Venganza
El hombre de traje oscuro se levantó del golpe del pequeño sofá donde se encontraba sentado y comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado. A mitad de camino se detuvo para mirar a los dos oficiales uniformados frente a él.
—¿Qué quiere decir con que todavía debemos esperar para confirmar que está desaparecida?
—Estamos hablando de una mujer adulta, señor —respondió uno de los policías, quien tenia cabello cano que ya comenzaba a escasear—. Deben pasar algunas horas para confirmar que realmente esté pasando algo malo con ella y que no se haya marchado voluntariamente.
El sujeto retomó su caminata, cada vez más furioso. De pronto, golpeó fuertemente la pared con el puño a causa de la frustración.
—¡Es mi esposa, mierda! ¡Sé perfectamente qué es y qué no es capaz de hacer! Y le aseguro que no regresar por las noches sin avisar no es algo que ella haría.
—Señor Pittorino, cálmese, por favor —intervino el agente más joven, poniéndose de pie y acercándose a él para tratar de apaciguarlo—. No conseguirá nada poniéndose nervioso.
El aludido resopló y se pasó las manos por la cara con fuerza. El otro agente se aproximó también.
—Veremos qué podemos hacer. Nos comunicaremos con usted en cuanto tengamos la oportunidad. Procure permanecer tranquilo, la encontraremos.
Tras decir aquello, los dos oficiales se alejaron del lugar. El hombre, de alrededor de unos cuarenta y cinco años, se dejó caer nuevamente sobre un sillón y enterró la cabeza entre sus manos, jalándose el cabello.
Podía oír la voz de la mujer que llevaba horas acompañándolo mientras se despedía de los hombres que acababan de marcharse. Los ruidos se trasladaron luego a la cocina y poco después el golpeteo de los tacones resonó sobre el piso de parquet. Cuando notó que el ruido de sus pasos era absorbido por la alfombra, alzó la vista para encontrarla frente a él.
El rostro de Evangelina estaba pálido y con marcadas ojeras. Con su ropa arrugada y su cabello recogido en una cola de caballo parecía más joven que las casi cuarenta primaveras que llevaba. Sostenía una taza humeante entre sus manos, la cual le tendió con una sonrisa trémula. Luego de que él se apoderara del té que le ofrecía, se acomodó en el sofá que habían dejado libre los policías.
—Dicen que debemos esperar.
—Lo sé, los oí. De todos modos, mientras se iban dijeron que tratarían de acelerar las cosas. Ya sabes, por ser tú. Son las ventajas de ser un empresario importante, Andrés.
Él dejó caer los hombros mientras se calentaba las manos con la taza.
—Si eso me garantizara que Alicia regresará a casa, créeme que usaría todos mis contactos.
—Ya sé. —Ella suspiró sonoramente—. Es tarde y acabas de volver de un viaje. ¿Por qué no intentas descansar un poco? Te avisaré si hay noticias.
—No creo poder hacerlo, Eva.
—Inténtalo. No serás de ninguna utilidad si estás exhausto.
Tras una ligera insistencia, él aceptó y se retiró a su dormitorio.
En mitad de la noche, Andrés se despertó morado de frío. Salió de la cama para buscar otra frazada y mientras la acomodaba se percató de que la ventana del cuarto estaba abierta de par en par. Extrañado, se acercó hacia allí y la cerró. Estaba seguro de haberlo hecho antes de acostarse, pero se había sentido tan cansado que quizás solo había pensado en la posibilidad de hacerlo sin concretarlo.
Tras asegurarla, regresó a la cama para dormir unas horas más. Estaba amaneciendo cuando abrió los ojos nuevamente y se encontró, otra vez, con la ventana completamente abierta.
Algo más tarde, luego de darse una ducha, Andrés se dirigió a la sala con dos cafés, uno para él y el otro para Eva, quien se había quedado dormida en el sillón. Prendieron la televisión para ver el noticiario mientras lo bebían.
«En otras noticias» decía la reportera en la pantalla «, hubo un terrible accidente en la ruta que sale de la ciudad. Un conductor, quien posiblemente estuviera borracho, derrapó y se estrelló contra un árbol. El vehículo se prendió fuego, quedando totalmente destrozado. El hombre fue incapaz de salir del automóvil, muriendo en el incidente, el cual ocurrió en la tarde de ayer. La víctima aún no ha podido ser identificada debido a la gravedad de los daños sufridos en el cuerpo, pero se trataría de un hombre de entre cuarenta y cincuenta años».
—Qué terrible debe ser eso— murmuró Eva—. Una familia sabe que es posible que se trate de uno de sus seres amados pero son incapaces de confirmar que realmente sea él.
Se mantuvieron en silencio mientras pasaban las imágenes que habían registrado en el lugar del hecho y la reportera afirmaba que la víctima había quedado desfigurada y calcinada, por lo que se estaba dificultando su identificación, la cual podría demorar todavía varias horas más.
