57: Hermanas Odagled
Leiah despertó de un sueño fugaz sin detalles, negro en su totalidad, casi como si hubiera viajado en el tiempo de una hora a otra.
Se levantó mareada, con una sensación de resaca latente en su cabeza. Pero no había bebido tanto alcohol, no que ella recordara.
Tal vez lo olvidó.
Al incorporarse vio tal oscuridad que se volteó en busca de la mesita de noche para alcanzar alguna vela, pero no había nada junto a su cama, como si hubiesen movido todo de lugar.
Se puso de pie, descalza e incapaz de encontrar su calzado, así que se dispuso a salir de la habitación.
Pero solo alcanzó a tener la disposición, porque una persona atravesó su pared en ese momento, lanzada con tal fuerza que destruyó la madera y rodó por el piso hacia el otro extremo de la habitación.
«¡¿Qué sirios...?!»
Leiah sabía que por ese lateral no había acceso a nada desde donde pudiera arrojarse una persona con tal impulso para que rompiera la pared. De hecho, había una casa contigua, aunque abandonada. Además, la pared no estaba hecha de la madera que tenía en los escombros a sus pies, tan frágil y áspera como una galleta.
También gracias al nuevo hoyo en la pared, mucha luz entró a la habitación, revelando que definitivamente Leiah no estaba en el refugio o en su casa. Habían muchas literas, gran parte de estas habitadas por otras personas que ya empezaban a levantarse por la conmoción.
Eso le dio a Leiah un indicio. Tal vez había sido secuestrada y por ello la sensación de mareo y resaca, porque tal vez le indujeron un sueño profundo con algún brebaje o una poción.
Pero no tenía tanto sentido la teoría de un secuestro, en especial porque no había signos de maltrato o lucha en ella, no estaba atada ni había indicios de que lo hubiese estado en algún punto, y las demás personas que recién se levantaban con parsimonia a empezar el día no parecían rehenes, ni reparaban en ella como debería ser en un recién llegado. De hecho, pocos dedicaban suficiente atención al desafortunado que yacía medio muerto tirado en el piso.
Sin embargo no tuvo mucho tiempo de pensar en esto, todo sucedía muy rápido a su alrededor. Inmediatamente después de que la persona irrumpiera de aquel modo abrupto a la alcoba, un grito femenino rompió el aire desde afuera de la casa, rápidamente interrumpido por alguna acción violenta en su contra, lo que hizo pensar a Leiah que habían matado a aquella persona.
«¿Qué está pasando aquí?».
Ella no se movió. Tal vez habría sido estúpido salir a comprobar lo que ocurría, tal vez habría sido heroico, pero ella solo tenía espacio para la conmoción en su mente.
—¿Quién ha sido esta vez? —preguntó uno de los que había bajado de su litera mientras amarraba su zapato al lado de otro.
—Si Lox está en el piso, la de afuera debe ser Ori. Ella debió intentar defenderlo de las consecuencias de su bocota. Ya vemos cómo terminó.
En ese instante, la persona que atravesó la pared se ponía de pie a duras penas. Nadie le ayudaba, apenas le lanzaban algunas miradas lastimeras de soslayo.
¿Es que temían que lo que fuera que le ocurrió pudiera salpicar en ellos si le ayudaban?
—¿Qué crees que dijo? —preguntó la misma persona de hace un rato a su compañero.
—No lo sé. ¿Tal vez insinuó que el jefe se deja percutar por su majestad Lestath Scorp?
—O tal vez lo afirmó.
—En ese caso no sería Ori la única destinada a la fosa común esta mañana.
Leiah no podía más con la incertidumbre, pero no era estúpida. Vio que todos formaban filas y decidió que no quería llamar la atención lo suficiente como para acabar como la mujer que gritó o el hombre en el piso. Así que se formó casi de última, y mientras marchaban hacia afuera en dirección a una especie de siembra, dijo al de adelante:
—Oye.
—¿Qué sucede? —le respondió este en confidencia.
—¿Qué es este lugar?
—¿Perdón? ¿Qué lugar?
