Capítulo 43: El Origen

Ese día cambiaría todo. Y empezó por la decisión de Leiah de darle la noche libre a Henry y dejar a Sah guardada en el anillo.

Había pasado días de desolación, solo quería una noche sola, lejos de murmullos extraños, lejos de los espectros de un futuro truncado, y sin un cosmo que estuviera cuestionando cada uno de sus pensamientos.

Era noche de Archernar. En Cetus se celebraba cada dos años esa festividad como conmemoración a la primera estrella nacida de la unión de dos estrellas no natas, según la mitología áraga. Era una de las pocas festividades que tenían como lugar anfitrión el pueblo, porque sir Archernar, el portador en el plano terrenal del alma de aquella estrella, había sido un guerrero originario de Cetus.

Esa noche su estrella brillaba en el cielo, destacando en la constelación Eridanus como si fuese un sol azul. Era el día donde los devotos pedían por las almas de sus muertos, porque encontraran la paz en el reino cósmico, o se les concediera una segunda oportunidad a los que dejaron asuntos pendientes.

Había una gran fogata en el medio, las plegarias y las ofrendas se depositaban en sus llamas. Leiah llevó su propia carta sellada en lacre y adornada con una ofrenda para el valiente Archernar.

En su carta, Leiah pedía por Aquía. Porque Sah tuviera razón, y Aquila le concediera la paz de una vida fuera de Áragog, reinando en las constelaciones.

Cuando se dio la vuelta para ir lejos de la fogata, se fijó en Ramseh, que bailaba una cuadrilla tan enérgica que contagiaba su buen ánimo. Él sonreía, ese tipo de sonrisa indeleble que parece al borde de tornarse en una risa sonora. Estaba en el mismo grupo que la chica que le gustaba, así que de vez en cuando se cruzaban en el baile, aunque ambos trataban de disimular sus emociones al respecto.

Leiah tuvo su primera sonrisa en días y se dio la vuelta, no quería interrumpir a su hermano ni que nadie notara que lo observaba, pero apenas se giró escuchó una voz que la detuvo.

Ella no llevaba encima el cosmo de Aquía, así que no tenía lógica lo que sintió en ese momento, una especie de onda expansiva por todos sus huesos en el lado izquierdo de su cuerpo con solo escuchar lo que dijo esa voz.

«Leonides».

Pero ella no se llamaba Leonides, ¿por qué se sentía tan aludida?

Al darse la vuelta, se encontró con un hombre con una preciosa piel oscura y unos brazaletes extraños de gemas entretejidas. Al verlo a los ojos, el hombre pareció ver un fantasma, y agregó:

—Aquiles.

Su cuerpo también reaccionó a esas palabras, pero de forma adversa.

—No entiendo su lenguaje...

El hombre, indiferente a su confusión, continuó hablando como presa de un trance.

—Athara te maldijo —pronunció el hombre en voz trémula, como si el viento relatara confidencias escalofriantes—, Ara te repudia y a Canis le eres indiferente. No perteneces a nada, y a la vez dos te pertenecen.

Leiah abrió la boca, pero la volvió a cerrar, sintió que el hombre tenía cosas más importantes que decir, y estaba muy interesada en escucharlas.

—Tienes que saber... ellas me piden que te cuente.

—¿Qué? ¿Quiénes? ¡Dígame!

—Hace doscientos años —continuó el hombre, acercándose un paso más para aumentar la confidencia—, el clan Leonides se levantó contra sus esclavistas. Eran trescientos, y fueron masacrados por uno: Aquiles, el Alas Negras, enviado de Aquila. Solo hubo un superviviente a la masacre: Oras Leonides, la menor. Un cosmo como los que ya no nacen. Oras, en las tierras de Zatah que hoy se conocen como el terreno baldío, fue por el objetivo de su odio.

—Contra Aquiles —intuyó Leiah en un hilo de voz, como si se hubiese perdido dentro del relato.

—El león y el águila pelearon en Zatah hasta que solo quedaron ruinas. Un mes y veintiocho días, hasta que ambos declararon una tregua. Pero solo era una pausa, prometieron vengarse en el futuro, y si habrían de quemar Áragog para conseguirlo, así lo harían.

—¿Y alguno de ellos lo logró?

El hombre por primera vez desvió sus ojos de los de Leiah y echó a andar en dirección contraria. Ella lo siguió, desde luego, y él parecía esperar justo esto, pues su andar era pausado y a pesar de haber notado la presencia de ella no hacía nada para ahuyentarla.

—Fueron asesinados antes —contestó, lo hizo en un susurro que Leiah casi pensó haber imaginado—. Asesinados por petición de la Corona, pues los escorpiones temían lo que podía pasar si ese odio entre Aquiles y la sobreviviente de Leonides se prolongaba. Así que ambos perecieron con esa venganza por consumar, pero antes de sus muertes hubo un arka...

