53: Cuestión de honor
—Acabo de prometer nuestro servicio al rey.
Amarok Kolbex había estado esperando en la plaza de Ara a que su hermano menor, Roth, volviera de su reunión en la corte. Horas antes había sucedido el anuncio de la derrota del intento de Ara por recuperar Baham. Todos los soldados al servicio de los Kolbex esperaban a Roth para volver juntos a sus terrenos luego de enterarse de que el señor de la casa Kolbex había muerto en batalla, dejando a Amarok como heredero.
«Acabo de prometer nuestro servicio al rey», se repetía en la cabeza de Amarok. Él no podía creer lo que dijo su hermano nada más llegar a su altura.
—No es tu derecho prometer la lealtad de ningún hombre, en especial aquellos que son por derecho de herencia leales a mí —le recordó Amarok a su hermano.
Hablaban en silencio, apartados de sus hombres para que no fueran testigos de aquella discusión.
—Son leales a nuestro padre —corrigió Roth, el menor—, ahora que él ha muerto en batalla creo que lo justo es que sigamos su legado como él lo habría querido. Luchando por el reino.
—No tenías derecho, Roth. Soy el heredero, e incluso así no habría impuesto esta decisión. Lo habríamos discutido, al menos entre nosotros.
—Ese es el problema, eres muy débil. Mi padre era un guerrero, fue un activo en el asedio, murió luchando por recuperar Baham. ¿Crees que su legado está a salvo a cargo de alguien como tú?
El rostro de Amarok perdió todo color.
—¿Alguien como yo?
—No tienes madera de líder —le dijo Roth en voz baja, con cuidado, como quien le recuerda a un enfermo la fecha estipulada para su deceso.
—Ara me escogió como primogénito, Roth. No solo tengo madera de líder, tengo el derecho divino. No te correspondía a ti...
—Amarok —su hermano menor puso una mano sobre su hombro—, no tienes lo que hace falta, ¿de acuerdo? Lo intentaste. Lo intentamos. Olvídalo ya. Te dejaré algunas tierras, ve y vive el resto de tu vida con la tranquilidad que añoras, no te delataré como desertor.
Amarok retiró de su hombro la mano de su hermano.
—¡Esto es traición!
—Son agallas. Lo que te falta a ti. No lo tomes como ofensa, no seas inmaduro. Esto tenía que hacerse: por nuestra familia.
—Mis hombres no quieren luchar —zanjó Amarok, quien ya había estado hablando con sus subordinados, al menos con los que él entrenaba—. Eran leales al pacto de nuestro padre con Lesath Scorp, no tenemos por qué obligarlos a participar en esto, no cuando el propio regente nos ha dado la opción de escoger.
—¡No seas imbécil, Amarok! —Su hermano le dio un golpe en la sien para hacerle reaccionar—. Esa brecha de elección es solo para saber a quiénes premiar y a quiénes apretar la tuerca para que espabilen. Eres tan tonto que no lo ves, ¿entiendes ahora por qué actúo como el señor de esta familia? ¡Estoy salvándonos de la desgracia! Yo olí el truco de la corona enseguida, e hice lo que había que hacerse. Salvé esta casa, y nos aseguré un lugar en el favor del rey.
—Regente —corrigió Amarok—. Lesath Scorp aún espera juicio, él es mi rey hasta que la Iglesia tenga un veredicto sobre él.
Su hermano volvió a ponerle una mano en el hombro, pero esta vez apretó, acercándose para hablarle en voz muy baja.
—Haré como que no oí eso. Esta vez, solo esta. He jurado mi espada y la de todos nuestros hombres a Sargas Scorp, y si tu lengua vuelve a flagelar su nombre, será motivo de sobra para que yo la corte. ¿De acuerdo? Haré caso omiso en esta ocasión, por nuestra unión. Por la sangre. Pero no se repetirá, Amarok. Ten cuidado.
