81: Lord Circinus
Ara,
Torre de la mano
Ares
Ares estaba preocupado por Orión y por Leiah. Le había dado a Orión permiso de morir para que hiciera lo que tenía que hacer sin cargo de consciencia, le debía eso como su amigo, pero a Ara sí que no le permitiría matarlos, la odiaría eternamente si le arrebataba a las únicas estrellas que quedaban en su constelación.
Había conectado con ambos de una forma de la que no se creía capaz luego de haber perdido a su gemelo. Si amaneciera con la noticia de que no podría volver a acostarse junto a Leiah a intercambiar confidencias con las manos de ella en su cabello mientras evitaban en vano sonrojarse por el coqueteo mutuo, no querría despertar en un mundo así.
Y Orión. Ni siquiera podía dimensionar lo mucho que significaba para él, lo mucho que había significado todo ese tiempo aunque a veces tuvieran desacuerdos. Lo admiraba y quería de un modo que iba por encima de las palabras. La sola idea de que estaba a miles de kilómetros luchando a campo abierto contra una legión de sirios sin Ares estar ahí a su espalda como su guardia de honor, como habían entrenado, como se habían prometido, lo tenía destrozado de los nervios.
Necesitaba un maldito mensaje cuanto antes, una confirmación de vida, o caería en la demencia.
No había salido de la torre desde que llegó. No era seguro andar por el castillo a sus anchas. No había sido cómodo compartir vivienda con su putrefacto padre, pero era lo que tenía que hacer. Por algún motivo, Zeta Circinus no había salido ni una sola vez de aquel encierro mientras lord Copitas regía —en ausencia de Sargas Scorp— como mano.
Porque el rey regente estaba demasiado ocupado viajando a Hydra para la boda real donde —según su fuente, el mismísimo Lesath Scorp— ya estaría preparada una emboscada de sirios a las puertas del castillo.
Se había ganado más que nunca el favor del verdadero rey de Áragog luego de que Sargas le encargara encontrar a Antares y a las chicas Cygnus.
Por supuesto, Ares sí los halló, pero no le dijo su paradero a Sargas sino que hizo de intermediario del rey Lesath para con Antares. Pagó lo que hizo falta, llevó a Antares y a las niñas a un lugar seguro, les dio la lista de hombres fieles a Lesath dispuestos a proporcionarles refugio y patrocinio, y al despedirse les dejó un espejo que les vinculara para poder comunicarse en adelante.
Alguien tocó a la puerta de la habitación de Ares, que por un tiempo también había sido la habitación de Aquía. Él se levantó a abrir y vio a una de las nuevas vendidas de su padre pues las anteriores las había liberado también Aquía.
—Mi lord...
—Solo Ares, Maia, ¿de acuerdo?
La mujer asintió correspondiendo la sonrisa con la que el asesino la había recibido. Él se había tomado el tiempo de aprender su nombre aunque ella llevaba un año sin decirlo antes de eso.
—Dime, ¿qué quiere mi padre ahora?
—Quiere que se acerque al comedor. Me pidió que en... enfa... —La mujer cerró los ojos con fuerza para buscar la palabra—. Enfatiza. Me pidió que «enfatiza» que debe obedecer inmediatamente.
—Cuando lo dices tú lo correcto es que digas «enfatice». «Me pidió que “enfatice” que debes obedecer inmediatamente» —le explicó Ares con una amigable sonrisa para que ella no se sintiera avergonzada.
—¿Qué significa «enfatice»?
—Enfatizar es como ser insistente en algo para dejarlo muy, muy, claro. Si yo te digo «enfatiza» esa sonrisa, significa que...
Cuando las mejillas de la vendida se elevaron pigmentadas de rojo por aquellas palabras, Ares lo agradeció guiñándole un ojo. Ellas no sonreían mucho cerca de su padre, había que celebrar esas pequeñas victorias.
—Ya lo tienes —le dijo.
Ella le hizo una ligera reverencia con la cabeza a Ares y se retiró.
Entonces el asesino suspiró perdiendo su buen ánimo. No se sentía muy alentado ante la perspectiva de una audiencia con su padre.
