Capítulo 8: El sabor de la gloria

Leiah

Te voy a contar una historia.

Es la historia de dos aves. La primera, creció con sus hermanos y hermanas, aprendió a volar, cazar y alimentarse bajo el cobijo de quienes le dieron la vida. Vivió, libre y feliz.

Esa ave, un día voló a un lugar en cenizas, el cadáver de unas tierras que alguna vez fueron verdes y fértiles. Le dolió ver los árboles talados, los copos grises deshaciéndose en el viento: residuos de la vida pasada de aquel valle. Pero en medio del dolor, vislumbró un atisbo de vida enjaulada alrededor de una cerca de alambre y barrotes de metal.

Se acercó y descubrió que la criatura que se hallaba presa era su igual, un cuervo famélico al que apenas le quedaban un par de plumas desteñidas, con las garras destruidas y la piel visible llena de tierra y hollín. Costras secas delataban el maltrato por el que había pasado, por si el vacío de sus ojos no era un grito con la suficiente fuerza.

La primera ave, la libre, notó que el cuervo estaba cautivo sin siquiera un recipiente del que beber. Le parecía insólito que siguiera con vida.

El ave libre intentó ayudar a la otra picoteando el candado, pero apenas lo tocó este cedió y cayó al suelo. Siempre había estado abierto.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has volado? —preguntó la recién llegada—. ¡Vámonos, antes de que quienes te hicieron esto nos encuentren!

Pero el cuervo no se movía.

La primera ave intentó e intentó, todos los medios posibles agotó, pero solo consiguió hostigar a quien pretendía rescatar, y con su último aliento, el cuervo se crispó, arremetiendo contra su salvador.

La primera ave retrocedió asustada y salió de la jaula. Decidió irse, pero a medio camino prefirió regresar.

—Púdrete en tu miseria. Estúpida. Yo solo intentaba ayudar.

Así, la primera ave usó sus garras para alborotar la tierra y las cenizas en dirección al cuervo, enterrándolo en su propia destrucción.

Y se fue, volando como había llegado. Libre.

Lo que la primera ave no sabía era que, aunque el cuervo parecía su igual en apariencia, tenían procedencias distintas. El cuervo fue arrancado del cobijo de las alas de su madre al nacer. Su primer recuerdo desde que la consciencia decidió visitarle, fue de una cerca tejida que le lastimaba cada vez que decidía acercarse, y de barrotes que delimitaban su mundo. A su alrededor, vio otras aves crecer exihibadas en una tienda donde distintas manos las evaluaban y decidían si le darían o no un nuevo hogar.

El cuervo solo soñaba con una cosa en su vida: un dueño, alguien que viera en su insípida existencia el valor suficiente como para ofrecerle un nuevo hogar. Pero con el pasar del tiempo, su sueño se marchitaba, y veía como sus supuestos hermanos eran arrancados de su lado para acupar su destino soñado. Y cada vez más, el cuervo envejecía y el precio en su cartel bajaba, hasta que ya no hubo uno, y tuvieron que regalarlo a los dueños de una finca.

Sus nuevos propietarios dejaron al cuervo a mitad de la finca con la jaula abierta y le dijeron: vuela, eres libre.

Pero el cuervo jamás había escuchado palabras semejantes. No sabía lo que volar y libre querían decir, y lo único que le parecía seguro eran los barrotes a los que siempre había llamado hogar. Así que nunca dejó la jaula.

Leiah era así, un ave que, sin importar cuántas veces abrieran el candado que la mantenía enjaulada, jamás volaría, porque no sabía para qué estaban hechas sus alas.

☆•☆•☆

Leiah no sentía arrepentimiento en lo absoluto por lo que había hecho para estar ahí. Si se atreviera a ser honesta, diría que jamás se había encontrado más fascinada con lo que era capaz de conseguir aplicando lo que le habían enseñado desde pequeña. No recurrió a nada que no estuviesen haciendo cualquiera de las Vendidas de Lady Bird, solo que el fin de Leiah no fue el placer de su dueño, ni dejarle dinero a su casa de Vendidas. Lo que hizo, lo hizo por ella.

Vio su objetivo y usó lo que tenía a mano para alcanzarlo.

