84: El rugido del león


Ellos,
la batalla por Hydra

El impacto de las zarpas del sirio casi rompió la pose de Amarok. Apoyando su peso con un pie detrás, exageró el contragolpe y apretó los dientes para sobrellevar el impacto, pues aquellas garras tenían la fuerza del hierro y el aplomo de una tormenta.

Pero lo consiguió, logró romper los huesos de aquellas manos monstruosas, pero perdió el equilibrio al fracturarse su anclaje y cayó.

Amarok había estado antes en batalla, pero jamás en una semejante. Había luchado contra hombres, no contra criaturas de cuentos para niños hechas una monstruosa realidad. Antes ya había aceptado morir al enfrentarse a su hermano en Ara, pero ni siquiera eso se comparaba a lo que estaba viviendo.

El desastre de soldados y civiles luchando era una barbaridad. Por suerte los sirios eran fácilmente diferenciables, hacía más fácil eso de no matar un aliado por accidente, aunque seguía sin ser imposible con espadas tañendo a cada centímetro y cuerpos desplomándose en todas direcciones.

Aquella caída de Amarok lo enterró en una repulsiva acumulación de vísceras y cadáveres. Intentó levantarse resbalando entre sangre e intestinos mientras a un lado su pelotón resistía a duras penas el sombrío ataque.

Tuvo que hacer un esfuerzo consciente por no verificar los rostros de los caídos. Humanizar a los muertos lo paralizaría. Reconocer en los cadáveres a algún amigo, un aprendiz, un buen soldado, haría de su mente un torbellino de emociones innecesarias.

De pronto una figura alada aterrizó junto a él, mató con su brillante espada a los sirios más próximos y le ayudó a levantarse.

—No debería estar de este lado —se quejó Amarok ya de pie, volviendo a su pose defensiva con la espada.

—Es la ventaja de tener alas —le respondió su capitán—. Nadie te puede decir en qué lado quedarte.

—Estoy bien, capitán, vuelva con su pelotón.

Orión lo empujó cuando quiso adelantársele y asesinó, entre tajos y estocadas implacables, cinco sirios en el tiempo que a Amarok le tomaba defenderse de uno.

—Creo que no has entendido lo que el título de capitán significa —dijo Orión, su voz afectada por el esfuerzo, pero tan alto para que Amarok escuchara—. Detrás de mí, teniente. Descanse y atienda sus heridos.

—Capitán, no creo que sea lo ideal en este momento —dijo Amarok viendo cómo Orión resistía contra la horda de sirios que le atacaba lanzándose sobre él como fieras hambrienta.

—Si no descansa y vuelvo con mi pelotón, morirá en dos ataques —enfatizó Orión con severidad—. Sus hombres lo necesitan al frente, haga lo que le he dicho. No ha sido una pregunta.

A regañadientes, Amarok inclinó la cabeza y obedeció.

No había nada que el teniente Amarok deseara más que poder ayudar, impedir que sus hombres murieran. Pero su capitán tenía razón. Casi no podía respirar. Sus músculos ardían y su corazón parecía a punto de salir a batirse contra los sirios por su cuenta. No sería de gran utilidad estando muerto.

Así que trotó detrás de la formación de su pelotón, que por suerte prevalecía sin ser rodeados gracias a los arqueros del palacio y a la multitud de civiles que con fuego defendían su tierra. Por desgracia, eran los primeros en caer.

Por cada soldado muerto, diez hombres y mujeres de la población Hydra eran devorados por algún sirio.

Llegó al centro de la formación, donde los cirujanos de Sir Less atendían a los heridos que tenían salvación para volver al frente y arrastraban en camillas hasta el fondo a los que definitivamente no podrían pelear.

Se dejó caer sobre sus rodillas respirando entre jadeos, y tembló.

Estaban perdiendo.
Los estaban masacrando.
Todos morirían.

Pero no podía pensar en eso. Debía creer, y aferrarse a que al menos resistían.

Creer en el águila que vio alzarse después de la muerte en Ara, el águila que envió sus guerreros para para salvarlo cuando él y los suyos estaban a punto de morir por la emboscada de su hermano.

Respiró profundamente, aceptó el recipiente con agua que le tendió uno de los escuderos y, luego de abrir y cerrar su mano para ahuyentar el hormigueo en sus dedos, cargó su escudo y empuñó su espada para volver a la carga.

Orión no parecía estar en problema, lo cual es insólito de decir cuando se te lanzan encima decenas de criaturas rabiosas y brillantes de siniestro poder. Pero él seguía firme, su posición inquebrantable, sus manos enlazadas a la espada por una jaula mística. Era una especie de vínculo que hacía que incluso cuando lanzaba la espada lejos para matar a distancia, esta acabara por volver a su mano.