Y fue todavía peor al llegar al comedor y ver que en todo el lugar había al menos una docena de mercenarios con la constelación Circinus en el uniforme. Hombres que pagaba su abuelo Aries.
—¿Todo bien, padre?
—Toma asiento, Ares.
Ares volteó su silla sentándose con el respaldo entre las piernas y los brazos cruzados sobre este.
—Me citas al comedor, pero no hay comida. ¿Debería preocuparme?
—¿Por qué te tiene que preocupar que tu padre te cite?
—¿Por qué mi padre debería citarme a una recámara llena de mercenarios?
Lord Zeta dio la impresión de tomar aquello con diversión.
—Eres el asesino del reino, hijo mío, no le tienes miedo a un par de ladrones con dueño, ¿o sí?
Ares simplemente fingió una sonrisa. Era hábil, no estúpido. Si la situación estuviera en su contra, no importaría qué tan buen asesino fuera, no había mucho que pudiera hacer contra todos ellos.
¿Qué estaba pasando por la mente de su padre al convocarlo ahí? ¿Los mercenarios eran para su protección, para una misión o se trataba de algo distinto?
—¿Qué hago aquí?
—Vamos a hablar. Solo eso.
—Hablemos, te escucho.
—¿Sabes qué es esto?
Ares lanzó su mirada a las manos de su padre. Sostenía una bandeja abollada.
—Imagino que no es lo que parece, ¿no? —sugirió Ares sin dar indicios de tener ánimo para chistes—. No me convocaste para hacer preguntas de respuestas tan obvias.
—Esto, Ares, es lo que queda de mi dignidad.
Un arco inquisitivo se formó en la ceja de Ares, pero sus labios no expusieron sus dudas.
—No te lo voy a explicar delante de todas estas personas... y vendidas —agregó Zeta mirando en derredor— pero dejémoslo en que últimamente he caído de la gracia de su majestad por ciertos deslices sin mucha importancia.
Ares, que conocía rumores de las andanzas de su padre en la corte durante décadas, no se quería imaginar qué había hecho para superar todo lo anterior y al fin perder el favor de la Corona.
—No te preocupes, hijo mío, nada está perdido —afirmó Zeta con un ademán tranquilizador—. Sargas solo me tiene en periodo de prueba, pronto recuperaré mi puesto como su mano, pero por desgracia no será tarea fácil. Debo recuperar su confianza antes, y la confianza de un rey como él no se gana con vanas promesas.
Ares puso su mano sobre la mesa, sus dedos moviéndose sobre la madera para calmar con el golpeteo el retumbar nervioso en su corazón.
—Por el bien del reino, a veces hay que tomar decisiones difíciles —siguió Zeta—, decisiones que nos ponen en una encrucijada como amantes, como amigos... como padres.
Ares se mordió la lengua con una punzada en el estómago.
A su padre le había dejado pasar demasiadas cosas por la simple gracia de ser su padre. Tuvo una niñez decente y una adolescencia con bastantes libertades y privilegios pese a las expectativas, y es que no podía ser de otro modo. Ares era el heredero, el futuro del linaje Circinus. Aunque a él le costó verlo, su padre siempre tuvo claro que Leo estaba «perdido» desde su perspectiva.
Así que sí, vivió muy tranquilo en su burbuja y tapó sus ojos a las cosas que su padre hacía a los demás, solo porque era su padre.
Pero en los últimos años de Zeta, especialmente los meses previos a su curioso asesinato, Ares había empezado a cuestionarse todo lo que hacía ese hombre: cada elección suya, cada acto discriminativo, cada paso que daba sin remordimientos para destruir a otros.
Luego de Aquía ya no podía ver a su padre igual.
Tal era su desapego que pasó toda una noche escuchando a Orión hablar sobre cómo Leiah había humillado a Zeta para defender a una admiradora de su trabajo de actuación. Y cuanto más veces Orión repetía el relato, más fuerte se reían ambos. Porque había sido brillante, y porque no tenían muchos momentos así para regodearse en ellos.
