Compinches
Siempre nos burlábamos de Camelia. Nuestros viejos nos habían enseñado desde muy chicos que era la loca del pueblo, y se le notaba: iba despeinada, con ropa grande y una mochila rosa que el sol fue destiñendo hasta volverla de un gris amarillento.
Con sus ojos saltones, la cara sin maquillaje y una continua expresión entre alerta y ausente, Camelia podía tener treinta y cinco, cuarenta, setenta, o un millón de años. A veces, cuando la cruzábamos hablando sola o haciendo señales en el aire, creíamos que era bruja.
A mí siempre me había producido una mezcla de miedo y repulsión. Nunca pude olvidar aquella vez que la perseguimos a huevazos hasta su casa, en un extremo del pueblo. Desde entonces, sentí tanta culpa que la trataba un poco mejor que los demás.
Ya más grandes, empezamos a concentrarnos en otros temas como en quién gustaba de quién y en ir a los bailes. También hablábamos durante horas sobre el futuro. Solo estábamos de acuerdo en una cosa: nunca seríamos como nuestros viejos. Alfonso quería estudiar en Capital y trabajar en una empresa. Milagros pensaba casarse con él y seguirlo, pero no iba a ser una inútil como su mamá: tendría su propio negocio de ropa y más adelante estudiaría diseño de indumentaria. Lautaro quería irse a estudiar medicina y Lara, que en ese entonces ya era su novia, había optado por un profesorado en otro pueblo. ¡Qué lástima! Tendrían que separarse al final de ese verano.
¿Por qué me río? Porque Lautaro era un mentiroso. Yo lo odiaba, los odiaba a él y a Lara e imaginaba desgracias para ellos: que chocaban en el auto, que a Lautaro le agarraba una terrible enfermedad o incluso que los abducían los extraterrestres.
En realidad, al que odiaba era a Lautaro, porque habíamos estado juntos varias veces, siempre en secreto: él nunca iba a aceptar públicamente que era gay, bi, o todas esas etiquetas que se inventaba para no asumir que le gustaban los hombres. En mi caso era diferente: siempre me habían cargado desde chico por mi forma de hablar y caminar y porque no jugaba a la pelota, así que nadie necesitaba preguntarlo.
Envidiaba tanto a Lautaro. Deseaba ser como él: que nunca se me hubiera notado, así me salvaba de las piñas, de las miradas avergonzadas de mis viejos y de los rumores del pueblo. Intenté cambiar mis gestos y mis actitudes en vano. Nunca iban a aceptarme.
Lo único que pude hacer fue aguantar las jodas hasta terminar el secundario, con la esperanza de irme a Buenos Aires y dejar todo eso atrás. Al menos, ya había conseguido egresar de la escuela; solo quedaban unos meses de verano y me mudaba a Capital para estudiar periodismo.
¿Por qué no me alejaba del grupo si estaba todo mal con Lautaro? Era complicado. Primero, la amistad de nuestros viejos venía desde la infancia. Habían formado una barra tremenda que era leyenda en el pueblo. De alguna forma, nos impusieron que nosotros también fuéramos "compinches". Segundo, por más que no quería admitirlo en aquel momento, seguía sintiendo algo por Lautaro y también por mi pueblo. Mi vida estaba por cambiar con la facultad, tenía miedo y quería aferrarme a lo conocido.
Fue una noche de 1999. Mientras me preparaba para salir de casa, tomé la decisión de hablar con Lautaro. Sabía que tendríamos algún rato a solas y quería decirle que nunca más iba a acostarme con él, que yo no era "la segunda" de nadie y que se quedara con su novia. Estaba ansioso: los chicos iban a pasar a buscarme por la esquina en menos de unos minutos y tenía que disimular todo ese drama frente a ellos. Tomé aire, pero antes de salir, algo me detuvo.
-Maxi, no te vayas -dijo mi hermanita y la acaricié.
-Ya quedé con mis amigos, Agus. Mañana jugamos. ¿Qué dibujaste, a ver?
En el papel había dos mujeres de la mano, pintadas con trazos gruesos y desprolijos. Las dos estaban vestidas de azul y tenían el pelo negro, pero una de ellas estaba tachada con crayón gris. Mi hermanita me abrazó, llorando. Logré sacármela de encima encajándosela a mi vieja, y salí de casa a paso rápido.