—Esto, donde estamos, y hacia donde nos dirigimos. ¿Somos esclavos? ¿Es eso?
Leiah no recordaba haber sido vendida, ni todo el trayecto del tráfico. ¿La habrían secuestrado y dormido todo ese viaje? Pero, ¿en qué momento? ¿Dónde estaba Orión? ¿No había estado durmiendo junto a ella?
—¿Has estado escuchando a Lucio filosofar más de la cuenta? —le preguntó el de adelante—. ¿Qué somos? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Qué sigue? «¿Qué es la vida?».
¿Lucio?
Aquella persona hablaba como si Leiah tuviera más que una noche ahí, como si no fuera la primera vez que cruzaran palabras.
Cada fila de los que salieron de la habitación tomó un camino distinto, y justo la fila en la que estaba formada Leiah tomó desviación del área de siembra, dirigiéndose a una especie de canal de donde ya venía un grupo cargando jarrones llenos de agua.
Leiah alzó la vista, y vio que algunos kilómetros hacia arriba había una especie de presa entre dos colinas. Las compuertas estaban entreabiertas aliviando el nivel de agua en forma de enormes cascadas que se unían al canal donde tenían que cargar el agua.
—¿Hydra? ¿Esto es Hydra? —inquirió Leiah con su voz moderada en un tono de estupefacción. El único lugar en Áragog con una presa de agua era la tierra de los girasoles.
—¿Hydra? —respondió el de adelante, como si le hubieran preguntado el color del cielo sugiriendo que era verde—. Nos costaría menos llegar a Antlia que a Hydra. ¿Cómo sirios esto va a ser Hydra?
—Entonces, ¿dónde estamos?
—¿Dónde? ¡¿Dónde?! —chilló el desconocido intentando no alzar la voz—. ¿Qué has estado bebiendo, Oras? Naciste en Zatah, ¿cómo puedes preguntar ahora eso como si en algún momento hubieses estado en algún lugar distinto a este?
Oras, ¿por qué la llamó Oras? ¿Era como decir Sarkah pero en un idioma distinto?
Dio a entender que estaban en Zatah. De hecho, incluso afirmó que Leiah había nacido ahí, pero Zatah era un mito, una tierra que supuestamente existió hacía al menos dos siglos.
Fue el detonante para que Leiah terminara por concluir que definitivamente estaba soñando todavía.
Cansada de esa odiosa decepción, decidiendo que quería despertarse, puso los ojos en blanco y se salió de la fila.
Lo siguiente que supo, sin siquiera haber advertido que un uniformado los seguía y monitoreaba de cerca, fue que este la había golpeado con tal brutalidad que la magnitud del golpe la lanzó al suelo de bruces.
Un quejido punzante en su mandíbula revelaba que había recibido todo el impacto de la caída en ella. En la rozadura con el suelo apenas se hubo magullado, pero ese corte no era ni medianamente comparable con el que le abrió la camisa a la espalda y le arrancó la piel, dejándola en una perversa tira que colgaba en el látigo del esclavista.
—Por las malditas tetas de Ara —maldijo Leiah. Había intentado levantarse pero al flexionar la espalda el fogonazo de dolor fue tan nítido, tan arrollador, que la tumbó de nuevo.
Estaba cegada, como si de pronto solo existieran ella y la realidad de que estaba sintiendo en todo su esplendor la herida más grave que se había hecho hasta entonces.
Y esa noción la bloqueó, atormentándola de una manera que ni siquiera el dolor igualaba. Estaba sintiendo realmente eso. Tan vívido como cualquier otro suceso en su vida, tal vez más.
No estaba soñando.
Dos personas ayudaron a Leiah a ponerse de pie y en ese transcurso ella alzó la vista hacia el hombre que la había atacado, el mismo que estaba salpicado hasta el rostro de su sangre. ¿Cómo estaría ella misma de destruida?
—No lo mires —le susurró al oído una de las personas que la ayudaba—. O lo sabrá.
«Lo sabrá». ¿Sabrá qué? ¿Que Leiah no estaba contenta de haber sido azotada?
