51: La mala del cuento
Leiah
Leiah llegó al balcón de Sargas. No había guardias, ni uno. Aunque no podía asegurarse de que no hubiese alguno en el interior porque los aposentos del regente estaban sumidos en una penumbra absoluta.
Descansó sus alas ahí, posando sus pies sobre la piedra del saliente, y se acercó más al vidrio de las puertas en busca de algún indicio. Al no hallar ninguno, intentó abrir para hacerse paso al interior, pero halló las puertas cerradas con seguro.
—Bien, vamos con el plan B —murmuró Leiah llevando una mano a su cinturón donde alcanzó el mango de uno de los gladios.
Dio un par de pasos hacia atrás para alejarse de la puerta y tomó impulso con su brazo. Como tenía el poder de Aquila consigo, concentró todo este en la extremidad, fortaleciendo sus músculos, reforzando sus huesos y maximizando la fuerza de lanzamiento.
Cuando soltó el gladio y este impactó justo entre las puertas, estas se resquebrajaron al punto en que bastó con una patada de Leiah maximizada por el cosmo para que el vidrio estallara como una lluvia de miles de fragmentos que creó un estruendo capaz de romper el cielo.
Como Leiah había previsto el estropicio que haría, se cubrió el rostro con los brazos para protegerse de las esquirlas. Al tener todo su cuerpo protegido por el poder de Aquila, apenas y recibió rasguños en todo el cuerpo.
«Sutil», comentó Sah en tono sarcástico a la mente de Leiah.
—¿Tenías un mejor plan?
Al otro lado de la habitación se movió una figura, apenas una sombra entre miles de estas, pero poco a poco pareció acercarse hacia el lugar de los hechos hasta que la luna le rozó parte del rostro.
«¿Ese es Sargas?», le preguntó Leiah a Sah.
«¿Qué lo delató? ¿La agradable sonrisa o la bondad de sus ojos?».
Al verlo más de cerca que en la plaza, Leiah notó que el regente no tenía ningún color en sus ojos, como si los hubiesen sometido a un ácido que los blanqueara, apenas dejando una leve inclinación al plateado. Leiah misma tenía uno de sus ojos de un gris pálido, e igualó el tono en el otro con el químico que usaba en teatro para teñir sus iris del color del personaje, pero no parecía lo mismo. En Sargas se veía antinatural, casi vibrante.
También vio que en su cuello estaba marcada cada vena, tan negras como la tinta en contraste con su palidez.
Leiah ya había visto esas marcas antes en el rostro de la mano del rey, y de su interpretación de estas dependía su siguiente actuación.
Sargas parecía perplejo, pero no preocupado. Miraba a Leiah como si de un fantasma se tratara, pero su postura era más bien relajada e informal, como de quien recibe un viejo amigo del que no esperaba una visita.
Ella tenía la capucha encima para crear sombra en su rostro y restar atención a sus rasgos, pero la trenza se notaba larga hasta sus caderas y sus ojos —los de ella— serían lo que resaltara a través de las sombras.
—No me sorprende que estés aquí —dijo la voz tiránica del regente, dañada todavía por el humo—, pero en mi maldita vida habría imaginado que se te ocurriría tumbar mis puertas.
Una sonrisa ladina con un brillo maquiavélico se formó en los labios de Leiah, apenas y se intuía bajo la capucha, pero ahí estaba.
—Bueno —contestó Leiah, su voz ronca de tanto gritar esa madrugada, lo cual era un punto a favor al tener que dirigirse a Sargas—, tocar la puerta ha pasado de moda.
—¿Quieres entrar? —preguntó el rey haciendo espacio—. No tengo licor ni panecillos a la mano, pero no suelo dejar a mis invitados pasar frío, incluso cuando a estos no los he citado yo.
«No, no queremos entrar. Vámonos, Leiah, él me cae mal», urgió Sah con una oleada de nervios que contagió a los huesos de Leiah.
«Calla, espíritu de poca fe, y está pendiente por si te necesito».
Leiah, en el personaje de Aquía, entró sin demostrar titubeo alguno al rey.
—¿Y sus guardias, majestad?
Sargas bufó y se recostó de la pared al otro lado del habitáculo.
—¿Por qué asumes que los necesito?
Leiah se fue acercando a Sargas un paso a la vez, lento y con pequeñas pausas para mirar su entorno aunque no había mucho que sus ojos, incluso agudizados por los sentidos del águila, pudieran detectar a través de las sombras.