No era un hombre. Amarok lo sabía. Estaba viendo al guerrero que Ara prometió en sus escrituras. Siempre estaría agradecido, incluso después de muerto, por haber vivido aquel momento de la historia de su reino.

Un sirio se lanzó encima de Amarok, pero lo repelió con su escudo, lanzándolo en dirección opuesta. Aprovechó ese impulso para agacharse, esquivando las garras de un nuevo demonio y clavando así la espada en su estómago.

A su lado aterrizó Orión, asesinando a otra de las bestias que pretendía izarse sobre él.

—Capitán —agradeció Amarok, jadeando.

—Sus hombres resisten bien, teniente. Ha sido un excelente mentor.

—No lo suficiente. —Amarok se limpió el sudor que le caía a los ojos, manchándose de la sangre negra de los sirios—. Si quiere echarse un viaje de ida y vuelta volando a Ara en busca del asesino sonriente, no se lo reprocharé. Aquí esperaremos.

Al lado de ambos, dos hombres más cayeron. Sus gritos de agonía al ser devorados, el crujir de sus huesos entre los dientes de los sirios, era el sonido que ambientaba la batalla, alzado por encima de los bramidos de esfuerzo, el tañido de las espadas y los jadeos de fatiga.

Orión y Amarok, en medio de aquella masacre, decidieron ignorar, y fingir que estaban jugando. Porque la alternativa era entender. La alternativa era caer derrotados por la realidad.

Así que Orión, pese al grito de preocupación, pánico y empatía en su pecho, sonrió a lo dicho por el teniente.

—Si hiciera tal cosa —respondió cercenando desde los hombros la cabeza de un sirio— el muy arrogante no dejaría que lo olvidara jamás.

Amarok, pese a las lágrimas, el sudor y la sangre en sus ojos, sonrió.

—Tiene razón, capitán. Si esa es la alternativa lo mejor es arreglárnosla sin su escudero.

Entonces un hombre apareció entre la manada dispersa de sirios. Un hombre con cinco sombras idénticas. Con una capa oscura y un cetro de rubí. Un hombre cuyos ojos ya no tenían color, y las venas de su cuello habían pasado a tornarse negruzcas.

El rey maldito de Áragog, Sargas Scorp.

Orión apretó sus dientes, y las manos sobre su espada, y sin decir nada más se alzó en vuelo, arrastrándose en contra del viento hasta aterrizar frente a su medio hermano.

—Pero si es mi hermano favorito... —saludó Sargas—. Y veo que recuperaste a Cassio. Lástima que me la quedaré nuevamente cuando mis sirios terminen de masticarte.

En aquella parte de la batalla Orión aterrizó rodeado. No había forma de parar los ataques o racionar sus esfuerzos. Tenía que pelear con todo de sí, volteando al más mínimo indicio de movimiento, planeando sus siguientes ataques mientras todavía estuviese en el primero.

Ni siquiera podía permitirse el contacto visual con su hermano, su única ventaja eran las alas, que le permitían saltar, huir y volver conforme se le antojaba.

—Sargas —bramó Orión con ira, sus brazos ardiendo a pesar del cosmo que reverberaba en él—, detén esto. Todavía puedes hacerlo.

—¿Por qué? —le preguntó Sargas. De pie encima de un peñasco que le confería altura a su porte y un ventajoso punto de observación, el escorpión miraba al guerrero con frialdad—. ¿Por qué comprarme una vendida para luego robármela? ¿Por qué reírte de mí y desafiarme junta a ella? Si eres mi hermano, ¿por qué declararme la guerra por una mujer?

—Madura, maldita sea —rugió Orión, volteaba frenético a todos lados, blandía su espada casi por instinto en su desesperación—. Estás quemando tu reino por una rencilla entre hermanos.

—¿Yo? —Sargas rio—. Mírate, Orión. Tú eres el que trajo el fuego a esta guerra.

—¡Estás matando gente inocente!

—¡Estoy afirmando mi dominio! Tomo lo que me ha sido arrebatado. Estas personas desafiaron a la Corona, no tenía nada que ver contigo. Y aquí estás. Dices querer salvarlos, pero esta gente está muriendo por ti, para que puedas vengarla a ella. Ella, que jamás te dijo que quería ser vengada.

Orión no respondió nada, se tiró de bruces al piso y lanzó a Cassio en derredor. La espada dio vueltas como un bumerang, cercenando todo a su paso con el poder de la estrella de Pegaso, dejando una decena de cadáveres antes de regresar a la mano del cazador.

La espada y él ahora tenían una conexión que nadie rompería. No volvería a dejar que nadie la separara se su lado.

—Si querías una vendida —siguió Sargas—, ¿por qué no pedírmela? Éramos hermanos...

—¡¿Lo fuimos?! —cuestionó Orión de vuelta a la batalla—. ¡¿Cuándo mierda lo fuimos, Sargas?! ¿Cómo puedes estar haciendo esto y decir que alguna vez me consideraste tu hermano?