De todos modos desvió la mirada, y escuchó cómo le decía el hombre:
—Regresa al trabajo, perra. Que no vuelva a verte desviada o el siguiente será en el rostro.
«Maldito Sarkah de mierda».
Leiah estaba embobada, incapaz de recordar dónde había dejado a Sah la última noche que podía recordar, así que intentó acceder a ella. Pero no estaba en su cabello, y sin embargo de alguna forma sintió que no estaba sola. Una pulsación de poder, aunque leve, pulsó contra su piel desde la tobillos, cosquilleando como si quisiera subir por sus piernas.
No era Sah, y tampoco parecía ser capaz de comunicarse con palabras, pero era un cosmo. Un poder desconocido oculto en su sombra que le recordaba su existencia.
Con miedo de empezar a brillar con el aura de la estrella, accedió a un poco de ese poder para agregar resistencia a su cuerpo y lucidez a su cabeza. Lo suficiente para alejarse de ese fogonazo de dolor. Lo suficiente para mantenerse en pie y seguir marchando junto a los demás.
Intentó hablarle al poder con la mente, pero no le respondió. Si tenía una identidad, no la manifestaba igual que Sah. Solo estaba ahí: existiendo, temblando contra su piel, pidiendo ser invocado. Apenas un sorbo de aquel cosmo le dio la entereza del hierro al punto en que ya ni sentía la espalda, incluso siendo consciente de los chorros de sangre que la recorrían hasta la cadera empapando sus calzas. No había molestia alguna.
—Ya falta poco —le susurró el de atrás en la fila.
«No sé qué hago aquí, no sé ni siquiera en qué ciclo lunar estoy. Pero si Ara me ha puesto en este punto histórico, en esta lapso exacto de la vida de Áragog, es porque algo va a pasar», razonó Leiah para sí misma ahora que su mente estaba más clara gracias a su nueva resistencia. «Lo que más me preocupa es... Si el dolor es incluso más vívido que estando en la época en la que vivo, y está a punto de ocurrir lo que tal vez acabó con Zatah en el pasado, ¿estaré a la altura para sobrevivir a esos eventos? ¿Puedo "morir" realmente en esta especie de epifanía?».
Sin ninguna respuesta y sin querer poner a prueba su propia vida, imitó a los demás. Cargó agua en un jarrón que ya le esperaba al borde del canal. Lo subió a su hombro y con este encima se reunió a un área donde los esclavistas parecían supervisar, pero estaban comiendo y bebiendo como si nada les preocupara.
Entonces todo pasó demasiado rápido. Lo primero que captó Leiah fue el tañido de los jarrones al quebrarse contra el suelo, luego las salpicaduras de agua que la alcanzaban. Los aparentes esclavos a su alrededor habían sacado de aquellos contenedores una especie de resortera y las usaban para lanzar proyectiles —en general piedras gigantes— a sus opresores.
Los superiores estaban mejor armados, pero los cautivos eran multitud, como hormigas que al picar todas juntas pueden hacer huir a un humano.
El caos se desató. Incluso los de la siembra recogieron picos y palas, usándolas para atacar y defender.
Leiah estaba viviendo en carne propia una verdadera revolución, una renuncia temible.
Ella misma, sabiendo que debía defenderse, sacó de dentro de su jarrón lo que parecía un cuchillo largo.
«Qué gracioso, Ara», protestó para sus adentros. «Sabes que tengo una puntería aceptable y me dejas a la deriva con un pela papas con el que soy inútil».
Y justo mientras pensaba eso, escuchó algo detrás de su sombra. Insólito, pues todo el lugar era un estropicio de aullidos y maldiciones, pero pudo sentir el roce de una piedrecilla que se movía en el suelo, como impulsada por un paso.
Fue esa misma agudeza de sentidos la que pareció paralizar el tiempo para ella. Se giró, y un hombre parecía congelado a mitad de un ataque de su látigo contra ella. Pero no estaba del todo inmóvil, solo que ella era tan ágil, tan veloz, que él en comparación casi no se movía.