—Un arka —repitió Leiah—. He escuchado eso antes. ¿Qué significa?

Pero el hombre misterioso no parecía interesado en resolver esa duda en particular al igual que no parecía tener intención de detenerse.

—El mismo arka que los asesinó —continuó él—, antes los engañó para que cedieran sus cosmos a su brazalete. Cuenta la leyenda que ellos están destinados a reencarnar, que no pueden avanzar al reino cósmico sin su venganza, que ninguna deidad los quiere bajo su tutela, pues ahora acarreaban un nuevo odio: hacia los escorpiones que no les permitieron la paz. Ambos regresarán en carne nueva... Pero sin sus cosmos.

Fue entonces cuando el desconocido se detuvo, y Leiah tras de él a una distancia apenas prudente.

—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó ella, que a pesar de que sabía que era mitología lo estaba tomando bastante en serio.

—Porque yo fui quien los asesinó.

A ella, aunque esas palabras sonaban a locura, lo último que se le cruzó por la mente fue ponerlas en duda. Prefirió preguntar:

—¿Ha vivido tanto?

El hombre se acercó a Leiah hasta que, con estirar su mano, pudo pasar un dedo por su frente, dibujando una figura que ella no reconoció pero que sintió que debía tratarse de alguna constelación.

—Más —respondió él al alejar la mano de su rostro.

—¿Como para conocer el Origen?

El arka frunció el ceño.

—¿Qué sabes al respecto? ¿Por qué te interesa?

Lo único que Leiah sabía era que Draco no dejaba de leer al respecto, que se desvelaba por esos temas, y que jamás creyó prudente hablarle de sus descubrimientos. ¿Y si de eso se trataba? ¿Y si ahí estaba la respuesta a lo que le hizo?

Ese hombre, el supuesto arka, decía haber vivido al menos dos siglos. Conocía no a un cosmo, sino dos, y la historia de la destrucción de las ruinas de Zatah de la que Draco no quiso hablarle.

Ese hombre tenía que saber algo. Leiah robaba que así fuera.

—No sé nada —mintió ella—, y me interesa precisamente por eso.

—El Origen como entidad es una organización teóloga particular, niña, nada concreto. La realidad es que el reino cósmico tiene un origen incierto y dependiendo de la mitología de cada principado puede variar...

—¿Pero usted en qué cree?

—En todo, y en nada. Además, nada te garantiza que vaya a contarte lo que yo considere como verdad.

—Seguirá siendo mejor que nada, ¿no le parece?

El hombre pareció sonreír por primera vez desde aquel encuentro, y empezó a hablar de inmediato.

—Bueno, la mitología áraga se basa en el creacionismo, un punto donde la nada y el todo coexistían en desorden: el poder, la fuerza y los fragmentos de la divinidad habitaban el cielo en un desastre de polvo cósmico y almas perdidas. Ara era la única consciencia activa, así que tomó las riendas de «la creación». Al ser un reino cósmico inmortal, «el tiempo» no tiene el mismo significado y valor que en el plano terrenal, por lo que Ara se dedicó milenios enteros a entretejer los hilos de cada constelación, encajando en ellas luego las enormes esferas de calor, consciencia, poder y alma errante que configuraba cada estrella en coma. Una vez que una estrella era conectada a los hilos de una constelación, recibía un don de «identidad» que le definiría.

—¿Qué es eso de don de identidad?

—Los dones de identidad son como el código genético. Tú te riges por ciertos genes, las estrellas por una codificación en su identidad que hace que tiendan a actuar de una manera determinada. Los dones de identidad que se repartieron fueron varios e infinitos... Anhelo, ambición, destrucción, codicia, paz, abnegación, ira... Cada uno de estos formó el temple de cada consciencia estelar.

»Cuando las constelaciones estuvieron instauradas, se decretó un «alma» o «estrella» líder que la nombraría y regiría, tomando forma y características que le definirían, a la vez que sería la fuente que potenciara todo el poder de los demás puntos.

—Como Scorpius, que nombra la constelación, que rige con la forma y poderes del escorpión y da cualidades similares a sus demás estrellas, como Sargas, Shaula, Antares y Lesath, ¿no?

—Lo has entendido bien, es justo así, y luego de nombrar cada constelación y darle un don de identidad, cada estrella pudo habitar el reino cósmico y trascender al plano terrenal en el alma de un humano en forma de poder. Así empezaron los cosmos.

—¿El cosmo es todo el poder de una estrella?

—Algunas estrellas escogían solo entregar una lasca de su poder, por lo que algunos cosmos son más poderosos que otros y cuentan con mucha más variedad de habilidades; mientras que otros cargan con toda la vastedad del poder de una estrella, incluso de una constelación.

Lo que no le dijo el desconocido fue que, si los humanos escogidos por las estrellas aprendieran a comunicarse con su cosmo y dominar su poder como el habla, podrían regir la tierra como una divinidad mortal.