Sin embargo, mientras ensayaban la obra, el resto de las mujeres la veían con la crítica grabada en sus retinas. Ni siquiera se tomaban la molestia de juzgarla, la condenaban de inmediato. Porque sabían lo que había hecho, no había otro modo de que una joven sin experiencia artística ni el respaldo de alguna academia, mentor o representante consiguiera lo que ella: modificar una obra a una semana de su estreno para hacerse un espacio entre el reparto, aunque fuese como extra.

Y Leiah quería decir que no le importaba, que se sentía bien. Pero hace bastante que se había distorsionado en su cabeza la definición del bienestar propio. Por eso, prefería no sentir nada.

Nada, mientras aquellas que nacieron con el privilegio de poder volar se pasaban el secreto los crímenes de Leiah entre susurros, de un oído a otro.

Nada, mientras pasaba hambre y veía cómo entre las actrices estelares se sentaban a comer y a charlar como un equipo, dándose ánimos y consejos que tal vez Leiah podría haber necesitado.

Nada, cuando por las noches dormía recostada a la puerta del baño que le concedieron en el restaurante, trabando la entrada y vigilando la ventana, por miedo a que el dueño del lugar apareciera a mitad de su sueño, dispuesto a cobrarle un poco más por el favor que le estaba haciendo.

Nada, cuando en sus sueños la atormentaba el recuerdo de las Preparadoras de Lady Bird humillándola en medio de la sala, comparándola con sus hermanas más bonitas, aterrorizándola con el destino que le esperaba si no mejoraba, solo porque no era capaz de cumplir las expectativas para ciertas destrezas.

Leiah no era, ni sentía, absolutamente nada.

     Leiah nunca había hecho más que hojear cuadernos y periódicos cuando leyó el guión de Romeo y Julieta por primera vez. La historia en sí le era indiferente, pero se sintió arrollada por la nueva perspectiva de encontrar un manual que le abría la puerta a nuevas identidades.

La releyó durante días, tardes y noches enteras buscando penetrar en la piel de sus personajes, quería estar inmersa en el contexto y en sintonía con la trágica y pasional sonata que entonaba cada dialogo de aquella obra.

Hasta que no se supo cada palabra no dejó de maltratar su vista con aquel guión grabado en pergamino desgastado. Y no aplicó los métodos que aconsejaban las Preparadoras en algunas de sus clases: memorizar para pasar un examen y luego desechar la información. No, se prometió a sí misma que aprendería, y para aprender tenía que sentir y pensar como cada personaje, ya fuera Montezco o Capuleto.

Al final no le serviría de nada, por supuesto, pero le satisfacía ensayar en las madrugadas en el baño, representando ella misma cada papel junto a sus múltiples reflejos.

No le serviría de nada, salvo para probarse que era capaz.

Por las mañanas, además de cazar las sobras del desayuno, se dedicó a robar los rollos del periódico diario. Le importaba muy poco el clima, la astrología, las apuestas en Lady Bird o los entresijos políticos del momento. Ella se iba directo a la sección de críticas sobre obras en otras ciudades del reino. Se concentraba en lo que alababan los expertos, en lo que criticaban, en qué actuaciones daban más de qué hablar y cuáles pasaban desapercibidas.

Una semana de investigación y entrega puede parecer poco, pero para Leiah era como si hubiese implicado toda su vida. Sin distracción, sin otra cosa en mente, se estaba preparando para una guerra consigo misma, una guerra contra la inevitabilidad del fracaso, contra sus propias expectativas.

Tenía días sin comer más que sobras, había sacrificado su oportunidad de un buen platillo al pedirle al dueño de El cometa rojo un papel en lugar de comida. Pero a pesar de que el estómago le gruñía, ningún ruido era más abrumador que la vibración del ansia en sus venas.

Su vestuario estaba conformado por harapos viejos y manchados ocultos debajo de una capa hecha de lana de un marrón viejo y verdoso, y el crayón rojo que le regaló Zaniah asegurado en su escote. La capucha la salvaba de tener que mostrar su cabello grasiento por los días sin lavar. Por suerte los presentes no la juzgarían por su olor sino por los que hiciera sobre el escenario.

—Te lo advierto —el chef tomó a Leiah por el brazo minutos antes de salir a escena—. Si me provocas, habrá consecuencias. Sin importar nada... Nada. —Aferró más a Leiah, su agarre tornándose violento y atemorizante—. No le des la cara al público. Ni se te ocurra. No puedo permitir que arruines este evento abrumándolos con lo insólito de tu mirar.

—Mis ojos.

—¿Perdón?

—Mi mirar no es lo que molesta de mi rostro, son mis ojos.

