Capítulo 28: El rey maldito
Sargas
Sargas ya había previsto que un reinado no sería un derroche de comodidad. Entendía los sacrificios, las horas de ocio que perdería, y la cantidad de voces a las que tendría que prestar su oído. Porque ser rey y holgazán no es un plan digno para mantener a flote una nación. Ser rey y necio, tampoco era lo ideal si quería mantener la corona ciñendo su cabeza, y la cabeza sobre sus hombros, para variar.
Pero prestar atención requería tiempo y un esfuerzo mental para el que el heredero escorpión no estaba dispuesto, ni preparado, dado que su condición física —el constante dolor que condenaba su piel—, limitaba mucho su capacidad de concentración. Así que solo tenía cabeza para sobrellevar la tortura y avanzar. Soportar, y avanzar. Era el plan antes del plan.
Pero eso lo convertía en un rey tosco, poco diligente, incapaz de llevar un reino en ruina. Y si la corte terminaba de decidir que esta era una verdad y no un rumor, lo harían desaparecer mucho más rápido de lo que destituyeron al antiguo rey, su padre.
La Iglesia lo apoyaba no porque creyera en él, sino porque creía que podían manipularlo y necesitaban una excusa para quitar del medio a Lesath, quien ya había sobrepasado los límites de la tolerancia de la congregación de santos.
Sargas necesitaba que esto siguiera así. Y, a la vez, ganar tiempo. Tiempo hasta conseguir eso que le hacía falta, la única pieza restante para dejar de fingir que podía ser un rey, cosa que jamás le había importado.
Porque Sargas Scorp no nació para reinar, los reyes sirven a la ley, se deben a su puedo, rinden cuenta a la Iglesia, dependen de la unanimidad de la Asamblea y de las opiniones del Consejo. No, él no quería ser rey, sino un tirano.
Si todo salía como tenía planeado, pronto no existiría otra ley que su voz, y nadie podría combatirla, porque tendría el respaldo de la inmortalidad.
Se convertiría en el primer emperador, y todo ser y entidad viviente sería su súbdito.
Mientras, debía fingir, y para fingir necesitaba a su Mano. No sería el primer rey que delegara y se dedicara a beber y festejar en el proceso.
Así, mientras Sargas Scorp bebía de un cáliz tras otro el vino dorado de la reserva del primer escorpión para entumecer su cuerpo hasta olvidar que estaba muriendo, célula a célula, hueso por hueso; lord Zeta Circinus, resurrecto por la más prohibida de las artes cósmicas de las que se tiene conocimiento en Áragog, se quedaba hasta muy tarde repasando informes y borradores de discursos pensados para el regente en el despacho privado del rey.
Por su parte, Sargas solo tenía interés en supervisar que la sala del trono fuese remodelada a su antojo luego de su instauración como regente de Áragog. Bastó de una mano en las Sagradas Escrituras de Ara, un juramento y una corona. El heredero, ahora monarca, aceptó de nuevo el cetro con la piedra del escorpión tallado en rubí, una gruesa capa de piel negra con grabados de hilo dorado que formaban constelaciones con los nombres de sus antepasados, y un prendedor con el blasón real, el escorpión coronado.
Los muebles de un rey salían y otros entraban, unas cortinas se quemaron y nuevas se tejieron. Se vaciaron armarios y volvieron a llenarse en cuestión de horas. El cuadro de Lesath dejó de ser público en el castillo, y el de Sargas se comenzó a crear, pincelada a pincelada.
El trono sufrió un cambio radical, ahora su base tenía un nuevo trabajo de arquitectura, con cráneos humanos incrustados sobre la piedra gris, y esqueletos de escorpiones que entraban y salían de los orificios de la boca, nariz y ojos de aquellos fósiles esmaltados.
—¿No le parece un poco grotesco el diseño, majestad? —preguntó uno de los asesores de imagen del reino, al que Sargas adoptó como asistente personal gracias a que sus regordetes cachetes le hacían reír, y lo bueno que era organizando y recordando cosas.
—Me parece un recurso vago para evocar la comodidad que necesito, Copitas —respondió Sargas, quien desconocía el nombre de su asistente, pero lo nombró como aquello que más le ordenaba conseguirle—. Y ahora que lo pienso, tengo razón. A este lugar le falta más que un rediseño en la base del trono. Necesito cortinas más gruesas, y que se cambie la iluminación por antorchas de fuego blanco.
