III: lo último que quedó de Fabricio de Bellis


Sin embargo, había una persona allí que no estaba borracha y que tampoco creía que nada de lo que habían dicho fuera un disparate; pues, como bien dije antes, a Ely desde siempre le fascinó saber si aquellas criaturas existían realmente o no. Fuera porque había pensado en ello o porque el alcohol fue el que "obligó" a Gonzalo Montes a decirlo, la curiosidad, la ansiedad de ella por el tema, no hizo más que crecer hasta un punto en que, a medida que los días iban transcurriendo, cada vez le costaba más y más poder conciliar el sueño. Faltaban tan solo cinco noches para que la luna llena se posara sobre el cielo e hiciera acto de presencia y de apreciación en el pueblo y, como un acto en partes infalible y en otras infaltable, que se venía llevando a cabo como con la precisión propia de un reloj suizo, sabía, tenía la certeza, de que volvería a haber otro de esos crueles, fríos y desalmados asesinatos.

Quizá, había estado pensando, más de uno había considerado lo mismo que ella. Por ahí, mientras las noches transcurrían y la luna se volvía cada vez más y más creciente, muchos se estuvieran haciendo la pregunta si volvería a suceder, si se levantarían y verían la descripción de otro cadáver en el diario de la mañana siguiente... o de la tarde, si aquel fuera el caso y lo hallasen pasadas unas horas, como ya había sucedido con la segunda víctima registrada por aquel desalmado asesino infernal. Se vio de repente inmersa en un pensamiento bastante desgarrador y no tan agradable; se vio pensando en las víctimas que los periódicos describieron... jóvenes y con un futuro prometedor, se vio imaginando el aspecto que describían en unas frases que parecían tan vacías como escalofriantes y no pudo evitar sentir una sacudida en todo su cuerpo, sensación idéntica a como si le hubieran dado un baldazo de agua fría.

La primera víctima de la que se tenía registro —si es que en realidad no había habido alguna más antes y Ely dudaba que hubieran sido solo aquellas dos— se remontaba al viernes cinco de abril de mil novecientos ochenta y cinco. Era un muchacho que recientemente había cumplido los veintitrés años; su nombre era Fabricio de Bellis y vivía más allá de la plaza del centro del pueblo. Todos los chicos que se habían reunido lo conocían y sabían que era un muchacho muy bueno. Las chicas, en especial, Mery y Samy, contaban que sus hermanas mayores estaban muertas por él, decían que, si ellas mismas fueran un poco más grandes, quizá él fuera un novio perfecto, alguien a quien, según sus palabras, quisieras invitar a cenar a tu casa para que tu mamá llegue a apreciar lo caballeroso que era (y tal vez para que te dé su aprobación o su rechazo, si aquel fuera el caso).

Era un muchacho alto, que medía cerca del metro con ochenta y cinco centímetros, un chico de tez clara y cabello y ojos oscuros, de nariz y pómulos realmente soberbios y de una sonrisa muy tierna que, a veces, parecía algo provocativa. Tenía toda la facha que cualquiera de su edad —o más grandes y chicos que él— podrían desear; de hecho, ni siquiera aparentaba los años que tenía, acaso, luego de pensarlo mucho, la gente le daba entre diecisiete y diecinueve años, no más que eso.

Pero poco de todo aquello había quedado en él. Lo que antaño tanto lo había caracterizado, desapareció por completo de allí, como si se hubiera tratado de otra persona o como si nunca hubiera existido; cuando al fin su cuerpo fue hallado, se dieron cuenta, casi al instante, de que se encontraba casi desfigurado del todo.

Solo recién, luego de poder determinar de quién se trataba gracias a algunas de las huellas digitales de una de las manos —la izquierda, si no me equivoco— que lograron hallar a unos veinte o treinta metros del lugar de los hechos, algunos fueron capaces de encontrar un mínimo —y casi inexistente— parecido al chico tan apuesto que se apreciaba en fotos escolares, universitarias y personales; con seguridad esto resultó de aquella manera debido a que la gente ya sabía, por desgracia, que se trataba de él; de no haber contado con las pruebas, hubiera sido mucho más difícil el poder identificarlo.

