IX: Gonza; la llamada y la fiebre
Finalmente, había llegado el día. En realidad, se acercó la noche que tanto la había mantenido ansiosa y despierta durante los últimos cuatro o, quizá, cinco días. Los chicos no tenían clases durante esa semana debido a una serie de paros que los profesores llevarían a cabo —en realidad, la mayor parte del pueblo en sí lo estaba haciendo como un pedido de mayor seguridad— y, entonces, planearon salir aquella noche; la idea fue de Gonzalo, que mientras se acercaba el momento, avisó a unos cuántos amigos, incluida Ely.
A Eliana aún no le había avisado en realidad, pero Gabo, Mery, y algunos de los otros chicos, ya habían hablado con ella y mencionaron de juntarse uno de aquellos días. Fue entonces que, el domingo por la tarde, a eso de las seis o seis y cuarto de la tarde, sonó el teléfono en su casa, y fue Miriam quien atendió la llamada. No mucho después, le avisó a su hija.
—Hola Ely, ¿cómo estás? —dijo Gonza, del otro lado de la línea, con una voz que delató algo más que un saludo cordial, un bonito tono con el que le demostró una inminente y acogedora calidez.
—Muy bien, ¿vos? —Se interesó ella, con una voz que parecía un poco cansada (quizá por esa especie de insomnio que, últimamente, la había estado afectando de apoco), pero a la cual había intentado desaparecer, aunque, quizá, aquello era algo que no consiguió ocultar del todo.
—¡Me alegro mucho! Yo estoy muy bien —Hubo un poco de silencio, probablemente, Gonzalo percibió algo extraño en la voz de ella, aunque quizá, no lo descifró como algo tan malo o de consideración y, fue entonces que, luego de unos segundos más, le confió la razón de su llamado—: estuve hablando con algunos de los chicos y de las chicas para salir el martes a las once de la noche. ¿Te gustaría salir con nosotros, también?
—Algo hablé con algunos de los chicos la semana pasada. —El rostro de la muchacha hizo unos gestos que solo el espejo de su habitación podía apreciar y se notó algo pensativa.
«Recuerdo que fue el día anterior a la pesadilla ¿o fue durante el día siguiente?, no soy capaz de recordarlo de manera exacta, pero fue por aquel entonces; de eso estoy segura por completo», pensó la chica.
—Pero no sabíamos cuándo, todavía. Y, contestando a tu pregunta, sí, ¡obvio que estaría muy bueno juntarnos todos! — exclamó Ely, con mucha alegría, casi gritando y estuvo a punto de lograr que su papá, que veía las noticias que daban por la televisión en la sala de estar, la regañase por ello. En realidad, tuvo la intención de hacerlo, pero desistió cuando la chica dejó de gritar al instante. Aquella especie de cansancio pareció esfumarse de su voz por completo, como por arte de magia, como si, de hecho, nunca hubiera estado presente, algo que pareció descolocar a Gonzalo, que tardó unos segundos en responder a la siguiente pregunta que ella le haría—: ¿querés que llame a alguno de los chicos?
—No, no te hagas drama. — La voz de Gonza se podría decir que se encontraba más que serena—. Los chicos van a avisar a los demás. No te preocupes por eso.
—Ahh, bueno. Está bien, Gonza... —Dudaba sobre si debería agregar algo más o no y, poco después, esa palabra buscada salió como si nunca la hubiera buscado, como si se hubiera tratado de una invocación súbita y leal a sus sentimientos—: ¡buenísimo! Entonces los veo el martes a las diez y media más o menos... —Y dejó la frase en suspenso para ver qué le parecía a su amigo.
—¿Sí? —preguntó Ely, al notar que alguna clase de interferencia se interpuso en la llamada y, quizá, no había llegado a escuchar bien lo que ella había dicho— ¿me escuchás? ¿está bien esa hora?
—Sí, Ely. Nos juntamos en mi casa. —Gonza pareció titubear y luchar para que le salieran unas palabras, balbuceó algo inaudible entre dientes y, luego, agregó—: cualquier cosa te aviso antes si se cancela, para que no vengas al pedo.
Por alguna razón, la muchacha sofocó una risa. Siempre le causaba gracia cuando alguien usaba esa expresión. Le parecía algo extraño de por sí, sin embargo, nunca fue capaz de evitarlo.
—Está bien, besos. —dijo ella, con una voz bastante cálida y tierna. Hubiera querido decir algo más, pero, por lo general, no era muy buena para expresar todo lo que pensaba y sentía.