«Atenta, por favor», le dijo a Sah para que no olvidara su objetivo.
—Muchos monarcas vivieron con esa misma seguridad arrogante —empezó a decir Leiah—, y solo con que yo esté hoy contándole sus historias y no ellos ya puede hacerse una idea de cómo acabaron.
Sargas sonrió, cínico y confiado, apreciaba que hubiesen llevado la conversación en esa dirección porque era justo el momento que esperaba.
Caminó hacia Leiah y se detuvo justo al frente. Quitó de su cinturón el otro gladio sin perder esa mirada directa de su rostro al de ella en mediana incógnita, y le tomó la mano, cerrando sus dedos alrededor del mango.
—Imagino que viniste a matarme —aventuró el rey.
Leiah sonrió con ternura, pero dentro su corazón galopaba al borde del colapso, sumando sus propios nervios y la histeria de Sah.
—¿Es esa su brillante deducción, majestad? —inquirió ella con mucho más esfuerzo y trabas en la voz atrofiada.
—Te tiemblan las manos.
«Sah, demonio de mierda, contrólanos», rugió Leiah en sus pensamientos para espabilar el cosmo que no paraba de enviarle oleadas de terror.
«¡No puedo estar pendiente y controlar tus emociones a la vez, no presiones!».
—Es el reencuentro, majestad —dijo Leiah con una sonrisa que forzó como tantas veces había hecho en teatro, aunque tras bambalinas su propio corazón se fragmentara y no tuviera más impulso que el de llorar. No necesitaba a Sah para eso, no la necesitaba para ser una excelente actriz—. A duras penas contengo mis emociones al tenerle de frente luego de tanto.
—No tengas miedo —le dijo el regente en un tono apaciguador—, no voy a hacerte daño. Hoy.
—Ni yo a usted.
—Eso no te lo creo. —Sargas apretó más la mano sobre el puño de Leiah en el mango—. Pero no creas que estoy molesto por ello. Vamos, haz lo que viniste a hacer.
Leiah sonrió, conciliadora.
—No creo que tenga idea de lo que he venido a hacer.
—Por el contrario, estoy muy seguro de tener la idea correcta.
Sargas, con su mano enguantada alrededor de aquella con la que Leiah sostenía el gladio, maniobró de improviso hasta blandir el arma contra su propio hombro.
El impacto fue tal que Leiah sintió que había pegado los dientes de una pared de diamantes, todos sus huesos temblaron por la onda expansiva del golpe, y Sargas no se veía menos entero que antes.
Apenas le sangraba un líquido negro de la herida a través de la tela, pero el brazo por lo demás no sufrió ningún daño a pesar del impacto letal.
—No puedes matarme —sentenció el rey—. Ni tú, ni nadie. Lamento que hayas vuelto de la muerte para nada.
—Oh, majestad —espetó Leiah todavía con el desagrado encima por el efecto de la dentera—, sobre estima mi interés y su importancia. No volví de la muerte para hacer lo que ya medio reino está planeando por mí. De hecho, ni siquiera escogí volver.
Sargas frunció el ceño y Leiah agarró el gladio para rasgarse la tela de su traje un poco por debajo de la clavícula. Gracias a esa nueva abertura, Sargas pudo ver las escamas negras en la piel de Leiah, las secciones que parecían invadidas por várices, pero eran de un tono negro que solo podían significar...
El rey alzó la mirada. Fría, pero no indiferente. Había comprendido el mensaje.
Leiah rogó para sus adentros que Henry no se hubiese equivocado en la investigación que le encomendó, sino estaría en graves problemas.
—¿Él te hizo esto? —inquirió Sargas entre dientes—. ¿Te amaba, pero te hizo un sirio?
«Así que es cierto lo que Henry investigó», concluyó Leiah para sí misma. «Ese maldito de la mano del rey es un sirio. Vendieron su alma a Canis para traerlo de vuelta».
«Estúpida», murmuró Sah. «Pensé que te habías dado cuenta nada más olerlo».
—Lo está viendo usted mismo —fue lo que dijo Leiah a pesar de las interrupciones de Sah.