El dolor de sus padres no tenía nombre, nadie podría comprender —ni siquiera luego de un millón de años— qué mierda deberían estar sintiendo. Su hijo, que se encontraba de visita en la casa de ellos y que pronto habría de volver a la ciudad contigua para seguir estudiando —y en lo que, por cierto, le iba bastante mejor de lo que había esperado—, había sido salvajemente asesinado y nadie tenía ni la más mínima idea de que aquellas cosas no hicieron más que empezar; no solo fue asesinado, sino que lo masacraron con una crueldad enorme y era eso lo que nadie podía entender; todo el mundo pensaba cómo podría haber alguien tan sádico que fuera capaz de dejar a una persona en aquel estado.

La verdad es que todo aquel asunto parecía haber sido realizado por un caníbal, por una lacra, por una verdadera basura humana e inadaptada de una sociedad decadente, un hijo de puta que solo gozaba con hacer daño a los demás (ah, y dejemos esto en claro, la policía y las investigaciones, dedujeron que por el grado de violencia que había habido y, juntamente con unos gestos de defensa por parte de la víctima, el asesino se trataba sin dudas de un hombre, no podía haber otra explicación, como tampoco podía concebirse una justificación racional para tal hecho macabro).

La gente lo conocía muy bien, como suele suceder en esta clase de pueblos tan chicos, pero en los que nunca pueden faltar los malhablados. Me refiero a aquella escoria de la sociedad que no tiene mejor idea que inventar cosas y meter los dedos en las heridas de los seres más queridos y allegados de las víctimas que tenían la desgracia de sufrir de aquellas maneras tan atroces... no solo tenían que lidiar con la partida de la persona, sino estar escuchando los típicas comentarios burlescos de estos mequetrefes, que eran las clásicas: "es que era un hijo de puta que estafaba a la gente", "denigraba a los demás por su estado social"; incluso he llegado a escuchar a gente que decía, que afirmaba con total descaro, que el pobre desgraciado estaba metido hasta el cuello en la droga y qué se yo con quién diablos se había metido —quizá con algún tipo de "peso pesado" del lugar, pero la verdad es que ya ni lo recuerdo—, pues, para ser sinceros, nada de eso era verdad y yo lo sé muy bien, créanme en esto. Eran solo los mismos sin vida de siempre que solo querían que la gente les prestara atención, pero que cualquiera con un par de tornillos bien puestos podría darse cuenta de que esa gente era la verdadera despiadada, esa que, perdón por lo que diré, deseas que le suceda lo mismo que le sucedió a ese pobre chico... me corrijo, lo que deseas es que los papeles pudieran cambiar y el muchacho siguiera vivo y ellos estuvieran en su encerrados en un ataúd de madera podrida bajo diez metros bajo tierra o bajo diez mil y que se encontraran en medio del infierno.

En fin, cuando la policía halló el cuerpo sin vida del muchacho De Bellis, se encontraba cerca de uno de esos contenedores de basura que considero que, a veces, son el lugar perfecto para esconder un cadáver.

¿Mató usted a alguien y no sabe qué hacer con el cuerpo?, póngalo en uno de esos grandes contenedores de basura y olvídese de los problemas que acarrearía si intentara colocarlo en otro lado, ya fuera enterrándolo en su propio jardín —idea bastante estúpida, si me lo preguntan— o fuera intentando lo que se le ocurra. Elija el basurero y olvídese de las cagadas por considerar al refrigerador como la alternativa idónea. ¿Quiere librarse del cuerpo y que nadie lo apunte con un dedo?, deshágase del cadáver metiéndolo en un gran y amigable contenedor, ya sabe que en ellos tarde o temprano la basura quedará compactada por completo y una basura más o una basura menos compactada, no hace mal a nadie, de hecho. Si lo llegaran a encontrar allí, hecho factible por demás, ¿quién lo asesinó? ¿Quién podría ser capaz de asegurarlo? Sin embargo, lo más loco del caso fue que, quien hubiera matado al pobre Fabricio, ni siquiera se molestó en intentar ocultar el cuerpo de ninguna manera; parecía como si le hubiera dado lo mismo hacerlo o no. Simplemente lo dejó allí, despatarrado, apoyado cabeza abajo sobre aquel contenedor negro y que hacía poco unos estúpidos —imagino que unos chicos que no tenían nada más interesante que hacer y que no tenían más que mierda en la cabeza— quemaron de manera parcial; y más allá de eso, se alzaba aquel muro hecho de ladrillos que parecían tan rojos como la sangre seca y coagulada que brotó —en algún momento— de su cuerpo sin vida. Era un callejón sin salida, un sitio genial para que el asesino se pusiera manos a la obra.  

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