Roth soltó con brusquedad a su hermano, que en lugar de lucir agradecido por su misericordia se mostró apenas conteniendo un temblor impotente.
—Tú la viste —dijo Amarok en un arrebato de emoción, acercándose hacia su hermano en un intento desesperado por contagiarlo, por acceder a la humanidad en él—. Escuchaste lo que dijo...
—¿No estarás creyendo en serio esa artimaña de circo, o sí?
—¡Viste sus ojos! ¡Sus alas! La vimos clavarse una espada en el pecho, todos lo hicimos, y ahora aquí está, viva y con mucho por decir.
Roth se carcajeó.
—Supongamos que vive —convino el menor—. Bien por ella. ¿Por qué habría de importarme?
—No es normal, Roth, es... —Amarok negó con la cabeza—. No podemos ir en contra de lo divino, está mal.
—¿Irás en contra de tu fe, entonces?
—Ara no ha contestado mis rezos con ninguna señal para que entregue mi lealtad a Sargas Scorp, y mientras no suceda prefiero abstenerme, al menos hasta esclarecer mi mente.
—Tu mente solo esclarecerá cuando te corten la maldita cabeza por escucharte hablando así.
Amarok asintió.
—Bien. Quédate con todo, quítame las tierras y los títulos. Conviértete en el señor de los Kolbex, pero no entregarás a mis hombres al servicio de nadie. Ellos tendrán que mostrarse voluntarios.
—Lo harán. La mitad ya lo ha hecho, la mitad que importa, lo que estuvieron en el asedio.
Señaló detrás de sí. A unos veinte metros de distancia, al menos trescientos hombres armados y firmes esperaban, prestos para sus órdenes.
Amarok no esperaba menos. Los que habían estado al servicio de su padre, los que habían servido en batalla, querrían guerra y acción. Pero no los que él había entrenado, ni los jóvenes a los que aún entrenaba en espada y la herrería. Ellos no se preparaban para matar, lo hacían para proteger.
—Mis aprendices no te darán su voto, Roth —insistió Amarok—. Eso podrías ponerlo por escrito, si te hubieses molestado en aprender a escribir.
Roth rio, se dio media vuelta y avanzó hacia los soldados detrás de él.
—Tú lo pediste —dijo un segundo antes de estar demasiado lejos para ser oído.
Amarok sabía lo que significaba.
Asintió, asumiendo que ese era el día de su muerte, e incluso así no cedió.
Corrió a buscar a sus guardias y aprendices que esperaban cerca de la estatua del escorpión central. Por desgracia no llegó con mucha ventaja para prevenirlos de la emboscada de Roth y los demás soldados de la casa Kolbex.
Los hombres de Amarok eran poco más de ciento cuarenta, y apenas había unos sesenta con espada y escudos. Los aprendices no tenían permiso de porte de arma hasta ascender, viajaban con los hermanos solo para acostumbrarse a la subordinación de un soldado.
—Señor —dijo uno de los aprendices a la espalda de Amarok, tomando un peñasco del suelo. Mantuvo esa mano colgando a su costado, alerta.
—Tienen una opción —susurró Amarok Kolbex al aprendiz—, pueden ir con él y vivir.
El aprendiz negó, aunque Amarok no podía verle, estaba de frente a la amenaza que marchaba hacia ellos.
—No me entregaré a ningún hombre que traiciona su sangre por el favor de un rey.
—Bien —dijo Amarok—, entonces tomen las espadas disponibles, y los que no alcancen que se armen con cualquier cosa que consigan a la mano.
El aprendiz así lo hizo, dándose vuelta para preparar a todos a espaldas de los hermanos.
—No tenemos que hacer esto —dijo Roth al volver a la altura de su hermano, aunque ya desenvainaba su espada.
—Lo intenté, Roth —dijo Amarok, entregándole su espada a su hombre más cercano y tomando para sí un tubo roto que ensuciaba la plaza.