En tanto aguardaban por si había nueva información acerca de lo sucedido, llegaron Adriana y Hugo, los empleados de Andrés. Con su arribo y la preocupación que ellos mostraron, sumada a la de los ya presentes, el ambiente en la enorme casa se había puesto algo agobiante por la tensión compartida.
Luego del almuerzo, Evangelina se fue a casa a ocuparse de algunas cosas y pidió específicamente que si había noticias acerca de su amiga le avisaran de inmediato. La tarde de Andrés luego de la partida de la mujer transcurrió algo lenta. Si bien trató de trabajar un poco, le resultó imposible concentrarse debido a los nervios que tenía y a los constantes «¿Y qué si…?» que rondaban por su mente.
Tras la partida de sus empleados al caer la noche, la casa quedó solitaria y oscura. Andrés vagó un poco por los pasillos de aquel enorme caserón pensando acerca de su esposa, Alicia. Era una pena que las cosas se hubieran dado de esa manera, ¿por qué no podría haber sido diferente? Si todo hubiese sucedido de otro modo, ella estaría a su lado, igual que los años que ya habían pasado juntos.
Cuando finalmente se dejó vencer por el cansancio, se arrastró a su cama, donde permaneció un rato desvelado, oyendo los ruidos nocturnos habituales de la casa y el rasguño de la rama de un árbol en la ventana. Se dejó llevar por el sueño y perdió la noción de todo lo que sucedía a su alrededor.
En mitad de la noche, algo lo llevó a despertarse, aunque tardó unos momentos en poder percibir lo que lo rodeaba. Aquellos sonidos tan conocidos que hacía la construcción cuando los materiales que la conformaban se acomodaban habían dado lugar a otros más perturbadores. Se oían golpes provenientes del suelo de la habitación, como si hubiese alguien enterrado bajo los tablones luchando por escabullirse de su prisión y acercarse a él.
Desconcertado, Andrés se incorporó sobre el colchón, mientras paseó la mirada por el cuarto en penumbras. La ventana que tantos problemas le había traído la noche anterior estaba nuevamente abierta de par en par, golpeando la pared con su marco de madera al ser movida por el viento.
Atribuyéndole aquellos sonidos a eso, se dirigió hacia allí y la cerró. En cuanto lo hizo, los golpes volvieron a sentirse, incluso más fuertes que antes. Como parecían provenir del piso inferior, se colocó unas pantuflas y abandonó su habitación.
Comenzó a avanzar en penumbras por el pasillo alfombrado, donde sus pasos no sonaban y parecían amplificar el silencio que había seguido a la súbita detención de los golpes. Sin embargo, pese a la tranquilidad aparente, el ambiente se sentía pesado e inquieto, como si la tormenta aún no se hubiera desatado, esperando por el momento justo.
Al alcanzar la escalera, descendió por ella despacio, procurando no hacer más ruido que el necesario por si alguien se hubiera colado dentro de su casa. Cada pequeño sonido de sus pies rozando el suelo parecía verse amplificado y repetido por todo el solitario edificio.
En el momento en que pisó el vestíbulo, percibió un destello procedente de la cocina. Al mirar en esa dirección se percató de que había quedado encendida la luz en aquella estancia. Estaba casi seguro de que la había apagado, lo que solo incrementó la idea de que había alguien más con él en aquel sitio.
A mitad de camino se desvió de su ruta para dirigirse a su estudio y tomar el arma que guardaba en el cajón de su escritorio. Mientras la ponía en condiciones para usarla en caso de ser necesario, recordó la inquietud que había sentido casi un año atrás, cuando la compró después de haber recibido notas amenazadoras que los involucraban a él y a su esposa. Si bien el lunático que las había enviado ya no era un problema, por un momento experimentó la misma sensación de impotencia que en aquella ocasión, aunque la espantó apenas un segundo después.
Ya armado, la pistola sostenida con ambas manos apuntando al frente, se dirigió hacia la cocina. Tras aguardar un momento en el umbral, ingresó súbitamente a la estancia para encontrar que el lugar estaba totalmente desierto.
Miró a su alrededor cuidadosamente, sumergido en un absoluto silencio. Mientras avanzaba hacia la puerta trasera para verificar el exterior, el grifo comenzó a gotear. Una, dos, tres gotas cayeron sonoramente sobre el metal del fregadero.
Andrés se detuvo bruscamente, girando sobresaltado al oír nuevamente los golpes en la madera, solo que esa vez sobre el suelo del salón. Encaminándose hacia allí, se fue alejando de a poco de la cocina, evaluando si sería más conveniente dejar la luz encendida o apagada. Decidió que sería mejor contar con algo de iluminación de respaldo, y cruzó el umbral. Mientras caminaba despacio, sin hacer ruido, su propia sombra provocada por la luz ubicada a su espalada le marcaba el camino.
