7• Caricias frías.

Los primeros días después de mi rescate los pasé en una camilla, intravenosa en los brazos y los constantes chequeos de Giacometti a mis heridas.

Por las mañanas la señora Katsuki llegaba a mi habitación en la enfermería con comida. Los primeros dos días tuve fiebre, a penas podía mantener abiertos los ojos y no era muy consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Pero la reconocía a ella, su voz suave me despertaba para intentar alimentarme un poco y después se iba. Usualmente en las tardes Giacometti o Nikiforov limpiaban mis heridas y administraban más medicamentos al suero conectado a mi vena.

Sin darme cuenta, pasó una semana hasta que pude mantener conciencia todo el día y preguntar un poco más sobre dónde me encontraba.

—Esto es muy bueno —dije, porque lo era y yo estaba considerando seriamente en tatuarme el rostro de la responsable de tal delicia culinaria. Aunque claro, la señora Hiroko sólo atinaba a sonrojarse y agradecer el halago.

No podía culparla. Ella no sabía que en mis casi trece años de vida jamás había probado algo más allá de sopas instantáneas y comida basura. Creí que la comida del señor Chulanont era sabrosa con el sutil picor, sin embargo la comida de la regordeta y amable señora ante mí equilibraba especias, olores y sabores que no sabía que existieran siquiera.

—Me alegra que te guste, aunque sólo te he dado sopa.

—¡No es sólo sopa! Es la mejor sopa. —Exclamé entregándole el plato vacío.

—¿Tú familia no cocinaba?

Esquivé su mirada cuando ella se sonrojó, podía ver la culpabilidad en sus ojos y prefería ignorarla.

La mujer Katsuki era amable y, si bien yo no estaba acostumbrado a tal trato por parte de nadie, con ella parecía tan natural sentirse a gusto. Como si la hubiese conocido de toda la vida y creyera que merecía remotamente su atención. Una atención que mi madre nunca me ofreció.

En los días que llevaba aquí y los pocos que tenía consciente, jamás me preguntó por mi familia, ni como es que siendo ruso me encontraba en tierras japonesas, y sobre todo, no cuestionó qué hacía junto al cadáver de su amigo tailandés.

Sin embargo yo, como cualquier niño, era demasiado curioso y preguntar cosas estaba en mi sistema como la necesidad de conseguir dulces y atención.

Pregunté muchas cosas y ella tuvo la paciencia para explicarme algunas.

Así me enteré de que me encontraba en Kyushu, en una pequeña ciudad llamada Hasetsu que, aunque había tenido brotes del virus, no todos los habitantes habían sucumbido a él. Su esposo así como un amigo de ambos crearon un refugio hace años valiéndose de su capacidad militar. Una pequeña comunidad bajo tierra que fue de utilidad para algo más que una guerra nuclear.

Tampoco me abstuve de cuestionarla sobre su hijo. Ese sujeto de ojos color ámbar, sonrisa cálida y manos frías. Los mismos dedos fríos que se aferraban a los míos por las noches, cuando él entraba a escondidas creyendo que yo dormía y tomaba una de mis manos entre las suyas.

Me enteré de que tenía casi ocho años más que yo, era el hijo menor de los Katsuki, tenía una obsesión con el platillo llamado Katsudon, había salvado a su familia, amigos y vecinos de los primeros infectados que aparecieron de Hasetsu. Y que al parecer yo no lo veía durante el día porque, al igual que Pichit Chulanont y otros jóvenes dentro de la ciudad subterránea, pertenecía al ejército. Ellos salían todos los días a recorrer los poblados cercanos en busca de sobrevivientes y sustento.

—Lo siento, Yuri-chan. No quise ser impertinente.

¿Impertinente? ¿Esa mujer? ¿La misma que me ha acogido en su refugio y alimentado sin saber nada de mí?

Eso, hiere sus sentimientos.

—Mi madre jamás estuvo conmigo por más de unos minutos al día. —Susurre cuando ella abrió la puerta para salir. Sus ojos cafés sorprendidos y una mano en el pecho, conmovida y horrorizada al mismo tiempo por mi declaración. —Así que no, no cocinábamos mucho en casa.