Él tenía la habilidad para no morir de inmediato con cualquier artefacto, en cambio su espada podría salvar la vida de otro.
—Lo intenté —repitió—, pero ellos no se irán contigo.
—Morirán, entonces.
—¿Forzarías la lealtad de un hombre, castigarías con muerte a quien se niegue a dártela? ¿Qué ganarás, Roth? De todos modos no tendrás más hombres, podrías perder una parte de los tuyos.
El hermano suspiró con cansancio, como si llevara un largo tramo con un peso en sus hombros.
—Este es el verdadero honor, hermano. ¿Qué le estoy enseñando a mis hombres si permito que mi hermano me desafíe y salga airoso? No me respetaría nadie.
—Yo te respetaba.
Por un segundo, Roth vaciló. No trastabilló, no dio un paso en retroceso, pero sus ojos parecían asimilar las palabras de su hermano. Por un segundo, al menos.
Luego, atacó.
Amarok esquivó y se dedicó a usar el tubo para desviar la mano de su hermano, para protegerse de la espada, pero no para atacar. De todos modos, no había mucho que pudiera hacer para dañar. Su lucha era una mera supervivencia, un medio para retrasar la muerte de los demás.
Sus hombres, los pocos privilegiados con una espada y escudo, pronto armaron una muralla al frente. Resistían bien, pero no estaban logrando mucho. De nuevo, era solo un retraso, una oportunidad de unos pocos minutos para las decenas armados solo con trozos de metal, madera y piedras detrás de la formación.
Aguantaban, mientras detrás aguardaban entre rezos los aprendices. Algún desafortunado hombre de la muralla caía ocasionalmente, profiriendo un único ruido de pavor o algún jadeo robado cuando los soldados de Roth le ejecutaban en manada.
Estaba sucediendo lo inevitable, pero no se rendían. En especial Amarok, que con el cuerpo lleno de sudor a pesar de la fría mañana, armado solo con un pedazo de metal, resistía la furibunda traición de su hermano menor.
Hasta que una interrupción dio un giro inesperado en la batalla.
Un hombre se abrió paso entre el revoltijo de hombres sin espada que aguardaban la caída de la muralla de soldados para atacar y morir. Ese hombre desconocido no atacó a los aprendices, solo avanzó hasta donde Amarok y Roth Kolbex luchaban, Amarok con clara desventaja.
El desconocido alcanzó a los hermanos. Roth volteó, cansino, y blandió la espada contra él como si fuera una molestia menor. Pero el desconocido en un ágil movimiento se dobló hacia atrás y la espada pasó rozando por encima de su nariz. Para cuando se enderezó el recién llegado, quedó a una posición aventajada, tan cerca de Roth que encerró su garganta con sus dedos y lo alzó, solo para arrojarlo con fuerza al suelo.
El desconocido pisó la muñeca de Roth, logrando que soltara la espada, pero ni siquiera la recogió para matarle. Acabó con su vida pisando su tráquea hasta que la fracturó y le rompió el cuello.
—¡¿Qué has hecho?! —le gritó Amarok al desconocido, quien recogía la espada caída de Roth.
—No le ibas a ganar.
—Mis hombres no intervenían por una razón: era mi derecho, mi hermano. De todos modos vamos a morir —Señaló a la muralla de hombres con escudo que apenas resistía—. No van a resistir contra trescientos.
—Tus hombres resisten bien, eso nos da medio segundo para planear nuestra defensa. —El extraño le quitó el tubo de las manos a Amarok y lo cambió por la espada de su hermano—. Lo hiciste bien con un tubo, lo harás excelente con la espada. Te necesito al frente. Primero con ellos, para dar las órdenes que te dictaré, pero volverás a mi izquierda. Eres parte de mi guardia de honor a partir de ahora.
Amarok frunció el ceño, pero no discutió.
—¿Tú quién eres?