Me paré debajo de una lámpara de mercurio gastada. No había mucha luz, pero el brillo de la luna llena bastaba para ver casi todo. Los pastizales, sacudidos por el viento, parecían una marea plateada de otro mundo. Solo escuchaba el aullido lejano del viento y a algunos grillos. ¿Por qué los chicos todavía no habían llegado?
-Hola, Maximiliano.
Me sobresalté y giré asustado. ¡Era una vieja! Su cabello teñido de negro parecía una araña agonizando y su vestido con flores blancas se veía de un celeste arratonado.
-Hola... ¿Camelia?
Sonrió, asintiendo.
-Quería presentarte a mi nueva amiga, Jacinta.
El viento aulló de nuevo, cuando miré alrededor: en la calle solo estábamos ella y yo. Tomé aire para tranquilizarme. Seguro era otra de sus locuras. Le sonreí nervioso e hice un gesto en dirección al espacio lleno de aire a su lado.
-Un gusto, Jacinta. Bienvenida al pueblo.
En ese momento tocaron bocina. ¡Los chicos habían llegado! Giré para saludar a Camelia, y entré al auto. Cuando los otros la vieron, empezaron a silbar y a gritar.
-¡Saludos a Jacinta! -le dijo Lautaro y todos se rieron a carcajadas.
-¡Ya van a ver! -amenazó la señora, escabulléndose por un camino de tierra-. ¡Jacinta los va a castigar!
Lautaro aceleró, rumbo al baile.
-¿Ya sabían lo de su compañera invisible? -pregunté-. Yo acabo de enterarme.
-¡Sí! El otro día pasó por casa y dijo que venía con Jacinta -explicó Milagros, entre risas-. Cuando mamá se olvidó de poner un plato en la mesa para su amiga imaginaria, la vieja se chifló mal.
-Yo sigo diciendo que es bruja. Mi papá la vio caminando sola por el campo, mientras iba en la camioneta. Cuando llegó al pueblo, a los diez minutos, se la encontró de nuevo. Es imposible que llegara tan rápido, y sabemos que esa vieja no tiene auto ni sabe manejar.
-No digas pavadas, Alfredo -se burló Lautaro.
Seguí pensando en Camelia durante el baile. De algún modo, me sentía reflejado en ella. Todo el pueblo la criticaba por loca, y a mí por maricón, pero yo podía escapar de eso. Mi futuro estaba en Capital, reflexioné, mientras contemplaba a Lautaro. Él bailaba apretado a su novia, acariciaba sus caderas y su cintura, pero también me miraba fijo, con un brillo que yo ya conocía. Recordé lo que tenía pensado decirle y supe en ese instante que era en vano.
Me quedé sentado hasta que terminó la fiesta, observando cualquier cosa menos los besos de Lara y Lautaro. Durante un segundo, me pareció ver una figura oscura entre las luces de la pista de baile. Tan solo eran unas chicas abrazadas.
***
Volvíamos en el auto. Alfonso manejaba y Milagros estaba sentada a su lado. Yo iba con Lautaro y Lara atrás. El enfermo empezó a tocarme la pierna mientras se besaba con ella, y me alejé. En ese momento deseé que chocáramos y sobreviviéramos todos menos él. El auto frenó. Las luces traseras de otros vehículos nos encandilaron.
-La ruta está llena, mejor tomo por este otro camino -dijo Alfonso.
-¿Estás seguro?
-Sí, sigue derecho, no pasa nada.
Habremos avanzado media hora por esa ruta, durante la que me pasé mirando las estrellas para distraerme del ruido insoportable de los besos de Lautaro y Lara. Hasta Milagros les dijo que pararan un poco. El campo que nos rodeaba se extendía pleno, sin construcciones a la vista. De repente, Alfonso frenó y empezó a vomitar. El olor era tan asqueroso que todos salimos del auto.
-¡Huele a huevos podridos! -dijo Milagros.
-Alfi, ¿estás bien? ¡Chicos, no para de vomitar!
-Ahí hay una casa, pidamos ayuda -dijo Lautaro.
-Nunca la vi antes. ¿Saben quién vive ahí?
-Qué importa, Maxi -se quejó-. No seas maricón.
Sentí una furia inmensa, quería cagarlo a trompadas ahí mismo, pero Alfonso se estaba descomponiendo y había que ayudarlo. Llegamos hasta la puerta. Lara golpeó varias veces. Cuando se abrió, nos quedamos pasmados. Era Camelia. Siempre había vivido en el pueblo. ¿Desde cuándo estaba en esa casa tan alejada?