Una parte de mi se arrepintió de haberlo dicho, porque sólo hacía más real lo destrozada y disfuncional que era la familia de la que provenía. Sin embargo, Hiroko sólo se acercó y extendió la mano, yo la sostuve cuando su sonrisa amable volvió.

—Chris dijo que a partir de mañana podías comer cosas más sólidas, ¿qué te gustaría?

—¿Seguro no eres algún químico loco de esos que salen en las películas de terror?

—¿Te lo parezco?

—¿Loco? Sí, un poco.

Víctor —como me obligó a llamarlo— río genuinamente divertido ante mi comentario, aunque yo estaba lejos de bromear.

En cuanto Hiroko salió, él entró alegando que venía a sacarme de mi aburrimiento ahora que Chris había salido y porque él se sentía muy solo en el laboratorio.

Obligándome a sentarme en una silla de ruedas, recorrimos toda el ala médica donde pude ver unos cuantos heridos más, un par de enfermeras y conocí a otra doctora. Sala Crispino, tan alegre y coqueta como sus compañeros médicos. Tomé nota mental para preguntarle a Katsuki de qué circo habían sacado a sus doctores.

Al final del pasillo, una puerta tan blanca como las demás fue abierta por Víctor, mostrándome su santuario personal. Tubos, olores extraños, líquidos de colores y muchas máquinas con luces parpadeantes fue lo primero que reconocí.

Nunca fui bueno en clases de química, pero de algo estaba seguro; esa habitación tenía mejor equipamiento que cualquiera de las escuelas a las que había asistido.

Nikiforov empujó la silla para que nos adentráramos y yo pudiese ver todo con mejor claridad.

—¿Qué haces en un lugar como éste? —cuestioné, tomando un tubo delgado y vacío. No quería tocar nada.

—Investigo.

—¿Sobré qué?

—¿Realmente quieres saberlo? —Me arrepentí de haber preguntado al ver sus ojos azules brillantes. Ya era demasiado tarde para negarme—. ¡Investigo sobre los Upyr!

—¿Los U... qué?

Upyr. Los infectados con el virus Lexán. —Giré la cabeza para toparme con el nuevo integrante de la conversación. Por un momento creí ver a Phichit Chulanont, sin embargo mi cerebro corrigió eso al instante. El niño debía tener aproximadamente mi edad y aunque era muy parecido a su hermano mayor, los ojos miel era los mismos que los de su padre fallecido.

—Zet Chulanont...

—¡Oh, me conoces! —sonrió. ¿Acaso los Chulanont eran todos tan efusivos? Él parecía feliz por conocerme, por mi parte yo pensaba en como debería ver al hijo menor del hombre que murió junto a mí. —¡Papá me había hablado mucho sobre tí! Quería conocerte, pero Yuuri no me dejó.

—¿Por qué...?

—Dijo que necesitabas descansar apropiadamente para sanar y...

—No, no, no. —Interrumpí su explicación, aunque si quería saber qué decía Katsuki sobre mí. —Me refiero a que... Sabes quien soy y aún así eres...

—¿Amable? ¿Alegre? ¿Entusiasta? —ofreció Víctor junto a mí.

—Ajá.

El de ojos miel parpadeó, confundido. Segundos después pareció comprender a que me refería y su expresión se suavizó.

—Phichit dijo que parecías culpable por lo que le pasó a papá, pero quiero que sepas que yo no creo eso. No es tu culpa, nadie lo cree. —Acercándose a mi, ofreció su mano —Además papá quería que fuéramos amigos.

Estreché su mano.

Podía acostumbrarme a eso. Estar rodeado por personas de sonrisas sinceras, comer tres veces al día, sonreír con comentarios sarcásticos y dormir con los dedos entrelazados a una mano fría.

Después de las debidas presentaciones y un intercambio de opiniones extrañas entre Zet y Víctor sobre el desconocido gusto de Yuuri sobre los rubios, pregunté de nuevo sobre los nombrados Upyr.

Víctor se explayó explicando muchas cosas, deteniéndose sólo cuando Chulanont ejemplificaba algunas que yo de verdad no entendía, demostrando así que ya había sido adiestrado con esa clase.

Los Upyr, como Víctor los había denominado eran nada más y nada menos que los infectados.