—¡Yo te enseñé tu poder, maldito imbécil! Conoces tu cosmo porque yo te mostré cómo invocarlo. Te regalé la espada con la que hoy te levantas contra mí. Te enseñé a luchar, cacé contigo, te hice caballero... ¡Si no fuera por mí estarías muriendo de hambre en la maldita joyería de tu maldito padre!

Orión se alzó al vuelo, casi tan veloz como las flechas que caían desde lo alto de los muros del castillo. Sargas ni siquiera temió, pero desenvainó su cetro de todos modos. Una vara de metal relució más allá del pomo de rubí, y Sargas la empuñó con ambas manos para detener la estocada violenta de Cassio.

Ambos metales, la espada de Orión y el cetro de Sargas, se presionaron con un bramido furioso levantando una lluvia de chispas, pero eran las miradas las que se batían en duelo entonces. Un guerrero tembloroso de ira, un regente que intentaba no doblarse por ella sin perder la sonrisa.

—¡ERA TU PADRE TAMBIÉN! —gritó Orión, empujando tanto su espada que sus venas brotaron—. Y lo mataste. Dejaste que lo ejecutaran porque no podías soportar tu maldita realidad. Eres un bastardo, Sargas, Lesath no es tu padre. Nunca fue tu padre. No importa cuántas coronas robes, él jamás te reconocerá como a un hijo.

Sargas dejó a Orión apretar, porque incluso con toda la fuerza de su cosmo, incluso si acababa por doblegarlo, no podría partir sus huesos de arkanium.

—¿Escuchas eso? —preguntó el rey maldito con una amplia sonrisa—. ¿El sonido de tu ejército al caer? ¿Los gritos desolados que profieren las madres al ver sus hijas quemarse con su propio fuego? ¿La agonía de los hombres al ser masticados por mis sirios? Seguirá, Orión, y te perseguirá hasta que tenga la piedad de matarte.

Orión negó, temblando por el deseo de dañar y destruir todo a su paso. Pero lo que hizo fue alzar su voz, destruida por la agonía que acechaba contra sus oídos.

—Yo no la compré para robármela. La compré para salvarla. Jamás quisimos desafiarte a ti, sino a todas las leyes que nos impedían estar juntos. Porque eran absurdas. Y nunca quise una vendida, Sargas, la quise a ella, porque la amaba.

—Y ahora morirás por ella.

—No. —Orión negó empujando todavía más, sus brazos resistiendo el resplandor del veneno de Sargas gracias a la concentración del cosmo en ellas—. No por ella. No fue ella la que creó el torneo que luego la mataría. No fue ella quien ejecutó al hermano de Ares solo por ser diferente. No fue ella quien robó mi cosmo y luego me mandó a las minas. Ni quien masacró la familia protectora de Deneb y luego secuestró a su única sobreviviente. No fue ella quien sembró terror y desesperanza en Áragog instaurando a los Guardas de la Fe. Fuiste tú, Sargas, y tu odio hacia ti mismo. Si muero será por ti, por intentar detener esto en lo que te has convertido.

Sargas ladeó la cabeza y con ternura le dijo:

—Todo lo que dijiste no deja de ser un patético aproximado. Tú mejor que nadie sabes quién fui, sabes todo lo que me hicieron. Tu creciste del amor para amar. Yo crecí del odio, el repudio y la vergüenza para tomar todo lo que se me negó, todo lo que me prohibieron, todo lo que una vez alguien señaló y dijo «no te corresponde». ¿Dónde está Lesath y toda su sabiduría ahora? ¿Dónde está la vendida por la que me cambiaste? ¿Dónde está la corte que me marcó como marginado? ¿Dónde están mis hermanos y todo lo que nos hicimos en el pasado? No me arrepiento de ni una sola de las cosas que hice. El bastardo construyó su trono sobre los huesos de sus enemigos, y adornó su corona con los lamentos de quienes lo desafiaron.

Sargas saltó hacia atrás, haciendo a Orión tambalearse al perder el equilibrio. Aterrizó en el piso, los sirios abriendo paso para él. Entonces extendió sus brazos, como si aceptara todo el grito de la guerra —y aquel poder que manaban los sirios y que dejaban las almas de los muertos al caer— como el júbilo que celebraba su presencia.

—Áragog me teme y me pertenece —recitó—. La Iglesia se arrodilla ante mí. Destruyo cada persona que se atreve a pensar en desafiarme. Soy un rey, el mayor tirano. Canis mismo se ofreció a mi merced, ansioso por ser el cosmo al que yo recurra para ampliar mi fuerza. E incluso a él he rechazado, lo tengo esperando a mi voluntad, y a sus sirios como mi ofrenda. No puedes matarme, Orión. Pero yo a ti sí. Y pronto, luego de que no quede uno solo de los tuyos de pie, te haré el favor de reunirte con Aquía.