—Pero, majestad, el fuego blanco apenas acaricia las sombras, el salón quedará sumido en la penumbra, con esfuerzo distinguirá los rostros de sus súbditos.
—Copitas, acabas de describir el motivo exacto por el que lo que acabo de indicarte es una orden, y no una sugerencia.
—Yo no me preocuparía por las cortinas y las antorchas —interrumpió lord Andry, lord de Antlia y apoderado de los buques de Áragog y el mercado pesquera, quien tenía en sus manos una bandeja abarrotada de todos los bocadillos que pudo conseguir en las mesas públicas y las cocinas.
El hombre tenía que aprovechar, en las costas los panaderos carecían de habilidad suficiente para crear delicias como los pastelillos húmedos, galletas polvorientas o las cortezas rellenas de crema cítrica que eran tan populares en los banquetes de la corte. Además, importar azúcar y harina desde los campos de Hydra valía una fortuna,
por lo que cada postre resulta un lujo imposible de costearse para los hombres de baja alcurnia, y un gusto limitado para un lord como Andry.
Lord Andry permanecía en la capital para participar del consejo otorgando a Ara una perspectiva distinta, enfocada en su conocimiento de la realidad más cercana a los mares. Pronto regresaría a su tierra y escogería un embajador de su corte que le representara en el castillo, pero mientras todavía estuviera en la ciudad, se aseguraría de cerrar el mejor trato posible por material de panadería y algunos cocineros, canjeándolo por crustáceos y mariscos, que eran tan codiciados y costosos en Ara.
—¿Por qué se preocuparía usted entonces, lord Andry? —preguntó Sargas de un mejor humor inusual gracias a la efervescencia del vino que hacía cosquillas en su estómago y mejillas.
—Por los cuatro mil hombres que asedian Baham hace un par de semanas, podría ser. ¿Tiene noticias del general Armstrong?
Sargas, radiante por el curso de su plan, llevó el cáliz a sus labios y bebió otro sorbo de su vino con un pequeño brillo de emoción en sus iris desteñidas.
—Está con el segundo batallón de cuatro mil en una pequeña aldea bastante próxima al primero —contestó tranquilo después de tragar—, bebiendo y fornicando en compañía de sus hombres hasta que pase el primer mes y toque relevar a los primeros, o hasta que llegue el momento de atacar. Todo en orden.
—Está consiente del desacuerdo del consejo con respecto a esta decisión, ¿no, majestad? —preguntó lord Andry con cautela antes de meterse un pastelillo de limón entero a la boca.
—El consejo está aquí para aconsejar, no decidir.
Lord Andry tragó a toda prisa para continuar su argumento.
—Pero la Asamblea puede conspirar y, si consiguen el aval de la Iglesia, decidir por encima de la corona si consideran incompetente a su portador.
—¿Me está llamando incompetente?
Todo rastro de buen humor se borró del rostro del regente como una fuerte ventisca puede llevarse una huella en la arena.
—Solo le advierto, majestad. Sus sabios comentan, la corte conspira y las paredes del castillo repiten.
Y tenía razón, desde luego. A Sargas no le faltaba consciencia sobre ese hecho, pero había algo que lo mantenía tranquilo. Más de un par de cosas.
—Ya que la corte murmura, lord Andry, es momento de que usted se sume a sus voces.
—¿Yo?
—Sí, usted. Le delegaré un rumor que espero que esparza por mí como si naciera de un remitente desconocido. ¿Podrá? ¿O el azúcar ha atrofiado su comprensión auditiva? ¿Debería restringir sus visitas a las cocinas o...?
—¡No, majestad, nunca! Dígame qué rumor quiere que riegue, le prometo que antes de llegada la noche no habrá un rincón tras estos muros que no lo haya oído mencionar.
—Me complace, mi lord. Al final puede que resulte menos inútil e irritante que el resto de sus compañeros del consejo. Mientras me siga pareciendo así, puede que el trato que ha estado discutiendo con el maestre de la moneda, Velaris, termine por aprobarlo yo mismo.