Uno de los soldados de Roth había logrado sortear la muralla protectora y corría con su espada en alto y un rugido de adrenalina esperando arremeter contra Amarok, pero el desconocido se deslizó de rodillas por la piedra del suelo, blandiendo el tubo con tal magnitud de fuerza que, al impactar contra las rodillas del atacante, las dobló hacia el ángulo incorrecto. El guardia de Roth cayó con un gemido bestial, con las piernas fracturadas e inútiles, llorando sin poder siquiera alcanzar la espada que estaba a un palmo de su mano.
Recogió esa nueva espada para sí mismo.
—Cuando te lo pida, debes ordenar a la muralla que se abran y protejan los flancos —siguió el desconocido, dirigiéndose a Amarok.
—¡Los dejarán pasar!
—Solo hasta mí.
—¡No detendrás trecientos!
—Ya están muertos, ¿qué más te da obedecer?
Amarok miró al desconocido. Primero a sus ojos, notando la honesta intensidad de alguien que moría por proteger, luego, a sus brazos. Esos brazos decían más que cualquier identificación. Eran la marca de una leyenda. Un mito. Las cicatrices no podían ser otras que las de aquel por cuya cabeza el reino ofrecía tanto. Tenía que ser él: el esclavo responsable de la masacre en las minas de Cráter.
Amarok estaba tan desesperado, que decidió confiar en aquel intento de un mesías. Era lo único a lo que podía aferrarse.
—Sálvalos —le rogó, no sabía por qué. Sonaba estúpido, sonaba tan débil como su hermano creía que era, pero aquel guerrero no se burló, ni lo cuestionó, solo asintió con el compromiso brillando en sus ojos.
Amarok fue a compartir a la muralla. Sin escudo. Sin armadura, soportando la fuerza de trescientos que pretendían masacrar hasta el último de sus hombres, esperando la señal que el guerrero desconocido le prometió.
El desconocido aprovechó esa distracción extra para volverse hacia los desahuciados.
—¿Quién es el superior de esta guardia?
—Yo, señor —dijo uno de los aprendices, parándose firme—. Pero no somos de ninguna guardia, el señor Amarok es nuestro instructor. La guardia está al frente. Ni siquiera estamos armados.
—Hoy están graduados todos, y tú eres serás el capitán, yo tu superior. ¿Alguna queja, soldado?
—¡No, señor!
Le lanzó su espada al nuevo capitán, quedándose de nuevo con el tubo. Al fondo, se escuchó morir en agonía a otros del eslabón de la muralla.
No les quedaba tiempo.
—Bien, vamos a hacer un formación de V invertida. Te quiero a mi derecha, medio metro detrás de mí. Eres mi guardia de honor. Supondrán que tu señor estará a mi izquierda, también medio metro detrás. Y así, se formarán en descenso todos con un metro de distancia hacia atrás, los mejores armados y entrenados adelante, dejando a los menores y los desarmados al fondo.
»No tienen por qué preocuparse —dijo alzando la voz para que escucharan al fondo—. Yo estaré adelante. La muralla cubrirá los flancos y yo me encargaré de todo el que arremeta de frente. Mi guardia de honor solo se batirá con los rezagados que se me escapen, que no pretendo que sean muchos. Igual, los que estén detrás solo se batirán con quienes se escapen a la guardia de honor. Los del fondo estarán a salvo. No pretendo que ninguno de ustedes muera hoy. ¿Está claro?
—¡Sí, señor! —respondieron todos al unísono.
—¡Pues a formar!
El guerrero dejó a todos con la formación de V invertida, dejando la punta descubierta solo lo justo para acercarse a la muralla y pedirle a Amarok que ordenara a sus hombres abrirse y proteger los flancos.
Así se hizo, justo cuando el guerrero había vuelto a su posición y Amarok se formaba a su lado con la distancia que le habían ordenado.