Los infectados, aquellos mordidos por los portadores del virus Lexán. Morían y revivían mostrando los síntomas del gen. Como un clásico vampiro; débiles a la luz solar, sed de sangre e increíblemente letales.

Aparentemente incluso entre ellos había clasificación. Dependiendo de su fuerza y ansias por asesinar.

Entonces llegó a algo que captó aún más mi atención.

—¿Hay personas inmunes? —Pregunté, aún sosteniendo las carpetas con apuntes de las investigaciones de Víctor.

—Los hay, muy pocos. Ven.

Levantándome de la silla de ruedas, caminé lentamente hasta llegar a su lado , donde él y Zet preparaban un microscopio.

—¿Qué rayos es eso?

—Es sangre de un Upyr clase H. —Dice Víctor, meneando un tubo de ensayo con un espeso líquido de color rojo oscuro, casi negro. —Chris lo extrajo de un cadáver el día que te rescataron en Tokio. Ahora observa ésto.

Con cuidado colocó un par de gotas en una laminilla y después se giró hacia Zet, quien extendió la mano y permitió que Víctor pinchara su dedo con una aguja nueva. Mezcló ambas muestras en la laminilla antes de colocarla bajo en visor y ajustar el lente.

—Ahí está. Mira ésto, Yuri.

Zet asintió a mi lado, como si quisiera darme ánimos.

Fue perturbador. La sangre oscura infecta parecía fundirse a la perfección con la sangre de Zet, las moléculas negras entrando en las rojas con extrema facilidad.

—Ahora ésto. La sangre de un inmune.

Víctor regresó con un nuevo tubo y otra laminilla e hizo el mismo procedimiento, salvo que en lugar de pinchar a Zet, extrajo la segunda muestra del nuevo tuvo con sangre roja granate.

Ajustó el lente y me indicó con un movimiento de cabeza que me acercara. Él parecía demasiado entusiasmado con su descubrimiento. Y con justa razón.

La sangre roja rechazaba la sangre infectada. Aún cuando había visto a Víctor revolver las sustancias, éstas se encontraban separadas.

—Como el agua y el aceite. —Habló Zet.

—Es tan extraño... —murmuré alejándome del microscopio —¿De quién es la sangre?

—¡De mi lindo Yuuri! —Canturreó Nikiforov. Segundos después su mirada soñadora se volvió seria y dura como el hielo y se centró únicamente en el tubo de ensayo aún en su mano. En la sangre de Katsuki. —¿Lo entiendes ahora? Creo que es posible hacer una cura basándose en la sangre de los inmunes. Su sangre es como agua pura, podríamos hacer algo contra el virus Lexán. Estoy seguro.

En ese momento realmente creí que Víctor estaba loco. Y aunque quisiera creerle había algo que me decía que era una mala idea todo eso. Sobre todo porque fue precisamente buscando la cura a una enfermedad que llegó éste infierno.

Aún así, Víctor Nikiforov se dedicó enteramente a la fabricación de una cura para la infección UPYR por años.

Yuuri Katsuki tiene bonitos ojos. Pensé esa noche. Llevaba cerca de dos semanas en la ciudad subterránea y por primera vez él no llegó.

En la última semana me la pasaba caminando a pasos de tortuga entre mi habitación en la enfermería hasta el laboratorio de Víctor. Una vez que me quitaron los puntos de las heridas procuraba tener más cuidado, Zet solía asustarme diciendo que podrían abrirse en cualquier momento, y como jamás había tenido suturas, le creí. Claro que cuando Giacometti se burló de mi diciendo que no pasaría casi le lancé un frasco de cristal al verlo en el laboratorio.

Después de pasar medio día leyendo los avances de Nikiforov y creía que la cabeza me explotaría gracias a tanta información nueva, regresaba a la enfermería y esperaba a que la señora Katsuki o Zet llegaran a conversar conmigo. Aunque mayormente eran ellos quienes hablaban y yo solo escuchaba. De vez en cuando preguntaba cosas sobre ellos y sus familias.

Conocí a más personas. A la hermana mayor de Katsuki, al hermano de la doctora Crispino y a una pelirroja llamada Mila que siempre iba a ver a la doctora.