Lord Andry se atragantó con un trozo de corteza rellena al escuchar ese comentario. No esperaba que su rey estuviese al tanto de asuntos menores como el negocio de mariscos y harina entra Antlia y Ara. La corte hablaba, todos decían que al regente no le interesaban esas cosas y no se molestaba en ellas. «No se enteraría ni aunque trajéramos un elefante de Baham y lo hiciéramos sentarse a la puerta del salón de baile».
Al parecer, Sargas estaba al tanto de mucho más de lo que su indiferencia dejaba entrever. Él, o sus espías. O ambos. Y ese detalle era una declaración entre líneas. «No soy ciego, ni sordo. Mucho menos imbécil. Ustedes sí».
—Como tú has dicho, si la Asamblea quiere decretar a mis espaldas que regresen a Ara las tropas enviadas al asedio de Baham, es posible que lo consigan, sí, pero, tal vez... Tal vez este asedio haya inspirado e incitado por la propia Iglesia de Ara. Tal vez, estaban muy molestos porque mi padre dejara a Shaula sin castigo, una traidora sin precedentes. Tal vez, querían que el nuevo rey, su marioneta, la hiciera pagar para demostrar a Áragog lo que pasa a quienes desafían la mano de Ara. Tal vez... me informen con nombre, casa y apellido, la identidad de cada miembro de la Asamblea que plantee esta idea a mis espaldas. Y, tal vez, solo tal vez, yo los ejecute a todos antes de que puedan ver otro amanecer con el sol blanco de Ara.
Sargas sonrió de oreja a oreja, un gesto tan cínico y teatral que erizó la piel del glotón de Antlia, lord Andry.
—Claro, que solo son un conjunto ilimitado de «tal vez», y que pueden no ser ciertos. Es posible que la Iglesia sí ordene el regreso de las tropas, por supuesto. Pero está la duda. Y, si no es suficiente, nunca está de más recordar que la fidelidad de los Circinus es totalmente mía, ya que he regresado a lord Zeta a esta corte. Así que, siempre me queda el ejército de mercenarios de Aries Circinus para negociar con los traidores, ¿no?
Lord Andry tragó en seco y Sargas, quien ya volvía a sentir el escozor revivir en el lado izquierdo de su cuerpo, contorsionó su rostro en una expresión satisfecha solo con enarcar una de sus cejas castañas, heredadas del señor Enif.
Entonces alguien más irrumpió en la sala del trono, un hombre al que Sargas había mandado a localizar hacía unas horas, pero que ya se arrepentía de haberlo hecho, puesto que se agotaba el tiempo para su sesión con Roshar de esa semana.
Sin embargo, no podía desaprovechar esa oportunidad de hablar con el único hijo vivo de Lord Zeta, el asesino del reino: Ares Circinus.
—Majestad —saludó el asesino recién ungido con una reverencia.
El regente lo estudió, fijándose en que sus rizos color caramelo se notaban sudados, lo que era un indicio de que volvía del trabajo, o de algún entrenamiento físico, pero sus brazos trigueños, expuestos por la corta camisa negra, no demostraban ningún rasguño reciente más que aquellas cicatrices que sus tatuajes disimulaban. A pesar de estar en presencia del rey, el asesino llevaba el cinto lleno de armas y el pantalón plagado de bolsillos estratégicos. Aunque Sargas no temía a ese hecho, no con su treintena de guardias alrededor.
—¿Qué tal la reunión familiar, Circinus? —preguntó.
El rostro del joven permaneció impasible, carente de toda animosidad o gesto que desvelara sus pensamientos al decir:
—Muy bien, majestad.
—¿Y la tarea que te encomendé?
—Su hermano sigue tan desaparecido como siempre. Ni siquiera debajo de las rocas se ha oído hablar de nadie con su descripción física, y mucho menos de las sobrevivientes de los Cygnus.
—Es decir, que fracasaste.
—Sigo trabajando, majestad, pero recibí la señal de sus espías y regresé.
—Hasta ahora has sido incompetente en tu labor.
El joven Circinus mantuvo el silencio un segundo de más, su boca en una línea tensa, como si reprimiera un comentario al respecto de las palabras del nuevo rey. Pero pasó rápido, y siguió tan firme, nautro e imperturbable como había estado hasta entonces.