Repentinamente, su oscuro contorno se desvaneció en el momento exacto en que se apagaba la luz de la cocina y se encendía la del pasillo del primer piso. Simultáneamente, volvió a oír un ruido procedente de la cocina: el goteo del grifo.
Las gotas comenzaron despacio pero poco a poco fueron aumentando su ritmo. Cuando oyó que el chorro de agua caía de forma brusca y fuerte, azotando el metal, se apresuró hacia aquel recinto para detenerlo.
Al entrar allí, se percató de que el agua solo corría por la cañería y que del grifo ya no salía ni siquiera una gota. Encendió la luz y se aproximó a la mesada, donde vio la pileta de cocina aún mojada por la reciente fuga de agua.
Con el corazón palpitando con fuerza y sintiéndose inquieto, Andrés se apresuró a salir de la habitación. Cuando se aproximó a la escalera, tanto la planta baja como el primer piso estaban totalmente a oscuras y la casa reposaba en el más absoluto e intimidante silencio. Asegurándose a sí mismo que debían haber sido ruidos de la casa combinados con su propio cansancio, el cual lo llevó a olvidarse de apagar la luz antes de acostarse, y un efecto visual que le hizo creer que había iluminación en el primer piso, se convenció de que todo estaba en orden y que haría arreglar la llave de agua al día siguiente.
Fue sencillo para Andrés encontrarle justificación a la mayoría de las cosas que habían sucedido aquella noche, excepto a una. El hecho de que cuando regresó a su dormitorio le pareció percibir en el ambiente el hedor a gasolina y carne quemada no tenía nigún tipo de explicación lógica.
Intentó dormirse nuevamente con los restos de aquel aroma desagradable y pestilente en su nariz mientras se tapaba la cara con la almohada. No pudo evitar un estremecimiento cuando su último pensamiento fue dirigido a aquel hombre que había sufrido un accidente y del que habían hablado las noticias aquella mañana.
Temprano en la mañana, Andrés fue despertado por el sonido que hacía Adriana al limpiar la casa. Consideró la posibilidad de pedirle a la mujer que no asistiera a trabajar por algunos días hasta que se resolviera todo aquello, pero luego lo pensó mejor y decidió que no le apetecía estar totalmente solo en su casa. Aunque no lo admitiera de forma abierta, la experiencia de la noche anterior lo había dejado un poco alterado.
Cuando regresó a aquella cocina que había dado vueltas por su cabeza toda la noche, se encontró allí con Evangelina, quien se ofreció a prepararle un café.
Mientras discutían si existía o no la posibilidad de hacer algo mientras la policía buscaba a Alicia, el timbre de la puerta los sobresaltó. Como sabían que la mucama se encontraba en el primer piso ocupada con sus quehaceres, fue Eva quién respondió y regresó unos momentos después junto a los dos agentes que habían hablado con ellos por la desaparición de Alicia.
Tras saludos corteses y una breve introducción, los oficiales procedieron a darles las malas noticias. Habían hallado el cuerpo de la desaparecida. Al parecer, se había ahorcado en la casa que había pertenecido a sus padres hasta unos meses atrás, cuando ambos habían muerto.
Les dieron sus condolencias y le indicaron al ahora viudo Andrés que debía identificar el cuerpo. En esa ocasión fue él quien los escoltó a la puerta dado que su acompañante se encontraba en estado de shock.
Pasaron las siguientes horas preguntándose juntos qué podría haber sucedido, cómo era posible que Alicia se hubiera quitado la vida. Andrés intentó hacerle entender a Eva el mal estado psicológico en el que se encontraba su esposa luego de la muerte de sus padres, pero ella tenía demasiados problemas para aceptarlo. Había conocido a su amiga durante años y nunca había sido partidaria del suicidio.
Finalmente, no queriendo postergarlo más, Andrés decidió cumplir con su deber de identificar a su mujer para luego realizar los trámites que debieran ser hechos. Eva, sin poder contener el llanto, se ofreció a acompañar al hombre en todo lo que le fuera posible, suponiendo lo devastado que debía sentirse. Sin embargo, no estaba lo suficientemente fuerte como para regresar una vez más al caserón y hacerle compañía aquella noche. Le ofreció que se quedase en su departamento pero él no quiso hacerlo, por lo que acordaron que la llamaría si necesitaba algo, lo que fuera, sin importar la hora.
Cuando la mujer estuvo de regreso en su hogar se sentía profundamente conmocionada. Había conocido a Alicia en la secundaria y desde ese momento jamás se habían separado. Era casi una hermana para ella, además de su confidente. No había cosa en su vida que no se contaran, incluso los problemas que tenía desde hacía tiempo en su matrimonio. Sin embargo, Eva siempre tuvo a Andrés en una enorme estima, lo consideraba un buen hombre y, por sobre todas las cosas, amante de su esposa, por lo que siempre estuvo segura de que solucionarían sus problemas.