—Con los primeros cosmos empezaron las reencarnaciones —añadió él—. Estrellas que escogían humanos, vivían en el plano terrenal con una consciencia limitada, morían y regresaban a su constelación, ahora con la constancia de su vida mortal. Y repetían el proceso.

—Eso quiere decir que Ara sí que estuvo viva. ¿Fue un hombre? ¿Una mujer? ¿Murió?

—No soy quién para contar la historia de las primeras estrellas, es conocimiento exclusivo de la monarquía, transferido de un escorpión a otro desde los primeros.

—Pero, los mitos...

—Según los mitos, Ara estuvo viva. Es todo. No se tiene información sobre su identidad humana, y la mitología áraga es bastante ambigua en cuanto a su género. Lo que sí se sabe por las Sagradas Escrituras es que cometió actos de envidia y crueldad inspirados por su nociva ambición.

Leiah sentía en los trazos de su frente, como se padece el sereno de una noche helada, que aquel hombre no mentía. Pero antes había cometido el error de creer sin cuestionar, y si la persona que amó pudo mentirle tanto, ¿por qué no dudar de las intenciones de un desconocido?

—¿Por qué me cuenta todo esto si ni le conozco?

El arka levantó las manos. Leiah fue testigo de cómo dos de las gemas de arkanium, entre todo el montón, palpitaban en los brazaletes. Titilaban como estrellas, y algo en su interior danzaba inquieto cual luciérnagas, una negra y otra plateada.

—Qué ironía que los más grandes villanos de hace dos siglos acabaran en una misma alma, el águila y el león. Esa dualidad que hay en ti, esas contradicciones... No están mal. No las reprimas. No naciste para ser correcta, naciste del desastre, la ira, la impotencia, la corrupción y la injusticia. No perteneces a nada porque todo puedes destruirlo, y por eso es tuyo: porque tienes el poder para tomarlo.

—Señor... ¿De qué está hablando? ¿Usted cree que yo...?

—El día que decidas que lo correcto no es para ti, ese día temblarán los cosmos, porque habrás roto sus cadenas. —El hombre alzó su dedo y señaló a las sienes de Leiah—. Las que pusieron aquí.

—Me habla en términos que desconozco, señor... Yo no puedo ser lo que usted dice. ¡Dos almas! —En los ojos de Leiah brilló el vacío, y en sus labios se instaló la tristeza—. ¿Cómo podría haber dos en mí, cuando estoy tan llena de nada?

—Me preguntaste por qué te cuento esto. Lo hago por honor. Llevo esperando este encuentro demasiados años como para desaprovecharlo y jugar con trampa. Soy Roshar. Roshar Rah'Odin, y tu destino es asesinarme.

Leiah se dejó llevar con una risita, al fin escapando de las garras del trance en el que se había visto sumida.

—Un placer, Roshar. Ha sido una historia preciosa.

—Y se podrá mejor, pero no la escribiremos nosotros. No estaremos para eso.

Justo en ese instante se desató un alboroto en la celebración de Archernar. El júbilo fue acallado y un tumulto se congregó alrededor de un hombre que proclamaba a voz en grito que su mujer debía ser castigada con látigo.

«Otro loco más», pensó Leiah. Enseguida recordó a Roshar y se volvió a buscarlo, pero ya había desaparecido.

Entonces empezó a abrirse paso hacia el círculo que rodeaba al escandaloso. Mientras avanzaba pudo atisbar que había una mujer desnuda a los pies de su marido, donde apenas la cubría una manta.

—¿Cuál es el problema? —preguntó un sargento de la patrulla de guardianes de la fe. Eran apenas media docena, la monarquía no invertía demasiado en Cetus y su seguridad, incluso en sus festividades.

—Mi mujer, sargento. Requiero para ella un castigo que iguale mi humillación. Hoy consumamos nuestro matrimonio y puedo jurar ante Ara que no era virgen.

—¿Está usted seguro? —indagó el guardia, mirando apenas por el rabillo del ojo a la mujer en el suelo.

—Totalmente, su santidad. No sangró ni un poco, ni lloró de dolor. Claramente hubo un crimen aquí, alguien antes de mí, y exijo que pague por ello.

La mujer en el suelo no solo lloraba, sino que rogaba, jurando ante Ara y todos los presentes que ella no había cometido ningún crimen, que tenían que creerle. Pero eso no pareció importar contra las palabras de un hombre que incluso sin tener un título seguía siendo más que cualquier mujer.

Cargaron a la mujer a pesar de sus chillidos. Ni siquiera se decretó un juicio, pues para eso el regente instauró los guardas de la fe: ellos eran la ley, ellos dictaminaban quién merecía un castigo y quiénes no.