«Cassio, hoy te necesito más que nunca», pensó el guerrero, y dibujó la constelación de Pegaso en su pecho cuando la masa de soldados enemigos se abrió sobre él.
El guerrero no esperó a que le alcanzaran, avanzó, esquivando una estocada del primero y blandiendo el tubo contra el cráneo del segundo. Agachándose y clavando esa arma improvisada en el estómago de un tercero, atravesándolo con la punta oxidada como a un trozo de carne cruda.
Amarok recibió desde su posición a ese primer soldado del que el guerrero había esquivado la estocada. Se batió en duelo de espadas en un par de movimientos, pero pronto lo desarmó y ejecutó.
Su hermano podía decir lo que sea de sus agallas, pero Amarok era un maestro espadachín. Y sin embargo...
Jamás había visto un hombre sobrevivir y matar como el guerrero que tenía frente a sus ojos quien, solo armado con un tubo roto y oxidado, apenas dejaba pasar algunos pares de hombres a la altura de la guardia de honor, que se defendía con facilidad.
Era como vivir una leyenda, al menos así lo sintió Amarok. Los brazos del guerrero se tensaban, profundizando la marca de sus cicatrices, al blandir el tubo con una fuerza insólita que en su impacto abollaba cráneos y fracturaba articulaciones como si estuviesen hechas de madera. Esquivaba las estocadas con la facilidad de quien ha nacido para la guerra. En discordancia a su corpulencia, no era lento sino ágil, con sentidos que desafiaban la lógica de las limitaciones humanas. No avanzaba, no se abría paso entre los hombres que corrían hacia él, pero resistía y mataba como si entre sus manos tuviera un arma mística.
Hasta que una espada cortó el tubo, y Amarok tragó en seco, temiendo lo peor: la ejecución del guerrero desconocido.
Maldiciendo, el guerrero pisó una de las espadas caídas con la fuerza justa para hacerla brincar a su altura. La atrapó, adoptando una pose defensiva que lo salvó del ataque de uno de los enemigos.
«Perdóname, amigo», pensó el guerrero, sintiendo una repulsión visceral por el arma que tenía en sus manos, asqueado consigo mismo, como si estuviese cometiendo traición al usar una espada en lugar del tubo.
Pero siguió, ahora más certero que antes. Cercenaba con la letalidad del hierro, como guiado por las estrellas, impulsado por una resistencia que parecía divina.
Amarok jamás había visto un humano igual. Y, sin embargo, el desconocido sudaba como uno. Jadeaba como uno. Pero resistía como nadie.
Con la guarda de la muralla en los flancos y el desconocido al frente, la guardia de honor apenas tenía que luchar con un par de soldados a la vez en cada lado y solo unos pocos pasaban de ellos a los de atrás en la formación.
«Tú lo enviaste», pensó Amarok mientras enterraba su espada en el caído a sus pies. «No sé qué me hizo digno, Ara, pero gracias por tu misericordia. Gracias por salvar a mis hombres».
Pero, por si las cosas no podían ponerse más insólitas, un segundo extraño vestido de negro con un abrigo elegante corrió por todo el centro de la V invertida. Alcanzó al primer guerrero a la espalda y escaló por ella a tal velocidad que pudo saltar por encima de su cabeza y caer de lleno a la batalla.
Aterrizó en cuclillas con una mano en el suelo, ágil y ligero, como si su peso igualara el del viento. Sacó de su espalda las espadas que tenía cruzadas, y las maniobró ambas como hélices, fanfarroneando de su habilidad antes de usarlas contra los anonadados soldados a su alrededor.
Cortó la garganta de uno, desarmó a otro y a un tercero lo dejó inútil al cercenarlo desde los tobillos, letal, liviano, fluyendo con sus espadas como si fueran extensiones de sus brazos.
Al abrirse el espacio suficiente a su alrededor, pateó las espadas de los cadáveres hacia atrás lo más fuerte que pudo para que Amarok armara tanto como fuese posible a los hombres de la V.