Así, Leiah se escabulló por debajo del látigo, retorciéndose con soltura bajo el brazo del hombre y clavando a su vez el cuchillo en la axila de este.
Al sacar el arma de un tirón, el tiempo volvió a su ritmo, o ella recuperó su lentitud habitual, y entonces pudo ver cómo su atacante se desplomaba al suelo, desangrándose por la axila.
Fue solo el comienzo.
Leiah podía sentir las fibras que componían el material de su zapato. Leiah olía el vómito que expulsaba una mujer a dos kilómetros de su posición. Leiah sentía el sudor gotearle con una lentitud eterna, y así mismo escuchaba el viento antes de que cualquiera la rozara.
Un sorbo del cosmo en su sombra la había convertido de presa a depredador.
Al igual que con el primer hombre, se defendió de otros seis y asesinó por su cuenta unos catorce. Y cada asesinato tardó lo que un parpadeo. Luego comenzó a defender a los suyos, o a los que suponía que debían ser defendidos. Los movimientos de los esclavistas se relentizaban apenas ella tenía la intención de alzar su cuchillo.
Además de la resistencia y la velocidad, se dio cuenta de que podía acortar las distancias en un solo paso como una bestia que recorre la selva a zarpazos. Y así se sentía, con la vitalidad de un animal salvaje, con el ímpetu de una fiera y la imponencia de un emperador. De pronto todos aquellos a su alrededor parecían hienas asustadizas ante la magnificencia de su rugido.
No la igualaban. No se asemejaban siquiera a su poder.
Y sin embargo, cuando creyó que ya no quedaba otro esclavista por asesinar y decidió descansar, se dio cuenta de que tampoco quedaba uno solo de los esclavos vivos. Salvo ella.
—Por la malditas bolas de Canis...
Leiah estaba parada en un montículo de piedra, mirando cómo su entorno había pasado de ser un levantamiento en hierro y pasión a una alfombra de cadáveres imposible de sortear.
Por un instante sintió que lo había hecho ella misma, hasta que alzó la vista.
Había alguien más, solo una persona, si es que eso podía considerarse humano. Agazapado en lo alto de la represa, imperaba el horror que había creado con sus alas negras extendidas. Y a pesar de la distancia, el contacto visual entre ellos no fue imposible, pues Leiah tenía la vista de un león, y el villano la del águila.
—Aquiles —entendió ella con la garganta seca—. El arka no mentía...
Entonces Leiah sintió un tacto helado y vigorizante sobre su hombro. Aunque «tacto» no era una buena descripción. Al voltearse se encontró frente a un rostro que conocía de la audiencia en el teatro, del torneo de los asesinos, de los recuerdos dentro de Sah.
Era tal vez la mujer más hermosa que Leiah había visto en su vida. Tenía el porte de una madame, con una diadema hecha de escarcha, como si las estrellas la hubiesen tejido exclusivamente para su cabello. De aquel adorno se desprendían hilos del mismo material mágico y se enlazaba por toda la larga trenza de cabello negro. No sonreía, no abiertamente, pero sus labios reposaban en un gesto agradable a pesar de que estaba vestida de viuda con pedrería violeta.
—Sí estoy soñando —concluyó Leiah.
Entonces la figura frente a ella, fuese efecto de la luz del sol o una alucinación de su mente, la contradijo con una sonrisa algo más evidente.
—No estás soñando, Leiah.
—¿Morí?
—Tampoco estás muerta, y no hay mucho que tenga permitido decir o explicar. Pero debes saber que lo que acabas de vivir es real. Fue real, y lo es en este lapso para ti. Así mismo, la vida seguirá su curso como de costumbre una vez salgas de esto, excepto lo vivido, cicatrices incluidas. Esto, de alguna forma abstracta, ya pasó, pero está pasando a la vez.
—No entiendo... ¿Esto es una visión?
—No. —La preciosa mujer frente a Leiah negó con la cabeza, como si acabara de recordar algo importante, y empezó a hablar con más premura a partir de entonces—. Sí, acabas de vivir exactamente lo que vivió Oras Leonides cuando su clan se levantó contra sus esclavistas en Zatah y Aquiles los masacró a todos. Pero no en una visión. Literalmente lo «viviste».