—No vuelvas a mencionar el nombre de mi hermana, bastardo.

Sargas ni siquiera pudo voltear a comprobar de quién se trataba, pues una flecha, hecha de las esquirlas forjadas del lago de Deneb, atravesó su nuca un par de centímetros impidiéndole cualquier articulación. Y es que hasta entonces él no lo sabía, pero el hilyrio era el único material capaz de crear una muesca en el arkanium del que estaban hechos sus huesos.

Al final, fue una excelente elección que ella preguntara a Indus.

Sargas cayó de rodillas con los ojos cerrados, jadeando por el sorpresivo dolor en su cuello. No sacó la flecha por miedo a lastimar algo de gravedad dentro de él, pero giró completamente su cuerpo en busca de aquello que le había herido.

Y la vio.

Todos la vieron.

Leiah Odagled sin disfraces, sin papeles qué representar, bordeada por el cegador dorado que manaba la constelación de Leo en ella.

El cosmo formaba en su contorno la figura del rey de las fieras, hecho de un brillo que opacaba el del sol. Ella ya no tenía alas, la totalidad del poder de Aquila que llevaba consigo era tan vasto que podría haberla destruido, así que en lugar de consumirlo lo dejó salir y tomar la forma de un águila hecha de bruma escarchada; Leiah iba montada sobre ese águila, justo entre sus magnas alas, como una heroína que haría a las estrellas reverenciar su grandeza.

—Leiah, ¿no es así? —saludó Sargas—. Me preguntaba cuándo nos volveríamos a ver.

—La última vez te cambié unos besos por una espada y su cosmo, deberías cuidarte de mi presencia.

—¿Y puedes culparme por tal desliz? Eran los besos de Madame Puta, debía comprobar si estaban a la altura de tu reputación.

Leiah apretó la mandíbula y puso sus manos en el arco. Aquella especie de metal blanco estaba helado, pero era tolerable al tacto. Al menos a su tacto. Ella no era ninguna mortal, había asumido el puesto del león al que el águila dio paso.

Tensó la cuerda, su vista fija en el ojo descolorido de Sargas tan similar al suyo que parecía esconder una tormenta de odio y maldad intolerable.

Sargas Scorp, el rey usurpador entre los escorpiones, maldito por las estrellas, el responsable de las calamidades que vivieron todas las personas que alguna vez le importaron.

Leiah lo quería muerto. No porque lo odiara, ella debía ser la única persona en el reino que no sentía tal aversión por él. Para ella, Sargas era su igual. Nacido de la injusticia, decidiendo crecer contra ella y asumir el papel del villano. Simplemente eran antagonistas con ambiciones opuestas. Pero lo quería muerto, porque con aquel deseo venía la convicción de que con su muerte acabaría esa guerra.

La mano de Leiah contra su mejilla, el plumaje de la flecha rozándola. La dirección, la vista y precisión del león le harían imposible errar el tiro.

Él sonrió, como si la retara.

Así que soltó la flecha.

Directa a su ojo, destinada a un ataque fatal. Pero una de las sombras de Sargas se aproximó, desintegrando el hilyrio como espuma en el agua.

Leiah jadeó sorprendida.

Orión aleteó tomando impulso hacia ella, lo que la distrajo lo suficiente para que justo entonces otra de las sombras se subiera a su espalda y la estrangulara desde atrás con un tacto venenoso.

Leiah gritó, su garganta flagelada por la violencia de aquel sonido. Fue apenas un instante. Enseguida el aura del león pulsó desintegrando la sombra que dejó un brote de pústulas en la piel de Leiah.

Ella tomó el pelaje místico del águila entre sus dedos como a la cresta de un caballo, tirando para que se alzara de forma que el batir de sus alas creó una ventisca que lanzó a Orión volando en dirección opuesta.

Lo quería lejos de aquel enfrentamiento, pero tenía la impresión de que él regresaría, así que Leiah instó al águila a perseguir la ruta que trazó el cazador en su caída.

Dejó al águila con la orden de mantener el vuelo y se lanzó desde al menos quince metros de altura al punto donde había caído Orión. Aterrizó a horcajadas sobre él, intacta por la resistencia que Leo proporcionó a sus huesos.

Metió su mano por el cabello al cazador desorientado y le habló a voz en grito.

—¡¿Qué sirios haces tú aquí?! —le preguntó desesperada, aterrada, impotente. No esperaba encontrarlo tan cerca del conflicto. No debió haberlo encontrado ahí—. ¡Deberías estar en el refugio! ¡¿Qué mierda haces aquí?!

Como él sonreía, lo tomó por la camisa y lo zarandeó. El arrogante caballero ni siquiera quiso llevar armadura a la batalla de su vida.