Se siguió abriendo paso hasta alcanzar al primer guerrero, pegándose a él para pelear juntos, espalda con espalda.
—¿A qué debo el honor? —preguntó el primero con amargo sarcasmo, clavando su espada en la garganta de un enemigo.
—No escucho el «gracias, Ares, no sé qué haría sin ti» —dijo el otro con mucho mejor ánimo. Se desempeñaba con el doble de velocidad y agilidad, aunque la fuerza de sus ataques y su resistencia eran menor a las de su compañero.
—Llegas tarde.
—Tenía que buscar espadas y no podía sacármelas del culo, ¿o sí?
—¿Y yo que sé? —gruñó el primero l, empujando a un cadáver al que acababa de enterrarle su espada—. No estoy familiarizado con las cosas que habitan tu culo.
—¿De qué hablas? Te enseñé el mango.
—De hecho, no: cerré los ojos.
—No te lo crees ni tú —bufó Ares—. ¡Agáchate!
El guerrero obedeció por instinto y confianza, justo a tiempo para esquivar el ataque de una flecha a su espalda, la que cubría Ares.
—Voy por el hijo de Canis arquero —dijo Ares a su espalda, volviendo a levantarse.
—Me dejarás descubierto —discutió el otro de mal humor.
—Te las arreglarás.
—Luego preguntas por qué te digo ladronzuelo.
—Sí, si, trata de no dejar que te maten en mi ausencia.
El guerrero negó con la cabeza, decidido a no dejar que las bromas lo desconcentrarán y siguió luchando cuando Ares se fue.
El flujo de hombres aumentó ahora que no tenía al otro para cubrirle la espalda, dejaba pasar muchos más hombres a la guardia de honor, pero resistían bien. Él mismo no parecía menos funcional que antes a pesar de que llevaba decenas de minutos ininterrumpidos blandiendo la espada, a pesar del ardor de sus músculos, a pesar de que los hombres lo emboscaban como moscas, a pesar de que a su alrededor se agolpaban un sinfín de cadáveres. Pese a la sangre, los gritos, las vísceras, las extremidades amputadas y la forzosa situación en la que se hallaba, a pesar de tener entre sus manos un arma con la que no se identificaba, a pesar de la clara desventaja, el desconocido seguía.
Porque la alternativa era dejar morir a esos hombres que confiaban en él. La alternativa era romper su promesa.
«Sálvalos», le había pedido Amarok. Y eso haría.
Ares se había perdido de vista un rato, pero de pronto todos supieron a dónde había ido al verlo lanzarse desde la estatua del escorpión hasta caer sobre el arquero rezagado de la formación enemiga.
Eso eliminó al arquero, pero dejó a Ares rodeado y en una clara desventaja.
Para Ares no era la primera vez que se encontraba en una situación donde no tenía ninguna posibilidad. Antes, había vencido en un torneo donde lo rodeaban no solo los asesinos más hábiles y despiadados, sino un montón de criaturas monstruosas creadas para destruir, para paralizar de miedo.
Cuando se pasa por un miedo como ese, todo lo demás parece insulso en comparación. Solo hay que avanzar, esquivar, cortar y seguir. Y eso hizo, abriéndose paso apenas lo justo para aproximarse hasta su compañero de batalla, Orión, y volver a batirse junto a él, cubriéndose mutuamente la espalda.
—No tienen más arqueros —le dijo Ares.
—Para lo que nos sirve —murmuró Orión.
—¿Sabes? Tu mal humor tiene el tamaño justo para que te lo metas por el...
—Estamos jodidos, Ares.
—No, no lo estamos. No nos han rodeado.
—Aún.
—Vienen menos —señaló Ares, aunque no fue con mucho optimismo, sino con comprensión.
—Exacto. Están esperando que nos cansemos. No importa cuánto aguantemos, al ritmo en que estamos matando no los vamos a intimidar lo suficiente. Tarde o temprano vamos a bajar el ritmo. Entonces atacarán en masa, y estaremos jodidos.
