IV: la muerte del muchacho de Bellis
Cuando se dio vuelta el cuerpo sin vida —sin la más mínima de las dudas por la cantidad de sangre que brotaba de él—, se pudo apreciar la verdadera naturaleza maléfica de muchas personas de este mundo; el horror hecho realidad en el rostro y en el cuerpo de un muchacho que, apenas, sí parecía haber dejado el rostro del niño que había sido para empezar a convertirse al fin, y de apoco, en el hombre que sería hasta que llegara el momento en el que tuviera que partir, luego de una vida de logros y de éxitos, pero no de la manera en la que el pobre había sido hallado, no de esa manera tan cruel como desalmada.
La cara presentaba un feroz arañazo que comenzaba en la frente y moría en la pera, como si fuera el camino de una carretera que se mostraba en un mapa, pero que, por desgracia, se apreciaba mucho más ancho que este. Parecía haber sido provocado por un rastrillo o algo por el estilo; pasaba por sobre donde estuviera el ojo derecho que, de la manera más terrible que he tenido que apreciar en mi vida, ya no se hallaba en su cuenca y jamás fue encontrado; algo de lo más escalofriante de tener que admirar como detective.
No miento si me atrevo a decir que jamás estuve involucrado en un caso tan repugnante como lo fue este —bueno, quizá sí, si también incluía a las otras víctimas, pero lo de la cuenca negra y vacía, por la cual unos asquerosos gusanos parecían estar jugando entrando y saliendo de esta a cada maldito segundo, me revolvió el estómago y por poco no me hizo vomitar los pulmones; quién sabe a cuántos de la división no les sucedió lo mismo... de hecho, el oficial Ramírez fue uno de los que se hizo hacia un lado, asegurándose que los demás lo notaran y, sin poder contenerse mucho más tiempo, vomitó el almuerzo. Aún soy capaz de recordar pedazos de una hamburguesa procesada a medias y con un tono blanquecino y amarillento sobre una sus botas de goma. Pagaría lo que fuera por quitar ese asqueroso recuerdo de mi registro de momentos más desagradables que he presenciado.
La oreja izquierda estaba cortada de una forma muy limpia, como si hubiera sido hecho con un objeto muy filoso, algo así como con un espejo o algo de características similares; desde luego, vimos los trozos desperdigados de una botella de cerveza Quilmes y, aunque había estado lloviendo y no presentaba mancha de sangre sobre ella —aunque el agua fue capaz de limpiarlo todo—, dedujimos que esa fue el arma que el atacante utilizó en su contra. La sangre se pudo apreciar en algunas partes de su cuerpo, así como en las orejas y la cara; las otras heridas parecían no tener una explicación lógica, al menos ninguna que pudiera dejarnos conformes.
Una de las primeras —y más coherentes— teorías que se nos ocurrieron, era la de que el atacante estaba borracho y lo fue acorralando de alguna u otra manera hacia aquel callejón, impidiéndole escapar. Luego de proferirle algún golpe brutal —lo que nos hacía pensar que, quizá, el sujeto tuviera algunos conocimientos de boxeo—, consiguió partir la botella contra una casilla de gas donde se podían apreciar algunos destellos vidriosos en los que se reflejaban los haces de la luz y hubiera comenzado a cortarlo, como hiciera lo propio un cirujano con su paciente, pero de una forma más que fría y muy certera; por el estado en el que lo encontramos, no había accedido ni una mínima compasión de ser humano en el atacante.
La otra oreja estaba intacta y eso era algo extraño, pero no por ello imposible —no si consideramos que el atacante en cuestión debía estar más loco que nadie más en el pueblo, quizá, debiera decir que en el país entero—; la boca y la cara mostraban un gesto de sorpresa conjunto y las magulladuras que ambas presentaban, hundieron su rostro tal cual se hubiera abollado un automóvil en un choque violento.
La mandíbula se había torcido, fue desencajada de su lugar con los que nos pareció una facilidad indescriptible y, en ella, se podía apreciar dibujada una mueca de puro pánico y terror. El ojo que había quedado sano presentaba, ahora, un opaco color de miedo y de tortura, como si en un instante, de un momento a otro, hubiera perdido todo el brillo que lo había caracterizado y que tantas muchachas admiraron y se sintieron atraídas, como si con este hubiera tenido que apreciar la verdadera oscuridad de la naturaleza humana, el lado podrido de una especie más que abominable... El color de la tez era pálido, pero a la par algo negro y sombrío; finos y secos hilillos de sangre posaban por sobre su nariz y sus mejillas y morían en las comisuras de sus, ahora, negros labios. Los pómulos soberbios... ¿qué decir de ellos? Era como si nunca hubieran estado allí, como si nunca hubieran existido; ahora solo había dos hendiduras del tamaño de una pelota de golf donde estos estuvieron antaño, tan alegres y rebosantes de vida. Las moscas reposaban sobre su cara cada vez más tiempo y empezó a apestar; su torso había fue lacerado por completo y parte de este parecía haber desaparecido como por arte de magia. Su camisa azul de Lacoste —un regalo de la navidad anterior, según contaran más tarde sus padres—, manchada de sangre seca casi en su totalidad, quedó hecha jirones; parecía ser que el atacante también la hubiera emprendido contra Fabricio utilizando aquel supuesto rastrillo; el muchacho parecía, ahora, una masa deforme y sanguinolenta.
Era algo lógico suponer lo del rastrillo ya que, como he dicho antes, nos encontrábamos frente a un pueblo particularmente agricultor y más de uno provenía de una familia de campesinos. No era descabellado imaginar que dos de cada tres trabajaron más de una vez en el campo, fuera que se tratara de dueños o de simples empleados.
Sus manos fueron cortadas, arrancadas con gran salvajismo; la mano izquierda fue la que pudimos encontrar a unos veinticinco metros de allí, la otra nunca la pudimos recuperar, quizá fue a parar a una de las alcantarillas que había por ese callejón. De la cintura para abajo, el cuerpo no presentaba, siquiera, un mínimo golpe; el pantalón Levi's azul óxido que llevaba, estaba empapado de agua y se salpicó de sangre y las zapatillas Nike negras y rojas que calzaba, hacían un morboso juego con el rostro y la sangre que convivían en el difunto y desgraciado Fabricio de Bellis; por lo menos, ante lo visto, supongo que no ha sufrido durante mucho tiempo, aunque no quiero ni imaginarme el pánico que ha de haber sentido cuando el hijo de mil puta comenzó a atacarlo de aquella forma tan violenta, tan inexplicable.
Desafortunadamente, no puedo decir lo mismo de la siguiente víctima en la que estuvo pensando Eliana; es decir, soy consciente de que no fue destrozada de la misma manera en la que hizo con Francisco, pero sí que sufrió más... bueno, para ser justos y respetuosos, digamos que lo tuvo que hacer de otra manera.
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