I: el preludio del horror
Los chicos estuvieron toda la noche hablando acerca de las muertes, en realidad, de la serie de asesinatos que habían estado asolando —más bien que habían estado conmocionando— a todo el pueblo durante los últimos meses.
Realmente no importa cómo se llamaba el pueblo, lo importante es que se trataba de uno de los más viejos del país y en el que se dedicaban a trabajos agrícolas, en su gran mayoría y a la minería en las afueras del mismo, donde trabajaban algunos otros hombres de la ciudad más próxima, que se encuentra a unos diez o doce kilómetros de distancia. Era un pueblo sencillo y que adoptaba una manera de pensar, en general, bastante liberal y que era muy sociable; para decir la verdad era uno de aquellos lugares en los que todos conocen a todos, un lugar en los que hasta el más pequeño era capaz de saber quiénes eran el panadero y el lechero y dónde residían; podían ser capaces de saber cuántos hijos tenían y cómo se llamaban sus esposas, si es que las tenían como a los hijos, claro. Para decirlo en pocas palabras era uno de esos pueblos con una alta comunicabilidad, digamos que con facilidad superaba más del noventa y cinco por ciento. Sus habitantes vivían tranquilos y sin ninguna otra preocupación que la de trabajar, llevar el pan a sus casas y brindarles a sus familias lo mejor posible. Eran responsables de eso, sí y de algo mucho más profundo aún, pues eran los encargados de llevar mucho cariño y amor.
Muchas de las madres solían ir a la peluquería de María Fernández y hablaban de lo que habían hecho, conversaban acerca de las últimas noticias de sus familias y cosas por el estilo; hablaban, también, de sus maridos y decían que habían acompañado a sus hijos a los entrenamientos de básquet y de fútbol que tenían lugar en el único club del pueblo, el cual contaba —nada más ni nada menos— que con ciento cuatro años de existencia desde su fundación en mil novecientos nueve por el magnánimo don Alberto De Roy, célebre habitante del pueblo, declarado por generaciones enteras de adolescentes como un personaje digno de todo orgullo local y, por qué no, también a nivel nacional.
Siempre había sido un lugar agradable, cálido para vivir... bueno, al menos, hasta hacía un par de meses cuando el primer acto de violencia, el primero de todos los asesinatos los sacudió y sorprendió por completo, de improviso. No lograban recordar algo más atroz en el tiempo que llevaban viviendo en aquel lugar. Ni siquiera los más ancianos eran capaces de recordar una situación semejante —y, considerando que había tres o cuatro con poco más de cien años, eso ya era mucho decir—; había sido un asesinato sinigual, pero eso no fue nada más que un preludio de algo que parecería no tener fin, de algo cruel, morboso y mucho más que sanguinario. Se trató de algo tan espantoso como inimaginable, una cosa que no quería, que no deseaba detenerse por nada del mundo y que no tenía ni la más mínima intención de hacerlo, era alguien que deseaba seguir viendo a la gente sufrir y morir de impotencia y de locura por no saber quién era el autor de tan escalofriantes y perversos crímenes, de tan horribles —como increíbles— muertes brutales.
Había habido cinco víctimas fatales en muy poco tiempo transcurrido, pero en —al menos— dos de ellas ya se había llegado a la conclusión que habían sido dos accidentes tan trágicos como terribles que correspondían al mismo fenómeno; es decir que la causa de sus muertes habían sido las mismas, ya que ambos se encontraban saliendo del pueblo a la mañana y lo habían hecho en el auto de la familia Zurlo.
En fin, los chicos se encontraban reunidos en casa de Samy —la más grande de ellas, que apenas había cumplido los dieciséis hacía poco menos de un mes—; las chicas estaban tomando mate, mientras los chicos jugaban al truco —algunos de ellos llevaron cerveza y fernet con coca cola, que siempre eran infaltables en reuniones como esas—. Sin embargo, ninguno de ellos dejaba de hablar. Se podían apreciar bullicios, murmullos, risas fuertes y sofocadas entre dientes, luego, más murmullos y algún que otro insulto por la suerte del juego que estaban jugando.
Y cuando uno de los chicos comentó —en apariencia sin fundamento alguno— que quizá todo ello fuera obra de un hombre lobo o de algo por el estilo, Ely Sacarías se había fascinado ante aquella idea repentina, ante aquella peculiar ocurrencia, ante la aseveración de esa extraña fantasía. Aunque quedaba claro que la idea también la había aterrado cuando se encontraron los cadáveres en aquellos estados destrozados con suma crueldad. A pesar de todo ello, siempre había tenido una gran curiosidad sobre si aquellas criaturas, aquellos hijos de la luna llena, existían o no, pero como bien he dicho, también siempre le habían infundido un profundo e inexplicable miedo. Era tal cual como una chica que aborrece a su novio porque la trata como si fuera una mierda deplorable; como aquellos casos en los que sostiene que la culpa de sus desgracias fuera absoluta de ella. Consideró la idea, también, que en muchas ocasiones consigue hacerla sentir de ese modo, como si fuera una criatura culpable cuyo miedo se sube hasta los ojos en donde se vuelve casi transparente y que cualquiera con dos dedos de frente, lo puede percibir y hasta sentir sin más. Es como si se pudiera percibir la mirada de una pobre chica aterrada y que se siente acorralada por el hombre, por el chico, que ama.
Era como ese tipo de chicas que son maltratadas de manera física —y psicológica— por sus novios, pero que, a pesar de todo lo sufrido, lo aman con toda la pasión que habita en su corazón y no pueden resolverse a dejarlo por tanto que lo intenten... Solo que ella no tenía novio... jamás había estado de novia, aunque todas sus amigas lo estaban desde hacía bastante tiempo y Ely se entusiasmaba cuando se juntaban en la casa de Mery o Gise y contaban lo lindo que ellos las trataban, cuando contaban las cosas que les compraban y los lugares a los que las invitaban a salir.
Podría decirse que, por fortuna, ninguna de ellas sufría por lo dicho con anterioridad, pero Ely bien sabía que a veces las apariencias engañan y aquello no solo era cierto en el amor... aquello, por una terrible desgracia, era más cierto —aun— en cuestiones relacionadas con los negocios, con la vida en general y también lo era con la misma muerte...
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