—Sigo esperando la parte en la que se te ocurre un maravilloso plan, ¿te la saltaste?
—Hay que forzarlos a la retirada.
—Vaya, ¿por qué no se me ocurrió algo tan brillante a mí? —ironizó Ares, pateando el estómago de uno de sus enemigos mientras cada una de sus espadas atacaba a otros—. ¿Cómo piensas lograr eso?
—Tengo que dejar la formación.
—Ni lo sueñes.
—Ares, estas personas confían en mí.
—Y yo, pero no por eso me voy a quedar aquí siendo el blanco de estos pestilentes para... ¿qué? No voy a aguantar.
—Lo harás, tienes qué.
—Ya no me gusta este plan, Orión.
—Ares —enfatizó Orión con apremio, aumentando la intensidad de su ataque contra un rival especialmente obstinante—. El plan original no importa. No importa nada salvo que todos van a morir si no hacemos algo.
—¡¿Por qué te importan?!
—Son mis hombres ahora. No son diferentes de ti y de mí, podríamos ser nosotros.
Ares bufó.
—A nosotros nadie nos ayudaría y lo sabes.
—¡Ares! —regañó Orión—. Eres la esperanza de estas personas.
Ares se mordió la boca, dejando todas sus objeciones arder junto a su mal humor en su estómago.
—¿Y si no soy capaz? —preguntó Ares en voz más baja.
—Eres el asesino de este reino, demuéstrales por qué.
Ares asintió, sintiendo un terrible desasosiego cuando la espalda de Orión se alejó de la suya.
Estaba pasando. Estaba solo en las entrañas de la masacre.
—No morirás —le dijo Orión en tono de broma—. No tengo tanta suerte.
Entonces se alejó corriendo.
—¡Si mueres te tatuaré mi nombre en la cara, imbécil, así que más te vale volver! —le gritó Ares.
Luego, suspiró. Y volvió a inspirar. Hizo crujir su cuello, maniobró las espadas como aspas giratorias, y dejó salir el asesino que llevaba por dentro.
«Que Ara los salve», fue su último pensamiento racional antes de cerrar su mente.
De ahí en más, cada estímulo de su cuerpo, cada músculo, cada paso, estaba destinado a convertirse en el deceso de cualquiera que fuera tan estúpido para acercarse demasiado al asesino de Áragog.
Ares Circinus había crecido entrenando con su hermano. Con el maestro Aer. Con los demás aspirantes. Entrenó sus sentidos, sus músculos y su piel para ser letales. Sus instintos lo mantenían con vida, su preparación le daba la destreza suficiente para bailar debajo del filo de una espada y escurrirse hasta clavar la suya en la axila de su enemigo. Sintió que podía ser igual de efectivo con los ojos cerrados, y sonrió, recordando las veces que habían hecho entrenar a Aquía con una venda.
Aquía.
Esa era de las pocas veces en las que había podido evocar su recuerdo sin sentir que se quebraba.
Era la parte más complicada del duelo. Perdonar al que se fue. Aceptar su recuerdo.
Pero en ese momento no lo necesitaba. Necesitaba algo más, algo abyecto. No podía pelear contra doscientos él solo junto a una sonrisa. Necesitaba el fuego, el que negaba. Necesitaba el odio, el que sepultaba para seguir riendo, el que ignoraba para aceptar la vida y seguir siendo él.
Necesitaba recordar lo que le habían hecho a Leo.
—No te tardes, Orión —rogó entre dientes, porque no quería pasar demasiado tiempo siendo la persona en la que se convertía cuando recordaba la pérdida de su gemelo.