—Besos, ¡linda! —dijo él, todo amor, ignorando que, del otro lado de la línea, las mejillas de la muchacha se sonrojaron como nunca por sus palabras; tampoco se podría imaginar que, a partir de esa llamada, Eliana Sacarías no sería capaz de alejarlo de sus pensamientos y que lo tendría en mente por siempre.
Sin embargo, llegada esa noche y aquel momento tan especial como único, no pudo asistir. Hacia la tarde tuvo que telefonear a la casa del muchacho del que estaba enamorada para decirle que la fiebre la tenía postrada en su cama y que, por desgracia, no iba a poder salir con ellos. Fue capaz de percibir algún deje de tristeza en la voz de Gonzalo, cuando este le respondió que no se preocupara, que lo importante era que se recuperara pronto y que ya habría otras oportunidades para salir. «¿Realmente las habrá?» se preguntó la chica a sí misma, de una manera bastante dubitativa de por sí; por unos momentos lo dudó bastante, aunque después hizo la pregunta y pasó mucho más tiempo, aún, pensando en Gonza. «¿Por qué no las habría?», reflexionó Eliana. «Creo que estoy enamorada de él, es tan lindo y tierno...», se sinceró consigo misma.
También se dio cuenta que, aunque él le había hablado de manera tranquila, despreocupada y que le había dicho que ya tendrían otros momentos para juntarse todos, muy por dentro, Gonza lamentaba de la misma manera —o, tal vez, en mayor medida, aún— que ella tuviera que estar en cama precisamente aquel día. Lamentaba el hecho de estar en la reunión sin que ella le hiciera una bonita compañía.
Y sí, la verdad era que lo que Ely consideraba era cierto para él también: Gonza sentía mucho aprecio por ella, de hecho, era demasiado el cariño que la unía como para ser solo amigos. Su corazón ardía de pasión por ella; la deseaba y quería que fuera su novia.
Los fuertes dolores comenzaron antes del almuerzo, a eso de las doce o doce y media. De hecho, perdió el apetito por completo unos quince minutos antes, aunque su madre le dijo que comiera algo porque podría hacerle daño si solo desayunaba con yogurt, típico de una madre con carácter severo en ocasiones, pero dulce y sobreprotector también. Más allá de haber perdido el apetito, por unos momentos tuvo deseos de alimentarse con algo de carne; fue como una especie de impulso o algo así, ni ella misma sabría cómo explicarlo, aunque eso duró poco tiempo ya que las náuseas se lo terminaron por impedir. De un momento a otro, la repugnó la idea de que la gente, en general, tuviera que alimentarse para poder vivir, aunque estuviera hablando de uno de los instintos más básicos para la supervivencia.
Un latente dolor en el estómago la envió directo al baño dos o tres veces hasta que, de alguna u otra manera, la fiebre se fue abriendo camino hasta lograr hacerse presente. Sin ser consciente de cómo, fue capaz de reemplazar aquel otro dolor, bastante agudo de por sí, por un delirio propio de la enfermedad, que llevó a su mente a imaginar cosas imposibles. Pensó en el hombre de la bolsa, en muertos que envidian lo que los vivos aún poseen, que los odian por ello mismo y que se levantan, putrefactos y determinados —de forma implacable y obstinada— desde sus tumbas con el solo macabro objetivo de cobrar venganza. Tampoco fue capaz de evitar pensar en los infaltables vampiros y en aquel ser creado en base de arcilla, al cual se suele hacer referencias en viejas leyendas judías y en algunos escritos algo más modernos con su nombre, el poderoso Golem de Praga; un ser carente de corazón y razonamiento, una verdadera máquina de matar inhumana, aunque solo fuera creado, paradójicamente, con el afán de servir a su maestro y terminase por realizar todo lo contrario.
Luego, como si tuviera la determinación —o la desgracia, sea lo que sea— de pasar de un área de terror a otra mucho más clásica, se vio inmersa en el pensamiento de algunas criaturas mitológicas de Grecia, como lo era aquel ser que se asemeja a un perro, pero que es poseedor de tres enormes cabezas y que custodia la entrada al inframundo, como así también en aquella otra, una mucho más inimaginable y pintoresca, y que tiene el cuerpo de cabra y tres grandes cabezas, la primera de un imponente león, una segunda, perteneciente a un fuerte macho cabrío, y la tercera, que surgía del lomo, que correspondía a la de un feroz dragón —o de una terrible serpiente, según la leyenda—, que nacía en la cola. Luego, pensó en tantas otras criaturas de fantasía que sentía que perdía la cordura a pasos agigantados; era presa de un delirio que ni en sueños hubiera creído posible. Por alguna extraña razón, sintió como si, con cada una de ellas, estuviera muriendo para volver a renacer, una y otra vez, en algo que no parecía tener fin alguno. Solo Dios sabía qué diablos estaba sucediendo con ella.