Por esa razón se sintió tan movilizada cuando su amiga le confesó que había decidido dejar a su marido. Había conocido a alguien durante el tiempo en que él se había mostrado distante y arisco con ella, y desde la muerte de sus padres se había dado cuenta de lo corta que era en realidad la vida. Demasiado como para perder tiempo pensando en lo que dirían los demás.
Eva había intentado disuadirla y hacerle cambiar de idea, pero no hubo forma, Alicia no daría el brazo a torcer. Poco después, ella había desaparecido y había visto a Andrés tan afectado que supuso que su amiga no habría tenido la oportunidad, o el coraje, de hablar con él. ¿Quién era ella para empañar la imagen de una buena, aunque confundida, mujer durante momentos tan trágicos como aquellos? ¿Habría sido tan grande su temor que no habría visto otra salida que quitarse la vida? Eva no sabía muy bien por qué, pero le costaba creerlo.
Dieron inicio a los trámites habituales que se desarrollaban en aquellos casos y Eva permaneció junto a Andrés durante todo el proceso, en parte por solidaridad y en parte por sentirse culpable al saber algo acerca de Alicia que nunca se sentiría capaz de confesarle a un hombre tan bueno y amable como él.
Quiso ayudarlo a juntar las cosas de su amiga. Al principio él se negó pero ante su insistencia acabó aceptando, delegándole a ella la parte de su vestidor. Él, afirmó, se ocuparía de sus documentos.
Mientras Eva separaba la ropa y chequeaba que no hubiera quedado ningún artículo personal, dio con una pequeña caja. Al abrirla, encontró varias fotografías de su amiga con un hombre rubio muy apuesto, se los veía a ambos felices. Supuso que él debía ser su amante, y se preguntó, por primera vez, cómo haría para avisarle lo sucedido.
A pesar de no aprobar del todo lo que había hecho su amiga, sabía que los dos se amaban, y no le parecía justo dejarlo en ascuas, creyendo que había desaparecido de su vida de un día para el otro. Si bien los medios de comunicación se habían hecho eco del suicidio de la mujer, no podía saber con certeza si él estaba al tanto de su apellido de casada, que fue el usado al hablar de ella.
Intentó buscar una agenda, y fue entonces que se percató de que debía estar entre los papeles que revisaba Andrés. Ya buscaría una forma de localizarlo, lo más importante, en primer lugar, era que recordara su nombre.
Más tarde aquel día, Eva estaba en su casa. No había podido recordar cómo se llamaba el amante de su amiga, por lo que se había sentido frustrada todo el día. Sentada en un silloncito frente al televisor, tomando un té, decidió ver las noticias. Casi se le cayó la taza de la mano cuando la misma periodista que había visto en la primera oportunidad comenzó a hablar nuevamente de aquel accidente donde el auto se incendió.
Habían identificado al hombre muerto. Y por si solo el nombre no hubiera sido suficiente para hacer sonar una campana en su mente, incluyeron una fotografía suya: era Gustavo, el novio de Alicia.
Aquella noche, Eva durmió muy mal. Sus sueños fueron inquietos, repletos de imágenes y conversaciones que había compartido con su amiga. Llevaba varias noches soñando con ella, pero siempre la veía a la distancia. En aquella ocasión, en cambio, ella se acercó a hablarle.
Le dijo que necesitaba su ayuda para hacer justicia. Como Eva no comprendía de qué le estaba hablando, Alicia se vio obligada a ser más específica: ni su muerte ni la de Gustavo habían sido un accidente.
Ella había hablado con su marido y le había dicho que deseaba divorciarse, él había hecho un terrible escándalo, acusándola de prostituta y de malagradecida. Él juró una y otra vez que no le permitiría dejarlo para irse con otro, que eso lo haría quedar mal delante de sus competidores y de sus clientes. ¿Cómo podía cumplir con ellos si no era capaz de mantener controlada a su propia mujer?
Alicia le afirmó que el accidente y su supuesto suicidio habían sido armados por Andrés, y que necesitaba que ella reuniera evidencia suficiente para demostrarlo.
—Gustavo está furioso —le dijo—, y no sé qué sea capaz de hacer en ese estado.
Cuando despertó, Eva tenía taquicardia y respiraba de forma agitada, su cuerpo estaba cubierto de sudor que hacía que su torso se pegara de forma desagradable contra las sábanas. Aquel sueño había sido el más extraño que hubiera experimentado alguna vez. Era sorprendente lo que el subconsciente era capaz de realizar, unía dos hechos aislados y coincidentes generando teorías locas al respecto. Se puso de pie y se dirigió a la cocina, donde se apresuró a hacerse un té.
Mientras lo preparaba, un destello sobre la mesa del salón llamó su atención. Se acercó hacia allí y encontró, casi como una señal de que no había estado soñando, el anillo favorito de Alicia, el cual había desaparecido junto con ella. Y por si acaso le quedara alguna duda, pudo sentir en el ambiente el fuerte y dulce aroma a incienso y vainilla, un perfume que ella ya conocía de memoria: el de su amiga.