El sargento ya estaba preparando su látigo, mientras arrastraban a la mujer, cuando Leiah entendió una cosa: ella no sangró en su primera vez, y evidentemente había sido la primera. De no haber sido con Draco, su dueño podría haberla expuesto con el mismo argumento, diciendo que hubo un crimen cuando jamás existió tal.

Pudo haber sido Leiah.

—Su santidad —interrumpió ella, lanzándose en un impulso al interior despejado del círculo—. Espere un momento.

Leiah casi trotó hasta el sargento para que solo él le escuchara, desesperada por hacer algo, aunque no tuviese ningún arma a la mano.

—Su santidad, no creo que un problema marital amerite la intervención de los hombres del castillo, solo deje a la pareja resolverlo y así el resto podrá disfrutar...

—¿Me estás hablando a mí? —inquirió él y los hombres a su lado se tensaron—. ¿Alguien sabe a quién sirios pertenece esta mujer?

«A Canis», quiso responder por la impotencia.

—¿Dijo que mi problema no amerita la intervención del castillo? —habló el esposo de la mujer condenada—. ¡Mi mujer me ha sido infiel!

A Leiah se le hizo imposible quedarse callada contra él, así que se giró y le enfrentó con todo el asco que sentía.

—Usted lo ha dicho: su mujer —espetó ella—. Así que, a menos que haya entendido mal su relato y resulte que comparte mujer con el rey o su mano, no creo a estos dignos oficiales les importe que usted no pueda satisfacer a la persona con la que ha decidido casarse.

—¿A quién le interesa lo que tú creas? ¿Quién es tu marido y quién sirios te ha dado permiso de hablar?

Leiah rio, casi un bufido, y siguió al ver que el sargento no tomaba cartas en el asunto.

—El espectáculo es innecesario, señor, se está humillando a sí mismo.

—¿Me humillo? ¿Yo? ¡Esa ramera será el ejemplo para las demás! Humillación es la que recibí de su parte, ha contaminado mi lecho con su crimen...

—Y su miembro mancillado tiene la suficiente importancia para detener un festejo y convertirlo en su pataleta de celos, ¿no?

El hombre reaccionó como si le hubiesen orinado encima. No por las palabras de la mujer cualquiera y encapuchada frente a él, sino por el hecho de que los demás oficiales lo recibieron con risas burlescas en su dirección.

Pero el instante de victoria se esfumó con la misma rapidez con que había aparecido. Leiah se vio de pronto sometida por el guardia al mando.

—Puede que las desgracias entre marido y mujer no sean asunto mío, pero una cualquiera que se atreve a alzarle la voz a uno de los guardianes, interrumpirlo, cuestionar su autoridad delante de todos y humillar a un siervo de Ara en su presencia... Ese sí es mi puto asunto, mujer.

—Capitán —interrumpió uno de los guardias a su lado. Se notaba tenso en presencia de su superior—. Déjela ir, esta noche ya ha sido lo suficientemente pesada y estamos celebrando a Archernar.

—¿Que la deje ir? —El capitán se acercó más a sus subordinados y bajó la voz, todavía con Leiah tomada—. Esta mujer acaba de desafiarnos a todos, dejarla libre puede dar la impresión equivocada para las demás.

—Por favor, capitán —dijo otro de los oficiales—. No más muertes, por una noche al menos. Respetemos el sagrado día Archernar.

—No la mataré, pero será castigada de acuerdo a la gravedad de sus actos. Justo aquí, delante de todos. Tomará el lugar de la impía que intentó defender, ¿eso te parece bien? —preguntó el oficial tomando a Leiah por la barbilla. Ninguna clase de actualización pudo prepararla para disimular las promesas asesinas que gritaban sus ojos—. Después del primer azote nunca más en tu vida querrás estar en el lugar de ellas, y las dejarás pagar por sus crímenes como Ara estipula.

—¡No! —gritó alguien en la multitud, y Leiah empezó a temblar de inmediato. Por primera vez se sintió aterrada. No por entender lo que iba a pasarle, sino por la posibilidad de arrastrar a su hermano con ella.

Se volteó hacia el lugar donde Ramseh gritaba y casi quiso quitarse la vida solo por no tolerar la idea de estar poniendo en riesgo la de él.

Pero un milagro ocurrió entonces, algo que no la salvaba a ella, pero dejaba a Ramseh fuera de todo eso. Un hombre lo arrastraba, alguien con una piel oscura que Leiah reconoció.

Roshar solo pudo dedicarle una mirada a Leiah, pero fue suficiente para entender la complicidad. Lo hizo mientras arrastraba a Ramseh lejos del desastre, pese a que parecía resistirse.

Y las interrupciones no habían cesado.

—Suéltela, capitán.

Esa no era la voz de ningún caballero, al menos no uno que todavía lo fuera. Era la voz áspera y profunda que Leiah había aprendido a identificar los días que pasó siendo su prisionera.

Alzó la vista y confirmó su temor: Orión Enif estaba ahí.