Katsuki seguía apareciendo en las noches. Como si temiera asustarme o despertarme, entraba sigilosamente y se sentaba en el sofá a mi lado, pasaban minutos antes de que sintiera sus dedos fríos recorriendo mi brazo, rodeando mi muñeca y entrelazando sus dedos con los míos.

Era extraño como necesitaba esa suave caricia. Su piel fría dejaba un rastro ardiente donde tocaba y con eso cerraba los ojos, dejándome llevar al mundo de los sueños.

Las pesadillas atacaban todas las noches, pero era suficiente sentirlo ahí, conmigo. Y cuando volvía a abrir los ojos, él ya no estaba, en su lugar un vaso con jugo y una tostada con mermelada me daban los buenos días.

No era idiota, o no lo parecía. Sabía que yo no dormía hasta que él llegaba. Pero el seguía fingiendo que ninguno de los dos tenía idea de ello. Yo cerraría los ojos hasta que lo oía entrar y el seguiría siendo tan silencioso y sus furtivas caricias me arrullarían.

Pero entonces, la noche que se cumplía mi segunda semana en Hasetsu él no apareció.

Sólo la señora Hiroko con lágrimas en los ojos, acompañada de su hija mayor y un Zet que parecía en trance.

Los tres esperarían conmigo en la enfermería. Esperarían a que alguien llegara y les diera noticias sobre los dos camiones con quince soldados que salieron esa mañana.

Cuando el reloj indicó que pasaba media noche, Zet estalló en llanto con la cara enterrada en el regazo de Hiroko. La señora Katsuki se hallaba recostada en mi camilla, acariciando la cabeza de Zet y viendo la puerta con insistencia, esperando a que su hijo entrase por ella en cualquier momento.

Mari, parada tras de mí, se dedicaba a trenzar mi cabello, de vez en cuando decía cosas como "Deberías cortarlo", pero de inmediato parecía arrepentirse porque agregaba "No. Se ve lindo largo". Y yo le seguía el juego. Era preferible pensar ello que en Katsuki y el porqué no estaba ahí. Porqué no me estaba arrullando con su presencia.

—Quiero que crezca más. —Dije tomando con dos dedos un mechón del flequillo que llegaba a la altura de mis cejas.

—Yo creo que un corte bob te quedaría bien —agregó Hiroko.

—Yo también lo creo. Tienes cara de niña —hipó Zet, aún sollozante.

Los cuatro necesitábamos desesperadamente distraernos, pensar en algo más que no fuese la muerte cerniendose sobre Yuuri y Phichit.

Yuuri.

A penas y lo conocía. Lo único que sabía de él eran cosas simples. Como que su comida favorita era el mentado Katsudon. Cuando era niño fue muy bueno en ballet y el patinaje artístico, pero prefirió entrar a una escuela militar por su padre. De niño era muy gordito, lo vi en una foto que Mari me mostró. Sabe cocinar y se le dan muy bien las labores del hogar. De vez en cuando tiene crisis nerviosas. No soporta muy bien el alcohol. Su familia es muy importante para él. Es muy bueno con las armas de fuego. Parece que no tiene buen calor corporal aunque su sonrisa es capaz de calentar mejillas ajenas y sus ojos son de un precioso color ambario que parecen brillar aunque tenga miopía.

Esa noche sólo pude pensar en lo mucho que quería verlo.

Después de todo, no le había agradecido por salvarme en Tokio.

—¡Oh, mi niño!

—Lamento haberlos preocupado.

Hiroko se aferraba a su hijo. Era sorprendente como Katsuki se las arreglaba para seguir abrazando a su madre y no moverse para que Víctor curara sus heridas.

Tenía algunos rasguños en los brazos y el rostro. Lo peor era la herida en su cuello, como si el filo de un cuchillo hubiese pasado por él.

Una hora después de que el reloj anunciara el amanecer, Christopher entraría apresurado al cuarto para informar que habían vuelto.

Sólo un camión de dos. Sólo seis de quince.

Sucios, heridos y cansados, pero vivos. Después de bañarse, los seis bajaron al ala médica. Phichit y Yuuri fueron atendidos en mi habitación.

Chulanont necesitaba sutura en una pierna y Katsuki curación en el cuello.