Un par de días después, Andrés fue sorprendido por la visita de los mismos oficiales de la primera vez. Habían aparecido con la excusa de hacerle algunas preguntas; eso le extrañó ya que creía que habían quedado resueltas las cosas. Lo que él no sabía era que Eva, quien se había llevado consigo las fotos que había encontrado, se presentó a la policía a plantear sus dudas.
A pesar de su insistencia en el hecho de que la mujer estaba en contra del suicidio, ellos sostenían que toda evidencia apuntaba a que eso fue lo que había sucedido. Sin embargo, para su sorpresa, sí habían percibido algo extraño en el accidente de auto. A pesar de que el vehículo había quedado bastante destruido, una parte había permanecido sorprendentemente intacta, lo suficiente como para notar que había tenido problemas con los frenos, volviendo más posible un sabotaje. Además, el forense logró detectar unos pequeños indicios que podrían llevar a pensar que el hombre habría sido golpeado violentamente en algún momento previo.
Los policías lo interrogaron largamente acerca de su relación con su esposa y de la existencia de un amorío. Él aseguró desconocer todo sobre aquello y se mostró dolido. Cuando le pidieron información acerca de su paradero los días previos al accidente, él lo justificó con un viaje de negocios. Afirmó haberlo hecho en automóvil y presentó comprobantes de los peajes atravesados. Pese a que los oficiales no estaban completamente convencidos, tenía una coartada y, tal como le dijeron a Eva, era imposible demostrar que lo que ella sospechaba era cierto.
Ella recibió una nueva visita de su amiga quien le insistió una vez más acerca de lo sucedido, y le rogó que la ayudara. A pesar de que Eva pasó varios días tratando de conseguir algún documento que probara que algo de todo lo que Andrés había dicho era mentira, no tuvo demasiada suerte. Llegó incluso a contratar a un detective privado, quien inició un rastreo meticuloso de todo.
Cuando Andrés notó que la amiga de su esposa ya no iba a visitarlo ni lo llamaba constantemente para ver cómo estaba, pensó que quizás hubiera algo que a ella no la convencía. Recibir aquel interrogatorio no hizo más que confirmar sus sospechas.
Tras lograr librarse de los policías, se dispuso a relajarse con un baño de inmersión. Mientras esperaba a que se llenara la bañera, se contempló en el espejo. Lo bueno de que Evangelina dudara era que ella se mantendría a distancia y no tendría que pretender ser el esposo dolido.
No importaba que le hubiera llevado varios meses concretar su plan, ni que hubiera perdido varios miles de dólares en el medio al contratar a personas que colaboraran con él, como el mecánico que arruinó el auto del imbécil que se acostaba con su mujer o aquel hombre desesperado que se ocupó de rociar con gasolina el vehículo y prenderlo fuego inmediatamente después de que se produjera el choque que él mismo había provocado al meterse en medio del camino. Nada de eso importaba, ni el tiempo ni el dinero, dado que en aquel momento él estaba felizmente viudo.
Varios rumores comenzaron a circular por la prensa, aquellas sanguijuelas nunca se perdían la oportunidad de meterse con gente importante. Los rumores decían que ella estaba tratando de dejarlo. Era cierto, quería divorciarse para escaparse con el asqueroso de su amante, incluso después de tantos años de matrimonio. Afirmaban, también, que era sospechoso que se hubiese matado justo cuando acababa de recibir una herencia. Eso no era del todo cierto, su muerte no se debió a esa miseria que le dejaron sus padres, sino que tuvo que ver con que era una zorra malagradecida. Sin embargo, él estaba seguro que de no haber estado ese dinero de por medio, ella hubiera mantenido su bajo perfil, ya que nunca se hubiera atrevido a irse por su cuenta.
No le importaba que ella hubiera tenido un amante, sino que algunos de sus competidores lo hubiesen descubierto y que, para colmo, ella hubiera tratado de dejarlo. Ya podía imaginar cómo se regodearían todos al hablar de él. El cornudo de Andrés lo llamarían. Todo aquello había sido necesario.
Con una sonrisa, se alejó del espejo y se metió en la bañera, recostándose y permitiendo que el agua caliente relajara cada uno de sus músculos. Había pensado en que podría haber imprevistos, sin embargo, esperaba que la prensa negativa no perjudicara las acciones de su empresa. Eso sería verdaderamente un incordio.
Con un suspiro de placer se deslizó un poco más bajo el agua. Llevaba varias noches sin poder dormir bien debido a los sucesos extraños que estaban teniendo lugar en su casa. Los incidentes con las luces y el agua se habían repetido, pero ni el plomero ni el electricista pudieron detectar algún tipo de falla. Eso sin mencionar los golpes intermitentes que lo despertaban en plena madrugada.