La multitud hizo espacio a su presencia al escuchar su voz, el cielo parpadeó en recibimiento. Vestía como obrero, las cicatrices delatoras ocultas bajo sus prendas, y aunque su pose iba acorde al personaje de alguien que súplica, sus ojos no mentían tan bien; lo que había detrás no estaba aplacado, solo contenido. Y Leiah tuvo muchísimo terror de que le hicieran desatar.

—Suéltela, capitán —insistió Orión, hincando una rodilla ante el guardia para sorpresa de todos—. Yo tomaré su lugar.

—¡¿Qué?!

Orión alzó los ojos, y con una sola mirada hizo más que callar a Leiah, paralizándola.

«Tienes que confiar en él», se dijo, «debe tener un plan».

—Es mi esposa —continuó él, entonces mirando al capitán de la guardia a los ojos, aparentemente sumiso ante su autoridad—. No puedo irme de aquí sin ella. Libérela y acépteme a mí como su ejemplo.

—¿Está consciente de lo que acaba de hacer su mujer? ¡¿Cómo me pide que la libere?!

—Está histérica, sir. Su familia está bien acomodada, tenían sus expectativas puestas en este matrimonio y... acaba de descubrirme siéndole infiel. No es excusa para lo que ha hecho, sir, pero entienda que me siento culpable por lo alterada que está. Jamás habría hecho nada parecido en otras circunstancias, se lo aseguro. Es una mujer muy... —Miró a Leiah a los ojos, quien temblaba en brazos del guardia como si quisiera asesinar a Orión ella misma—. Ejemplar. Solo déjeme aceptar este castigo, porque ante Ara sé que me lo merezco.

—Ponte de pie —dijo el guardia mirando a Orión desde arriba.

Estaba menos reacio a razonar ahora que un hombre abogaba por la mujer entre sus brazos.

Orión se puso de pie y se acercó más al guardia, tanto que podía sentir el resplandor de la ira de Leiah quemarle la piel.

—¿Está seguro de esto?

—Sí, capitán, completamente.

—Ni se te ocu...

Leiah no pudo terminar lo que había empezado a decir, pues Orión le atravesó la cara con un golpe a mano abierta, tan implacable que la hizo soltarse de uno de los brazos del guardia y medio caer. El golpe resonó fuerte, casi tanto como el grito de sorpresa de ella, y la dejó sin poder mover la mandíbula, dolorida.

—¿En qué maldito momento te dije que hablaras, mujer? —espetó Orión.

Leiah alzó la vista para mirarlo y sus ojos se encontraban húmedos e impotentes. No porque le doliera el golpe, eso no le importaba. Era porque sabía cuánto le dolería a Orión los que recibiría por su culpa. Movió los labios sin emitir ni una palabra, suplicando un «por favor» que esperaba que él aceptara.

Pero él solo desvió la mirada y se fijó en el capitán.

Sir, dejé un desastre que espero que mi mujer limpie de inmediato. ¿Puedo enviarla a casa ya?

Leiah arrancó a llorar en ese momento. Iba a pasar, y él ni siquiera la dejaría presenciarlo.

—Puede, siempre que me confirme que entiende lo que está haciendo: no tendré clemencia. Si su mujer no aprende a comportarse al menos usted tendrá más cuidado con ella la próxima vez y le pondrá más disciplina. ¿Lo entiende?

—Lo entiendo y lo acepto. Solo... ¿Podría evitar el látigo? No quiero darle instrucciones de ningún tipo, simplemente... No creo que disfrute mucho de azotarme inconsciente, y me desmayaré al segundo golpe. Con cualquier otro castigo podría ensañarse hasta quedar convencido de que he aprendido la lección.

Lo que Orión no decía era que no se creía capaz de recibir un latigazo más en su vida sin responder. Ya recibía suficientes en sus pesadillas, y revivía cada uno de ellos al verse la espalda. Y Leiah lo entendió sin que él tuviera que decirlo, y sintió que no podría abandonarlo ahí. Si no dijo una palabra más fue para que no intensificaran el castigo por su culpa.

«Te mataré, Orión Enif».

—Es un trato —dijo el capitán y se volteó hacia Leiah—. Tú y la otra ramera, largo antes de que cambie de opinión.

Pero Leiah no se fue, solo aparentó que se alejaba hasta conseguir subirse a una de las terrazas más cercanas para ver con sus propios ojos lo que había provocado.

Se merecía eso. Se merecía ver a Orión sangrar y sufrir por su culpa. Se merecía grabar en sus retinas cómo él cerraba los ojos con fuerza cuando creía que iba a recibir el siguiente golpe. Tenía que estar ahí, ver cómo esperaban a que se relajara para lanzar la piedra a su espalda, ver cómo se retorcía de dolor, pero no emitía más que alguna respiración atribulada, cómo abría y apretaba las manos, cómo las piedras rompían la tela y le desgarraban la piel hasta hacerlo sangrar.