Fueron atrapados en un almacén. Según Phichit, fue como si los upyr hubieran esperando a que se adentraran más al edificio para emboscarlos. Justo tres horas antes del anochecer. Como un auténtico depredador a su presa. Una cantidad impresionante de infectados los mantuvieron luchando hasta el atardecer y cuando la noche cayó todo empeoró. Si sobrevivieron fue porque se encerraron en una bodega hasta que el sol salió y reanudaron la lucha para poder salir.

Perdieron muchos compañeros. Y aún así yo estaba aliviado. Alivio porque ellos lograron regresar.

Después de ser curados, alimentados y debidamente abrazados por sus familiares. Phichit se fue junto a su hermano menor y un coreano que yo no había visto antes —quizás porque no salía del ala médica—. Y la señora Katsuki salió junto su esposo y Mari.

Fue toda una sorpresa conocer a uno de los dos hombres que constituyeron la ciudad subterránea. Toshio Katsuki parecia ser tan amable como Hiroko. Pero si te fijabas bien, en el fondo de sus orbes podías apreciar la mirada de un hombre fuerte y decidido. De alguien que ha visto muchos horrores en el mundo, pero cree que aún hay esperanzas.

—¿Tú también esperaste por mí? —Katsuki habló una vez que nos encontramos solos. Aunque ahora la situación era inversa. Él en la camilla, yo en el sofá.

No respondí. En lugar de eso me incliné un poco, lo suficientemente para poder acariciar el dorso de su mano con la punta de un dedo.

Minutos después él se quedó dormido.

Con mucho cuidado me levanté para sentarme en el camastro. Quería verlo mejor.

Su rostro parecía relajado, labios ligeramente entreabiertos. Los peores rasguños estaban cubiertos con curitas y los otros comenzaban a hincharse. Su cuello envuelto con una venda.

Nunca había conocido a alguien así. En Rusia todas las personas eran de buen porte y atractivas. O eso se decía. Yo no solía prestar atención a ello.

Pero él podía considerarse atractivo. O tal vez yo no era muy bueno para juzgar eso.

Ojos ámbar, cabello negro y abundante, pestañas largas y espesas, cejas gruesas, pien clara y sonrosada, labios rosas, cuerpo atlético. Quizá no era el ejemplo vivo de la belleza masculina, pero para mí, ese cerdito era un poco lindo. Además acababa de descubrirle un pequeñisimo y casi imperceptible lunar bajo el ojo izquierdo.




—No es muy grande, pero creo que es mejor que la enfermería.

Lo ignoré apreciando mi nuevo cuarto. Grande o no, era mío y ya no tendría que dormir en una incómoda camilla. Constaba de una cama individual, un buró y un pequeño armario junto a otra puerta que, suponía, daba al baño.

—Gracias. —Murmuré al piso, consciente del rubor provocando por la vergüenza.

—No es nada —respondió Katsuki tras de mí, recargado en el marco de la puerta—, mi habitación está justo en frente. Si necesitas algo no dudes en decírmelo.

Y con ello se retiró. Al escuchar como la puerta se cerraba fui a tirarme en la cama.

Después de observar a Katsuki durmiendo durante casi todo el día, su madre fue a dejarnos comida y le entregó una llave a su hijo.

Al terminar, el azabache me dijo que lo acompañara a un lugar, y dicho lugar fue el cuarto piso.

Entregándome la llave, me dijo que ya era hora de que abandonara el ala médica teniendo en cuenta que estaba casi recuperado.

Decidido a dormir, me levanté de la cama y fui directo al armario. Encontré algunas prendas; pantalones, playeras, chamarras, sudaderas y ropa interior. Entre algunas cosas de aseo y me topé con una especie de pijama con estampados de gatos en el pantalón. No me quejé simplemente porque de verdad se veía cómoda.

El miedo volvió al sentirme sólo después de un largo baño.

Nunca me costó readaptarme a los cambios. Mi madre cambiada de casa con facilidad y yo simplemente debía ir con ella.

Pero ahora ella ya no estaba. Se había convertido en un infectado y el último recuerdo que tenía de ella era su rostro pálido haciendo relucir las venas moradas, los ojos negros y la sangre manchando su cara y cuerpo. El mismo recuerdo que se mezclaba con muchos otros, junto al cadáver del señor Chulanont y más sangre.