Nada de aquello importaba ya mientras se relajaba. Estiró el brazo hacia un pequeño mueble que había en un costado, encendió la radio y la acomodó en una estación que pasaba jazz.
Al estar tan relajado y con los ojos cerrados, casi a punto de adormecerse, no se dio cuenta de que las luces del baño habían comenzado a titilar de forma notoria. Tampoco notó, en un principio, que las estaciones de la radio habían comenzado a cambiar, una tras otra, abandonando el jazz para pasar a música clásica, pop adolescente, incluso rock, antes de caer en una continua interferencia.
El ruido de la estática lo hizo tomar conciencia, y cuando estiró el brazo tratando de arreglar el aparato, percibió algo que se movía junto a él dentro de la bañera. Sintió como si una fuerza oscura y sobrehumana lo estuviera jalando hacia abajo.
Se encontró pronto sumergido hasta el fondo de la bañera, la cual, aunque no era excesivamente profunda, era lo suficientemente grande como para permitirle ahogarse. Luchaba fuertemente contra la presión que lo mantenía debajo del agua, pero era inútil. Aunque ponía todo su esfuerzo y voluntad en mover los brazos o las piernas para impulsarse hacia arriba, estos no se trasladaban ni un centímetro. Era como si, de pronto, hubiese quedado totalmente paralizado.
Sintió como si el aire estuviese abandonando su cuerpo, quitándole las pocas fuerzas que le quedaban, dejándolo aún más inmóvil. Cuando se encontraba al borde de perder la conciencia, logró ver a través de la bruma en sus ojos y de la capa de agua que lo cubría, una figura mirándolo desde el exterior de la bañera. Parecía ser una silueta humana, de un hombre alto y corpulento, que clavaba unos ojos fríos y furiosos sobre él. A pesar de que no podía verlo directamente, podía sentir su mirada taladrándolo con fuerza.
De pronto, cuando consiguió con mucho esfuerzo enfocar la mirada, la figura se desvaneció, la radio regresó a la estación de jazz y él, sorpresivamente, fue capaz de abandonar aquella inmovilidad que lo mantenía bajo el agua.
Desesperado, sacó el cuerpo hacia afuera y comenzó a respirar de forma agitada, anhelando de forma avariciosa el aire que tanta falta le había hecho unos momentos atrás. Procuró llenar sus pulmones y calmarse, con la mirada baja, fija sobre sus manos arrugadas por efecto del líquido, su pecho ardiendo y el pulso latiendo enloquecido en sus sienes.
Cuando logró recuperar la compostura, se apresuró a salir de la bañera y secarse con una toalla. Miró alrededor del cuarto de baño, pero no pudo ver nada. Cuando dejó de lado el paño con el que se había secado, tomó otro y lo envolvió alrededor de su cadera. Iba a alejarse del lugar cuando percibió un movimiento con el rabillo del ojo que lo llevó a detenerse.
Al voltearse, pudo ver cómo en el espejo empañado aparecía una línea trazada, como si alguien estuviera escribiendo allí. Desorbitó los ojos sin comprender lo que estaba sucediendo, mientras vio cómo una a una surgían lentamente las letras que formaban una frase amenazadora.
“VAS A PAGAR”.
En cuanto vio aquello, huyó despavorido del lugar.
Por la noche, le costó demasiado llegar a dormirse, y cuando finalmente lo hizo, se despertó continuamente. La ventana se abría y cerraba emitiendo un chirrido estremecedor y él sentía a su lado una respiración helada y un tenebroso murmullo de ultratumba que prometía venganza.
Por la mañana, agotado, ojeroso y asustado, Andrés bajó la escalera. Dado que le había pedido al matrimonio que trabajaba para él que pasara la noche allí luego de su experiencia en la bañera el día anterior, creyó que lo primero que percibiría cuando bajara sería el aroma a café recién hecho. Pero no fue así.
Toda la casa estaba abrumadoramente silenciosa. Llamó a Adriana y aguardó por su respuesta, pero todo lo que recibió a cambio fue silencio. Mientras comenzaba a recorrer la planta baja, repitió el llamado en varias oportunidades, sin obtener respuesta.
Tras recorrer todas las habitaciones, fue a buscarla al primer piso. Nuevamente, no había rastros de ella ni del marido. Refunfuñando, regresó a la cocina, donde se preparó café él mismo.
Se sentó ante la barra de desayuno para beberlo, y mientras lo hacía notó que la puerta del cuarto que funcionaba como despensa estaba entreabierta y con la luz encendida. Pensando que quizás la señora Adriana se encontrase allí, se dirigió a aquel lugar.
Cuando intentó entrar, sintió que algo ejercía presión sobre la puerta, dificultando su apertura. Haciendo un esfuerzo mayor, empujó y logró abrirla, pero lo que encontró ahí dentro le heló la sangre. Allí, sobre el suelo del pequeño armario, en medio de un charco de sangre, yacía el cuerpo sin vida de su empleada. Su pierna derecha, que originalmente presionaba la puerta, en ese momento se encontraba en un ángulo anormal luego de su esfuerzo por entrar al recinto.