Una piedra, una maldición reprimida. Risas y murmullos. Más golpes. Patadas. Usaron la piel de Orión como un blanco en el que descargarse, un juguete para la recreación de los torturadores y un símbolo de terror para los espectadores. Pero Orión seguía sin quejarse, sin detenerlos, sin defenderse. Aceptó su condena en silencio, con la cabeza baja, casi sin poder respirar mientras más y más le golpeaban.

Leiah lo vio todo y esperó, hasta que lo dejaron tirado, por completo cubierto con su sangre y casi desmayado, solo sostenido por las ataduras en sus muñecas.

Leiah temblaba de horror. Si ella hubiese estado en su lugar ya estaría muerta.

Esperó hasta que los guardias abandonaron la plaza y fue por el cazador herido.

Otras personas a su alrededor ya habían cortado las ataduras, y a esas pidió ayuda.

Por suerte, hubo una gran cantidad de obreros que se ofrecieron y cargaron a Orión hasta la casa de Leiah y se marcharon luego de extenderlo en su mesa.

—Maldito bastardo —insultó Leiah mientras le arrancaba los retazos de tela ensangrentados que le quedaban encima—. Hijo de Canis, imbécil de mierda, animal insolente cómo sirios te atreves a...

Mientras seguía maldiciendo, humedeció un pañuelo con alcohol para desinfectar las heridas de Orión.

Pero él le agarró la muñeca a Leiah y la arrastró hacia el frente para mirar sus ojos con un poco más de lucidez, tanta como para dibujar una sonrisa leve que ella quiso destripar por la ira que le provocó.

—Sarkah —dijo él en voz tan baja que Leiah tuvo que acercarle el oído para escuchar mejor cuando lo repitió.

—Ya deliras —declaró ella.

Orión le pasó una mano por la cara; estaba manchada con la sangre de su espalda, pero tuvo el efecto de borrar sus lágrimas.

—Sarkah. Es una palabra bahamita. Se usa para insultar y es tan fuerte que resume el abecedario de improperios que has dirigido hacia mí desde que llegué. —Orión, todavía sin soltar la muñeca de Leiah, se sentó al borde de la mesa. Se veía más entero que nunca a pesar de estar tan lleno de heridas abiertas—. Animal, bastardo, eunuco, maldito, imbécil: Sarkah. Pensé que te sería útil.

—Muérete —espetó ella entre lágrimas, pero se le escapó una curva de alivio en sus labios al ver que él no convalecía.

Estaba faltando a su promesa de no permitir que él la viera sonreír.

—Eso tiene solución: deja que se infecten las heridas.

—Por las infectas bolas de Canis, Orión, vi cómo te atravesaban la piel a pedradas, pero ni así cesan los chistes malos.

Eso le sacó una sonrisa a él, insólito en medio de todo el estropicio que era su cuerpo en ese momento.

—No debiste...

—Leiah, acabo de ser torturado en público, creo que eso me concede un poco de inmunidad a tu terquedad, al menos por esta noche.

—Jódete, Sarkah. Podrías exigir si hubiésemos discutido los términos de la estupidez que acabas de hacer, pero ya que no lo hicimos...

—Leiah —cortó tajante—. Te habrían matado.

—No tenías...

—Leiah.

Ella se mordió su boca y alzó sus ojos, todavía sintiendo que quería matarlo ella misma.

—No quieras que diga nada parecido a que me arrepiento de haber salvado tu vida, o una mentira peor, como que no lo volvería a hacer.

La siguiente lágrima la limpió ella misma, sintiendo que le quemaba.

—Me haces odiarme. Me habrían matado, sí, pero habría muerto tranquila sabiendo, al menos, que yo me lo busqué. Yo entendía las consecuencias de defender a esa mujer, aunque no lo pensara al momento. Pero, si algo te hubiese pasado... Con todo lo que tuviste que soportar por mi maldita culpa...

Orión rio por lo bajo y negó, como si Leiah estuviese siendo graciosa.

—Leiah, estos son rasguños. Recibí mucho más por mucho menos en las minas, mi actuación convaleciente era necesaria, habrían pasado toda la noche ahí de lo contrario. Además, al menos esto tuvo un propósito. Salvaste a esa mujer.

—Salvamos, Sarkah. Ya has sido golpeado suficiente por hoy como para que encima yo te robe tu mérito.

Él arqueó una ceja.

—Te gustó la palabra.

—Mucho —reconoció ella—, acabas de simplificar mi vida con ella. Ahora quédate quieto mientras te limpio las heridas.

—Prefiero las pedradas.

Leiah puso los ojos en blanco, pero no le hizo caso. Arrancó su muñeca del agarre de Orión, empapó el paño con más alcohol y se subió a la mesa, detrás de él, para seguir limpiándole.

