4• El último atardecer.
El mundo recuerda aún el día que se reveló el nombre de la salvación de muchos. El nombre científico de lo que curaría a tantos enfermos terminales de una de las enfermedades más temida por la humanidad.
A finales del año 2019 la científica Jordán Lex fue reconocida como salvadora del mundo. Su prototipo químico "Lexán" fue un éxito en los animales de laboratorio; ratas y perros reaccionaron favorablemente, dando como resultado positivo su uso medicinal para la batalla contra el cáncer.
El primero de enero del año 2020 la sustancia Lexán comenzó a utilizarse libremente como tratamiento.
El 28 de Febrero del mismo año, sucedió una tragedia escalofriante que sacudió al estado de Nueva York, al país y al mundo entero. Allen Lex, hijo de la científica más aclamada y el primer humano en el que se inyectó la cura con su nombre; perdió el control y todo tipo de humanidad al lanzarse, en mitad de la noche, al cuello de la enfermera que cuidaba de él; mordiendo, arrancando la piel y saboreando la sangre y la carne.
Dos horas después tres de las víctimas de Allen Lex siguieron sus pasos, devorando media ala médica antes de que la policía hiciera acto de presencia y los exterminara.
El motivo de tal masacre fue oculto y el caso cerrado sin explicación alguna.
Noticias similares comenzaron a llenar a la población. En diferentes estados, sucesos similares ocurrían cuando el sol se ocultaba.
Diversas investigaciones llegaron a la misma conclusión; los atacantes eran personas de diferentes edades y sexo, pero con algo en común: todos y cada uno de ellos eran enfermos terminales y en su sangre, combatiendo el cáncer, la medicina Lexán era religiosamente inyectada cada mañana y noche.
Jordán Lex desapareció sin dejar rastro y sin posibilidad alguna de capturarla para dar alguna explicación a su fatídico error.
Cuando los ataques nocturnos dejaron de ocurrir en hospitales y los infectados atacaron a la población, sólo para que sus cuerpos fuesen encontrados a la mañana siguiente, se descubrió que perecían ante la luz solar. Y que el número aumentaba considerablemente.
Algunos cuerpos fueron llevados a investigación y los resultados aterraron a los médicos. Tanto los cadáveres como los consumidores de la medicina fueron aislados para llegar a una explicación.
Los enfermos que sufrían: la transmutación presentaban perdida de consciencia, sólo para despertar en un estado primitivo y agresivo a gran escala; sin aparente uso de razón y con fuerza excepcional. Entre síntomas alarmantes e inexplicables.
Todos débiles ante los rayos UV; aspecto físico con apariencia humanoide salvo la pérdida completa del iris, todo el globo ocular de color negro; pérdida creciente de bello capilar, piel pálida, ojeras amoratadas.
Veloces y con sed de sangre humana.
Síntomas propios de un vampirismo clásico que los expertos en medicina y químicos se negaban a creer, sin embargo las prueban eran claras y los resultados —así como las perdidas humanas— contundentes.
Después de haber perdido una gran cantidad de científicos y médicos durante las investigaciones mientras el número de infectados aumentaba, se descubrió que la nueva enfermedad se transmitía mediante la saliva y la sangre. Una mordida era más que suficiente. En caso que el atacante no devorara por completo a su víctima.
Hasta que los tanques en la población fueron creciendo y no quedó más que aceptar lo peor al descubrir que los infectados podían ser clasificados conforme a su fuerza, reacciones y apetitos:
El virus era mutable y volátil.
Pronto la isla de Nueva York fue puesta en cuarentena, tras ello el país entero. Los pocos ciudadanos que lograron salir antes de ser encerrados entre los límites de su nación cometieron un error aún mayor sin ser consientes.
El virus ya era parte de su sistema, madurando poco a poco hasta estar completamente listo para infectar toda su sangre.
¿Cuantos niños de doce años leen el periódico por la mañana? ¿Cuantos infantes disfrutan ver el noticiero local mientras comen su cereal favorito antes de despedirse de los habitantes de su hogar y salir a regañadientes para asistir a clases? Exacto, muy pocos. O, en su defecto, ninguno.
Yo no fui la excepción. Lancé mi despedida al aire una mañana, consiente de que si mi madre alcoholizada llegaba a escucharme, solamente gruñiría y lo olvidaría al instante.
Ese día fue como cualquier otro. Clases a las que yo no veía sentido alguno; maestros que hacían lo posible para ignorarme tanto como yo a ellos, a menos que alguno preguntara por la señora Plisetsky y comentara, con una sonrisa asquerosa, que deseaba verla pronto; compañeros que me detestaban con la misma intensidad con la que yo deseaba ser tomado en cuenta para algún juego, pero mi orgullo me impedía ser amable con ellos porque yo no era más que "el hijo de una prostituta muy guapa y cara".
Ese día fue como cualquier otro salvo una cosa; las maletas hechas a mi regreso.