Eso a Sargas no le gustaba. No le gustaba en lo absoluto. Quería hacerlo hablar, que respondiera con todo eso que le quemaba por dentro.
Necesitaba conocer qué había más allá de la explosión.
—¿Al menos tienes una idea de dónde pueden estar mi hermano y las niñas? —insistió Sargas con su la tolerancia en su voz disminuyendo.
—Es posible que se los hayan tragado los lobos en su escape por el bosque congelado, o que murieran en el ataque a Deneb y sus cadáveres fueran devorados por los sirios. O, que es lo que usted escogerá creer, están siendo ocultados muy bien, por alguien con los medios para ello. Alguien que, o bien es tan insignificante que pasa desapercibido, o tiene su confianza y por eso...
—Nadie tiene mi confianza.
—Entiendo, majestad. Entonces debe ser la primera opción. Usted ha enviado todas las brigadas de búsqueda posibles a Deneb, tiene ojos en todas partes de Ara, y además me envió a mí, así que no hay otra explicación, pero si todavía quiere alegar incompetencia, tiene una larga lista de nombres antes que el mío por los que comenzar.
Esa actitud le gustaba muchísimo más de su asesino personal, aunque seguía siendo demasiado pasivo agresivo para su gusto. Sargas quería algo más para su cuchillo. Necesitaba honestidad.
—¿Sabes por qué te he mandado a llamar, Circinus? Además de para preguntarte lo que ya sabía, que no tienes la cabeza de mi hermano.
—Me gustaría saberlo, por eso estoy aquí.
—Te mandé a llamar porque tengo un trabajo para ti. Otra misión como mi asesino, y no tendrá interrupción de mis demás tropas. No quiero llamar la atención, mucho menos que nadie se entere de por qué he tenido que asesinar a esa persona. ¿Entiendes? No necesito preguntas, no las quiero. Imagino que podrás hacer eso.
—Desde luego.
—Preferiblemente, quiero una muerte discreta, silenciosa y que no parezca un asesinato.
—¿Suicidio?
—No, mucho escándalo. Veneno, preferiblemente. Que simule ser una muerte natural.
—Entiendo. Estare ansioso por empezar.
Y a pesar de sus palabras, su voz era estoica y monótona.
Sargas resopló con cansancio. Terminó de beber todo el contenido de su cáliz y entregó el recipiente vacío a Copitas para luego caminar con informalidad hasta su trono, donde, dejándose caer a su antojo, con las piernas abiertas y las manos enguantadas exhibiendo sus anillos sobre los reposabrazos, hizo una seña con la cabeza para que Ares se le acercara.
—Podemos ser honestos entre nosotros, Circinus —dijo al tenerlo de frente, su voz cada vez más áspera y sombría por el ardor de la piel en su garganta que intentaba disimular—. Y deberíamos serlo. Por ejemplo, yo te voy a confesar que no entiendo el motivo por el que quieres ser mi asesino cuando mi padre te dio la opción de escoger. Y, sin embargo, creo que tengo una hipótesis que puede acercarse a tus intenciones.
—Pues dígame en qué piensa, majestad.
—Imagino que estarás pensando que, mientras más cerca estés de mí, más posibilidades tendrás de asesinarme.
Con la misma neutralidad que había mantenido en el resto de la conversación, sin reaccionar de ninguna forma que demostrara temor o alarma, ni siquiera con un pestañeo inusual, Ares contestó:
—¿Cree que quiero ser su asesino para poder matarlo?
—No lo sé, pero no descarto que la posibilidad esté en tu mente. Por eso, creo que es importante que te recuerde que mi comida pasa por siete catadores antes de llegar a mí, que duermo con una decena de guardias en cada punto de acceso incluso en los pasillos que llevan a mis aposentos. Quiero que sepas, querido amigo, que soy intocable, y que preferiría que usaras tus artimañas aprendidas con el viejo Aer para cumplir con los trabajos que te encargue.
—Por supuesto, majestad.
—¿No tienes nada que agregar?
—¿Qué quiere saber?
—Quiero que me digas, honestamente, qué haces trabajando para mí.