Por primera vez Leiah tenía una visión completa e ininterrumpida de la espalda del cazador del cielo. Y, aunque su objetivo era curarle, su mente no pudo evitar divagar por un segundo. Él era un hombre enorme, macizo, sus músculos tenían un volumen asombroso y las cicatrices no le quitaban lo fascinante a su piel. Leiah pasaba el paño por las heridas, escuchándole sisear por el ardor, pero se le hacía imposible no notar la dureza contra la que apretaba la tela.

Ella concluyó de Orión que sus brazos podrían asesinar a cualquiera, que su tamaño podría anularla y que sus cicatrices contaban cientos de historias que ella fascinada escucharía. Y sus manos, mismas que se aferraban al borde de la mesa con tanta fuerza, serían capaces de...

Negó y exhaló, esperando que él no notara extraña la fuerza con la que lo hacía. No entendía por qué sus pensamientos tuvieron que desviarse de ese modo, pero no estaba orgullosa de ello.

—Pudiste haberlos matado —concluyó Leiah—. A todos. Sin problemas.

Orión volteó hacia su hombro donde Leiah trabajara. Ella pudo ver en primera fila la arrogancia que a él le brillaba en los labios.

—¿Tanta fe me tienes?

—No te conozco, pero puedo hacer un cálculo simple, fanfarrón. Si escapaste de las minas y masacraste su población... Una docena de guardias sería un chiste para ti.

—Había demasiada gente. Pudimos haber alertado al castillo. Pude haberte perdido a ti, y sigo necesitándote. No. Fue mejor así: un altercado más. Hay cientos en todo Áragog estos días.

—Debiste haberlos matado —susurró ella, más para sí misma.

Orión detuvo la mano de ella en su hombro al montar la suya encima en un gesto conciliador.

—Lo haré —prometió—. No quedarán impunes al final de esto.

Leiah respiró profundo y Orión volvió a mirar hacia el frente, conteniendo la respiración por el ardor vivo en su espalda.

—Orión... —dijo ella en un hilo de voz mientras sus dedos trazaban la abertura irregular de una de sus heridas, pegajosa por la sangre, fresca como el recuerdo tortuoso de lo ocurrido.

—¿Sí?

—Gracias. No importa lo que te diga, y verdaderamente quiero matarte por lo que hiciste, pero... Sirios, en serio te estoy agradecida.

Orión hizo la última cosa que Leiah esperaba como reacción: se echó a reír.

—¿Pero...? ¿Estás bien?

—En perfecto estado, majestad. Es solo que hasta ahora creí que te cobraban por pronunciar esa palabra.

«Sarkah», pensó Leiah.

—Te detesto, Orión Enif.

—¿Sí? ¿Qué hice para bajar del pedestal del odio?

—Me voy. Me rehúso a congeniar con animales que no conocen de sinónimos.

Leiah se bajó de la mesa y extendió el paño para dejarlo sobre el regazo de Orión, pero este interceptó su mano, sujetándola el tiempo justo para que ella volteara en su dirección.

—Yo tampoco te odio tanto hoy —confesó él.

—Si me hubieses avisado que hacían falta unos cuantos golpes para eso, los habría preparado yo misma para ti desde el primer encuentro.

—Me clavaste dos flechas, Leiah, ¿hacía falta más?

Leiah puso los ojos en blanco, pero su rostro parecía sonreír por sus labios. Apretó la mano de Orión una vez, fuerte, y luego la soltó.

—Voy a ver qué sirios preparo para desinflamar, y para el dolor, porque tendré que coser un par de esas cosas.

—Trata de no envenenarme, ¿de acuerdo?

—No prometo nada.

Leiah volvió al cabo de un rato con una infusión analgésica y se la entregó a Orión.

—Bébelo todo.

Orión obedeció, milagrosamente, sin quejas.

—Te... —Leiah carraspeo, dudando de si tenían la suficiente confianza. Pero tenía su sangre en las manos, así que prosiguió—. ¿Te puedo hacer una pregunta?

—A los dieciséis, con una prima.

Leiah le lanzó el pañuelo húmedo a la cara mientras él se deshacía en una carcajada. En ese punto ella empezaba a sentirse tan cómoda que se imaginó sacando una botella para acompañar la plática.

—Eres desagradable.

—Tu mente —corrigió él—. Yo me refería a la primera vez que leí las Sagradas Escrituras.

—Como digas. Yo lo que quería preguntar era si tienes algún conocimiento sobre qué es un arka.

Él frunció el entrecejo dejando el pañuelo en la mesa.

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Qué daño haría la respuesta?

Él entornó los ojos, pero no se opuso a responder.

—Hay mucha teoría que no entiendo. A mí se me hace sencillo decir que son ladrones de almas. No tienen cosmo, así que los roban.

—¿Los roban de qué formas?