Y aún así le había concedido a su padre la más tensa de las treguas por haberle dado la vida a él y a Leo.
Para llegar a eso, a ese día con ambos sentados a la mesa rodeados de un augurio de desgracia.
Estaba desarmado en un salón lleno de hombres letales con hojas desenvainadas. Estaba en la situación que Leo estuvo hacía años: siendo el que más probabilidades tenía de ganar el torneo, no tuvo oportunidad de demostrar su valía. Lo de Leo fue una ejecución, no una prueba. No había nada que un asesino pudiera hacer contra una ejecución, y eso es lo que Ares se temía tener al frente.
Ese día que auguraba ser el último.
Nunca le había temido a la muerte, no se consagró como asesino a la ligera.
Pero ya no quería morir. No mientras Orión y Leiah vivieran, no sabiendo de primera mano lo que perderlo a él podía hacerle a ellos.
Y si tenía que jugar al aliado de Canis para salvarse, al menos haría ese intento. Por ellos.
—Lo entiendo, padre —dijo Ares con un asentimiento solemne—. Todos pasamos por elecciones difíciles en la vida. Yo en el pasado estuve en tu situación, y escogí mal. He tenido tiempo para pensarlo y he rectificado.
—¿Ah, sí? —Su padre se mostró por completo fuera de lugar—. ¿De qué modo?
—La profesión que he escogido ha sido divertida un tiempo, pero ya no me basta. Llega un punto donde todo hombre debe asentar cabeza, yo estoy preparado para ello.
—¿Qué tratas de decir?
—Voy a buscar esposa y a darte la descendencia que esta casa se merece. Ya tuvimos suficientes escándalos. Leo y sus... desviaciones. Aquía y sus libertinos desastres. Y hasta los rumores sobre tu condición, padre. Ya basta de eso. Es momento de levantar el apellido Circinus, así que entiendo lo que mencionas de tomar decisiones difíciles. Entonces, dime... —dijo reclinando la silla hacia adelante de forma que los codos le quedaran encima de la mesa—. ¿Qué tengo que hacer?
Lord Zeta sonrió y chasqueó sus dedos hacia una de las vendidas. Cuando esta se acercó, la sentó en su rezago mientras ella le llenaba la copa.
—¿Vino? —preguntó Zeta a su hijo, que negó tranquilamente.
—Estoy bien así.
Zeta asintió y se detuvo un rato a degustar el sabor de las uvas fermentadas mientras su mente divagaba, considerando las palabras de su hijo.
—¿Tú recuerdas cómo Leo perdió la voz? —preguntó Zeta de pronto.
Ares sintió que el suelo se combava bajo el peso de su silla, ondulado de un modo que lo desorientó.
Tenía que haber oído mal.
Tenía que haberlo malinterpretado.
—Leo jamás tuvo voz, padre.
—Oh, no, sí la tuvo. Solo que ambos eran demasiado pequeños para recordarlo. Aunque siempre... muy en el fondo... —dijo lord Zeta mezclando el vino con una sonrisa extraña—. Siempre tuve una pizca de preocupación de que alguno de los dos recordara. Algunos comentarios que soltaban a veces, algunas miradas... Siempre tuve esa inquietud. Pero ya entiendo que fueron solo paranoias mías.
Ares tuvo que bajar una mano de la mesa a su rodilla para que su padre no notara la tensión en sus nudillos.
—¿Recordar, qué?
—Una noche que yo estuve especialmente cansado. Soy un hombre atareado, Ares. Tu abuelo fue mano antes de mí y yo lo he sido de dos reyes distintos, se dice fácil pero se logra con mucho esfuerzo. Así que un día llegué tan cansado... Y Leo no dejaba de chillar. No, no eran lágrimas, eran malditos gritos histéricos. Una rabieta de esas que crees que solo harían las niñas. Bueno, él técnicamente era una niña, ¿no?
Ares no respondió nada, sus dedos fuertemente clavados en su pantalón.
—Las vendidas lo cargaron, lo amamantaron, jugaron con él... Y, ¿adivinas qué pasó luego? ¡Empezó a reírse! ¡Más alaridos, más escándalo!