De pie en medio de mi nueva habitación fui más consciente de lo sólo que estaba y del terror a estarlo. Algo a lo que ya estaba acostumbrado.

Sabiendo que si me quedaba ahí no podría dormir porque las pesadillas me atacarían, salí y me dirigí a la puerta frente a la mía.

Era ridículo y lo sabía, pero de verdad no quería sentirme tan desamparado. Respirando profundo toqué dos veces.

—¿Sí?

—Ah... bueno, yo... —Elocuente.

Ante mi balbuceó la puerta se abrió revelando a Katsuki con una pijama de franela azul rey cubriendo su cuerpo y lentes protegiendo sus ojos.

—¡Entonces así te ves con lentes!

Él sonrió.

—¿Sucede algo, Yuri? —preguntó ignorando mi tontería y dejándome con la duda de si realmente debía pasar algo para que fuese a buscarlo.

Decidido a ser sincero porque era eso o otra noche de insomnio respondí. —No puedo dormir.

Y eso pareció bastar porque se hizo a un lado, dándome acceso al lugar.

Su habitación era del mismo tamaño que la mía y tenía casi las mismas cosas. Salvo algunos libros, un par de pistolas sobre el buró y un teclado recargado en la esquina junto a la puerta.

—¿Te desperté? —pregunté al ver la cama deshecha.

—No. Estaba escribiendo el reporte de lo que sucedió en el almacén, pero decidí dejarlo para mañana.

Asentí y crucé los brazos al verlo acomodándose en la cama.

—¿Te quedarás ahí?

—Podrías solamente darme una almohada y una cobija y sí, me quedaré aquí.

—¿En el frío e incómodo suelo?

Sus ojos buscaron los míos. De acuerdo, fue ida mía, pero eso no significaba que lo hubiera pensando mucho.

—No te haré nada, Yuri.

Podría jurar que mi rostro pasó por toda la gama del rojo en ese momento.

—¡Ya lo sé, idiota! ¡No es que...! ¡Yo no...!

Con un puchero ante su risa me acerqué a la cama y me acomodé bajo las mantas. Era muy cálida y casi de inmediato sentí el sueño reclamando mi pasada noche en vela.

—¿Cómo te has sentido? ¿Tus heridas están sanando bien?

Girando de costado, me topé con sus ojos ámbar brillando gracias a la luz de la lámpara tras de mí.

—Estoy bien. —respondí y al instante mis ojos buscaron la venda en su cuello. Con cuidado mis dedos se acercaron a la tela blanca, acariciando. —¿Te duele?

—No. —Su mano tomó la mía, alejándola. Por un segundo creí que no le gustaba que lo tocara, sin embargo sus dedos no soltaron el agarre, todo lo contrario.

Mientras su pulgar acariciaba los nudillos de mis dedos, su mano libre se acercó a mí rostro para jugar un poco con mi flequillo.

—Tu madre y Mari dijeron que debería dejarlo crecer... —Mi voz salió en un susurro. El calor de las cobijas, el ligero olor a chocolate y el sonido de nuestra respiración eran demasiado suaves, demasiado cómodos.

—Se te vería bien, sí.

Las caricias siguieron por un tiempo más. Hasta que el sueño comenzaba a vencer sobre las múltiples interrogantes en mi cabeza sobre lo que estaba haciendo, por qué estaba ahí y por qué permitía aquello.

Todo dejó de importar cuando la mano de él bajó de la frente a mi mejilla. Involuntariamente, mis párpados cedieron aunque yo quisiera seguir viendo los ojos del japonés.

—Creo que extrañaba ésto... —Acepté apretando su mano.

Su risa suave sonó —Sabía que no dormías. —No respondí, el cansancio vencía. —¿Puedo decirte algo, Yuri?

—Mmh...

—Ese pijama se te ve lindo.


Ya sé que el papá de Yuuri se llama Toshiya, pero desde un principio lo he estado llamando Toshio, entonces quedará así porque sería raro cambiarlo ahora. Por su comprensión, gracias (?)

ByeByeNya🐾

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