La casa estaba como siempre; ropa femenina tirada por todo el lugar, comida escasa, polvo cubriendo las superficies de los muebles y un hombre junto a mi madre. Sin embargo ellos no estaban desnudos en la sala y yo no tenía que pasar de largo hacia el pasillo que llevaba a mi habitación sin hacer ruido alguno. La rubia que me dio la vida estaba pulcramente vestida con un vestido negro elegante que sólo usaba cuando algún familiar moría o en cenas importantes. Junto a ella un hombre igual de elegante que ya era un cliente regular se llevaba un cigarrillo a los labios viéndome con indiferencia y a su lado tres maletas grandes.
—Que bueno que llegaste, cariño. Ve a cambiarte, saldremos en unos minutos. —Se supone que las voces de las madres deberían sonar dulces y suaves, como una caricia, pero la voz de Diane Plisetsky no tenía nada de eso. Era ronca por la cantidad enfermiza de cigarrillos que fumaba después de sus trabajos y el tono cariñoso era tan falso como los pechos que sobresalían en el escote de su vestido.
—¿De que hablas? ¿A donde irás?
—Iremos, nene. —Ella guardó silencio al ver como su acompañante se levantaba del asiento y se dirigía a la puerta.
—Esperaré en el auto, Diane —anunció pasando por mi lado para pasar una de sus manos grandes y pesadas por mi cabeza. Quise morderlo por tal atrevimiento, pero estaba tan confundido como exasperado por no comprender la situación que no reaccioné hasta que él cerró la puerta de la entrada con delicadeza —. Dense prisa.
Entonces ocurrió algo que no había visto jamás, o quizá sí, cuando era aún muy pequeño para recordarlo.
Mi madre se acercó a mí sin su sonrisa de suficiencia y sus ojos grises con un brillo acuoso en ellos. Se dejó caer de rodillas ante mi y, por primera vez en años, sus brazos me rodearon en lo que podría ser considerado un abrazo si no hubiese sido tan incómodo para ella como para mí.
—Soy una perra desgraciada, Yuri —dijo ella y podía imaginar la sonrisa en su rostro—. No puedo negarlo. Tampoco puedo ocultar que he sido la peor madre del mundo, pero ésta vez quiero hacer algo por tí también, no sólo por mí.
La aparté sin delicadeza, sintiendo que sus brazos me asfixiaban y busqué sus ojos para intentar comprender un poco de qué rayos estaba hablando.
—Russia no es seguro ahora. Algo pasa y no quiero que estemos aquí cuando las cosas se pongan peor.
—No entiendo de qué hablas —corté su letanía—. ¿Ya te volviste loca? ¿A dónde diablos iremos?
Dos horas después ambos abordamos un avión junto con el tipo elegante con destino a Japón.
Aparentemente el fulano ese estaba saliendo con mi madre, sin embargo tenía planes para abrir una especie de burdel con un socio japonés, y mi Diane estaba desesperada por salir de Moscú.
Ella habló un poco sobre los ataques de los que todo el mundo hablaba últimamente y que para mi no podía ser otra cosa que una ola delincuencial que pasaría una vez que los sujetos esos se aburrieran.
Por supuesto, para mi, un niño de doce años cuya madre se vendía a la noche y que ha pasado la mayor parte de la vida sólo, nada de esa situación era extraña. Mi madre simplemente estaba cometiendo otro de sus típicos errores al seguir como perrito faldero a alguien que le mostraba un poco de afecto y yo tenía que ir donde ella iría.
A mis doce años yo solo creía que ella estaba buscando otra manera de joderme la vida.
A mis doce años no comprendí que ella estaba haciendo su primer acto como lo que era; mi mamá, y estaba buscando desesperadamente la forma de mantenerme sano y a salvo. Con vida.
Yo era un niño inmaduro que no pudo ver eso hasta que estuve seguro de que su intento fue en vano y que moriría sin darle las gracias por siquiera intentarlo. Porque lo más probable es que ella estuviera muerta y yo no tardaría en sufrir el mismo destino.
¿Cuantos de nosotros vivimos en una pequeña roca, fría y personal, de plácida y complaciente ignorancia?
Personalmente creo que la mayor fortuna del ser humano es la incapacidad de la mente para relacionar entre sí todos los pensamientos que hay en ella. Sobre todo si el momento es tan traumático como incomprensible.
Es bueno porque los humanos no estamos preparados para saber la verdad siempre, ni para comprender perspectivas terribles porque, seguramente, enloqueceríamos ante tales revelaciones. Preferimos huir de la luz de la realidad y sumergirnos en la seguridad y la paz que nos ofrecen las tinieblas de lo desconocido.
Sin embargo, en ese preciso momento, algo me decía que las tinieblas no me ayudarían en ese caso.
Esa fue la primera vez que comprendí la capacidad de la adrenalina sobre mi cuerpo, pero no sabía cómo usar la fuerza que me daba salvo concentrándome en agudizar la vista y comprender un poquito que demonios pasaba y que rayos había caído en el suelo del balcón.