»Me cansé, así que hice lo que tenía que hacer.
Zeta le dio una nalgada a la vendida que tenía encima para que se bajara de su regazo.
—Empecé a estrangularlo y... Por Ara, era fuerte el malnacido. Tenía, ¿cuánto? ¿Tres años? Pero su cuello resistió. Y todo el tiempo me miró a los ojos... —Zeta negó con una cara asqueada por el recuerdo—. Jamás borraré esa mirada de desafío, se estaba burlando de mí, claro que sí. Pero yo gané. Jadeé y sudé, pero lo conseguí. Leo quedó inconsciente y lo mandé con un curandero diciendo que lo había encontrado así. ¿Y sabes qué pasó? Que el deforme sobrevivió. La fractura en la tráquea dañó irreparablemente sus cuerdas bocales, pero con una sencilla operación y una hospitalización de meses, me lo devolvieron vivo y arreglado. Al fin hubo silencio en esta maldita casa.
Zeta dejó salir el aire de sus pulmones como si se hubiera quitado un peso de encima.
—No me lo tomes en cuenta, por favor —le dijo a su hijo—. Mi intención no era dejarlo sin voz, era asesinarlo. Ya te tenía a ti, ¿para qué otro igualito?
Zeta acabó su historia con una carcajada.
Ares ni siquiera parpadeó.
—Te cuento esto porque, ahora que serás el futuro de mi casa no debe haber secretos entre nosotros. Debes saber que, sin importar cuán horrible parezca un camino, debes tener el coraje de tomarlo si es por este apellido. Solo así podrás ser el próximo lord Circinus.
—Bueno... —Ares se levantó dejando caer la silla debajo de él, sus manos abiertas sobre la mesa—. Aprecio mucho el consejo, padre. Es muy útil ahora que debo tomar una decisión. Para ser lord Circinus, el lord anterior debe estar muerto, ¿no?
Ares hizo una flexión con sus manos en la mesa para alzar su cuerpo, usó ese impulso para irse hacia adelante y con ambos pies patear y tumbar a su padre.
Cayó encima de lord Zeta, pero de inmediato los mercenarios se activaron.
Ares rodó y levantó a su padre consigo, el brazo alrededor de su cuello privándolo de oxígeno, la espalda contra la pared para evitar un ataque sorpresa.
Aunque lord Zeta se retorcía, el agarre de Ares era en absoluto ineludible. Por desgracia, aunque usar a su padre de escudo lo salvaba de una estocada, no lo libraba del forcejeo que empezaron un par de hombres a cada lado suyo para soltarlo de su padre.
Intentó resistir lo justo para asesinarlo, pero Zeta no cedía.
—¡Muérete de una vez, maldita sea! —fue lo último que gritó Ares antes de que le clavaran un cuchillo en el brazo que acabó por completo con su presión.
Así dejó escapar a Zeta y con él su última oportunidad.
Ares no se había creído capaz de sobrevivir a esa situación, pero esperaba vivir lo suficiente para llevarse a su padre consigo.
Ni siquiera eso le concedió Ara.
Quedó fuertemente asido por cuatro mercenarios mientras los demás custodiaban los puntos de escape.
Su padre, apenas habiendo recuperado el aliento luego de toser como un perro moribundo, tomó la bandeja abollada de la mesa y la estrelló dos veces contra el rostro de Ares.
Su rostro crujió, su mandíbula se movió de lugar y la sangre salió de su boca ayudada por un flujo de saliva. Aunque la bandeja estuviera torcida no era de un material ligero. Era rígida como una pared, efectiva para el castigo.
—Eres el peor error que cometí, Ares. No mereces este apellido.
«Lo siento, Orión», pensó Ares cerrando los ojos, aceptando su destino. «Voy a ver a mi hermano».
—No sabes lo que me enerva no poder matarte.
Ares alzó la vista espantado por esa afirmación.
—¿Qué has dicho?
Un nuevo golpe en su mandíbula lo hizo callar. Su padre le había pegado con toda la fuerza de su impotente odio.