—Trabajo para el reino. Y sí, ahora usted es su regente. Y sí, eso significa que ahora mi lealtad es toda suya. Acepté el trabajo porque me he entrenado toda la vida para esto. Y no solo yo. Era el sueño que tenía junto a mi hermano gemelo, y dado que lo he perdido a él, al menos quiero aferrarme a esto. Además, mi padre, a quien no pretendo incordiar luego de haberlo perdido ya una vez, cree que esto es lo mejor para el apellido.
—Confío en que serás efectivo, entonces. Ahora hablemos de mis enemigos, y de las cabezas que necesito en mi mesa.
☠💀☠
Roshar Rah'Odin era, sin duda, el astrólogo, alquimista y experto en cosmología más importante de su generación. Nadie tenía ni sus habilidades, ni sus conocimientos, ni sus incesantes ganas de seguir adquiriendo más.
Era un hombre tan alto, que al pasar por el marco de su entrada debía encorvarse con ligereza. Sin embargo, su altura no se veía desproporcionada ya que su corpulencia la equilibraba. Era un hombre grueso, de brazos fuertes sin necesidad de una musculatura trabajada, codiciado no solo por su intelecto sino por su piel con el tono de la madera de roble y aquellos rizos castaños que solía trenzar y llevar sujetos en la nuca. Sus vestimentas lo delataban a donde quiera que fuese, puesto que no había ningún otro astrólogo con un ego similar como para llevar con arrogancia túnicas violetas con estampados dorados de estrellas, sistemas solares o las fases lunares.
Su habitáculo era como una galería, no solo por los cuadros que reflejaban distintas constelaciones o espacios específicos de un sistema solar, o por los anaqueles repletos de libros antiguos con lomos de cuero, cubiertas oscuras, hojas apergaminadas y encuadernos delicados; sino por la despensa plagada de frascos de hierbas, polvos, rocas, líquidos, aceites, minerales, órganos y otras partes de cuerpo animales.
Las sillas, mesas, utensilios para sus operaciones y artefactos de astrología daban al lugar la apariencia de un consultorio medicinal o espiritista.
De cierta forma, el trabajo de Roshar Rah'Odin era ambos: la manipulación de la vida, la salud y el alma a través de la alquimia y la cosmología.
Cuando, una hora más tarde de lo acordado, vio a Sargas Scorp, rey regente de Áragog, tambaleándose al atravesar el umbral de la entrada, se puso en marcha para ir detrás de él y asistirlo.
—¿Te sientes bien? —preguntó Roshar, sosteniéndolo apenas cruzó la puerta.
Sargas se desplomó en sus brazos, incapaz de soportar un segundo más la agonía de sus huesos fracturados, o el ardor infernal en sus venas que efervecían como si las recorriera veneno. Su carne ardía al tacto como la de un sobreviviente a horas de encierro en un horno, y a su vez, estaba tan seca y marchita como hojas a punto de tornarse cenizas. Porque estaba muriendo, segundo a segundo.
No le importó mostrar debilidad ante Roshar, porque él ya la conocía. Era, en parte, responsable de su condena.
Sargas gruñó y maldijo mientras Roshar lo arrastraba hasta el trono reclinable y lo ayudaba a sentarse.
El hombre corrió a buscar un trapo para limpiar el sudor de la frente de su rey, que transpiraba y maldecía temblando sin mediar las lágrimas que le escapaban de sus ojos por el escozor.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar Roshar luego de que la respiración del regente casi se tranquilizara, mientras le secaba la piel febril del cuello. Si su temperatura seguía subiendo, empezaría a sudar vapor.
—Bien jodido —bromeó Sargas con una risa a cuestas de su herida respiración.
—Sigues vivo, al menos. Eso es más de lo que cualquier ser humano ha podido decir jamás.
—De haber sabido que iba a sentirse así, habría preferido que me mataras.
—Todavía estás a tiempo de pedírmelo.
—Mátame, Roshar Rah'Odin, acaba con este sufrimiento.
El alquimista se burló sin tapujos.
—La fiebre te tiene delirando.
—No deliro —gruñó Sargas en otro arrebato de dolor—, bromeaba.
—¿Sabes bromear? Esta información valdrá una torre de coronas cuando la venda a tus enemigos.
—Y tu cabeza seguro que también.
Roshar asintió de forma casi imperceptible, su semblante sereno demostrando lo poco que le afectaba aquella promesa vacía.
—No finjas que podrías deshacerte de mí —soltó con una sutil sonrisa—, dependes de mis habilidades y conocimientos.