Juntando coraje y con un peso muerto en el estómago, Andrés dio dos pasos dentro del lugar. La mano de la mujer aún aferraba el mango de un enorme cuchillo de carnicero y se podían ver numerosos cortes en los brazos, uno en la mano izquierda y varias puñaladas sobre el abdomen. Lo más aterrador de la escena era la cara de la mujer, un profundo tajo atravesaba su lado derecho y había brotado sangre de las cuencas de sus ojos debido a un intento desesperado de ella por arrancárselos, como si se negara a ver los secretos ocultos que opacaban la vida del hombre para el que trabajaba.
En el aire normalmente denso de aquel pequeño recinto flotaba el olor dulzón de la sangre, que le produjo arcadas y náuseas. Se apresuró a voltearse para salir de allí y sobre la pared donde se ubicaba la puerta, que era la única libre de estantes, pudo ver un mensaje grabado en sangre sobre el amarillento y sucio muro. Se leía con claridad “LO PAGARÁS”.
Salió corriendo desesperado de aquella habitación, conteniendo el reflejo de vómito hasta que llegó al fregadero. Una vez allí, dejó salir todo el horror vivido desde hacía varias semanas, el cual acababa de alcanzar su punto culminante. Temblando, se dejó caer en el suelo mientras esperaba hasta calmarse.
Cuando se sintió en condiciones de caminar, quiso buscar al marido de Adriana. Aunque algo dentro de él le decía que seguramente no era una buena idea, sentía que debía encontrarlo.
Con las piernas débiles y temblorosas, se dirigió a la puerta trasera. Salió al jardín y miró a su alrededor, llamando a Hugo con voz algo contenida. Cuantas más veces lo llamaba sin obtener respuesta, más difícil le resultaba contener los estremecimientos de temor.
El día estaba oscuro, con negras nubes que presagiaban tormenta cubriendo la totalidad del cielo. Mientras caminaba en dirección a la arboleda que estaba en el fondo del parque, la notó particularmente tétrica. En cuanto puso un pie en ella, sintió una imperiosa necesidad de salir corriendo, pero la contuvo, dispuesto a encontrar al hombre.
Las ramas de los árboles se extendían hacia él como si quisieran alcanzarlo y estrecharlo en un abrazo mortal y eterno, sentía sus nervios a punto de estallar y le parecía escuchar voces amenazantes susurrando entre el follaje.
Recién al llegar a una de las últimas filas de árboles fue que lo vio. El cuerpo de Hugo se balanceaba colgando de una rama, una gruesa soga rodeaba su cuello mientras el fuerte viento hacía gemir las hojas que se mecían a su alrededor. Una segunda soga pendía de su pierna derecha y Andrés pudo notar que había algo colgando allí.
Se acercó al hombre para observar el objeto que se encontraba atado a su pierna y pudo ver una fotografía suya con Alicia, donde ambos lucían felices en un viaje que habían realizado a Europa. El vidrio que la contenía estaba astillado en el punto justo donde podía ver su propio rostro y había un trozo de papel enganchado al marco con un clavo que perforaba el sitio exacto donde estaba uno de sus ojos. Con manos temblorosas, Andrés quitó el papel y observó aterrorizado el simple mensaje escrito con una pluma roja: “TÚ SIGUES”.
Sin poder contener su grito de horror, se apresuró a marcharse de allí, desconcertado y asustado, chocándose continuamente contra los árboles en su búsqueda frenética de la salida. Tropezó varias veces con las raíces, cayendo al suelo y raspándose las manos hasta que consiguió finalmente abandonar la arboleda y avanzar dando tumbos hasta el interior de la casa.
Una vez que estuvo dentro, cerró con fuerza la puerta y se recostó sobre ella, incapaz de contener por más tiempo los temblores de su cuerpo y los sollozos que lo recorrían. No conseguía entender qué era lo que estaba sucediendo.
Se dejó caer sobre el suelo una vez más y permaneció acurrucado contra la puerta, abrazando sus rodillas durante un largo rato, aunque se sentía incapaz de especificar cuánto había sido. Cuando logró reaccionar por fin, se dirigió a su estudio, donde se apresuró a marcar el número de la policía e informarles que había alguien que lo estaba persiguiendo y había asesinado a sus dos empleados.
Mientras aguardaba a que llegaran los oficiales, se acurrucó junto al escritorio en su silla favorita, meciéndose hacia atrás y hacia adelante. Fue en ese momento en el que todas las luces de la casa se apagaron.
Andrés se sobresaltó, mirando a su alrededor, y pudo sentir cómo en la sala se encendía sola la televisión. De forma automática comenzó a subir el volumen, permitiéndole oír una vez más el noticiero. El periodista que hablaba en aquel entonces estaba haciendo un repaso acerca del caso del suicidio de su esposa y la nueva información que habían recibido, acerca de su amante y su misterioso accidente de coche.