Ares Circinus ya no era solo un asesino hábil, entonces se convirtió en una máquina de matar. Las espadas pasaron de su mano una a una, mientras las lanzaba como proyectiles en movimiento para matar incluso a los que tenía lejos, recogiendo las del suelo y moviéndose con el ímpetu del odio, fluyendo con la sed que ardía en sus entrañas.
Sus ojos verdes de pronto parecían más oscuros, como esmeraldas. Sus manos tenían guantes de un rojo puro mientras arrancaba cabezas y extremidades. Su rostro, ya chispeado de sangre hasta los labios, parecía entonces aversivo. Era una fuerza antinatural, el espíritu de la muerte enviado por Canis para dictar la justicia por su propia mano.
Matar. Matar. Matar.
Era supervivencia, pero también venganza.
Por Leo. Por él mismo. Por el alma que compartían.
«Eres la esperanza de estas personas», le había dicho Orión.
Ares no sabía cómo un asesino podía ser la esperanza de nadie. No era un caballero, no conocía el honor. Mataba de noche, con sigilo, con veneno, durante el sueño. Mataba los enemigos del reino, ni siquiera los suyos.
No era como Orión.
«Eres el asesino de este reino. Demuéstrales por qué».
Bien, eso haría. Vaya que lo estaba haciendo.
«Tienes que perdonarte primero a ti por seguir con vida, luego podrás perdonar mi recuerdo».
Ares trastabilló. Una espada resbaló de su mano y alguien atacó su costado aprovechando el momento de conmoción del asesino.
Cayó al suelo, dolorido y anonadado. Era el momento. Iba a morir, lo vio en los ojos del soldado que blandía su espada desde arriba en dirección a él. No le perdonaría ni por tenerlo incapacitado.
La espada de Amarok atravesó al atacante por detrás, y el capitán de la guardia nombrado por Orión defendió a Ares de un segundo ataque.
La guardia de honor le había salvado la vida, pero la brecha se había abierto. Ahora más y más soldados enemigos avanzaban hacia los que formaban la V, ya no tenían al Mesías de las minas de Cráter para salvarlos.
Los primeros hombres de la V resistían por las espadas que había pateado Ares hacia ellos, pero no aguantarían mucho, y los del fondo estarían muertos apenas fueran alcanzados.
Ares intentó ponerse de pie pero una oleada de dolor relampagueante lo cegó. Su cabeza daba vueltas.
Llevó la mano a su costado y lo descubrió empapado.
Estaba perdiendo mucha sangre, ¿sería por eso que se sentía tan absurdamente seguro de haber oído la voz de su hermano?
«No».
Jadeó, aterrado. Se estaba volviendo loco.
Los hombres morían alrededor, gritaban, derrotados al fin. Y Ares no podía ayudarlos. Ni siquiera podía ponerse de pie. Solo seguía con vida porque la guardia de honor lo protegía con avidez y...
¿Eran tres? Estaba seguro de que solo había dos miembros en la guardia de honor nombrada por Orión, ¿cómo es que entonces parecía haber tres siluetas rodeándolo, protegiéndolo con tanta eficacia? ¿Sería alguno de los demás aprendices?
No hubo tiempo para esas especulaciones. La visión de Ares se nubló, pero un instante antes de perder la consciencia captó el imbécil guerrero que se había subido a la estatua del escorpión logrando, de alguna manera, empujar las vértebras y remover una de las rocas hasta hacerlas descender todas en una avalancha, como una lluvia de meteoritos que se abalanzó sobre la formación enemiga, dispersándola y forzando la retira.
«Fanfarrón de mierda», fue el último pensamiento de Ares antes de caer desmayado con una sonrisa.
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Nota: El siguiente será un capítulo de Lyra. Lo subiré más o menos dentro de una semana, pero igual si llegamos antes a 1k de comentarios, lo subiré enseguida. Es que me muero porque lean eso.
¿Qué les pareció este capítulo? Todo tendrá sentido a su tiempo, pero de todos modos me gustaría saber sus teorías, qué les parecen Ares y Orión como equipo
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