—Pero de tu lengua sí podemos prescindir —jadeó Sargas mientras Roshar, al confirmar la estabilidad del regente, le daba la espalda para dedicarse a la preparación del brebaje—. Necesito algo más fuerte —repuso el escorpión—. El vino me entumece de día pero me hace idiota y vulnerable.
—Idiota siempre has sido.
—Cuando acabe esta mierda te juro por Canis que te arrancaré el cuello si no moderas tus palabras.
—No lo harás —replicó el alquimista con un tono de voz pacífico que apenas traslucía un matiz de disfrute.
—Lo haré. Para entonces ya no voy a necesitarte.
—Lo sé. —El alquimista se acercó a Sargas con el brebaje negruzco burbujeando en el cuenco de madera en sus manos—. Pero tampoco tendrás más amigos.
El rey regente, riendo a pesar de su agonía, negó ante lo insólito de la situación.
—Te sobreestimas mucho más que yo —comentó.
—Ignora lo que dije en las primeras sesiones. No te estabas sobreestimando, sí has soportado, y sigues soportando, más que ningún ser vivo. Tu cosmo y el de tu hermano son más fuertes de lo que pensé.
—Ya, pero ignoras un detalle. Siempre lo has ignorado. Yo no estoy vivo. Estoy maldito. Solo que Ara no previó lo que podía hacer con mi condena.
—Bebe —ordenó Roshar acercando el cuenco a la cara del regente y sosteniendo su quijada, sabiendo que apenas sintiera las primeras gotas herir su lengua intentaría apartar la cara.
—Espera, solo un segundo más.
—No, las estelas están conectadas y las esferas de calor están en su máximo punto. Su constelación palpita en anticipación, solo necesito conectarla con la tuya.
—Pero luego habrás de darme algo más fuerte para dormir, la inyección ya no me funciona igual.
—Lo sé.
—¿Lo harás?
—Bebe o lo haré pasar por tu garganta a la fuerza.
—Te odio.
—Lo sé, pero ya me lo agradecerás.
Los escorpiones en Ara no son como los que podrían conseguirse en Cetus o en Baham —frágiles, de los que puedes deshacerte con una buena pisada—; el escorpión árago es una especie tan exótica como temida, crecen con una capa de piel tan dura coma la de un crustáceo que los ayuda a sobrevivir al frío asesino de la capital, y, de igual forma, resguardan su veneno tras un aguijón tan letal y afilado como el acero. Su veneno es de los más temidos, y el mejor pagado.
El brebaje que Sargas tragó entre gruñidos y jadeos fue una mezcla entre el veneno del escorpión árago, aceite de distintas plantas curativas y minerales fortificadores, con el fin de que su cuerpo se consumiera por dentro, muriendo célula a célula, mientras que sus órganos permanecerían inmunizados por las propiedades sanadoras del brebaje. También serían afectados, pero seguirían funcionales.
Mientras Sargas pasaba el ardor sofocante de la primera embestida del veneno sin derecho a agua o sedantes, Roshar se sentó junto al esquema lunar que tenía sobre la mesa cristalina ubicada bajo el mirador de su guarida. Piedras preciosas, hilos de oro y distintos engranajes formaban un sistema galáctico a pequeña escala, una especie de maqueta del estudio del astrólogo del cielo, con un telescopio a su izquierda, graduado en el punto exacto para mirar hacia donde debía, y una docena de libros abiertos en un taburete contiguo —sobre mitología áraga, astrología en distintos niveles, fases lunares, teoremas del reino cósmico, planetas, cosmología, y estudios profundos sobre ciertas estrellas o constelaciones particulares— para consultar cualquier tipo de información necesaria.
—Me quema —se quejó Sargas.
—Así debe ser.
—Pero cada vez... —Miró a sus manos marchitas, las venas de sus antebrazos tan oscuras como la tinta con la piel de alrededor llena de pústulas provocadas por el resplandor del veneno—. Me está matando.
—Debe hacerlo, ¿no?
—No, Roshar. —Sargas gritó de nuevo, aferrando sus manos con fuerza al respaldo. Si accediera a su poder, todo cuanto tocara, con ese intensidad con la que apretaba, estaría calcinado—. Estoy muriendo en serio. Necesito a Cassio...