—¿Por qué? ¿Es imbécil? —preguntó Sargas con una actitud extraña que Leiah no podía entender ni tenía tiempo para especular al respecto—. Vender tu alma te quita la humanidad. Podrás estar lúcido algunas horas, pero tendrás que vivir el resto de tu condena con episodios de enajenación, falta de remordimiento y ningún rastro de empatía, ¿a caso no lo sabe?
—Es peor que eso —murmuró Leiah en su papel—. Estoy segura de que lo sabía, pero no le importó. Él cree en eso que llaman el poder del amor.
Sargas se empezó a reír de forma nerviosa mientras se tapaba la boca.
—Esto no lo planeé, pero... Por Canis, él mismo se está terminando de matar. Quisiera estar ahí cuando descubra que más le hubiese valido dejarte muerta.
—Ese día es hoy, majestad, así que está de suerte.
Sargas la miró con ojos entornados.
—¿A qué te refieres?
—¿Todavía no entiende por qué estoy aquí?
—Espero a que me lo aclares.
Leiah se rio, despectiva y con altivez para luego soltar con indiferencia:
—Quiero romperlo.
—Acabo de mostrarte que...
—No a ti, imbécil —espetó ella en una risa cruel—. A él.
Sargas no respondió de inmediato. Le dio la espalda, tranquilo por su seguridad, y comenzó a dar vueltas en la habitación. Parecía custodiado por más versiones de él mismo, solo que hecho sombras... No, no sombras. Humo, negro, pero no tan espeso como una nube. Estas proyecciones se movían antes y después de él. No había dado un paso cuando tres de sus sombras ya habían adelantado sus movimientos y otras más se quedaban detrás.
Leiah lo siguió con la mirada y ordenó a su cuello tranquilidad. Se negó el oxígeno por miedo al jadeo, acumuló la saliva en su boca por evitar cualquier movimiento delator del ímpetu de su miedo.
Era una domadora, la única capaz de doblegar su cuerpo, pero no por ello se le hacía fácil, no por ello le dejaban de sudar las manos, solo vencía el impulso de secarlas en su ropa.
Sargas volvió al cabo de un momento, las sombras de humo parecieron disiparse al volverse donde la luz del balcón lo alcanzaba, así que Leiah sopesó la posibilidad de haber imaginado aquel detalle.
—¿Qué fue lo de antes? —interrogó Sargas, más serio que antes—. Eso de la plaza.
—Eso es entre tú y yo. No creas que te dejaré el camino libre con eso, no sería divertido, ¿o sí? —Leiah sonrió mientras decía esto, pero borró ese gesto con igual efectividad al agregar lo demás—. Pero a él lo quiero fuera. Fragmentado hasta la médula.
—¿Y cómo piensas...?
Leiah no le dejó terminar. Mientras los labios del regente se abrían para pronunciar su pregunta, ella se lanzó a besarlo.
La actriz rogaba no haber tergiversado lo que vio en los recuerdos de Aquía, esperaba que su interpretación y conclusión la salvaran. Porque, si algo intuyó por la dinámica del entonces príncipe maldito y la asesina de Áragog, fue que lo único que él no tuvo fue su rendición. Los únicos momentos donde él bajaba la guardia eran cuando esperaba doblegarla. Y no importaba que ella hubiese muerto luego, él jamás superaría esa frustración. Pasara lo que pesara, a ella ya la había perdido para siempre.
Pero el regente no parecía tomar el beso como una victoria, sino al contrario, le dio tal golpe en la cara a Leiah que parecía haberlo tomado como un escupitajo.
—Estás loca —espetó él limpiándose los labios con la manga de su camisa, asqueado hasta los huesos.
—¿No sabe besar, majestad? —jadeó ella airada. Apenas podía mover la mandíbula sin sentir un dolor punzante pese a tener la resistencia del águila.
—¿Qué mierda te hace creer que quiero besarte a ti?
—Por los testículos de Canis —maldijo ella aproximándose hacia el rey de una manera más segura e invasiva—. No vine por un beso, imbécil.
Ella le agarró la mano y se la puso en su vientre.
—Vine por algo que él pueda comprobar. Vine... —dijo entonces bajando más la mano de él hacia el interior de su muslo— por un bastardo.
Sargas abrió los ojos con horror, como si no hubiese imaginado maldad semejante. Y en ese trayecto de sus pensamientos, también pareció entender que justo por ello era una excelente idea.