—¡Orión Enif, contéstame! ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Ares? ¡No deberías estar aquí! ¿No lo entiendes? Te van a matar. ¡Podrían haberte matado ya! Eres un imbécil, un Sarkah, un estúpido. ¡Estúpido, Orión, esto que hiciste es lo más estúpido que...!

Sus palabras fueron acalladas por la risa del cazador.

Leiah jadeó de sorpresa cuando él usó las alas a su favor para saltar y quedar frente a ella. La atrajo hacia él para abrazarla, la adrenalina del enfrentamiento pulsando en cada poro de su piel. El corazón de Orión emitió una apabullante sinfonía que pudo sentirse en el cuello de ella.

Por supuesto que una legión estaba sufriendo a su alrededor, sin duda muchos morían. Pero ellos también parecían destinados a aquel fatídico destino, y él no iba a perder la oportunidad de hacer una cosa bien con ella para variar.

—Te detesto con todo mi maldito ser —le dijo ella entre lágrimas abrazándose más fuerte al guerrero endurecido por la batalla.

—Mentirosa —acusó él y le tomó el rostro para besar su mejilla.

—Orión —retomó ella con apremio—, tienes que irte de aquí.

—No me iré sin ti, Leiah. No puedo vivir sin que hagas pedazos mi paciencia.

—Pero yo no puedo irme, tengo que...

—Lo que tengas que hacer, hazlo. Yo me quedo.

—¡Orión!

—¡Leiah!

Ella presionó sus dientes para contener la impotencia. Sabía que no podría convencerlo de que se fuera.

—Quédate lejos de Sargas —le advirtió—. Ayuda a estas personas a entrar al castillo, los Sagitar están preparados para ayudar pero necesitan que alguien evite que los sirios entren. Yo intentaré llamar la atención de la mayoría.

—¿Qué vas a hacer?

—Ganar tiempo.

Orión se quedó mirando a sus ojos dispares, a su piel que exhumaba un poder que lo habría matado si él mismo no estuviera cubierto de un cosmo. Ella no necesitaba su protección, aunque él muriera por proporcionársela.

—Si mueres, Leiah, iré al maldito reino cósmico a enfrentar a Canis si hace falta y te arrastraré hasta aquí. Y no me va a gustar nada, porque Ares querrá acompañarme, y estamos en proceso de divorcio.

Contra todo pronóstico, ella sonrió por esas palabras, aunque fueron dichas con tan honesta severidad.

—¿Por qué? —le preguntó. Tenía que preguntarlo.

—¿Cómo que por qué, Leiah? Somos una familia ahora. No estamos completos sin ti.

Un sollozo más, el último antes de volver a ser el león que Áragog necesitaba.

—Haz lo que te dije —le recordó a Orión antes de llamar a Aquila con tres pulsaciones de su corazón. Al tener al águila lo suficientemente cerca, saltó hasta aterrizar encima de esta.

~🖤~

Era difícil crear un plan al calor del momento, con tantas personas gritando, con tantos inocentes muriendo en valentía, defendiéndose por primera vez. Leiah lo veía todo desde lo alto.

Los estandartes del águila poblaban las ventanas de Hydra, y alfombraban el piso lleno de muertos.

Las personas preferían morir que seguir viviendo en un reino como ese, tal cual hizo Aquía en su decisión final en el torneo.

Leiah ya no escuchaba a Sah, había desaparecido su voz una vez el cosmo de Aquila de convirtió en demasiado para poseerlo. Pero sentía a Leo pulsando en su piel, un poder tan vasto que la había destruido antes de permitirle conservarlo.

Ahora lo entendía mejor y él empezaba a hacer un intento de entenderla a ella. En ese momento, entre latidos de calor y ondas extrañas, parecía decirle: «Quieres vivir».

Todavía había mucho por trabajar en aquella comunicación, el cosmo todavía erraba al interpretarla. Leiah quería vivir, sí, pero solo si ellos sobrevivían.

Así que su principal deseo era salvarlos a ellos.

—Ayúdame —le rogó a su cosmo en una punzada de desesperación cuando sintió las sombras de Sargas surcar el viento en su persecución.

Planeó con el águila en picada para perder a aquellos monstruos hechos de veneno. Pero la persiguieron, así que maniobró ladeando las alas justo cuando una de las sombras la alcanzó. Aquella forma oscura siguió de largo dando la oportunidad a que Leiah con la velocidad del león tomara una flecha de hilyrio, la tensara, apuntara y disparase directo al objetivo todavía desubicado, desapareciéndolo.

Tiró del pelaje del águila cósmica para volver a alzarse, y pidió con cinco latidos que esta multiplicara su velocidad. Entonces todo a su alrededor parecía un borrón mientras la majestuosidad de la criatura que montaba batía sus alas hacia las espesas nubes.