Mis pies aún sobre la mesita de noche temblaban, pero estaba seguro de que podría hechar a correr si me lo proponía. ¿Entonces porque no me movía?
La oscuridad se adueñaba de la habitación, la unica luz en la sala venía del reflejo de la televisión y yo no podía oír nada, me negaba a hacerlo. Quería creer que el ruido de la televisión, los gritos infernales que parecían provenir de todo el edificio, así como los berridos de lo que sea que se retorcía en el balcón del departamento eran fruto de mi imaginación. Que aquello pasaba después de una maratón entera de películas de terror... o de, por fin, haber puesto atención a los noticieros internacionales.
Mis ojos dejaron de ver la sombra retorciéndose tras el cristal de la puerta desplegable sólo para concentrarse en la escasa luz del sol. El astro rey se escondía poco a poco entre los edificios más altos, dispuesto a dejarle su lugar a la noche. Exponiéndonos al peligro.
Sin saberlo, esa sería la última vez que vería el atardecer.
La cosa en el balcón dejo se moverse cuando el último rato del sol abandonó el departamento, y la realidad me golpeó al mismo tiempo que golpes desesperados se escucharon en la puerta principal y el infectado alzó su rostro para clavar sus ojos negros en mí.
Salté y corrí tan rápido como mis pies me lo permitieron cuando el monstruo estrelló su cuerpo contra el cristal con obvias intenciones de romperlo. Llegué a la puerta en el segundo exacto que el sonido de cristal siendo astillado y cayendo en miles de fragmentos al suelo llenó el departamento.
Al otro lado de la puerta vislumbré al señor Chulanont, un hombre tailandés de sonrisa amable que había llegado a tierras japonesas con el único propósito de ver a sus hijos. Su mujer y él se divorciaron años atrás y llevaba un tiempo sin verlos, ese verano sus hijos irían a visitarlo al fin.
En las semanas que llevaba vivienda en tierras niponas ese hombre resultó ser bastante interesante cuando me lo topaba en el vestíbulo, el elevador o los pasillos. Muchas veces me pregunté cómo es que el señor Chulanont podía mostrar una sonrisa tan amplia y radiante cuando era obvia la añoranza de algo en sus ojos. Me gustaba estar con él, creía que teníamos algo en común.
Ambos deseábamos algo. La diferencia radicaba en que él sí sabía que deseaba; tener a su familia de vuelta. Mientras que yo aún no tenía ni idea de qué era aquello que quería con tanta desesperación.
—¡¿Yuri, estás tú bien?!—su nefasto inglés no me saco la sonrisa sardónica que normalmente liberaban mis labios al escucharlo ya que la situación era de todo, menos graciosa.
Su mano tomó mi brazo para arrastrarme al pasillo y cerrando la puerta del departamento dos segundos antes de que el infectado llegará a nosotros.
Corrimos hacia las escaleras. O al menos él lo hizo, llevándome a arrastrando tras él.
Caí en cuenta, quizá un poco tarde, que el señor Chulanont subió un piso para llegar a mi departamento. En medio de todo el caos, ese hombre se arriesgó por un niño que apenas conocía, pero que llegó a escuchar llorando una vez porque tenía hambre y su madre no había vuelto a casa en tres días.
El hombre vivía en el tercer piso en un edificio de seis, su departamento siempre pulcro y oliendo a comida ligeramente picante.
La mano morena me soltó una vez entramos, sin embargo, algo me decía que no estábamos a salvo. Los gritos en la calle eran prueba de ello.
—¿Qué haremos? —pregunte al ver como él tomaba dos mochilas de un pequeño armario y se dirigía a la cocina en busca de un par de botellas de agua, lámparas y algunas otras cosas que no alcancé a distinguir porque el temblor en mi cuerpo hacia que todo se viera borroso.
—Ir fuera de ciudad.
El pensamiento de que la ignorancia humana era mejor llegó a mi, y en ésta ocasión la maldije completamente.
Había tanto que yo necesitaba saber.
¿Cómo saldremos del edificio —del departamento siquiera— vivos? ¿Cuantas de esas cosas hay fuera? ¡¿Qué mierda son esas cosas?! ¿A dónde iremos?
¿Sobreviviremos?
Todas y cada una de esas preguntas quedaron atascadas en mi mente, sin tener la posibilidad de llegar a mi garganta, cuando vi al señor Chulanont dirigirse a una pequeña cajonera una vez que me tendió una de las mochilas.
Cuando extrajo una pistola negra y una daga aún en su funda supe que, al menos, él no caería sin antes luchar.
¿Y yo?
Rayos, lo deje en lo más interesante (?)
Gracias por sus bellos comentarios, la inspiración aún no vuelve, pero sus palabras me llenan de energía para seguir escribiendo.
ByeByeNya🐾
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