VIII: Ely y Kisha; un sobresalto y una reconciliación
Mientras tanto, Ely había estado pensando en todo ello y había caído en la cuenta de que no muchos se habían percatado de algunos detalles, a pesar de que estos fueran algo —o totalmente— obvios y que ninguno de sus amigos, ni conocidos, parecían haber descubierto... bueno, quizá, sus preocupaciones eran otras y no se interesaron mucho en ello: las dos víctimas fatales —sacando la tragedia de la familia Zurlo, que habían fallecido debido a un accidente— no tenían nada en común... nada en absoluto, nada encajaba con nada.
Sacando que tanto Fabricio como Viviana eran personas muy bonitas y que él estudiaba arquitectura y que ella, aunque aún no estudiaba, pero que, sin duda, iba a hacerlo, según había confesado con lágrimas amargas su mamá durante su funeral, no tenían nada en común más que la juventud y el hecho de querer hacer algo en el futuro de sus vidas... y el que acabaran destrozados, claro.
Quizá ambos sí se conociesen en persona, eso era una posibilidad enorme en un pueblo tan pequeño como lo era este, pero no había causas significantes en el proceder del asesino con las que pudiese establecerse un patrón claro. Eso sí, los cuerpos habían sido destrozados sin ninguna clase de piedad —y dudo mucho que quien cometió tal atrocidad hubiera sentido ni una sola pizca de lástima ni de arrepentimiento—, de eso no había ninguna duda, pero no existía —al menos yo nunca llegué a conocerla— una fórmula exacta, ni mucho menos, que permitiera a los investigadores de esa terrible causa afirmar quién era el asesino... o quién no lo había sido; la verdad es que podía ser cualquiera.
Otra cosa de la que Ely se había percatado al ver los detalles que daban por las noticias y los diarios era que, en ninguno de los casos, hubo violación o acoso. Esto último sí podría haberse dado, aunque no era lo más probable; por lo general, si se acosa a una persona y se va más allá como sucedió con estos casos, sí hubiera habido lo primero. Además, si hay acoso o violación, el lunático tiende a hacerlo con todas sus víctimas, pero no todas habían sido chicos o chicas, eso era lo que no encajaba en todo aquel asunto.
Había habido laceraciones de todo tipo, sí, arañazos, también, pero exceptuando las mismas barbaridades practicadas en ambos cuerpos, no había habido —o no se logró percibir— un patrón que pudiera vincular, en sí, una víctima con la otra y, que la mierda me trague, si aquello no era lo que, en realidad, había estado pensando yo todo aquel tiempo, pero ¿qué podía ser? ¿El hombre de la bolsa? ¿La encarnación del diablo? Ni yo, ni tampoco Ely —me imagino— parecíamos tener las respuestas, al menos, parecíamos no poder verlas. Era como si alguien nos hubiera colocado un velo delante de nuestros ojos, como si una maldición inimaginable nos hubiera privado de nuestra visión. Estábamos ciegos a nuestra manera, pese a que —de alguna u otra manera— éramos capaces, o eso creo— de ver algunas cosas más que la mayoría no. Quizá el nuestro fuera un velo transparente y, el de ellos, uno blanco.
Pensando en todo ello una y otra vez más hasta el cansancio, Ely pudo dormir una vez que su mente se fatigó como nunca antes —al menos según recordaba—; pero no fue un sueño agradable, ni mucho menos, sereno.
Fue uno algo agitado. Dio muchas vueltas en la cama. Estuvo soñando en cosas imposibles, en cosas innombrables, gritó en sueños y se despertó con lágrimas en sus ojos, que caían de lerda manera por sus coloradas mejillas...
Y su madre, Miriam, acudió enseguida a su habitación, vistiendo una bata que se colocó de una manera algo torpe, mitad a ciegas, mitad con los ojos bien abiertos. Tenía un rostro somnoliento, pero no por ello se encontraba despreocupada; quería saber qué le había pasado a su precioso bebé. Lo que le ocurrió a Ely, lo que había estado soñando, fue, al menos hasta cierto punto, algo muy parecido a lo que había estado soñando el detective, Benvenuto, durante todo aquel tiempo...
—¿Qué pasó, mi amor? —Quiso saber.
—Solo tuve un mal sueño mamá —le dijo la chica—, ya no soy capaz de recordarlo.
—Está bien, mi cielo —dijo la mamá, creyendo necesario agregar algo—: ¿querés un poco de agua?
Miriam miró en dirección a la puerta, por si se le ofrecía.
—No, ma —negó la chica con la cabeza—, así estoy bien. Voy a tratar de volver a dormir.
—Está bien, Eliana —dijo Miriam, Miri para los amigos y para la familia, y entonces asintió con la cabeza—, llamame para cualquier cosa que necesites.