Llegó tan alto que cuando las sombras restantes la alcanzaron, fueron incinerados por el temperamento del sol.

Leiah estaba agitada, pero sabía que no tenía tiempo para respirar, así que se lanzó en picada nuevamente al suelo y se aseguró de pasar entre la multitud de sirios, desordenándolos como a peones de un frágil tablero, provocando en ellos tal ira que en su instinto bestial la mayoría corrió en persecución del león que montaba el águila, dejando el castillo libre para que cruzaran los inocentes.

Un buen augurio para el pueblo de Hydra, una catástrofe para Leiah, que no tenía suficientes flechas y que esperaba poder usarlas en el rey maldito.

—¡¿Qué sabes hacer tú?! —le preguntó Leiah a Leo.

No recibió más respuesta que la certeza contra su piel de que ella lo sabría si hubiese tenido el tiempo de practicar, de conocer su cosmo.

Pero no tenía tiempo. Había todo un ejército de sirios detrás de ella, corriendo entre los jardines de Hydra como hienas, destrozando todo a su paso.

—¿Cómo puedo matar a estas cosas?

De nuevo, su cosmo no hizo gran cosa, apenas le respondió con un bostezo de su resplandor dorado.

—Bien, me las arreglaré sin ti.

La mejor opción que tenía entonces era la inmunidad del poder y la velocidad del águila. No se fatigaba como un humano, así que podía llevar a los sirios persiguiéndola tan lejos como fuera posible mientras no desapareciera de su alcance. No podía arriesgarse a que dieran por perdida la persecución y volvieran al castillo.

Cruzó las colinas de Hydra dibujando la empinada subida con el águila, sobrevoló el río interponiendo sus pies para sentirlo, y entonces llegó a vislumbrar de cerca la represa.

Y el mundo se cayó a sus pies.

Ahí, parado en la cima con el agua cayendo en cascadas por las compuertas, ya estaba Sargas.

Leiah esperaba poder enfrentarlo pronto, le tenía que haber aliviado encontrarlo ahí ya sin sus sombras de custodio y no molestando a los que se refugiaban en el castillo.

Pero no estaba solo, tenía a un niño asido por el cuello con la presión de su cetro en el.

«¡RAMSEH!», pensó Leiah resistiendo el impulso de gritarlo. Pero ese impulso reprimido, aunque no salió a modo de voz, fue expulsado en una honda dorada que impactó contra las primeras filas de sirios derribándolos. La onda se siguió expandiendo y también golpeó la piedra de la represa, creando estrías en ella.

Leiah no perdió ni un instante para preparar su flecha con la velocidad del león y apuntar directamente a Sargas.

—Hazlo —la retó el rey con una curva maligna en sus labios.

Leiah sintió esas palabras como un susurro oscuro dentro de su cabeza, un escalofrío las acompañó, tan espantoso que hizo a Leiah mover su cuello involuntariamente.

Sargas no esperó nada de Leiah, dobló el brazo del muchacho a su espalda en un ángulo tan doloroso y un movimiento tan brusco que el quiebre del hueso resonó en el pecho de Leiah.

Ramseh gritó tan fuerte que Leiah tuvo el impulso de vomitar. Ni todo el cosmo del universo la habría hecho inmune a ello.

Leiah tensó todavía más la cuerda, los sirios bramando debajo de ella, saltando tan alto como podían en un intento de alcanzarla.

Pero no disparaba, aunque parecía tan fácil. Y justo por ello esperaba, porque no podía ser así, porque esa sonrisa del rey suponía una trampa.

—Dispárame, Leiah —le pidió Sargas.

—Suéltalo, Sargas. No le hagas daño.

—¿O...?

—¿O? Te mataré, maldito —dijo ella con la voz tensa entre sus dientes, la flecha a una orden de salir disparada—. No voy a fallar este tiro.

—Por supuesto que no, Leiah. Te he observado lo suficiente para entenderlo. Tienes mi vida en tus manos. La mía y la de... ¿Cómo dijiste que te llamabas, pequeño? —preguntó Sargas al muchacho moviendo el cetro de forma que alzara la quijada de Ramseh y lo hiciera mirarlo a la cara.

Entonces él escupió —como si hubiese esperado toda su vida para ello— a la cara del rey.

Y Sargas no lo tomó nada bien, al instante siguiente el muchacho estaba gritando de agonía porque la mano que sostenía el brazo fracturado en su espalda, ahora le estaba inyectando un veneno que le carcomía la piel.

—¡RAMSEH, SE LLAMA RAMSEH, YA DÉJALO! —chilló Leiah al borde de la histeria, los muros temblaron alrededor por la expansión de aquel sonido.

Sargas detuvo la tortura, pero no soltó al muchacho.