-Necesitamos ayuda -dijo Lautaro-. ¿Podemos pasar?
La vieja asintió en silencio y entramos rápido. No puedo recordar bien en qué orden sucedieron las cosas, porque todo se mezcló en mi cabeza: Alfonso se cayó en el suelo y empezó a convulsionar, Camelia desapareció, la puerta se cerró de un golpe y no pudimos abrirla, se cortó la luz.
-¿Qué carajo está pasando?
-¡Chicos! ¡Alfonso no se mueve! -gritó Lara.
De pronto, volvió la luz y vimos nuestros reflejos en un espejo inmenso en la pared opuesta. No sé si enloquecimos o qué, pero del otro lado del vidrio había un humo que empezó a cobrar forma y se proyectó hacia afuera. ¡Era un monstruo deforme y gris, con los rasgos de Camelia! Atrapó a Milagros y la arrastró hacia el cristal, que se volvió líquido. Ambas se sumergieron en él y desaparecieron. Corrimos hasta el espejo y lo golpeamos, llamándola. No podíamos atravesarlo.
-¡Milagros!
De pronto, se abrió la puerta de la casa. Podíamos ver el auto, estacionado frente al jardín.
-¡Vamos! -gritó Lautaro-. ¡Tenemos que rajar de acá!
-¡Esperá, Lautaro! -grité y quise detener a Lara, que lo siguió.
Estaba a metros del auto, cuando apareció frente a él: Camelia sonrió, transformándose en un vapor que entró a su cuerpo. Lautaro empezó a gemir y Lara se detuvo en seco. Lo vimos girar hacia nosotros, temblando. Tenía el pecho rojo. Quiso abrir la boca para decirnos algo, pero vomitó sangre y cayó inconsciente. Lara entró gritando a la casa, donde la puerta se cerró sola. La luz comenzó a parpadear y nos abrazamos, llorando, al lado del cuerpo de Alfonso.
-Lara, yo me acostaba con Lautaro. Perdoname.
-¿Qué?
-Yo me acostaba con él, antes de que saliera con vos. Y después, un par de veces. Perdoname. Él jugó conmigo y yo... yo le deseé lo peor, se lo deseé a él y a vos, pero no quería esto, nunca quise en verdad algo así...
-Shh, eso ya no importa. Que Dios nos ayude, tenemos que escapar de acá.
Escuchamos un estallido de cristales y gritamos. Algo había salido expulsado del espejo: una mancha oscura y grande que yacía frente a nosotros.
-¡Es Milagros! -gritó Lara, al verla moverse en medio del lodo viviente.
Logramos limpiarle la cara. Nos miró, con los ojos inyectados de sangre y escupiendo agua negra.
-Camelia... pobre Camelia. Nuestros viejos... le hicieron algo terrible, hace mucho tiempo. Y esa cosa... lo que está en esta casa... se ve como Camelia, pero no es ella.
-Es Jacinta -dije, y Milagros asintió.
-Sí. Tomó su forma... y su dolor... para vengarla.
Milagros dejó de respirar. Lara y yo nos miramos en silencio y nos tomamos de las manos. La luz seguía parpadeando. En cualquier instante, Jacinta iba a venir por nosotros.
-Desearía haber podido conocer algo más que este pueblo.
-Yo también -le dije.
Escuchamos unos crujidos en el piso. "Lo que sea que nuestros padres te hayan hecho, te pido perdón", pensé
-¡Perdón! -gritó Lara y se puso a llorar.
Entonces, nos envolvieron las sombras
***
Cuando despertamos, seguía siendo de noche. ¿Dónde estaban las paredes, los muebles, las luces? La casa era un esqueleto de tirantes y marcos de puertas y ventanas. No encontramos los cuerpos de nuestros amigos. Tampoco a Camelia o Jacinta. ¿Acaso había sido un sueño?
Lara manejó hasta el pueblo. Al llegar, lo encontramos a oscuras y con las calles desiertas. Solo había un silencio frío. Me puse nervioso al notar que Lara pasaba de largo nuestra cuadra, pero entendí todo cuando estacionó en lo de Camelia. Tocamos la puerta una y otra vez, una y otra vez...
***
Cuento publicado en la antología #NochesDeEspanto de la cuenta @@TerrorEs de Wattpad durante el Halloween 2016.
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