—Sí —dijo Ely, a la par que bostezaba como nunca y sus ojos parecían querer cerrarse de un momento a otro—, gracias.
—No hay por qué, cariño —La mamá dio dos o tres pasos en dirección a su princesa.
—Te quiero, mami—. La voz cálida de la muchacha se perdía entre su sueño.
De alguna manera, se conmovió ante las palabras de su hija, ya que no siempre expresaba de aquella manera sus sentimientos y le alegraba mucho cuando algo así sucedía. «Una no sabe lo que tiene hasta que lo pierde», pensó de una manera algo triste, pero contenta a la vez.
—Yo también, mi vida.
Miriam le dio un beso en la mejilla y la ayudó a levantar las frazadas que estaban desparramadas por el suelo... «¡Vaya que ha luchado con la cama como en ninguna otra ocasión!», pensó sin decir una sola palabra, pues se dio cuenta de que tenía mucho sueño, al igual que ella misma. En cambio, le dedicó una tierna sonrisa que, quizá, estaba algo forzada, pues, la preocupación no se había desdibujado del todo de su rostro; apagó la luz, que aún cegaba un poco la vista de la muchacha y, dejando que la oscuridad volviera a inundar la habitación —exceptuando el fino haz de luz de la luna creciente que se filtraba por la ventana—, se dirigió a su habitación para reanudar —o intentar hacerlo— el grato sueño que se cortó de forma súbita e inesperada.
Intentó volver a conciliar el sueño, pero la preocupación de volver a tener semejante pesadilla —pese a no recordarla en absoluto, sabía que lo había sido, de lo contrario, no hubiera despertado a su madre de aquella manera con lágrimas en sus ojos—, no se lo permitió, al menos no de manera inmediata; sentía que le faltaba algo... o alguien; le faltaba una compañía y no se percató hasta que sintió el ruido y el posterior movimiento.
El ronroneo de Kisha la volvió a animar; la gata era callejera, pero era naranja claro con unas manchas circulares de un naranja más fuerte. Era preciosa, sin duda alguna. Maullaba en dirección hacia afuera, hacia la luna que se percibía magnífica y radiante sobre la oscuridad de la noche y que ambas podían apreciar a través de la ventana. Luego, maullaba en dirección a ella; parecía mirarla de una forma asustada; con mucha probabilidad, el grito de Ely también le había dado un susto de muerte como a su madre... bueno, quizá, peor que el de ella, pues, estaba durmiendo cómoda y placenteramente a su lado.
Ely se levantó con el pijama rosa que llevaba puesto, pisando el frío y doloroso suelo descalza. Se dirigió hacia la ventana, hacia el umbral donde la astuta felina se encontraba sentada. La tomo con sus manos, le dio un amoroso y tierno beso sobre su suave cabeza y se acercó a su oído.
—Siento mucho haberte asustado, bonita —susurró.
La gata pareció relajarse, como si hubiera entendido lo que le había confiado de manera casi inaudible; se acostó de nuevo con la mejor amiga que tenía desde hacía cinco o seis años. Kisha se recostó sobre ella, como intentando recobrar el calor que en Ely ya no habitaba. Se había enfriado gracias al sudor que se comenzaba a secarse con lentitud. Sin embargo, no transcurrió mucho más tiempo hasta que el suave pelaje de ella fuera, ahora, el que comenzara a otorgarle una bonita calidez a su dueña y lograra que ambas volvieran a tener ganas de descansar de manera profunda, sin ningún temor, sin ninguna preocupación.
El resto de la noche, pudo conciliar el sueño sin problema alguno. Lo que había comenzado como algo feo y agitado, terminó por convertirse en un sueño tan bonito como tranquilo, nada que ver con lo que había tenido que sufrir hacía unos momentos atrás, pero...
¿Qué había sido? ¿De qué se había tratado aquello que tanto logró alterarla y exaltarla de aquella manera? Intentó recordarlo durante buena parte de la mañana siguiente, mientras desayunaba con su mamá, que le preguntaba si había sido capaz de descansar después de todo aquello.
Pero, pese al enorme esfuerzo que hizo, no fue capaz de recordar nada, en absoluto, de la pesadilla. Era como si, de hecho, nunca hubiera existido y no hubiese quedado rastro alguno de ella. Sin embargo, el rostro somnoliento y preocupado de su madre, aquella voz peculiar del sueño con la que le había preguntado "¿Qué pasó, mi amor?", su gata, Kisha, maullando, casi con tristeza, desde la ventana, como nunca había hecho antes, y su misma preocupación por no querer volver a dormir el resto de la noche —y lográndolo luego de que su gata se acurrucara sobre ella con mucho amor y ternura—, le indicaban que, en efecto, soñó con algo más que espantoso, aunque no fuera capaz de recordar con qué.
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