—Pero... Tienes que poder explicarte mejor que eso —rogó Leiah con desespero, por algún motivo sentía que la frustración iba a llevarla al borde de las lágrimas.
—No puedo interferir en lo que está pasando. No puedo asumir un rol en un reino que ya no me corresponde. —Un gesto de disculpa, un rastro de lástima en sus ojos—. Pero tú tienes a Sah, y Sah es parte de Aquila, parte que no se le entregó a Aquiles al ser nombrado. Así que de alguna forma tú y yo estamos conectadas. Al final, eso es el cosmo, ¿no? El vínculo entre el reino cósmico y el terrenal.
—Siento que me estás hablando en otro idioma... —Leiah extendió la mano y sus dedos alcanzaron a rozar la muñeca de esa ilusión que parecía ser su hermana. Fría, vibrante. Ella no podría describir jamás lo que se sentía, porque a pesar de su solidez no parecía tener piel. Como si estuviese hecha de pura fuerza, como un cosmo antropomórfico—. Eres... ¿Ella?
«Ella» reprimió una risita ante ese comentario final.
—Supongo que si lo preguntas así la respuesta es no.
Leiah frunció el ceño.
—Pero mi nombre sigue siendo Aquía —añadió «ella»—, si esa es tu duda. Y si no es así, tampoco puedo decirte mucho más.
—Dijiste que no puedes asumir un rol en un reino que ya no te corresponde... Entonces estás viva, ¿no? En otro espacio, en otro... De otra forma. Pero no eres polvo y nada como dicen. —Leiah se mordió el labio con nerviosismo—. Debes odiarme, ¿no? Por todo lo que dejaste.
—¿Crees que estoy sentada en una nube vigilando lo que haces? —se burló quien decía ser Aquía, pero no lo hizo con maldad, más bien con una complicidad bromista—. La mayoría del tiempo soy tan ciega como tú en cuanto al reino terrenal. No te preocupes por tu privacidad. Yo renuncié a mi estancia en tu reino, y estoy avanzando en mis asuntos. Pero de oídas he oído, sí. Sé que las cosas en Áragog no están mejor que como las dejé. Y debería mantenerme al margen pero... Es la inversión de toda mi primera vida, no podía conciliar la paz conmigo misma pensando que una palabra de mí hacia ti podría marcar la diferencia entre una revolución y otra masacre.
»Y por mucho que intenté solo puedo darte «esto». Y solo podrás repetirlo una vez. Una única vez, en el espacio que prefieras. Y tienes que pensarlo bien, Leiah, no tengo idea de cómo enfatizar esto para que lo entiendas, pero escoge bien.
—No puedo concebir que me hables con tanta bondad. Soy una usurpadora, Aquía. Te admiro, y podría haberte considerado hermana, pero no te conocí. Y las personas que sí lo hicieron solo ven en mí tu sombra. Y soy una maldita porque eso me disguste, cuando tú hasta en mis alucinaciones eres tan buena...
La preciosa mujer quedó pasmada con esas palabras, y por un instante Leiah vio la primera muestra de una emoción realmente humana en los ojos de Aquía. Como si lo hubiese entendido todo, toda la historia que Leiah se reservaba.
Avanzó un paso hacia ella y le agarró la mano.
—Leiah, escúchame bien. Áragog no me dio una vida, yo tuve que robarla. Me robé un amor, siendo la vendida de un heredero. Me robé de amigo a quien tenía que matar. Me robé a las mujeres más infames del reino y las hice cómplices de mis delitos. Así que, lo que tengas que robar: roba. Son las usurpadoras las que sobrevivirán a Áragog, no las buenas.
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Nota:
Este capítulo es importante aunque no lo parezca. De hecho es clave jaja. Pero hagamos como que no les dije.
Estoy muy feliz porque gracias a sus comentarios hemos tenido una buena racha de actualizaciones, no esperaba verlos tan activos. Son los mejores, gracias por seguir en Sinergia 🤍
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