—No es algo que quiera describir a una dama, ni siquiera a una como tú.

—Eres un payaso, ¿lo sabías?

—¿Ves? Ya admites la gracia de mis chistes.

Por el bien de su teoría, en respeto a la aprensión en su pecho, Leiah no alentó la discusión.

—Dices que roban almas... ¿Dónde las guardan?

—En unos brazaletes muy mal combinados, por cierto. Todas esas gemas de colores distintos, juntas...

Leiah dio un respingo.

«Las gemas que brillaban eran los cosmos que robó», entendió para sus adentros.

No quería pensarlo, pero... ¿Y si ahí estaba realmente su poder?

No. Eso era una ridiculez influenciada por la historia del arka.

Ella no era nada.

—¿Te encuentras bien?

—Perfectamente —contestó ella extendiendo la mano para recuperar la taza.

—Eso espero, empiezo a pensar que enfermaste. Eso explicaría por qué es la primera vez que tenemos una conversación de más de dos diálogos sin que fantasee con estrangularte.

Ella aferró fuerte la taza. Toda su razón le aconsejaba que se callara el comentario que había pensado, pero, al final, le ganó su lado temerario.

—En términos de fantasear, resulta que sus bofetadas son... mejores de lo que había imaginado.

Orión se vio atacado por una tos que lo hizo devolver su saliva hasta por la nariz. Se dio golpes en el pecho para calmarse, pero apenas y surtía efecto. Si Leiah no intervino fue porque no tenía idea de qué parte de su cuerpo tocar sin lastimarlo.

—No repitas eso —dijo él, serio, mientras limpiaba sus labios.

Ella quiso protestar, sintiéndose regañada y hasta desanimada. Entendió el mensaje y lo dejó así, pero no pudo negar que por dentro quedaba la vergüenza de haber dado un paso tan patético.

—Te pediría más de ese brebaje —comentó él como si nada—, pero me preocupa que tenga alcohol y que en breve empiece a revelarte mis secretos.

—¿Es alcohol lo que se necesita para que el temible Orión Enif revele su misterio? —contestó ella acudiendo a la actriz para que la auxiliara de su incomodidad.

—¿Tú no hablarías después de una botella entera?

—Yo finjo como respiro, Orión, no sé vivir de otro modo, y el alcohol no podrá cambiar eso.

Él enarcó una ceja, como si lo hubiese tomado como un reto, pero no dijo nada más.

Ella se puso a coser sus heridas. A pesar del silencio prolongado, Leiah sabía que Orión la estaría maldiciendo para sus adentros, si no es que estaba demasiado ocupado dándole vueltas al comentario imprudente.

¿Cómo explicar que había sido un impulso condicionado por las dimensiones de su espalda? Ella tenía ojos, y él mucho para mirar.

Se sintió tentada a darle licor solo con la esperanza de que se olvidara de eso.

—Ese era el último punto. Ahora, vamos a acostarte.

—No tengo sueño.

—Me importa una mierda, tienes que descansar.

—Adorables las actrices de hoy en día.

Leiah le mostró el dedo medio y él, por reflejo, hizo igual con el suyo.

La siguió hasta la habitación y nada más verla se preocupó, porque...

—¿Tanto dinero que ganas y no pudiste invertir en un lugar con dos malditas camas?

—No tengo sarna, animal —espetó ella—, pero tú no tendrás que preocuparte por eso. Yo dormiré en el sofá.

—No seas ridícula.

—Tu opinión es irrelevante, igual me iré al sofá.

Orión se acostó en la cama boca abajo y dejó que Leiah le arropara con sumo cuidado. Él se permitió mirarla, su silueta delineada a contraluz por la llama de la vela. Incluso en esas circunstancias, con las mejillas manchadas de su sangre y el cabello apenas recogido en un moño desastroso, ella imponía respeto. Y más allá de la coraza, él intuía fragilidad, esa parte de ella que se quebró al verlo entregarse en su lugar, pese a ser él quien la había raptado, aislado y distanciado de su prometido; esa bondad que la llevó a asistirlo, y la abnegación que la empujó a salvar a una mujer a la que no conocía.

Pensó que Áragog sería perfecto si todas las personas fueran la mitad de auténticas que esa actriz, cuyo papel más grande era fingir ser egoísta.

—Quédate, Leiah. No tienes que irte.

—No seas estúpido, puedo dormir en mi sofá una noche y vivir para contarlo. Mañana habilitaré las habitaciones del servicio. A menos que de pronto mi compañía ya no te resulte tan ingrata y sea ese el motivo por el que quieras que me quede.

—Que disfrute su mueble, majestad.

—Sarkah.

~~~

Nota: me tardé de más porque han estado pasando cosas estos días y ni se me cruzó la idea de escribir, editar o actualizar. Pero aquí estamos, espero les gustara el capítulo.

Teorías y reacciones por aquí.

¿Quieren más?

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