Lord Zeta sacudía su puño adolorido mientras los mercenarios tiraron al asesino de rodillas.
Uno sujetaba sus manos juntas, tensando una cuerda gruesa alrededor de ellas. Otro ataba sus tobillos, y como no se los estaba poniendo fácil había otros pisándole las pantorrillas y halando de su pelo.
Estaban evitándole cualquier posible escapatoria.
Ares rio.
Le tenían miedo. Ellos eran once veces su número, pero le tenían miedo.
Arrodillado, atado de brazos y todavía en custodia de esos violentos matones, Ares no bajó el rostro.
Miró a su padre a los ojos. Si iba a ser su nuevo crimen, lo sería con orgullo de sus decisiones. Que lo último que Zeta viera de Ares fuera la confirmación de su fracaso como padre, la marca de una descendencia destruida, la certeza de que, incluso destruyendo su carne, no lo doblegaría jamás.
Sería su tributo a Aquía, a la que su padre nunca pudo encadenarle las alas, con quién sentía que estaba a punto de reunirse.
Zeta puso su zapato sobre el hombro de su hijo y pisó con fuerza para dañar su pose de resistencia. Todavía torcido y con los huesos doliendo por la presión del calzado, la expresión de Ares siguió intacta.
Y eso molestó tanto a lord Zeta que acabó lanzándole una patada al rostro. Impactó tan fuerte que el tabique crujió y la sangre le impidió a Ares respirar más que por la boca.
—Si quiero el perdón del rey debo demostrar que sigo siendo útil —explicó lord Zeta con una nueva sonrisa de satisfacción—. Tú nos viste cara de payaso a todos aquí, jugando a ser el asesino de Sargas y el guardaespaldas de esa perra de Leiah. Imbécil. ¿Qué pensabas que iba a hacerte el rey cuando descubriera que el corazón que le trajiste era falso y que la Madame Puta sigue viva?
»Nada, no te hará nada porque no puede encontrarte por sus medios. Pero cuando sea yo el que te entregue...
—Te dejará chuparle los testículos como siempre has soñado, padre. Ya no tendrás que ocultar tu sexualidad maltratando a hombres más valientes que tú que la viven libremente.
Aunque Ares esperaba un golpe después de eso, Zeta no le dio la satisfacción. De hecho, se dio la vuelta y comenzó a caminar lejos de la sala hasta perderse de vista para mayor confusión.
Ares tragó en seco y cerró los ojos un momento para permitirse un instante más de fe. Como todas esas veces que de niño fue al templo a pedirle a Ara como le habían instruido, como cada vez que tenía miedo y necesitaba alguien en las alturas que atendiera a su clamor, o cuando la soledad le parecía tanta que creer en un dios después de grande ya no sonaba tan estúpido.
—Si todavía me escuchas, no te pido que me quites el miedo... —murmuró con sus ojos fuertemente cerrados, la sangre de su tabique roto descendiendo a sus labios entreabiertos.
—¿Qué? ¿Qué dice? —demandó agresivo uno de los mercenarios.
—Te pido fuerza para afrontar lo que sea que decidas que ha de venir para mí —siguió Ares con las lágrimas ardiendo bajo sus párpados— y si es posible, que pase de mí esta copa como una vez pediste cuando estuviste en este reino. Sé que tú me entenderás, ya conoces el dolor de ser humano.
—¡Cierra la boca! —gritó uno de sus custodios descargando un golpe con el revés de su mano a la sien de Ares.
Pero no importaba. Ya había terminado su oración, solo le quedaba creer o morir.
O morir creyendo.
Cuando su padre volvió, llevaba un cuchillo al rojo vivo en la mano.
—Sostengan fuerte su cara, que no pueda moverse ni por error —ordenó lord Zeta y así hicieron los mercenarios inmovilizando al asesino de mejillas inundadas.
—¿Quieres ser como tu hermano, Ares? —preguntó Zeta—. Te haré igual a él.
Con ayuda de los mercenarios que separaron la mandíbula de Ares, Zeta metió la mano a su boca y escarbó hasta sostener fuerte su lengua.