—No parecías tan empática cuando me quitaste a Cassio —le recordó el rey—. Y como nunca olvido, fui personalmente a secuestrar a tu hermanito antes de emprender mi viaje hasta acá. Quiero decir, ya me habías dicho tu nombre, y yo sabía que tenías el cosmo de Aquía, debía prepararme para nuestro reencuentro, ¿no?

—No vivirás lo suficiente para hacerle daño, no te dará tiempo ni a parpadear cuando yo lance esta flecha.

—Al contrario. Mi vida está ligada a la de él, Leiah. Si me matas, mi poder dejará tal huella que acabará por desintegrar la piel, los órganos y los huesos de lo que tenga más cerca. Y aquí está él, bien cerquita de mí.

Leiah miró a su hermano. Ella no sentía el ardor de las pústulas en su cuello porque Leo la protegía, pero Ramseh estaba sintiendo en carne viva el veneno y el hueso roto. Lloraba en silencio, con los ojos cerrados y el rostro contorsionado de dolor, sus labios balbuceando galamatias mientras apenas podía respirar por el cetro en su tráquea.

«Dije que Leiah también es tu hija»había estallado él frente a su madre, el único que tuvo el valor de defenderla en esa cena en lady Bird aunque había sido el último en aparecer en su vida.

—«Cuando Cass me habló de esta cena esperaba que fueras tú. Me alegra que seas tú».

Ramseh era su hermano, el único de su sangre que la había aceptado tal cual era, al que le agradaba por ella misma.

No podía dejarlo morir.

No podía causar su muerte.

Bajó la flecha e hizo contacto visual con Sargas.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó.

—Que me dejes en paz.

—¿Y mi paz? ¿Y la paz de todas estas personas?

—No me interesa la paz de nadie, mujer, pero cree en esto: si no aceptas mis términos él morirá. Tú lo verás morir, y será tu culpa.

En un intento desesperado, Leiah recurrió a la actriz.

—Así no funcionan los tratos, majestad. Usted está en desventaja aquí. Tienes a un niño que apenas conozco, el resto de los que me importan están a salvo. Tienes sombras que deshice en espuma, tienes huesos que solo yo puedo atravesar. Usted podrá tener una horda de sirios, pero yo tengo su vida en mis manos, y el poder para destruir a todos ellos. Así que hágame una oferta qué considerar, o váyase al infierno del que lo sacaron.

La sonrisa de Sargas se borró entonces, y ambos acabaron enfrentándose a un contacto visual que definía toda la guerra.

En medio de aquel debate de miradas, Sargas se quitó su máscara.

No le importaba la maldita espada. No le importaba el maldito cosmo de su maldito hermano. No le importaba nada más en la vida, ya no había nada que perder.

—Creo que ya no me interesa ningún acuerdo —reconoció él—. Si voy a morir, quiero ver antes cómo te quiebras cuando te quite el único hermano que te queda.

—¡NO! —gritó Leiah y se lanzó hacia ellos apenas vislumbró el viento moverse alrededor del ademán de Sargas.

La distancia era considerable, pero ella tenía la velocidad del cosmo del león al arrojarse del águila como una fiera que salta sobre su presa.

Pero en ese momento no iba hacia ninguna presa, sino en contra del perpetrador que —visto desde sus sentidos parecía moverse con una pausada lentitud— inmersaba su mano venenosa en la espalda de Ramseh, desintegrando la piel y los huesos hasta alcanzar el estómago.

Leiah lo vio todo, cómo arrancaba sus intestinos y los sacaba en un puño, cómo los ojos de su hermano perdían la órbita y su estómago se manchaba con un río de abundante rojo.

Y eso provocó un dejá que la cegó por un momento.

Cuando Leiah cayó sobre ellos, Sargas ya había soltado a Ramseh, así que lo atrapó entre sus brazos.

Un torrente de lágrimas la inundó apenas sintió el peso de su hermano en sus brazos. Él se retorcía de dolor aunque ella intentaba mantenerlo quieto. Llevó la mano a su estómago y la miró, horrorizado por lo que veía, y entonces buscó los ojos de Leiah. Y ella no pudo soportar lo que encontró en su mirada.

Él sabía que iba a morir.

Temblorosa y ciega por las lágrimas, Leiah le puso la mano en el estómago y le pidió a Leo, a Aquila, a la maldita Ara que lo sanaran.

«No puedo», le hizo entender su cosmo con una punzada que casi asesinó su corazón.

—¡NO TE ESTOY PREGUNTANDO SI PUEDES, SÁLVALO O ME MATO!

«No fue para eso para lo que pediste el poder».

Leiah se deshizo en sollozos, meciendo el cuerpo de su hermano mientras rogaba «por favor, por favor, por favor...».

Entonces sintió la mano ensangrentada de Ramseh acariciando su mejilla.

Abrió los ojos y lo miró sonreír. Pálido, con los labios morados.

—Yo sé... qu...

