Capítulo 17: Un alma que arde
Leiah
Hacía una semana de que se marchara de la Capital. Ni siquiera podía salir de su casa en Cetus sin que las personas murmuraran sobre ella o la miraran como enviados de Ara ofendidos por el oprobio que representaba.
Desde que la gente conocía su paradero, no cesaron de llegarle cartas a su dirección. La mayoría eran insultos, pero varias eran humillantes ofertas de "trabajo" que se reducían a hombres dándoles su dirección para que «por favor» fuera a solucionar sus «situaciones» por sumas generosas de dinero.
Leiah tenía dinero, a su vez eso significaba que tenía comida; lo que no poseía era ni una mísera forma de multiplicarlo, lo que implicaba que, tarde o temprano, tampoco podría seguirse manteniendo a sí misma. Se indignó de solo pensar que, puede que en meses, puede que en años, quizá tuviera que aceptar una de esas ofertas para sobrevivir.
Tuvo que tomar una decisión, y no le gustó para nada. Había algo por completo humillante y desagradable que tenía que hacer si quería poder vivir sin tener que vender su cuerpo a cuanto hombre le pasara por un lado.
Su alternativa era disculparse con Draco y aceptar su caridad, pero prefería vivir del estiércol a dar su brazo a torcer, a darle la victoria a Draco.
Pagó un platillo que apenas pudo tocar, pero el poco líquido tibio y efervescente de un morado pálido y leve que quedaba en el fondo de la copa no lo desperdiciaría, a pesar de que ya la había llenado un par de veces... un par de par de veces, a decir verdad.
—Hey —señaló al mesero, quien se acercó a servile más licor de arándanos lila, pero esta atravesó la mano para impedírselo y le arrancó la botella como una dama que recupera su abanico de las manos de un caballero maleducado—. Cárguelo a mi cuenta.
Puedo que no tuviera claro de qué viviría a partir de ahí, pero no dejaría de gastar como si tuviera la vida resuelta.
—Señora, ese licor...
—¿Cómo me llamó?
—Lo siento, madame, es que... Se me olvida su título si la veo tomar como un granjero.
—¿Cuál es su nombre?
—¿El mío?
—¿Nos hemos referido a otra persona, o ve alguien más cerca de mí al que me podría estar dirigiendo?
—No, no, pero...
—Entonces exprima la neurona que le queda en hacer el inocente favor de responder mi pregunta.
—Arancel, madame.
—Arancel. ¿Es usted afín a la bebida, Arancel?
—No entiendo a qué viene esa pregunta.
—Solo busco conocerle, Arancel, no se asuste. Nunca he llegado a comprender a esos hombres que tienden a temer de una mujer que habla.
—No le temo a...
—Entonces no le molestará responder a mi pregunta.
—Me gusta beber, sí.
—¿Vino?
—Agua de caña, en general.
—Es más accesible, cierto. Pero le he preguntado qué le gusta, no qué está a su alcance.
—Me gusta el licor de arándanos, si esa es su pregunta, pero hace falta un estómago fuerte para beberlo. Causa mucha risa y una sensación de embriaguez que dura horas y nubla la vista. Y sus resacas son del demonio.
—Y sin embargo, su sabor es exquisito y su punto de éxtasis el mejor, ¿no?
—No entiendo a dónde quiere llegar.
—Es un simple intercambio de opiniones, ¿qué lo pone tan a la defensiva?
—Yo... usted. Su cara. Su... su esencia.
—Le he tratado con educación y respeto, le he llamado por su nombre, y a pesar de ello no recibo de usted más que una actitud arisca y descortés. Le gusta lo que bebo, pero le lo molesta que sea yo quien lo disfrute, y me falta el respeto escogiendo el título por el que me llamará, creyendo que tiene la posición y potestad para decidir si merezco el que ostento, pero le faltan los pantalones para verme a la cara durante una conversación trivial. ¿En serio no ve el problema ahí?
—No, no lo veo.
—Entonces no vale la pena que siga perdiendo mi tiempo con usted. Limítese a servirme, que lo que le demando no es un favor, es un servicio pagado.
—Como diga, madame.
Entonces dejó sola a Leiah, quien se bebía su próximo trago directo de la boquilla de la botella. Puede que estuviese rompiendo ciertas reglas de etiqueta, pero creyó que sería comprensible que se perdieran algunas costumbres dadas las atroces circunstancias.
De hecho, cuando tuvo bastante asumido ese pensamiento, volvió a pegarse a la botella, esa vez por un trago más largo.