Estiró su mano para alcanzar el mango de la espada, pero los dedos de Roshar fueron más rápido. En una serie de movimientos, el astrólogo dibujó una constelación en el aire. Cada punto se iluminó con una esfera de luz y calor, conectada por una estela brillante.
Aquella artimaña paralizó la mano de Sargas como si una fuerza externa tirara de ella en dirección contraria.
Roshar no era un cosmo. Ninguna estrella tuvo intención de escogerlo al nacer ni fue enviado a la tierra como la reencarnación de un alma del reino cósmico. Era un humano, ávido de conocimiento, que tuvo a las personas correctas en su camino para direccionarlo en la búsqueda del saber, en la única sed que es de utilidad. Se instruyó desde antes de aprender a andar, convirtiéndose con los años en una fuente de conocimiento con la que se podría construir, y destruir, todo Áragog.
Es de los pocos en su rubro que ha llegado a comprender la cosmología casi a la perfección, o que conoce los secretos del Origen y el reino cósmico.
Todo lo consiguió siendo un simple humano de carne perecedera y huesos frágiles.
Al arte que acababa de emplear se le conocía como aska arkanium; lo que convertía a Roshar en un arka: ser nacido sin cosmo que es capaz de hilar, tejer, conducir, potenciar, menguar y proyectar el cosmo de otros por medio de las gemas de arkanium.
El cosmo es un poder intransferible entre humanos, por lo que solo puede guardarse en objetos inanimados, salvo algunas excepciones cercanas al cuerpo, como serían la sombra o el cabello dependiendo de su largo. Un cosmo solo puede ser robado por alguien que engañe al poder, accediendo a la parte espiritual del mismo.
La única forma de acceder a la zona espiritual, el alma, la conciencia misma del cosmo, es si se tiene la misma sangre que su portador. El motivo por el que Sargas puede acceder al poder oculto en Cassio, porque comparte sangre con su anterior portador.
Los arkas no necesitan tener sangre de un cosmo para dominar su poder. A lo largo de los siglos, esta comunidad se ha dedicado a torturar cosmos hasta llevarlos al límite, consiguiendo así que accedan a ocultar su poder en las gemas de arkanium, piedras con la resistencia del diamante y propiedades lunares que un buen astrólogo podría aprovechar.
Así, empezaron a crearse los brazaletes de los arkas. Un conjunto de piedras de arkanium con el poder robado a otros cosmos, conectadas entre sí para potenciarse e hiladas con una estela de escarcha lunar conseguida gracias a la astrología.
Roshar tenía en su mano uno de los brazaletes más peligrosos de Áragog con una centena de gemas tejidas y enroscadas entre sus dedos y muñeca hasta la mitad del brazo.
Por supuesto, cada piedra es solo una pequeña porción del poder que alguna vez tuvo. Solo su portador podría explotarlo en su totalidad. Pero bien manipuladas, y juntas, son como un puzle de poder al que cada vez se suman más piezas.
En manos inexpertas, el brazalete podría parecer inútil, ya que el aska arkanium funciona como la matemática. Dependiendo de la constelación que formule el arka con sus dedos será la reacción de las piedras de arkanium. Cada conjugación tiene una función y resultado distinto, y cualquier error en el procedimiento, ya sea de ángulo, intervalos de tiempo o espacio, supondría la anulación de la orden y las piedras no harían nada.
Roshar era el arka más poderoso por lo menos de Ara, y Sargas lo necesitaba precisamente. Era el único que podía tejer el puente en el cielo de Ara de su constelación, Scorpius, con la de Canis.
—El poder corrompe, Scorp —dijo Roshar a un Sargas a punto de quebrarse, luchando por alcanzar el mango de Cassio—, y lo que tú me has pedido es el más absoluto, oscuro y desfavorable de todos los poderes. En definitiva te está matando, pero solo tu humanidad. Tiene que quebrarte entero, cada ligamento, cada vaso, cada hueso de tu humanidad debe perecer, fracturarse, y volver a surgir. Solo así serás el recipiente digno.
—A veces... quisiera solo convertirme en Sirio y acabar con esto de una maldita vez.