A pesar de que ya no sentía dolor alguno, no mejoró, sino que estuvo empeorando cada vez más y más. Todo ello fue una tortura mucho, muchísimo peor, sin lugar a dudas. En sí no sentía dolores demasiado fuertes, casi podrían pasar como algún leve dolor de huesos; incluso llegó a percibir como si la piel de los brazos y de las piernas se le hubiesen hinchado un poco. Era algo extraño, pero supuso que se trataba de parte del proceso de esa molesta enfermedad.
El hecho de marearse cuando intentaba ponerse en pie para ir a tomar agua al baño o para realizar cualquier actividad que pudiera apreciarse, la terminó por mantener postrada como nunca en su vida le había ocurrido. Al menos, no recordaba haber estado enferma a semejante nivel y, obviamente, su madre —con suma razón— le prohibió asistir aquel martes. Eliana, por su parte, era más que obvio que no tenía intención de hacerlo, tampoco, no en el estado en que se encontraba. Aunque ardiera en deseos de verlo a él, no le quedó de otra que no fuera soportar todo eso sin más y, quizá, soltar algunas lágrimas por ello.
Más tarde, empezó a sentirse abombada. Se sentía lejana de todo, distante hasta de sus propias sensaciones, como si hubiese algo dentro de sí que la estuviera apartando de todo, como si tuviese la intención de ocultarla para que nadie fuera capaz de hallarla. Sus sentidos parecían haberse apagado, sin embargo —en cierto sentido—, le dio la impresión de que estos se agudizaron de tal manera que sería capaz de realizar proezas que nunca antes hubiera podido; era como si algo hubiese cambiado muy dentro de sí, se sentía todo el tiempo acelerada, algo que jamás le había sucedido antes, al menos, no que pudiera recordar. Quizá, pasado el tiempo, no le parecería tan grave; tal vez, cuando recordara o intentase recordar aquel día dentro de unos meses, ya no sabría decir bien qué le había estado pasando, quizá todo fuera ya como una sombra borrosa por completo, sin embargo, en ese preciso momento, fue como si experimentara una parálisis del sueño, aunque sin ese efecto de insensibilidad. Además de todo, llegó a percibir que los objetos y las personas —incluso a sus padres— los veía como más pequeños; en sí, parecía como sus cabezas se hubiesen encogido o algo por el estilo y también, de a ratos, percibía sonidos raros, como mezclas de ruidos que formaban otros más extraños aún, chirriantes y desagradables. Por alguna razón, pensó en un perro asustado por fuegos artificiales y la repentina idea le dio muchísimo miedo sin saber la razón. Se trataba de algo carente de sentido, de una incoherencia absoluta. Sintió la piel distinta, áspera al tacto y dejó de tocarse al instante, luego de que el escalofrío le recorriese todas y cada una de las fibras de su cuerpo.
Ardía en fiebre, una que jamás antes había tenido la desgracia de tener que experimentar. Sin embargo, poco a poco, fue cediendo. De todas maneras, la muchacha ya estaba decidida a no salir durante dos o tres días más, más allá de que lo que comenzó a sentir por Gonzalo no se trataba de cualquier cosa, no era un estúpido romance vacacional ni algo pasajero que duraría lo mismo que un soplido de viento que azotara a una vela desprotegida; lo de ella era serio y esperaba que fuera igual de correspondido. Más allá de eso, Miriam tampoco es como si le hubiera dicho que todo estaba bien y que sí podía salir solo porque había mejorado solo un poco; sería una irresponsable si, tan siquiera, llegara a concebir la idea de permitírselo.
Fue hacia las nueve de la noche en que la chica ya se había cepillado los dientes y, tan solo quince minutos después de eso, se quedó dormida de una manera tan profunda como reparadora; ya no sufriría de despertarse a cada rato debido a que la cabeza le estuviese trabajando a mil por hora. Estaba agotadísima, como si se hubiera estado ejercitando durante tres o cuatro días seguidos sin parar; se encontraba empapada como si se hubiera tirado a una pileta llena de agua caliente y sal, como si fuera una verdadera sopa de Eliana Sacarías y condimentos nunca antes descubiertos. Para cuando los chicos hubieron de salir, a eso de las once de la noche, ella ya había sido capaz de desconectarse por completo de la realidad.
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