Cuando el negocio estaba a punto de cerrar, el mismo mesero se acercó a ella, pero se devolvió a mitad de camino al reconocerla, y mandó a otro hombre en su lugar.
—Estamos por cerrar, madame.
—Lo sé, pero necesito hablar con quien sea que haya cocinado esto.
—¿Puedo preguntar a qué viene esa urgencia?
—Este platillo sabe a ratas.
—¿Ha probado ratas alguna vez?
—Tal parece que acabo de hacerlo, ¿no? —Leiah le regaló una sonrisa cortés al hombre—. Por favor, llame a su superior.
—Enseguida, madame.
Cuando el dueño de El cometa rojo vio a Leiah, casi cayó desmayado de la sorpresa. Fue como si acabara de ver un Sirio mutante fornincando con un Cosmo en mitad de su restaurante.
—Amada mía —saludó luego de reunir la valentía para acercarse a Leiah, decidiendo que no había nada de qué preocuparse después de todo.
Él extendió una mano para buscar la de ella, pero esta la escabulló tomando la botella y sirviéndose más licor hasta la coronilla de la copa.
—¿Debería sentarme? —preguntó él.
Leiah pensó que, si existían los Sirios, no podría estar del todo segura de que las palabras no fuesen capaces de asesinar. Por ello, se contuvo al momento de dar rienda suelta a su voz, por miedo de que el hombre frente a ella fuese apuñalado con la misma.
Ella bebió del líquido lila en su copa, sintiendo el cálido abrazo del licor abrazar su garganta, y luego las burbujas que se alajaban en su estómago, instándola a sonreír, fabricando una ilusión de felicidad que iba a necesitar multiplicada para sobrevivir a ese encuentro.
Él decidió sentarse de todos modos, alerta por la ofensiva amargura que reflejaba el rostro de Leiah, consciente del asco que él le inspiraba.
—Has hecho mucha falta por aquí.
—He practicado esto tantas veces, en situaciones distintas, pero no preví la interferencia de las emociones repentinas, esas que no pueden ensayarse. No importa cuántas veces memorizara los diálogos, no estaba preparada para tener que sentarme frente a ti, ver tu cara de indiferencia, y comprender que sigues respirando a pesar del daño que me hiciste.
—La honestidad no es daño, cariño, es liberación. El daño te lo hiciste tú cuando decidiste pecar, no puedes culparme de ello, y mucho menos de haberme arrepentido de ser partícipe en su día.
Leiah rio, tuvo que apartar la vista, estupefacta por lo que oía.
—¿Te crees tu arrepentimiento?
—Es genuino.
—¿Te resistirías si hoy intentara repetir lo de aquella noche?
—Sin duda.
Leiah era tan buena mintiendo, que podía detectar cuando a alguien le faltaba práctica. Aquel hombre solo respondía lo que hacía falta, sabiendo que la propuesta de Leiah no era real.
—¿Y no crees que yo también me he arrepentido? ¿Que tengo derecho al perdón, y a que mis pecados sean borrados? ¿Quién le dio derecho a divulgarlos?
—Tuviste suficiente tiempo para arrepentirte, y aún así seguías tu vida llevando la carga de tus crímenes como una corona. No parecías atribulada por ello. Yo, en cambio, merecía un nuevo nacimiento. Era en su infinita misericordia me dio una oportunidad para confesar, y la tomé. No puedes juzgarme por ser mejor que tú.
Leiah apretó los puños debajo de la mesa. Tenía demasiadas ganas de apuñalar a esa hombre.
—¿Eso era todo? Ya puedes irte. Si pagaste tu comida, claro está. No sé qué favores le has ofrecido al mesero, pero yo solo acepto dinero.
Leiah bufó y lo maldijo diez veces en su fuero interno.
Se tomó lo que restaba de su copa, necesita anesteciarse para lo que estaba a punto de hacer o no sería capaz.
—¿Cuál es tu precio?
—¿Perdona? —El hombre se echó a reír. Su carcajada era húmeda y repugnante, como él mismo.
—Dime tu precio, lo pagaré —insistió Leiah sin inmutarse.
—¿Qué quieres de mí?
—Que te retractes.
El hombre se volvió a carcajear en su cara, aunque de forma forzada, era obvio que ya esperaba aquella petición. Leiah estuvo a un segundo más de aquella nauseabunda risa de echarle el contenido de la botella encima.
—No me retractaré. Dinero me sobra, además. Y Vendidas también. No necesito nada que tú supongas que puedes ofrecerme.