—¿Y eso a qué Sirios viene?

—Cuando se es actriz, señor, no se tiene una mirada. Se tiene miles. La de todos los personajes que sea capaz de interpretar. Juzgue mi físico todo lo que quiera, pero no mi actuación. No sin haberla presenciado.

—¿Te recuerdo con quién hablas, niña? ¿Te recuerdo que, en lo que a mí respecta, podrías ser la hija bastarda del criminal más buscado de Aragog, que no tienes nombre o familia, y que incluso así te he tendido la mano para ayudarte?

«De hecho, lo que me tendió fue el pene. Pero supondremos que es lo mismo y fingiremos demencia, descuide», habría querido decir Leiah. Pero, como siempre, reprimió sus pensamientos y adornó sus palabras con una tibia mentira que reconfortara al hombre frente a ella.

—No comprendo la predilección que tiene de pensar que todo argumento que salga de mi boca debe ser una ofensa, un ataque. No es así, señor. Mi gratitud para con su bondad es infinita, y aunque mi procedencia le sea desconocida, debería saber que, siempre que no haga daño a nadie más, pretenderé demandar de otros un mínimo grado del respeto que les ofrezco.

—¿O sea que...?

—O sea que: déjeme dormir en sus baños sin lavar, no me alimente a pesar de saber que mi único sustento son las sobras que quedan en los trastes amontonados para lavarse. Humílleme, sabiendo que dependo de usted. Recuérdeme lo que le debo, y lo que pagué por su favor. Lo soportaré, señor. Pero tenga la bondad de no criticar de mí un talento que no ha tenido la oportunidad de presenciar. ¿Podría, por favor, concederme este inocente capricho? No veo quién sale herido por ello.

El hombre tragó en seco y dio un paso hacia atrás, casi como si se tambaleara. Leiah ya había ese resultado en otras personas, porque no era la primera vez que usaba su lengua para desarmar. Sus Preparadoras le dieron herramientas para enfrentarse a sus hermanas, sin saber que en algún punto también las usaría para manipular a sus creadoras, y posteriormente aquellas herramientas pasarían a formar parte de su más prístina identidad.

La mentira bien conjugada con un toque de verdad. El buen léxico, el porte y el arte de utilizar las palabras adecuadas. La entonación, la expresión y postura correcta sumados a una pizca de adulación. Eran las piezas de un ajedrez donde solo Leiah conocía las reglas.

Leiah estuvo a punto de avanzar a su puesto donde debería esperar su entrada al escenario, pero el chef la detuvo tomándose del brazo.

—No tienes que hacer esto.

—¿Disculpe?

—No tienes que subir ahí. Si quieres comida, yo te la doy. Si quieres un lugar donde vivir, también. Yo... Te propongo ser mi Vendida. Te pagaré lo que cuesta una y te comprarás con eso lo que quieras. Soy... —El hombre se señaló con sus manos—. Soy una buena opción. Tengo dinero, y prestigio.

Leiah se zafó del agarre del chef con suma delicadeza, pocisionando una mano sobre la de él, bajándola despacio mientras una sonrisa amable en su rostro suavizaba el gesto.

Cruzó un brazo sobre su cintura y apoyó el codo del otro encima con los dedos de su mano acariciando sus clavículas mientras sus ojos profesaban halago e interés, como si considerara la oferta.

Si esa opción hubiese llegado hacía unos siete días, la habría tomado encantada. Pero no entonces, no cuando tenía muy claro lo que quería.

Una vez quiso estar en la cima de una pizarra y no lo logró, jamás subió al top cinco. Luego, quiso ser comprada por un noble, batir un récord en Lady Bird como la Vendida por la que pujaron los lores, la más cara de todas sus hermanas, ser aquella que las Preparadoras usaran como ejemplo en el futuro, tener su propio retrato en el despacho de Madame Aurys. Y fracasó, de nuevo.

Esta vez no lo haría. No esta maldita vez.

Sin embargo, el chef interpretó el silencio halagado de Leiah como una duda ofensiva, por lo que con una sonrisa irónica le acarició los hombros por sobre la capa y la miró a la cara mientras le decía:

—No estarías sacrificando un protagónico... ¡Por el amor a Ara, son dos líneas!

Leiah asintió sin perder la frescura de su sonrisa.

—Lo sé, corazón. —Le dio un beso pausado en la mejilla—. Pregúntame después de la obra, ¿sí?

