V: El hallazgo de Facundo y Marta Rígoli
En aquella ocasión, yo no estuve presente en el pueblo, porque me tuve que hacer cargo de resolver otro caso —nada importante, de hecho— en la ciudad más cercana. Así que solo me limitaré a narrar lo que salió en el diario, lo visto en algunas fotografías y lo que me contaron mis colegas.
Viviana Valenziano tenía diecisiete años y era una chica normal, bonita, con todo un futuro por delante; aún no se había decidido por qué carrera seguir en la universidad, pero me siento libre y con ánimos —o tristeza, depende la visión que se pueda darle— de suponer que en cualquiera que hubiera podido elegir le hubiera ido muy bien; era una muchacha sencilla y una excelente persona, muy querida entre sus compañeros de clase.
Vivi, como solían llamarla de cariño, medía un metro con sesenta y tres centímetros, realmente era bastante alta en comparación con el resto de las chicas de su edad, aunque podía uno llegar a encontrarse con chicas un poco más altas que ella, hasta el metro con setenta y cinco, como mucho. Era poseedora de un precioso, rubio y ondulado cabello y sus ojos eran de un color azul, muy penetrantes. Era el deseo de muchos de los amigos que formaban parte de su círculo más íntimo de amistad —aunque, claro, sería muy fácil afirmar que muchos otros ardían en deseos de salir con ella—; según me contaron los otros detectives que estaban en el caso, el novio de ella era un muchacho bastante celoso, pero luego de investigarlo durante dos o tres semanas, tuvimos que pasar a otra cosa porque era evidente que nada había tenido que ver con su asesinato.
Era un chico celoso, sí, pero... ¿quién no se siente celoso, a veces, de otros chicos? ¿Quién, en su sano juicio, no creé que una novia tan bella podría dejarlo a uno para irse con otro? Nadie, en lo que a mí respecta. No creo que exista, en realidad, una persona nada celosa; ese aspecto siempre se encuentra presente en uno, sea en mayor o en menor medida —aunque sea casi inexistente— y si no existe en absoluto, es porque no se siente amor en lo más mínimo, solo un compromiso por la razón que fuera. El muchacho era alguien tan normal como ella y no teníamos ya ningún derecho a cuestionarlo, de hecho, ni siquiera tenía un antecedente penal, ni un solo crimen que pudiera darnos una pista, ni uno solo, pero... desde luego, alguien lo había hecho y eso me estaba comenzando a poner loco. No éramos capaces de tener ni una sola prueba contundente, ni una sola, excepto por esa brutalidad desprolija que siempre demostraba.
Viviana era una chica coqueta, muy agradable, siempre maquillada y vestida con ropa de colores muy vivos, cálidos y alegres; solía utilizar mucho las tonalidades naranjas y, a veces, algunas rojas, también combinándolas con un —siempre perfecto— negro, que lograba hacer un precioso juego.
Le gustaban mucho los tacos y hacía mucho uso de ellos cuando era invitada a algún evento especial y vestía lo mejor que tenía en su armario. Siempre deslumbraba con aquellas mágicas combinaciones que parecía encontrar como nadie más era capaz en todo el pueblo; todo su vestuario le quedaba como anillo al dedo, sin lugar a dudas.
Por ello, cuando vi una foto que habían sacado mis colegas, pude comprender —bueno, al menos, eso fue lo que creí en ese momento— que quien la había asesinado la conocía y era un hombre que quería estar con ella en todo momento, cueste lo que le cueste, aún incluso, si aquello significara que tenía que acabar con la vida de aquello a lo que tanto amaba para conservarla, para quedarse a su lado para siempre, para toda una eternidad. El único problema con esto, si es que la muerte de Fabricio estaba relacionada con esta, es que ese solo hecho, echaba por el suelo toda esta suposición.
El domingo cinco de mayo, casi un mes después de que Fabricio hubiera sido masacrado, la familia Valenziano denunció la desaparición de su hija, Viviana. Según informaron, salió con unas amigas la noche anterior y nunca regresó a la casa —y, lamentablemente, jamás lo volvería hacer— y eso era algo muy extraño en ella, según confiaron sus padres, ya que siempre que salía regresaba, como mucho, a las tres de la madrugada. Y, si algo más hubiera sucedido, les hubiese avisado de alguna u otra manera. No existe algo así como teléfonos portátiles, pero los fijos no dejan de ser una buena alternativa, como lo han sido siempre.
Al atardecer del día siguiente, a eso de las seis de la tarde, su cuerpo fue hallado y, con ello, la segunda víctima se dio a conocer al pueblo entre la misma policía de la cual yo formo parte y, algunos minutos más tarde, gracias a la prensa que relató la noticia en un comienzo de anochecer gris, con una profunda tristeza en los ojos y en los gestos de Julián de la Torre, el periodista que se vio forzado a dar la primicia en vivo; se conmocionó como toda la población y ello fue más que notorio.
En fin, el cuerpo fue encontrado en la zanja frente a la ferretería de Carlitos Rígoli, a unas siete u ocho cuadras de su casa; el barro que se desmoronó sobre su cabeza y parte de su cuerpo como si fuera una especia de avalancha en miniatura, dificultó bastante su hallazgo.
Mis colegas habían estuvieron haciendo rastrillajes durante aquella mañana y parte de aquella tarde, también, en unas zanjas a unas tres cuadras de allí. Nosotros siempre pensamos que, si alguien matara a alguna persona, aquel sería un excelente lugar para ocultar el cuerpo, después del contenedor de la basura, claro. De todas maneras, tarde o temprano lo terminarían encontrando.
Los hijos de Rígoli, Marta y Facundo, de catorce y quince años, respectivamente, estaban jugando en esa zanja, andaban en bici y cruzaban de un lado a otro de esta, para volver a hacerlo de nuevo; un juego que muchos chicos solían hacer bastante. Según sus palabras, lo habían estado haciendo un buen tiempo hasta que, por alguna de esas casualidades, Facundo notó una pequeña montaña de tierra y se le ocurrió que sería genial intentarlo allí; entonces, se acercó para ver si no sería demasiado alta como para que pudiera darse un fuerte golpe y terminara en medio de la zanja con toda su ropa manchada y su padre lo regañara por ello. Fue entonces que, al acercarse, le pareció por un momento que veía una silueta allí debajo, como a unos cinco o seis metros de donde él estaba parado; por un momento tuvo pánico y luego pudo reaccionar al ver la mano de la muchacha, que flotaba sobre su flanco derecho y se posaba sobre la cadera.
Se alejó de allí dando un brinco hacia atrás. Su hermana se quedó admirando a Facundo al ver que no reaccionaba y, medio segundo después, quizá, empalideció y se le dificultó respirar a sobremanera, al admirar horrorizada lo que admiraba horrorizado él, de la misma manera. Facundo reaccionó de golpe, tomó a su hermana con firmeza por la muñeca y salieron corriendo despavoridos de allí como alma que lleva el diablo; fueron al taller de la ferretería de su padre donde se encontraba trabajando para contarle lo que habían visto. Los chicos decían, entre sollozos, que habían creído que quizá aún estuviera con vida.
Diez minutos más tarde, el padre fue capaz de calmar a los hijos y ambos pudieron contarle todo sobre el aterrador hallazgo. Unos quince o veinte minutos más tarde, Rígoli ya les había avisado a mis compañeros.
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