—Pero tú no eres así. Sargas Scorp, el cuarto con el nombre, no quiere lo tienen los demás, quiere lo que nadie ha siquiera llegado a soñar. Nunca olvidaré cuando viniste a pedirme esto. En ese preciso instante supe quién eras y en lo que te convertirías. Ser un Sirio te convertiría en una bestia sin alma. Tú no quieres ser una bestia, tú quieres ser un dios. Además, ¿estás dispuesto a entregar tu alma?
—Nunca —gruñó el rey maldito—. Soy un cosmo, mi alma en sí misma es poder, no puedo sacrificarla. Solo quiero más.
—Y lo tendrás más. Más que nadie.
—Lo sé, lo sé. Pero nunca pensé que tomaría tanto.
—Continuemos.
Roshar, luego de girar el último engranaje en su mesa de astrología, llevó la mano del brazalete al cielo y unió los puntos de la constelación que le daría el poder que necesitaba. Al tener éxito, comenzó a tejer el polvo cósmico del universo, creando una vorágine de calor y poder que terminaría por consumirse y crear el puente entre la constelación de Sargas y la de Canis.
Porque sí, Sargas era un bastardo. No tenía en su sangre el apellido de la monarquía. Pero su nombre lo escogió el universo, y su cosmo provenía de la constelación del escorpión, así que seguía siendo un enviado de Scorpius.
Roshar, sabiendo lo que venía, rompió la barrera que impedía a Sargas alcanzar a Cassio y le permitió acceder al cosmo de su hermano a la vez que el poder de Scorpius llenaba sus venas.
Lo iba a necesitar.
Sargas arqueó el cuello y ahogó un grito bestial mientras una a una las vértebras de su columna se fueron quebrando con un crujido que producía dolor solo con escucharlo. Roshar formuló con sus dedos los puntos de calor y los hilos de luz hasta formar la constelación requerida y así los huesos rotos del rey empezaron a ser reemplazados por huesos de arkanium.
Dolor, tortura y muchísimos gritos casi fueron suficientes para que Sargas renunciara, pero Roshar conjuró sogas y grilletes de poder con el aska arkanium y así siguió la sesión con más dolor, más tortura, y muchos más gritos.
Hasta que el cosmo de Sargas, incapaz de soportar consciente esa atrocidad, raptó su alma y la hizo salir de cuerpo.
El rey maldito apareció en otro plano, rodeado por una espesa penumbra como la que parecía plagar su existencia desde el principio.
Se encontró con un ente sobrenatural, sin cuerpo, sin rostro, hecho de un humo danzante y ataviado con una capa de sombras. Se encontraba sobrevolando, sin tocar el piso, pero sin despegar.
—Mi señor.
Sargas se arrodilló al reconocer, sin esfuerzo ni presentaciones, al dios de los sirios y las almas perdidas: Canis.
—Es la primera vez...
La penumbra empezó a menguar un poco alrededor, apenas lo justo para que el Sargas del reino cósmico visualizara aquel atisbo de su versión humana que temblaba y sudaba con los ojos cerrados, agonizante, casi sin respiración, sobre la silla de la guarida de Roshar.
El dios extendió su mano hacia el rostro demacrado de Sargas mientras hablaba.
—Es la primera vez que de uno de ustedes, mortales, vasos frágiles, no me interesa la vitalidad de sus almas. Porque tú ya estás muerto, rey maldito. No puedo robarle nada a tu alma de sombra y hielo. Pero tu cuerpo...
Canis se acercó a esa visión del Sargas humano y comenzó a verter su espíritu dentro de él. Pero era tanto y tan basto poder, que la piel de Sargas comenzó a abrirse y a sangrar a chorros por incluso de sus lagrimales y orificios nasales.
Así que Canis desistió.
—Sigues sin estar listo —musitó la voz del espectro—. Pero ya lo estarás.
Le tocó las sienes y el Sargas del reino terrenal abrió los ojos. Los dedos de Canis tocaron sus pupilas y los ojos de Sargas perdieron al fin el color que alguna vez tuvieron.
—Ya lo estarás —repitió, y Sargas apareció de nuevo dentro de su cuerpo exhalando como si ingresara a la vida por primera vez.
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Nota:
Yo sé que ustedes odian a Sargas, pero yo cómo amo escribir sus capítulos ♡
¡Díganme todas sus reacciones y teorías!
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