Él llevó su mano al rostro de Leiah con intención de continuar el beso, pero esta dio un paso al frente con la potencia del poder de Aquila al punto de empujarlos a ambos contra uno de los aparadores de la habitación y lanzarse a besar a Sargas con mucha más profundidad y siendo ella quien llevara las riendas.
Él a su vez respondió con la fuerza de su propio cosmo pegándola de la pared del otro lado, y aunque quiso parecer que él controlaba el beso, se le notaba asqueado, su impotencia casi vibraba en sus huesos. Si de algo no le quedó dudas a Leiah era que Sargas lo último que quería en el mundo era besarla, pero era más fuerte su deseo por destruir a Orión.
Se siguieron besando y él, para acelerar la situación, intentó quitarle la ropa. De un tirón le arrancó la manga del lado izquierdo y lanzó los retazos al suelo, obstinado porque no se acababa eso de una vez.
Leiah casi quiso reírse al verlo tan inútil en el proceso, pero que Ara la librera de intentar ayudarle.
—Hazlo tú —ordenó él contra sus labios y ella negó con una sonrisa que él quiso golpear.
Entonces ella se le lanzó encima, tirándolos a ambos al suelo y subiéndose a horcajadas sobre él. Una parte de ella que estaba muy desconectada de la escena, viajó a otra posibilidad, la fantasía de estar en una situación similar con una persona distinta...
Entonces una oleada de deseo invadió sus emociones y Sah la malinterpretó.
«Oye... ¿No vas en serio a...? Porque no quiero ver, eh».
—Cállate.
—¿Qué? —espetó el monarca y entonces ella desplegó sus alas y se dejó arrastrar de retroceso al borde del balcón.
Sargas, anonadado y confundido, casi se arrastró a gachas hacia el borde de la puerta.
Leiah no era una heroína. Su hermana podría, o no, haber tenido este deseo abnegado de salvar a todas las mujeres del reino, porque un sacrificio como el suyo dice mucho más que asesinar reyes. Matar es fácil, lo hacen villanos y buenos por igual: renunciar es la verdadera prueba del héroe.
Pero Leiah no tenía esos impulsos de entregarse por «todas», porque «todas», para ella, era una entidad lejana e impersonal.
No las conocía. Tenía el impulso de defender a quien veía sufriendo, cuando entendía que podía identificarse con la impotencia, la injusticia, porque desearía que alguien hubiese hecho eso por ella. Desearía que, cuando se puso de rodillas ante el dueño de El cometa rojo, una heroína entrara para detenerlos, salvarle y decapitarlo.
Pero no fue su historia. En su historia no había héroes, solo una larga lista de venganzas por cobrar.
Y eso es lo que sintió ese día, agazapada sobre el balcón del rey luego de haberlo mareado con un beso. Quería quemar Áragog, pero decir que lo hacía por «todas» sería hipócrita, incluso para ella. Quería quemarlo por sí misma, y por algunas. Quería quemarlo por el furor en sus llagas, por la indignación de estar viva y porque creía que merecía un final pleno, aunque esté manchado de sangre. Y si en el proceso ellas eran libres, mejor, nada le haría más plena. Pero no era su heroína.
Es por eso que Leiah estaba bien con usar el discurso de su hermana, por llevar su piel. Es por lo que estaba tranquila con que estas personas la hicieran su deidad pensando que era otra persona. Estaba bien con inmortalizar las palabras de Aquía. Porque ella era la buena, Leiah solo era el malo con un guión que aprovechaba el papel vacante en la obra.
Pero no fue algo que sintiera en ese momento con Sargas. No fue algo que quisiera dejarle a Aquía. Algo en todo eso debía ser suyo, el mérito de su venganza. Y aunque solo fuera con él, lo haría valer.
—Bastardo —llamó Leiah para que no se perdiera el momento en el que dejaba caer la capucha—. Me llamo Leiah, por cierto.
Entonces desapareció en el cielo, pero no sin antes darle un guiño de ojo.
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Nota:
Díganme qué pensaron, qué dudas y teorías tienen, porque este capítulo tiene mucho con demasiado aunque haya sido corto.
Por cierto, ahora tienen en mi perfil un libro llamado «Enciclopedia Áraga», ahí tienen recopilada información importante de este universo que pueden consultar ante cualquier duda. Incluido un glosario en bahamita para que no se pierdan con las traducciones.
¿Quieren otro capítulo? 🤍👀
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