—Después de la obra esta oferta ya no estará disponible.

Pero Leiah ya le había dado la espalda.

☆☆•●•☆☆

Le habían dado suficientes indicaciones en los ensayos, pero solo una regla inamovible: no daría la cara al público.

Julieta entraría a escena, una parte del guión que se inventaron para incluir las líneas de Leiah, quien sería una prima de la protagonista sin mucha relevancia. Solo tenía que estar ahí sentada con la capucha encima y la vista al lateral por donde entraría Julieta interpretada por Miss Aryx, esperaría a que esta comenzara a dudar de su físico y diría dos líneas con el objetivo de subirle el autoestima. Su única interacción sería un abrazo.

Julieta entró a escena y empezó a lloriquear sobre sus inseguridades y sus nervios. Esa noche escaparía con Romeo, pero temía no estar lo suficientemente agradable para su vista. Una estupidez garrafal puesto que su cabello suelto galopaba en brillantes hondas sobre sus hombros cayendo como una cascada de bronce sobre su espalda. Su vestido, hecho de lino y terciopelo bordado con hilos de oro, levantaba sus pechos y estrechaba su cintura hasta volverla más angosta que la circunferencia de una corona. Y su maquillaje, que sonrojaba sus mejillas para simular la fatiga de una larga carrera hasta la habitación, la hacían un espectáculo visual.

Pero Julieta seguía chillando.

«Calma, prima. Eres hermosa. Sé que Romeo te amará así, tal cual eres».

Solo eso debía decir Leiah, lo repetía una y otra vez en su cabeza. Y luego venía el abrazo.

Sin embargo, se levantó antes y se aproximó a la protagonista, quien supondría que había olvidado sus diálogos e iría directo al abrazo.

Pero Leiah no la tocó, no entonces. Al estar un paso de Julieta, le preguntó:

—¿Podrías repetirlo? —Esa no era la voz de una inocente campesina que pretendía apaciguar las inseguridades de un familiar querido. Era una demanda sutil.

Aryx, quien interpretaba el papel protagónico, vaciló un momento en su actuación, como si quisiera reprochar a Leiah por olvidar la escena, como si buscara una manera de delatarla sin salirse de su papel.

«Sin importar nada, una actriz de verdad improvisa, así el escenario se este cayendo a su alrededor», le recordó Leiah con una mirada a través de la capucha a Aryx. Fueron las instrucciones del director. Ambas lo recordaban demasiado bien.

Quisiera o no, Aryx estaba obligada a ser la cómplice de aquella Vendida sin dueño. La alternativa era arruinar su propia carrera.

—¿Perdona, prima? —dijo Julieta sorbiendo por la nariz, fingiendo que limpiaba sus lágrimas.

—¿Podrías repetir lo que dijiste? No estoy segura de que mis oídos hayan procesado tus palabras correctamente.

—Oh, prima... En medio de mi torrente de lágrimas te contaba que... Sufro de pavor. El miedo a ser vista por Romeo hoy, tal cual soy, me carcome.

El sonido de la mano de Leiah chocando contra el rostro de Aryx resonó en el escenario como el platillo de una batería. El público contuvo el aliento. El sonido fue repentino, inesperado, e inusualmente real. Las actrices solían fingir sus golpes, pero no había forma de que la hinchazón y el enrojecimiento en el rostro de Julieta fuese falso.

De hecho, Leiah acababa de hacerle el favor de su vida a Aryx, todos los presentes quedaron encantados con lo genuina que se notaba la estupefacción de ella ante el golpe de su prima ficticia.

—¿Qué Sirios...?

—Eres una estúpida, ¿lo sabías? —Leiah avanzó el paso que las separaba y tomó por la barbilla a Julieta, volteando su rostro con rudeza para obligarla a soportar el contacto visual—. Lloras por algo que tienes, pero que eres incapaz de admitir que posees porque amas hacerte la víctima.

Leiah manipuló el rostro de Julieta con un tirón violento hasta voltearla hacia el público fingiendo que lo que tenían al frente era un espejo, y en medio de su jugada ella también les dio la cara. Ambas estaban expuestas de frente a la mirada de los lobos rapaces. Muchos queriendo asesinarlas por lo que hacían; pero todos incapaces de voltear.

—Mírate —espetó sin soltarla—. Mira lo que eres y admítelo. No vuelvas aquí a llorarme como si yo no reconociera la maldad del destino en mí misma.