Leiah no creía esas palabras, y su siguiente proposición era tan ilógica que no había un modo adecuado de hacerla. Así que solo la soltó.
—Casémonos.
—¿Qué?
—Cásate conmigo.
—Eres de las mujeres más infames del reino, ¿por qué querría casarme contigo?
—No te lo pido por ti, sino por mí.
—Explícate, mujer.
—Necesito sanar mi reputación, y si no vas a retractarte puedes ser el primero en absolverme con tu perdón. Solo así Aragog me dará una oportunidad. Una oportunidad para empezar de cero, y para poder vivir de algo que no sea la prostitución.
—Nadie se olvidará jamás de lo que hiciste. Lo sabes, ¿no?
—Lo asumo. Pero sueño con el día en que dejen de recordármelo.
—No me voy a casar contigo, no dejaré que vivas de mi dinero. Además, tu reputación te precede, y manchará el nombre de mi negocio y mi apellido.
—No necesito tu dinero. Buscaré de qué vivir apenas la gente empiece a darme una oportunidad, pero para eso necesito que seas tú el que dé el primer paso, ya que fuiste quien acarreó todo esto.
—Me pides un favor a la vez que me culpas. Estás haciendo todo mal.
—Se equivoca, no le estoy pidiendo un favor, a pesar de que hago lo posible porque así lo parezca. Le pido una compensación por sus crímenes contra mi sustento de vida.
—Vete de mi vista.
—Béseme.
El hombre miró a Leiah de arriba a abajo. Sus labios, sus ojos, su atuendo. Ella se relamió mientras él la examinaba. Él se acercó, pero cuando sus labios estuvieron a punto de tocarse ella interpuso la mano.
—No.
—¿No qué?
—No hasta llegar al altar.
—No voy a llevar al altar a una puta.
Leiah se bajó una de las mangas de su vestido, dejando al descubierto su clavícula y un vistazo a la piel tierna de su pecho.
—Es la única manera en que podrá tenerme.
—¿Cómo funcionaría algo así? Debes odiarme, pero estás dispuesta a ser la bacija de mi semilla.
Leiah apretó los labios con ganas de vomitarle la cara al hombre por mencionar tal cochinada.
—Su debilidad será mi venganza —explicó ella.
—¿Debilidad?
—Me destruyó, y a pesar de ello no puede evitar querer poseerme. Comerá públicamente del frasco que difamó como envenenado.
—Puedo rechazarte.
Leiah movió su pierna a un lado de la mesa, exhibiéndola a través de la abertura de su vestido. Pálida, larga y tan delgada como tersa y brillante por el tratamiento con el que se cuidaba.
—Puede, pero de ningún otro modo podrá siquiera soñar con tenerme.
—¿Quieres vivir a costa de mi dinero?
—Sí.
—Entonces, lo haremos a mi modo. —El hombre se reclinó sobre la mesa, mirando a Leiah por encima de ella—. Bajo las leyes de Ara.
—Que así sea —ironizó ella con su mejor cara de bruja tentadora, y una mano dentro del escote, simulando que buscaba su corazón.
—No has entendido, mujer. Cogeremos, juro por Ara que lo haremos, pero solo en busca de descendencia, como lo dicta su palabra.
—No estará satisfecho con tenerme una vez cada década, pero si insiste en...
—No, no, no... Te cogeré todos los días que haga falta. Te llenaré el cuerpo con mi semilla a diario, y el vientre de Vendidas cada nueve meses. Te destruiré por lo que me estás haciendo, por el pecado que haces florecer en mí. Cuando se te caigan las tetas, cuando tu culo no se sostenga a sí mismo, cuando estés llena de estrías, varices, huecos, manchas y cicatrices... Cuando tu abdomen pierna la forma y se infle como el de un sapo, cuando tus manos se vuelvan rutina sobre mi sexo, y cuando tu boca me sepa igual a la de mis Vendidas nuevas, entonces seré libre de ti. Pero tú nunca podrás librarte de mí, mujer.
Leiah se tomó un trago de la botella, esperando justificar la humedad de sus ojos con la embriaguez.
Tragó, y luego dijo:
—Me tiene miedo. No es sensato que le tema a la mujer con la que pasará el resto de su vida.
—No te temo, te aborrezco.
—Practique a abrorrecerme de una mejor manera, señor, practique su odio para que su venganza sea tan digna como el. Practique, y solo así dejará de tenerme miedo. Porque no es con promesas que se destruye un adversario.
—¿Y cómo se destruye?