Miró a los ojos a su hijo, que todavía no huía al contacto visual aunque sus pupilas estaban dilatadas de terror.
—No te preocupes, hijo mío, esto no te matará.
Entonces lord Zeta pasó el cuchillo ardiendo por la lengua de su hijo, cortando y cauterizando al instante para así evitar la hemorragia. Lo soltaron y Ares cayó al piso retorciéndose de dolor entre balbuceos y alaridos ininteligibles.
Tal vez por el dolor, tal vez por una fractura incorregible en su alma, Ares al fin quedó inmóvil e inconsciente.
Ya no podría decir ni una más de sus ingeniosas palabras, su lengua había quedado en la mano de su padre.
—Esta es mi definición de un final feliz —anunció lord Zeta presumiendo la lengua a los mercenarios.
—¿Y ahora, lord mano? —preguntó uno de ellos, aunque Zeta ya no era lord mano.
—Ahora hay que llevarlo al calabozo a esperar el regreso del rey.
Las guerras suelen librarse por un amor que empuja a una venganza, por la avaricia que parte en busca del poder, o por un moribundo que se niega a soltar la vida; Leo Circinus batalló años en un reino ajeno, con leyes físicas que desconocía, manos desnudas y un alma manchada de cicatrices, y lo hizo por el derecho a morir.
Venció, o perdió, dependiendo del intérprete de su guerra. Lo único explícito es que renunció a un cuerpo nuevo y divino, a una próxima vida en el reino cósmico; maldijo y descartó cualquier posible opción que no fuera regresar por su hermano. Incluso si eso implicaba quedar atrapado para siempre en un limbo.
Los hermanos Circinus siempre habían sido almas gemelas, pero nunca como entonces, cuando Leo arrebató al cielo la oportunidad de convertirse en el cosmo de Ares Circinus.
Leo había sido fuerte en vida. Lo era mucho más entonces, cuando de él solo quedaba poder y consciencia.
Como un cosmo, hizo lo que Sah intentó con Aquía una vez: burló la voluntad de su hermano y tomó posesión de su cuerpo. Mientras lord Zeta festejaba su victoria, el cuerpo de Ares refulgió en polvo de estrellas que derritió las cuerdas. Y aunque tardaría un poco más en restaurar los huesos rotos y la lengua perdida, el proceso ya había empezado.
Mientras lord Zeta todavía creía haber ganado, Leo en el cuerpo de Ares lo tacleó y se subió encima de él anunciando su derrota definitiva.
En un círculo perfecto, la consciencia de Leo Circinus acabó con la vida de su padre de la misma forma en que este le había quitado la voz: con las manos sobre su garganta.
Los mercenarios que intentaron detener a Leo se desintegraron al contacto con el poder leonino. Y los que quedaron de pie fueron pulverizados cuando Leo hubo acabado con su padre.
Cuando Ares al fin despertó, no recordaba nada de lo ocurrido luego de caer inconsciente. Otro suceso inexplicable del que no tendría respuestas.
Ara se llevaría el crédito de lo que Leo hizo por su gemelo. Pero él lo prefirió así en las sombras. Si Ares iba a seguir en ese purgatorio, le haría falta una fe más fuerte.
Tal vez así, y solo con esa tranquilidad, Leo al fin podría abrazar la posibilidad de una nueva vida. Era momento de continuar y perdonarse haber dejado a su hermano.
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Nota de autora:
No se vayan sin dejarme sus opiniones sobre el capítulo.
¿Qué piensan de Ares y su crecimiento como personaje desde que apareció por primera vez en Vendida hasta ahora? ¿Qué opinan de su cierre? (Todavía falta su participación en el epílogo, pero su arco termina aquí).
¿Qué tal el final de lord Zeta? ¿Creen que ahora sí se quede muerto bien muertico?
Y Leo, volvimos a tener a Leo después de un largo libro y medio. ¿Qué piensan de su parte en este conflicto y su decisión sobre que Ares no recuerde nada de lo que hizo como su cosmo para él poder avanzar?
Dudas y teorías por aquí
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