La soltó de forma tan fuerte y dramática que Julieta cayó de costado al suelo del escenario. Y Leiah permaneció ahí, con la vista al frente, fingiendo que aquella muralla de rostros que la escrutaban era en realidad su reflejo.

Los labios le temblaban como si estuviera conteniendo un demonio dentro de su boca, su tez dejaba el pálido cariz de la muerte para transparentar el fuego de su sangre. Y sus ojos desiguales, uno que apresaba el negro del infinito y el otro el color de una neblina helada, comenzaron a humedecerse hasta desbordarse.

La primera lágrima le surcó el rostro como una cicatriz, la segunda ni siquiera llegó a la mitad cuando Leiah ya la había borrado con la manga de sus harapos.

Ni un solo diálogo, pero el lenguaje de su cuerpo expresaba más que una novela de mil páginas.

Entonces, explotó.

Fingió que golpeaba el espejo y se tiró al suelo de rodillas, dejando caer un pedazo de cristal que ocultaba bajo su manga para que ambientara la ocasión con su sollozo al quebrarse. Una vez postrada, Leiah se clavó los trozos restantes mientras golpeaba el suelo con sus puños.

Levantó el rostro una última vez, y una mano bañada del rojo lenguaje de sus heridas se elevó hacia al público. Como si pudiera auxilio. Auxilio de sí misma.

Leiah acababa de descubrir que, si en su actuación no había un poco de verdad, entonces no había alma.

Al final, resultó que actuar no era solo mentir, era aprender a contar en la piel de alguien más una verdad que alguna vez sentiste.

Al acabar la obra en su totalidad, luego de los aplausos que, a pesar de estar dirigidos a los estelares, parecían hablarle solo a ella; el primero en acercársele fue el dueño y chef de El cometa rojo.

Le ofreció una copa de vino blanco con fresas, el cual Leiah agradeció con elegancia a pesar de que deseaba devorarlo con salvajismo.

—Estuviste fantástica —declaró el hombre con una radiante sonrisa antes de darle un sorbo a su copa.

Leiah sonrió agradecida por más de una razón, en especial porque no mencionara para comenzar su arriesgada jugada, su desafío; sin embargo, también se descubrió ofendida porque sabía que había estado más que fantástica, había estado genuina.

—Y... a todas estas, quería saber si habías llegado a reconsiderar mi oferta.

Leiah alzó una ceja con coquetería.

—Pensé que esa oferta ya había expirado.

—De hecho, sí. Pero porque tengo una mejor para ti.

—Estaré ansiosa de escucharla, señor.

—¿Qué tal...? —Se detuvo a usar su sonrisa más encantadora—. ¿Qué tal si fueras mi esposa?

—Esposa.

—Sí, esposa.

—¿Copropietaria del lugar?

—Eh... no, El cometa rojo es mío. Pero tú podrías ser mía también. Oficialmente. Compartiríamos el mérito de todo, te presumiría hasta el la luna. Y, por supuesto, no te faltará nada. Ni siquiera mi apellido.

—¿Y la actuación, señor?

—Si te hace feliz, tal vez en el futuro haya otras oportunidades como estas. Las aceptaré para que vuelvas a hacer lo que hoy.

—Lo mismo que hoy.

—Sí.

Pero "lo mismo que hoy" no era la cima.

Leiah sonrió.

—Le agradezco su oferta de corazón, señor, pero ya estoy casada. Me casé con la ambición, y, como comprenderá, no puedo serle infiel con el conformismo.

De hecho, Leiah ni siquiera la había considerado, pero se deleitó al dejarlo hacer el intento, sobre todo luego de que le asegurara que si no renunciaba a la obra no la querría ni como Vendida.

Si él se arrastraba así ofreciendo su mano en matrimonio, otros darían más. Leiah estaba convencida de ello.

Terminó de beberse su vino y de comer las fresas, así que se acercó a una mesa de bocadillos donde, al cabo de un momento, sintió la presencia de alguien a su espalda.

Se giró para conseguirse con la mirada de un reptil y la sonrisa de un felino, ambas exhibidas en el rostro de un hombre alto de contextura delgada, con un cabello rubio peinado hacia atrás y un traje de pantalón de lino negro y chaqueta blanca, con un distintivo de oro que lo identificaba como Draco Sagitar.

—No he escuchado jamás de usted —se adelantó Leiah, extendiendo su mano para presentarse—, pero imagino que si tiene la osadez de llevar su nombre en un prendedor es porque no es precisamente nadie.