—A veces, perdiendo. Perdiéndolo todo. Cuando llegas a ese punto... Sabes que de ahí en adelante cada paso que des, es una victoria.
—Si crees que por conseguir casarte conmigo estás ganando algo, estás loca. Y tienes razón, no es con promesas que voy a destruirte. Es con acciones. Espera a la boda y lo verás.
Leiah rio.
—Eso es lo que usted parece no haber entendido. ¿Ha escuchado eso de las mejores venganzas son las que te quiebran mientras las ejecutas? Pues... —Leiah tomó otro trago directo de la botella—. Me estoy quebrando justo ahora, señor. Hueso por hueso, a pesar de que me anestesio para no sentirlo.
—No seguiré perdiendo mi tiempo contigo.
—No es su tiempo lo que me interesa, si quiere váyase.
—¿Dónde te consigo la próxima vez? Necesitamos arreglar los detalles de la boda... Tampoco pretendas que sea un espectáculo, será firmar y a coger.
Leiah sonrió.
—Hermoso obsequio nupcial el que me tiene preparado.
—Responde la pregunta y ya.
—¿Puedo quedarme en el baño?
—¿Aquí?
—No tengo a dónde ir, señor. No estaría arrastrándome a sus pies si fuese de otro modo.
—Bien. Pero cerraré la cocina, no quiero que te comas nada de ahí. Vendré en la mañana con un sacerdote y un abogado.
—Gracias, primor.
—Puta —espetó el hombre a la vez que escupía sobre la mesa. Luego se marchó, dejando a Leiah medio borracha a mitad del restaurante.
Apenas la puerta se cerró tras él, Leiah estrelló con rabia la botella contra el picaporte y la madera, ocasionando una explosión de vidrio y licor a los alrededores.
Luego, sacó las dos botellas que estaban ocultas bajo el mantel. Porque había pagado tres botellas, pero no terminó de beberse ni una.
Destapó una, volteándola para que botara el contenido en un chorro contra el suelo mientras ella caminaba hacia adelante, llenando hasta las pequeñas escaleras del escenario, donde se detuvo y quebró la última botella, empapando las cortinas, salpicando el suelo y el techo.
Luego, se sentó al borde, dejando sus piernas colgar debajo de ella. Sacó el cigarrillo oculto en su escote y lo encendió, llevándolo al borde de su boca, manchando el papel café con el carmín de su labial, inhalando para quemar los tallos de margaritas y pétalos de menta envueltos, deleitándose con el tenue crepitar, el dulce y fresco ardor del humo al colarse por su garganta, y la manera en que el cigarrillo disminuía mientras ella más fuerte demandaba de su fuego.
Exhaló una cascada gris de sus labios temblorosos, y la vio disiparse en el aire como los éxitos que alguna vez tuvo. Y volvió a fijarse en la llama en la punta del papel entre sus dedos. Tan pequeña e irrisoria, que no le preocupa ni a quien la consume.
Como Leiah.
Como lo que quedaba de ella.
—Si no puedo alcanzar la cima... —comentó en confidencia a su cigarrillo, inhalando un poco más de su fugaz existencia—... entonces tocaré el más profundo de los fondos. Pero nunca, Aragog... Nunca seré lo que tú quieres hacer de mí. Jamás me harás ordinaria.
Y con esa promesa, tiró el cigarrillo detrás de ella, percibiendo la explosión de calor y cómo todo el lugar comenzaba a teñirse de un resplandor anaranjado que lamió hasta la últimas de las gotas de alcohol.
En segundos, lo que una vez fue el más prestigiosos de los restaurantes de Cetus, pasó a transformarse en una fogata. Un reflejo del alma de su creadora.
Leiah abrió la puerta del restaurante y salió, dejando que su obra se consumiera entre una armónica danza de llamas que cobraban fuerza a medida que debilitaban la estructura del lugar.
Gotas de lluvia rozaron su piel todavía caliente por su fechoría, y Leiah se sintió arder mucho más bajo el tacto del agua que cerca del abrazo del fuego, como si escapara de una forja para sumergirse en lava.
Sacó otro cigarrillo y lo encendió, protegiéndolo del agua con sus manos hasta que empezara a arder. Lo introdujo en su boca a mitad de la sonrisa más poderosa de todo su repertorio.
Y así se atrevían a decir que era mala actriz.
Nota de autor:
AMÉ ESTE CAPÍTULOOOOO. ¿Soy la única?
Cuéntenme qué les pareció y si tienen alguna teoría.
Recuerden que: comentar mucho es igual a tener capítulo prontito.
Los amo, mis Axers.
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