Leiah negó frenéticamente con su cabeza y le acarició el cabello.

—No digas nada, cariño, por favor. Vas a estar bien.

Él negó, y de alguna forma tuvo la fuerza de apretar la mejilla de su hermana.

—Yo sé que no... lo decías en serio.

—¿Qué...?

Pero entonces Leiah entendió. Había dicho que los que le importaban estaban a salvo, que Ramseh solo era un niño que apenas conocía.

Entonces empezó a llorar mucho más desolada, al decir eso esperaba salvarlo, no que fuera lo último que él recordara antes de partir en sus brazos.

—Ramseh, no me dejes, por favor...

—A... Ayúdame —le dijo él mirando su estómago—. Duele... mucho.

Leiah sollozó más fuerte, y le insistió a Leo para que lo sanara.

—No me estás... escuchando —dijo su hermano—. Ayúdame a que pare. Ne... dormir.

—¡NO! No voy a hacer eso.

Ramseh sonrió, una curva mucho menos limpia, pero igual de honesta.

—Usted manda, señora.

Entonces ella no pudo más y se deshizo en temblores. Entre mocos, lágrimas y negaciones, le habló a su cosmo en una última súplica.

«Sah puede sanarlo. Sah me curó de una fractura...»

No. Y más no. Ramseh estaba muriendo sin intestinos, no había nada qué sanar. Y aunque lo hubiera, no tenía el tiempo para eso.

«¿Puedes dormirlo?», preguntó quebrándose por dentro.

Leo palpitó en afirmación.

«Hazlo. Que no sienta nada».

Entonces acarició a su hermano, desde la frente hasta el cabello.

—Tienes razón —dijo entre sollozos—, lo que le dije a Sargas era mentira. Te amo, Ramseh. Eres mi hermanito, siempre serás mi hermano. Y te habrías casado con esa chica que te gustaba porque eres lo mejor de este reino. Y...

Leiah sorbió por la nariz y miró al cielo que no auguraba nada de luz para ella. Sintió que era su alma la que estaba muriendo.

—Cuando veas a Aquía —le dijo al cielo, a su hermano, a la nada, a todo—, dile que también la amo.

Cuando Ramseh al fin se durmió en sus brazos para morir en paz, Leiah estalló en un grito de agonía, dolor e impotencia que el cosmo del león potenció a modo de rugido.

El grito se multiplicó y surcó los cielos, apropiándose de los truenos y haciéndolos a un lado. El rey de las bestias no tenía igual en su rugido, una confesión de desesperanza, ondas de poder creadas de la mayor de las agonías, un cosmo que rechazaba todo lo que intentaba quebrarle.

Las pulsaciones del sonido que manaba de Leiah estaban teñidas del dorado del aura del león. Golpearon los muros de la represa con una presión inigualable, ampliaron sus grietas, debilitaron su estructura y acabaron por crear un estallido que retumbó en toda la región.

Los grandes bloques de piedra fueron los primeros en asesinar a los sirios, aplastándolos como insectos bajo la magnificencia de su peso. La mayoría alcanzó a huir, pero no por mucho. No podían escapar del abrasivo torrente de agua que inundaba la inmensidad de los campos de Hydra.

Sangre y fuego había en toda Hydra por la batalla vigente, pero Leiah estaba siendo forjada en el agua de la represa que la inundaba junto al cadáver de su hermano.

Con los soldados y el pueblo a salvo en el castillo tan lejos del nivel del agua, con todos los sirios ahogados, Leiah acababa de alzarse como la salvadora de Hydra.

Pero no quería salir a flote, no si Ramseh no podía volver con ella, no mientras su sangre seguía tiñendo de rojo el agua.

El instinto de supervivencia estaba enterrado junto a las últimas palabras de su hermanito, no le tenía miedo a esa mano invisible que le oprimía los pulmones y le recordaba que si no salía a flote de inmediato iba a morir.

La constelación de Leo tiraba de ella, la urgía a salvarse.

Pero, ¿cómo podía dejar a Ramseh ahí? Tenía que ser su hermana mayor por alguna vez. Si no había podido salvarlo, si vengarlo era imposible, al menos honraría su caída.

Era momento que la última de los Odagled acompañara a sus hermanos.

Pero su cosmo era despiadado en su determinación. Lanzó un fogonazo a su mente, una visión sobre lo que su muerte podía acarrear. Y a Leiah no le quedó más opción que arrancarse el corazón y dejarlo hundirse en esas aguas embravecidas mientras el poder instintivo del rey de las bestias la arrastraba a la superficie.

Cuando el oxígeno por fin volvió a ella casi destruyendo sus pulmones, en lo único que Leiah podía pensar era en que había perdido a su hermano a manos de a quien más daño había hecho. Y Sargas había escapado de todos modos.

CONTINÚA EN EL EPÍLOGO

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