—Su inteligencia me abruma, mi lady. —El hombre le besó la mano y le guiñó un ojo. Ojalá él supiera que el sentido común no es inteligencia, y que incluso las Vendidas no carecen de algo tan básico como eso—. Permítame que me presente. Mi nombre, como has leído, es Draco Sagitar. He sido director, productor e inversionista de distintas agencias de teatro, pero trabajo sin sello. Solo, como un lince cazando la presa adecuada para apostarle todo, con mi nombre. Si esto no es suficiente presentación, te explico: tengo el alcance necesario para ponerla a usted en las obras del momento, en los mejores escenarios. Nunca más en Cetus.

—¿Y su precio es...?

—¿Quién te representa?

—¿Disculpe?

—¿Tiene algún representante artístico?

—Sí.

—¿Quién? —inquirió el hombre con un deje de decepción en su voz.

—Yo.

—Bueno, es tu día de suerte, porque quiero representarte.

Leiah sonrió, el tipo de sonrisa que se le da a un niño que te entrega un dibujo con la mejor intención del mundo, pero con un resultado desastroso.

—No lo ha entendido, señor. No pretendo ni por asomo limitar mis ofertas y oportunidades firmando para que otro tenga dominio sobre mis papeles, imagen y presentaciones. Si tiene algo en concreto que ofrecerme, dígame y que empiecen las negaciones, pero yo no me vendo. No estoy buscando ser exclusiva por ahora.

Adivinar qué de todo lo que había dicho era honesto y qué no, sería como buscar un piojo en una alfombra de dos metros. Leiah estaba cansada de la verdad, ahora era una actriz, y en ese momento eso era lo que hacía: representaba el papel más importante de su miserable vida. Fingía que él la necesitaba a ella, y no al contrario.

—De acuerdo. —Accedió Draco, radiante, después de pensarlo unos segundos—. ¿Qué te parece si te ofrezco diez mil Coronas por un papel en una obra que se estrenará en Ara en unos meses? Es El retrato de Dorian Gray. Quiero que tú... seas Dorian.

La boca de la Vendida sin dueño se secó y sus retinas se humedecieron. No sabía a quién preguntar si aquello era real, ni a quién agradecer si resultaba serlo. Porque no creía en nada, ni en nadie.

Se mordió el interior de la mejilla, regañándose por lo fascinada que se sentía con la oferta: la oportunidad de estar en la piel de un hombre, de salir de Cetus, de un protagónico, de la fortuna, de cumplir sueños que jamás se había detenido a soñar por estar convencida de que los aplastarían con la misma eficacia con la que dañaron su alma. Porque sí, algo estaba mal con ella. No podía estar bien si estaba tan malditamente aterrada de sentir, y tan propensa a la vez a sentir demasiado. Y ahora, estaba esa puerta ahí. La pregunta era: ¿sería una salida real, o un espejismo?

Con todas sus fuerzas intentó abstenerse de mostrar esa emoción que la mareaba. Prefirió pensar lo peor. Pensar que esa oferta inicial pudiera ser una prueba para estafarla. Tal vez lo que a ella le parecía el cielo era en realidad muy poco, solo que ella era incapaz de ver la diferencia porque nunca había tenido nada.

—¿Diez mil? —inquirió, como si aquello fuese una grosería.

—Como adelanto, por supuesto —añadió Draco con una sonrisa suspicaz—. Si la obra tiene éxito tus ganancias podrían incluso cuatuplicarse.

Es decir, que podría ganar cuarentena mil Coronas. Cuarenta mil putas Coronas.

Leiah se falló ese día, porque sonrió, muy a su pesar. No perdió aquella luz que irradiaba mientras estrechaba la mano de Draco, ni siquiera mientras firmaba el contrato por Dorian Gray bajo los términos ya explicados.

Cuando le entregó el papel, rogó porque no notara las huellas de una lágrima que la apuñaló a traición. Pero en el fondo no le importaba. En el fondo no le importaba una puta mierda más que lo que estaba viviendo.

«Sí, Leiah. A esto sabe la victoria».

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Actualización un día después y a las 5 de la mañana: ¡SORPRESA!

Cuénteme todo lo que piensan de este capítulo y Leiah.

Este fue un capítulo demasiado emotivo de escribir. Siento que cada frase es un horrocrux de mi alma. Ojalá lo aprecien ♡

Los amo :*

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