un detective puede hacer, pues te ciega el juicio y te lleva a cometer cagadas monumentales. Claramente, estaba cegado por completo y no daría vuelta atrás en mi decisión hasta la última consecuencia; fui un idiota, pues no consideré que eso podía lograr que perdiéramos lo único que podía llevarnos hacia ese maldito, sin embargo, todo lo que hizo fue un insulto hacia mi persona y eso no podía permitírselo... ahora mismo tenía su destino en mis manos.
Tenía las pruebas en mi poder, sin embargo, tendría que aguardar hasta que el resultado estuviera disponible. «Lo estarán dentro de un par de semanas», supuse. Sin embargo, no consideré el hecho de que había habido disturbios, paros y manifestaciones en el hospital. Todo ello no hizo más que lograr que la investigación y el análisis fuera más lento; en vez de lo que imaginé, el tiempo sería de casi el doble.
Cuando unos contactos del hospital me dieron los resultados al cabo de unas cuatro semanas, no lo pude entender. Me enteré de que, hacía unos meses, quien parecía ser mi sospechoso, fue a hacerse unos estudios porque se había doblado los tobillos por un mal esfuerzo; el ADN que yo les entregué —sin decirles de qué se trataba, claro— concordaba con dos cosas: las muestras de sangre que le extrajeron para sus pruebas de control y, por otro lado, que esto sucedió dos o tres días luego de la fecha en que Viviana Valenziano fue asesinada.
El resultado era contundente, pero yo no lo podía creer y me negaba a hacerlo. Debía haber otra explicación, porque nada de eso tenía un puto sentido. Todo parecía algo irreal de una novela barata de ciencia ficción, no era para nada el perfil de asesino que yo tenía en mente y que mi vasta experiencia me estuvo sugiriendo...
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