Mientras escuchaba el habla constante del periodista proveniente de la sala, pudo oír cómo se abrían en simultáneo, con un crujido lento y casi doloroso, las tres ventanas del estudio. Inmediatamente después de terminar de abrirse, se cerraron de la misma manera. Cuando las ventanas repitieron la apertura al unísono, fueron acompañadas por la puerta, que hizo el mismo movimiento lento, deliberado y estremecedor.
Andrés sentía que el corazón iba a escaparse de su pecho y su terror era tan profundo que pesaba en la boca de su estómago y amenazaba con dejarlo sin aire. Jadeó intentando infructuosamente reprimir los sollozos que buscaban de forma desesperada escapar de su cuerpo.
El sonido de uñas rayando un vidrio lo obligó a juntar el poco coraje que le quedaba y abandonar el estudio en dirección al salón. Allí se había encendido por sí solo el fuego de la chimenea, que crepitaba y danzaba frente a sus ojos. Rápidamente miró a su alrededor hasta que detecto el punto del que había salido aquel sonido: el espejo.
Sobre la superficie reflejante, escrito con ceniza, había tres palabras: “Venganza. Alicia. Gustavo”. Mientras él se acercaba a la superficie y trataba de borrar con la mano aquellas amenazantes y comprometedoras líneas, el espejo estalló en pedazos encima de él, haciéndole cortes en el rostro y en varias partes de su cuerpo.
En simultáneo, las luces de la sala volvieron a encenderse y apagarse. Sintiéndose aterrado y al borde de la locura, Andrés casi suspiró de alivio en el momento en que oyó el timbre de la puerta. Se abalanzó hacia allí para abrir y encontrar a los mismos dos oficiales que había visto por la desaparición de su esposa. Sabía que estaba siendo acechado y que solo había una cosa que podía hacer para volver a encontrar la paz.
—Señor, reportó que habían atacado a dos de sus empleados —dijo el policía con un tono de voz algo vacilante al ver el deplorable estado en que se encontraba su interlocutor.
—Sí, sí. Les diré todo. Pero tienen que sacarme de aquí.
—Pero señor Pittorino…
—Alicia no se suicidó. Y lo de su amante Gustavo no fue un accidente. Yo los maté —se apresuró a confesar ante la mirada anonadada de los policías.
Las semanas siguientes fueron tranquilas, no había más ruidos ni luces parpadeantes por la noche, las puertas y ventanas solo se abrían cuando alguien así lo quería. Todo aquello parecía demostrar que Andrés estaba en lo correcto, con su confesión se haría justicia y los muertos podrían descansar en paz.
En cuanto estuvo detenido en la comisaría, confesó absolutamente todo, los motivos que lo llevaron a cometer los homicidios y cómo lo había hecho. Debido a que la muerte de sus empleados resultaba sospechosa en extremo, le fueron imputadas a él, y dados sus antecedentes, nadie le creyó cuando las negó.
No fue necesario esperar demasiado para que llegara el juicio ya que una confesión directa lo simplificaba todo. Para alivio de Eva, se confirmó su culpabilidad y se lo sentenció a treinta años de cárcel. Lo regresaron a su celda de baja seguridad, de donde sería trasladado al día siguiente a una penitenciaría.
Cuando le llevaron la comida aquella noche, el guardia que se acercó lucía extraño. Tenía la mirada perdida y andaba como si fuese un zombi. Abrió la puerta de la celda y dejó el plato dentro, luego, permaneció en la entrada de pie durante unos momentos. Repentinamente, extrajo su pistola, la colocó dentro de su boca y se voló la cabeza con ella.
Andrés gritó, asustado. No todos los días uno podía ver algo como eso. Mientras el cuerpo del policía se derrumbaba justo enfrente, notó una ligera sombra saliendo de él, avanzando hacia el sitio donde se encontraba. Se acurrucó en la cama pero era imposible escapar de ella, nada de lo que había hecho había sido suficiente.
Los oficiales de guardia oyeron el ruido del disparo y se apresuraron en aquella dirección. En el camino se encontraron con algo que les resultó de lo más raro que habían presenciado en sus vidas. Uno de los prisioneros avanzaba hacia el lugar donde ellos estaban, como si les fuera al encuentro. Caminaba inusualmente despacio y con la mirada perdida.
Intentaron detenerlo, pero cada vez que uno de ellos lo tocaba, se veían arrojados a gran distancia contra los muros. Se les hizo imposible pararlo y solo pudieron observar anonadados como el prisionero, de nombre Andrés Pittorino, avanzaba en línea recta a la ventana de aquel tercer piso y se arrojaba por ella de espaldas, directo al vacío, donde, al final de la caída, lo esperaba el duro pavimento.
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